El hechicero rojo y sus maravillosos trucos.
Las sombras se deslizaron entre las polvorientas mesas de la taberna «El Cerdo y el Silbido». La brisa marina de la bahía de Balifor se filtraba por las desajustadas ventanas produciendo un agudo silbido —ese peculiar sonido era el que le otorgaba a la posada la última parte de su nombre. Al ver al posadero, cualquiera hubiese adivinado el por qué de la primera parte del mismo. William Sweetwater, hombre jovial y de buen corazón, había recibido tal impresión a los pocos meses de su nacimiento— por lo menos eso era lo que se decía en el pueblo —cuando un cerdo errante derribó su cuna, que los rasgos del animal quedaron impresos en su rostro para siempre.
No obstante, aquel desafortunado parecido no había malogrado el carácter de William. Fue marinero de profesión hasta que se retiró para satisfacer la ambición de toda su vida: tener una posada. No había hombre más respetado y querido en todo Port Balifor que William Sweetwater. Nadie se reía con más ganas que él de los chistes sobre cerdos. Incluso podía gruñir de forma bastante real y, a menudo, hacía imitaciones de esos animales para diversión de sus clientes.
Sin embargo, en esas fechas William raramente hacía bromas. La atmósfera de «El Cerdo y el Silbido» era oscura y triste. Los pocos antiguos clientes que entraban se sentaban juntos y hablaban en voz baja, pues Port Balifor era ahora una ciudad ocupada, invadida por los ejércitos de los Señores de los Dragones, cuyos barcos habían arribado recientemente a la bahía, desembarcando sus tropas de repugnantes draconianos.
Las gentes de Port Balifor —humanos en su mayoría se sentían atemorizados por estas circunstancias. Sin embargo, podían considerarse afortunados, pues ningún dragón había arrasado su ciudad y los draconianos, generalmente, no los molestaban. Los Señores de los Dragones no estaban especialmente interesados en la zona oriental del continente de Ansalon. El territorio estaba poblado de forma muy dispersa: sólo había unas pobres y escasas comunidades de humanos y Kendermore, la tierra natal de los kenders. Una escuadrilla de dragones hubiera podido asolar los campos, pero los Señores de los Dragones necesitaban concentrar sus fuerzas en el norte y en el oeste. Mientras los puertos continuaran abiertos, los Grandes Señores no tenían necesidad de devastar las tierras de Balifor y Goodlund.
Aunque tenía pocos clientes, el negocio le iba bien a William Sweetwater. Las tropas de draconianos y de goblins estaban bien pagadas, y su única debilidad eran las bebidas fuertes. Pero William no había abierto su taberna por dinero, sino que adoraba la compañía de sus amigos, viejos y nuevos. En cambio no disfrutaba de la compañía de las tropas de los Grandes Señores. Cuando éstas entraban, sus antiguos clientes se marchaban. Por tanto, William no tardó en subir los precios a los draconianos, cobrándoles tres veces más caro que en cualquier otra taberna de la ciudad. Además, le echaba agua a la cerveza. Consecuentemente, su local estaba casi desierto de esa desagradable clientela. Esta solución satisfacía a William.
Se hallaba charlando con algunos amigos —marinos en su mayoría, de piel morena y curtida, y sin dientes— la tarde en que los forasteros entraron en su taberna. Por un momento, William los contempló con suspicacia, pero al ver que eran fatigados viajeros en lugar de soldados de los Grandes Señores, el tabernero los saludó cordialmente y los acompañó a una mesa situada en un rincón.
Los forasteros pidieron una ronda de cerveza —excepto uno de ellos ataviado con una túnica roja, que pidió agua caliente. Luego, tras una apagada discusión en voz baja que se centró en un gastado monedero de cuero y en el número de monedas que éste contenía, le pidieron a William que les trajera algo de pan y de queso.
—No son de esta zona —dijo William a sus amigos en voz baja mientras sacaba la cerveza de un barril especial y no del que servía a los draconianos y yo diría que tan pobres como un marinero que lleva una semana en tierra.
—Deben ser refugiados… —dijo uno de los marinos, observándolos atentamente.
—Una extraña mezcla —añadió otro—. Ese sujeto de barba pelirroja parece un semielfo. Y aquél tan grande lleva suficientes armas para luchar él solo contra todo un ejército de draconianos.
—Apuesto a que ha matado a más de uno con su espada —gruñó William—. Juraría que huyen de algo. Observad la manera en que el hombre barbudo mira hacia la puerta. Bueno, no podemos ayudarles a luchar contra los Grandes Señores, pero me ocuparé de que no les falte nada —dijo disponiéndose a servirles.
—Guardad vuestro dinero —ordenó William con brusquedad, poniendo en la mesa no sólo pan y queso sino también una bandeja llena de carne fría y apartando un lado las monedas—. Tenéis problemas de algún tipo, eso está más claro que mi nariz en forma de hocico de cerdo.
Una de las mujeres le sonrió. Era la mujer más bella que el posadero hubiese visto nunca. Sus cabellos de oro y plata relucían bajo una capucha de pieles, y sus ojos azules eran como el océano en un día de calma. Cuando ella le sonrió, William sintió como si la calidez de un buen brandy acabara de recorrer todo su cuerpo. Pero un hombre de expresión ceñuda que estaba sentado junto a ella, empujó las monedas de nuevo hacia él.
—No aceptamos caridad —le dijo el hombre.
—¿No? —preguntó el inmenso guerrero ansiosamente, contemplando la carne ahumada con ojos anhelantes.
—Riverwind —reconvino la mujer, posando suavemente su mano sobre el brazo del hombre. El semielfo también parecía dispuesto a intervenir, cuando el hombre de la túnica roja, el que había pedido el agua caliente, alargó una mano y tomó una moneda.
Balanceando la moneda sobre su huesuda mano de color metálico, el hombre la hizo danzar sin esfuerzo alguno sobre sus nudillos. Los ojos de William se abrieron de par en par. Sus dos amigos, que estaban en el mostrador, se acercaron a la mesa para ver mejor. La moneda aparecía y desaparecía entre los dedos del hombre de la túnica roja, danzando y saltando. De pronto desapareció en el aire para reaparecer sobre la cabeza del mago en forma de seis monedas, que giraron sobre su capucha. Haciendo un gesto, el hechicero las envió a danzar sobre la cabeza de William. Los marineros lo contemplaban boquiabiertos.
—Quédate una por las molestias —dijo el mago en un susurro.
Tibubeante, William intentó agarrar las monedas que pasaban ante sus ojos, ¡pero su mano las atravesaba! De pronto las seis monedas desaparecieron, y tan sólo quedó una sobre la palma de la mano del extraño personaje de la túnica roja.
—Te daré ésta como pago —dijo, esbozando una ligera sonrisa—, pero ten cuidado. Puede que te agujeres el bolsillo.
William aceptó la moneda con cautela. Sosteniéndola entre dos dedos, la contempló con suspicacia. ¡De pronto la moneda ardió en llamas! Emitiendo un tembloroso gemido, William la dejó caer al suelo y puso su pie sobre ella. Sus dos amigos soltaron una carcajada. El tabernero recogió la moneda y descubrió que estaba fría y en perfecto estado.
—¡Esto paga la carne de sobras! —dijo William sonriendo.
—Y el alojamiento de una noche —añadió uno de los marineros, sacándose del bolsillo un puñado de monedas.
—Creo que hemos resuelto nuestro problema —dijo Raistlin en voz baja mirando a sus compañeros.
Así nació el Hechicero Rojo y sus maravillosos trucos, un espectáculo itinerante del que aún hoy se habla, tanto en el sur, en la zona de Port Balifor, como en el norte.
A la noche siguiente, el mago de la túnica roja comenzó a realizar sus juegos de manos ante una audiencia compuesta por los amigos de William. Después de que hubiera trabajado en «El Cerdo y el Silbido» durante una semana, Riverwind —que al principio se oponía a ello— tuvo que admitir que las actuaciones de Raistlin parecían no sólo resolver sus problemas financieros, sino también otros más apremiantes.
La escasez de dinero era el problema más urgente. Los compañeros podían habérselas arreglado para vivir de la caza —incluso en invierno—, gracias a Riverwind y a Tanis. Pero tenían que adquirir los pasajes de un barco que los llevara a Sancrist. Una vez obtenido el dinero, necesitaban poder viajar libremente por las tierras ocupadas por el enemigo.
En su adolescencia, Raistlin había utilizado con frecuencia su destreza manual para ganar unas monedas para él y para su hermano. Aunque su maestro lo desaprobara y amenazara con expulsar al joven mago de la escuela, Raistlin había conseguido bastantes éxitos. Ahora, su creciente poder le permitía un nivel que antes no hubiera alcanzado. Conseguía mantener a su audiencia literalmente hechizada con sus trucos y habilidades.
A una orden de Raistlin, barcos de alas blancas navegaban de un lado a otro de la barra de «El Cerdo y el Silbido», salían pájaros de las soperas, y por las ventanas se asomaban dragones que lanzaban llamas sobre los asombrados asistentes. En el apoteósico final, el mago, ataviado con una túnica roja de lentejuelas que Tika le había confeccionado, se consumía totalmente en ardientes llamas, para reaparecer unos segundos después por la puerta de la taberna, y beberse tranquilamente un vaso de vino blanco a la salud de su audiencia.
En menos de una semana, William había ganado más dinero del que hubiera conseguido en todo un año, en circunstancias normales, y lo que era mejor aun —por lo que a el respectaba sus amigos estaban consiguiendo olvidar sus problemas. No obstante, al poco tiempo comenzaron a llegar clientes no deseados. Al principio, la aparición de goblins y draconianos le había enojado, pero Tanis había aplacado su enfado, y William, a regañadientes, les permitió quedarse
En realidad, a Tanis le agradó verlos. Bajo su punto de vista era positivo, pues resolvía su segundo problema. Si las tropas de los Señores de los Dragones disfrutaban del espectáculo y lo difundían, los compañeros podrían viajar sin molestias por las tierras ocupadas.
Habían planeado —tras consultarlo con William—, dirigirse a Flotsam, una ciudad al norte de Port Balifor, situada en el Mar Sangriento de Istar. Allí confiaban encontrar un barco. En Port Balifor, según el posadero, nadie les proporcionaría pasajes. Todos los propietarios de barcos trabajaban, sus naves habían sido confiscadas, para los Señores de los Dragones. Pero Flotsam era un conocido reducto para aquellos que estuvieran más interesados en el dinero que en la política.
Los compañeros se quedaron en «El Cerdo y el Silbido» durante un mes. William les proporcionó habitaciones y manutención gratis, e incluso les permitió quedarse con todo el dinero que ganaban. Aunque Riverwind protestó ante su generosidad, William declaró que todo lo que le importaba era recuperar sus antiguos clientes.
Durante este tiempo, Raistlin mejoró y alargó su representación, la cual, al principio, sólo consistía en sus trucos. Pero el mago se cansaba pronto, por lo que Tika se ofreció a bailar para darle tiempo a descansar entre una actuación y otra. Se hizo un traje tan seductor, que Caramon se opuso totalmente al plan. Tika se rió de él. Su danza fue un éxito e hizo que ganaran todavía más dinero, por lo que Raistlin la incorporó inmediatamente al espectáculo.
Al ver que los asistentes disfrutaban con la diversión, el mago comenzó a pensar en los demás. Consiguió persuadir a Caramon para que realizara un número de fuerza en el que, en el momento álgido, el guerrero levantaba al fornido William sobre su cabeza con una sola mano. Tanis divertía a la audiencia con su habilidad elfa de «ver» en la oscuridad. Un día, cuando Raistlin estaba contando el dinero recogido en la actuación de la noche previa, Goldmoon se dirigió a él.
—Me gustaría cantar en la actuación de esta noche —le dijo la mujer.
Raistlin alzó la mirada incrédulo. Sus ojos se desviaron hacia Riverwind. El bárbaro asintió de mala gana.
—Tienes una voz poderosa —dijo Raistlin mientras deslizaba el dinero en una bolsa y apretaba con firmeza el cordón que la cerraba—. Lo recuerdo muy bien. La canción que te oí cantar en «El Último Hogar» provocó un tumulto en el que casi nos matan.
Goldmoon enrojeció al recordar la fatídica canción que le había hecho conocer al grupo. Frunciendo el entrecejo, Riverwind posó una mano sobre su hombro.
—¡Déjalo! —dijo el bárbaro secamente, mirando al mago—. Ya te lo dije…
Pero Goldmoon sacudió la cabeza testaruda, alzando la barbilla en un gesto habitual e imperativo.
—Cantaré —dijo fríamente—, y Riverwind me acompañará. He escrito una canción.
—Muy bien —respondió el mago, deslizando la bolsa de las monedas en su túnica—. La probaremos.
Aquella noche «El Cerdo y el Silbido» estaba totalmente atestada. Había un público variado: marineros, draconianos, goblins, y varios kenders —la presencia de estos últimos hacía que todos estuvieran muy pendientes de sus pertenencias. William y dos ayudantes iban de un lado para otro, sirviendo bebidas y comida. Llegado el momento comenzó la actuación.
El público aplaudió a las monedas danzarinas de Raistlin, rieron cuando un cerdo ilusorio danzó sobre la barra, y casi se caen de sus asientos de terror cuando un gigantesco dragón entró por la ventana. El mago, tras saludar, se retiró a descansar. Entonces le llegó el turno a Tika.
La audiencia, en particular los draconianos, vitorearon la danza de Tika, golpeando las mesas con sus jarras de cerveza.
Después apareció Goldmoon, vestida con un túnica azul pálido. Sus cabellos de oro y plata caían sobre sus hombros, reluciendo como el agua bajo la luz de la luna. La gente se calló al instante. Sin decir nada, la mujer bárbara tomó asiento en una silla situada sobre la tarima que William había construido. Era tan bella que los asistentes no profirieron ni un sólo murmullo. Todos esperaron con atención.
Riverwind se sentó sobre el suelo, a sus pies. Llevándose a los labios una flauta labrada a mano, el bárbaro comenzó a tocar y, unos segundos después, la voz de Goldmoon se fundió con el sonido de la flauta. La canción era sencilla, la melodía dulce y armoniosa, aunque persistente. Pero lo que llamó la atención de Tanis fue la letra, la cual le hizo intercambiar una mirada de preocupación con Caramon. Raistlin, que estaba sentado a su lado, agarró a Tanis por el brazo.
—¡Me lo temía! ¡Otro tumulto!
—Tal vez no —susurró Tanis—. Mira la audiencia.
Las mujeres habían recostado la cabeza sobre el hombro de sus maridos. Los draconianos parecían hechizados —como animales salvajes encandilados por la música. Únicamente los goblins arrastraban cansinamente los pies, aparentemente aburridos, pero tan temerosos de los draconianos que no osaban protestar.
La canción de Goldmoon hablaba de los antiguos dioses. Relataba cómo éstos habían enviado el Cataclismo para castigar al Sumo Sacerdote de Istar y a las gentes de Krynn por su orgullo. Hablaba de los terrores de esa noche y de las que la habían seguido. Les recordaba cómo la gente, creyéndose abandonada, había comenzado a rezar a los falsos dioses. Después cantaba un mensaje de esperanza: los dioses no los habían abandonado. Los verdaderos estaban allí, esperando únicamente a que alguien los escuchara.
Cuando su canción terminó, y el lastimero sonido de la flauta murió, la mayoría de los asistentes sacudieron la cabeza, como si acabaran de despertar de un bello sueño. Si se les preguntaba de qué había tratado la canción, no sabían qué responder. Los draconianos se encogieron de hombros y pidieron más cerveza. Los goblins gritaron, pidiendo que Tika volviera a danzar de nuevo. Pero aquí y allá, Tanis descubrió varios rostros que aún reflejaban la maravillosa sensación que la canción les había producido. Por lo que no le sorprendió nada ver a una joven mujer de piel oscura acercarse tímidamente a Goldmoon.
—Os pido disculpas por molestaros, señora —dijo la mujer—, pero vuestra canción me ha impresionado profundamente. Quisiera saber más cosas de los antiguos dioses.
Goldmoon sonrió.
—Ven a verme mañana y te enseñaré lo que sé.
Y así, lentamente, la palabra de los antiguos dioses comenzó a difundirse. Cuando los compañeros se marcharon de Port Balifor, la mujer de piel oscura, un hombre de voz suave, y varias personas más, llevaban ya el medallón azul de Mishakal, diosa de la Curación. En secreto, fueron llevando esperanza al ensombrecido y alterado mundo de Krynn.
Al finalizar el mes, los compañeros pudieron comprar un carromato, caballos para tirar de él, caballos para montar, y provisiones. Lo que sobró lo reservaron para la compra del pasaje de barco hacia Sancrist. Planearon ganar más dinero actuando en las pequeñas comunidades granjeras existentes entre Port Balifor y Flotsam.
Cuando el Hechicero Rojo dejó Port Balifor, muchos de sus entusiastas seguidores salieron a despedir el carromato. A pesar de llevar los trajes empaquetados, provisiones para dos meses, y un barril de cerveza, que les había regalado William, la carreta era lo suficientemente grande para que Raistlin durmiera y viajara en ella. Además, contenía las tiendas multicolores en las que dormirían los compañeros.
Tanis miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza y observando la insólita imagen que ofrecía el grupo. Parecía que —en medio de todas las cosas que les habían sucedido— esto fuera lo más extraño. Contempló a Raistlin, sentado al lado de su hermano, que conducía la carreta. La túnica roja de lentejuelas del mago relucía como el fuego bajo el brillante sol de invierno. Raistlin, un tanto encorvado para defenderse del viento, miraba al frente, envuelto en una ola de misterio que hacía las delicias de la gente. Caramon, vestido con un traje de piel de oso, obsequiado también por William, había cubierto su cabeza con la cabeza del oso, por lo cual parecía que fuera ese animal el que guiara el carromato. Los niños vitoreaban, mientras él les gruñía con una mueca de ferocidad.
Ya casi habían salido de la ciudad, cuando un comandante draconiano los detuvo. Tanis, con el corazón en un puño, avanzó hacia adelante llevándose la mano a la espada. Pero el comandante sólo quería asegurarse de que pasarían por Bloodwatch, donde había un campamento de draconianos, porque había mencionado el espectáculo a uno de sus amigos y las tropas estaban deseando verles. Tanis, jurando internamente no poner un pie en ese lugar, prometió al comandante que sin duda alguna pasarían por allí.
Finalmente llegaron a las puertas de la ciudad. Descendiendo de sus monturas, se despidieron de su amigo William. Este abrazó a cada uno de ellos, comenzando por Tika y terminando por Tika. Se disponía a abrazar a Raistlin, pero los ojos del mago se abrieron de forma tan alarmante cuando se acercó a él, que el posadero retrocedió precipitadamente.
Los compañeros volvieron a montar sus caballos. Raistlin y Caramon regresaron a la carreta. La muchedumbre gritó y los apremió para que regresaran durante las celebraciones de primavera. Los guardias abrieron las puertas, deseándoles un viaje tranquilo y los compañeros se alejaron. Las puertas se cerraron tras ellos.
El viento era frío. Las nubes grises que poblaban el cielo comenzaron a arrojar nieve. El camino, que les habían asegurado que era bastante transitado, se extendía ante ellos vacío y desierto. Raistlin comenzó a temblar y a toser. Poco después, comunicó que seguiría el viaje en el interior del carromato. Los demás se pusieron las capuchas y se envolvieron todavía más en sus capas de pieles.
Caramon, que guiaba a los caballos por el enlodado camino, parecía desacostumbradamente pensativo.
—Sabes, Tanis —dijo con solemnidad—, casi no puedo expresar lo contento que me siento de que ninguno de nuestros amigos haya visto nuestras actuaciones. ¿Puedes imaginarte lo que hubiera dicho Flint? Ese enano gruñón nunca me hubiera permitido olvidar una cosa así. ¿Y qué me dices de Sturm? —el inmenso guerrero sacudió la cabeza, recordando a los ausentes. «Sí», suspiró Tanis. «Puedo imaginarme a Sturm. Querido amigo, nunca comprendí lo importante que eras para mí… tu valentía, tu noble espíritu. ¿Estás vivo, amigo mío? ¿Volveremos a encontrarnos, ¿o nos hemos separado para siempre, como predijo Raistlin?»
El grupo siguió avanzando. El día se hizo más oscuro, la tormenta arreció. Riverwind disminuyó el paso para situarse junto a Goldmoon. Tika ató su caballo a la carreta y se subió al pescante junto a Caramon. Raistlin dormía en el interior.
Tanis montaba solo, con la cabeza baja, con el pensamiento en algún lugar lejano.