10

El secreto de Silvara.

—¿Cómo sobreviviste? —preguntó Tas, sacando de una de sus bolsas unos frutos secos para compartir con Fizban.

—La verdad es que no creía haberlo hecho. Me temo que no tengo ni la más remota idea. Aunque ahora que lo pienso, desde entonces no he sido capaz de comer carne de gallina. Pero, cuéntame —preguntó mirando sagazmente al kender ¿qué estás haciendo aquí?

—Vine con algunos de mis amigos. El resto están vagando por ahí, si es que aún están vivos —dijo, empezando a lloriquear de nuevo.

—Lo están. No te preocupes.

—¿De verdad lo crees? Bueno, la cuestión es que estamos aquí, con Silvara…

—¡Silvara! —el anciano se puso en pie de un brinco. Los pelos se le pusieron de punta, la mirada vaga desapareció de su rostro—. ¿Dónde está? ¿Y tus amigos, dónde están?

—Ab… abajo —balbuceó Tas, asombrado por la súbita transformación de Fizban—. ¡Silvara formuló un encantamiento sobre ellos!

—¡Ah!, lo hizo… Bueno, veremos lo que podemos hacer. Vamos.

El anciano comenzó a andar por la galería, a tal velocidad, que Tas se vio obligado a correr para mantener el paso.

—¿Dónde dijiste que estábamos? —preguntó Fizban deteniéndose junto a las escaleras—. Procura ser concreto —añadió.

—Hum… ¡la tumba! ¡La tumba de Huma! Creo que en la tumba de Huma. Eso es lo que dijo Silvara.

—Puf… Bueno, al menos no tendremos que andar. Descendieron las escaleras y se acercaron al agujero del suelo por el que había llegado Tas. Una vez allí, el anciano se colocó en el mismísimo centro del agujero. Tas, tragando saliva, se situó junto a él, agarrándose a su túnica.

—Abajo —ordenó el anciano. Comenzaron a ascender, elevándose hacia el techo de la galería del piso superior.

—¡He dicho abajo! —chilló Fizban furioso, inclinado amenazadoramente su bastón hacia el agujero.

Se oyó un sonido absorvente y ambos fueron devorados por el agujero a tal velocidad, que el sombrero de Fizban salió volando. «Es como el que perdió en el cubil del dragón», pensó Tas. Estaba todo arrugado, había perdido su forma original y aparentementeposeía vida propia. Fizban intentó agarrarlo pero falló. No obstante, el sombrero cayó flotando tras ellos, a unos cincuenta pies de distancia.

Tasslehoff, fascinado, miró hacia abajo y se dispuso a preguntar algo, pero Fizban le hizo callar. Asiendo firmemente su bastón, comenzó a susurrar para sí, trazando un extraño signo en el aire.

Laurana abrió los ojos. Estaba tendida sobre un frío banco de piedra, contemplando el oscuro y reluciente techo. No tenía ni idea de dónde estaba. Entonces recuperó la memoria. ¡Silvara!

Incorporándose inmediatamente, echó un rápido vistazo a la habitación. Flint gruñía y se frotaba el cuello. Theros parpadeaba y miraba a su alrededor, aturdido. Gilthanas estaba en pie cerca de la puerta de la tumba, observando algo que había en el suelo. Cuando Laurana avanzó hacia él, el elfo se volvió. Llevándose un dedo a los labios, asintió con la cabeza en dirección a la puerta.

Silvara estaba allí sentada, con la cabeza entre los brazos, sollozando amargamente.

Laurana vaciló, olvidando las furiosas palabras que había pensado dirigirle a la Elfa Salvaje. Desde luego aquello no era lo que había imaginado. ¿Qué es lo que esperaba?, se preguntó a sí misma. No volver a despertar nunca más, o algo parecido. Debía haber una explicación.

—Silvara… —comenzó a decir.

La muchacha alzó la mirada. Tenía el rostro salpicado de lágrimas y pálido de temor.

—¿Qué hacéis despiertos? ¿Cómo habéis conseguido liberaros de mi encantamiento? —balbuceó la elfa recostándose contra la pared.

—¡Qué importa eso! —respondió Laurana, a pesar de no tener ni idea de cómo había despertado—. Dinos…

—¡Fue obra mía! —anunció una voz profunda.

Laurana y los demás se volvieron y vieron a un anciano de barba cana aparecer solemnemente por el agujero del suelo.

—¡Fizban! —susurró Laurana atónita.

Se oyó un golpe seco. Flint cayó desmayado. Los demás ni siquiera le prestaron atención, pues se hallaban absortos ante la aparición del viejo mago. Entonces, tras proferir un agudo gemido, Silvara se arrojó sobre el frío suelo de piedra temblando y sollozando.

Ignorando las miradas de los demás, Fizban avanzó por la estancia, pasó ante el féretro y ante el inconsciente enano y se acercó a Silvara. Mientras tanto Tasslehoff apareció por el agujero.

—¡Mirad a quien he encontrado! —exclamó el kender con orgullo—. ¡A Fizban! Y he volado, Laurana. Me metí en el agujero y volé hacia arriba por el aire. Y arriba hay unas pinturas con dragones dorados, y entonces Fizban se incorporó y me gritó y… debo admitir que me sentí realmente extraño durante unos instantes. Me quedé sin voz y… ¿qué le ha sucedido a Flint?

—Cállate, Tas —dijo Laurana en voz baja, sin apartar la mirada de Fizban. Éste, arrodillándose en el suelo, zarandeó a la Elfa Salvaje.

—¿Silvara, qué has hecho? —le preguntó con expresión severa.

Al oír esto Laurana pensó que debía haberse equivocado —aquel debía ser otra persona vestida con la vieja túnica de Fizban—, era imposible que aquel hombre poderoso y de semblante severo fuera el viejo y torpe mago que recordaba. Pero no, hubiera reconocido su rostro en cualquier lugar, por no mencionar el sombrero.

Mientras los contemplaba ante ella, Laurana percibió como si un extraño e inmenso poder fluyera entre Silvara y Fizban. Sintió un apremiante deseo de salir corriendo de aquel lugar y de seguir corriendo hasta caer exhausta. Pero no podía moverse. Sólo podía contemplarlos.

—¿Qué has hecho, Silvara? —repitió Fizban—. ¡Has roto tu promesa!

—¡No! —gimió la muchacha, retorciéndose sobre el suelo a sus pies—. No, no lo he hecho. Aún no…

—Has caminado por el mundo con otro cuerpo, entrometiéndote en los asuntos de los hombres. Esto debería haberte bastado. ¡Pero has tenido que traerles aquí!

El rostro cuajado de lágrimas de Silvara tenía una expresión de angustia. Laurana notó que sus propias mejillas Se inundaban de lágrimas.

—¡De acuerdo! —gritó Silvara desafiante—. Rompí mi promesa o por lo menos pretendía hacerlo. Los traje aquí. ¡Tenía que hacerlo! He visto tanta miseria y sufrimiento. Además… —la voz le falló y su mirada se perdió en la distancia—, tenían uno de los Orbes…

—Sí —dijo Fizban en voz baja—. Un Orbe de los Dragones. Tomado del castillo del muro de Hielo. Cayó en tus manos. ¿Qué has hecho con él, Silvara? ¿Dónde está ahora?

—Lo envié lejos de aquí…

Fizban pareció envejecer. Suspirando profundamente, se apoyó pesadamente sobre su bastón.

—¿Dónde lo enviaste, Silvara? ¿Dónde está ahora el Orbe?

—Lo tie… tiene Sturm —interrumpió Laurana temerosa—. Se lo ha llevado a Sancrist. ¿Qué significa todo esto? ¿Está Sturm en peligro?

—¿Quién? —Fizban volvió la cabeza—. Oh, hola querida —dijo sonriéndole—. Qué agradable verte de nuevo. ¿Cómo está tu padre?

—Mi padre… —Laurana sacudió la cabeza, confundida—. Mira, anciano, qué más da mi padre… ¿Quién…?

—¡Y también está tu hermano! —Fizban alargó una mano hacia Gilthanas—. Qué alegría verte, hijo y a vos, señor —inclinó la cabeza ante el asombrado Theros—. ¿Un brazo de plata? Mi, mi… —volvió la cabeza de nuevo hacia Silvara—, que coincidencia. Theros Ironfeld, ¿no es así? He oído hablar mucho de ti. Mi nombre es…

El viejo mago hizo una pausa, frunciendo el ceño.

—Mi nombre es…

—Fizban —apuntó Tasslehoff.

—Fizban, eso es.

Laurana creyó ver que el mago le dirigía a Silvara una mirada de advertencia. La muchacha inclinó la cabeza, como dándole a entender que había comprendido su silencioso y secreto mensaje. Pero antes de que Laurana pudiera ordenar sus confusos pensamientos, Fizban le habló de nuevo.

—Y ahora, Laurana, te preguntarás quién es Silvara. Pero es ella la que debe decidir si contároslo o no, ya que yo debo irme. Debo emprender un largo viaje.

—¿Debo decírselo? —preguntó Silvara en voz baja.

Aún se hallaba de rodillas y, mientras hablaba, sus ojos miraban a Gilthanas. Fizban siguió su mirada. Al ver el aspecto abatido del noble elfo, su expresión se suavizó y sacudió la cabeza con tristeza.

—No, Silvara, no tienes que decírselo. La decisión es tuya, «aquella otra» fue la de tu hermana… Puedes hacerles olvidar que han estado aquí.

De pronto el único color que quedó en el rostro de Silvara fue el azul intenso de sus ojos.

—Pero eso significaría…

—Sí, Silvara. La decisión es tuya —dijo besando a la muchacha en la frente—. Adiós, Silvara.

Dándose la vuelta, miró a los demás.

—Adiós, adiós. Encantado de veros de nuevo. Estoy un poco disgustado por lo de las plumas de gallina, pero… no os guardo rencor —mirando a Tas con impaciencia le dijo—: ¿Vienes o no? ¡No dispongo de toda la noche para esperarte!

—¿Ir? ¿Contigo? —dijo Tas, soltando la cabeza de Flint que volvió a golpear el banco de piedra con un ruido sordo. El kender se puso en pie—. Por supuesto, déjame recoger mis cosas… —pero entonces se detuvo, volviéndose a mirar al desmayado enano—. Flint…

—Se pondrá bien —prometió Fizban—. No estarás separado de tus amigos mucho tiempo. Los veremos dentro de… —frunció el ceño, murmurando para sí— siete días, añade tres, me llevo una, ¿cuánto es siete veces cuatro? Oh, bueno, dentro de poco. Cuando se celebre la reunión del Consejo. Bien, no perdamos más tiempo. Tengo mucho que hacer. Tus amigos están en buenas manos. Silvara se ocupará de ellos, ¿no es así, querida?

—Voy a decírselo —le prometió ella apenada, mirando a Gilthanas.

El elfo los observaba a ella y a Fizban con expresión pálida.

—Tienes razón. Hace tiempo rompí la promesa. Debo finalizar lo que decidí hacer.

—Lo que creas mejor. —Fizban posó su mano sobre la cabeza de Silvara, acariciando su plateado cabello. Luego se volvió para marcharse.

—¿Seré castigada? —preguntó Silvara cuando el anciano estaba a punto de desaparecer en la penumbra.

Fizban se detuvo. Sacudiendo la cabeza, se volvió a mirar a la elfa.

—Algunos dirían que estás siendo castigada precisamente ahora, Silvara. Pero lo que haces, es fruto del amor. Tanto la decisión que tomes, como el castigo, dependen únicamente de ti.

El anciano desapareció en la oscuridad. Tasslehoff corrió tras él.

—¡Adiós, Laurana! ¡Adiós, Theros! ¡Cuidad de Flint! —en el silencio que siguió, Laurana pudo oír la voz del viejo mago.

—¿Cómo dijiste que me llamaba? Fizbut, Furball…

—¡Fizban! —chilló el kender con su voz aguda.

—Fizban… Fizban…

Todas las miradas se volvieron hacia Silvara.

Ahora la muchacha estaba tranquila, en paz consigo misma. Aunque en su rostro se reflejaba tristeza, no era el atormentado y amargo sentimiento de momentos anteriores, sino la sensación de la pérdida. Era la callada y asumida tristeza de alguien que no tiene nada de qué arrepentirse. Silvara caminó hacia Gilthanas. Tomando sus manos le miró a los ojos con tanto amor, que Gilthanas se sintió bendecido, a pesar de saber que ella se disponía a despedirse de él.

—Te estoy perdiendo, Silvara —murmuró él con la voz rota—. Lo veo en tus ojos. ¡Pero no sé porqué! Tú me amas…

—Yo te amo, elfo. Te amé cuando te vi herido, tendido sobre la arena. Cuando alzaste la mirada y me sonreíste, supe que el mismo destino que había caído sobre mi hermana, iba a ser también el mío. Pero ése es el riesgo que corremos cuando elegimos tomar esta forma pues, aunque al tomarla no perdemos nuestra fuerza, nos inflige sus debilidades. Pero ¿amar es una debilidad…?

—Silvara, ¡no comprendo! —gritó Gilthanas—. Lo comprenderás.

Gilthanas la tomó en sus brazos, abrazándola. Silvara apoyó la cabeza sobre su pecho. El elfo besó su bella cabellera plateada y la estrechó contra sí con un sollozo.

Laurana se dio la vuelta. Aquella tristeza le parecía demasiado sagrada para que sus ojos la contemplaran. Tragándose sus propias lágrimas, miró a su alrededor y entonces recordó al enano. Tomando un poco de agua de la cantimplora, la esparció sobre el rostro de Flint.

El enano parpadeó y abrió los ojos. Contempló a Laurana durante un instante y luego extendió una mano temblorosa.

—Fizban —susurró con voz ronca.

—Lo sé —dijo Laurana, preguntándose cómo se tomaría el enano la marcha de Tasslehoff.

—¡Fizban está muerto! —Flint dio un respingo—. ¡Tas lo dijo! ¡En medio de un montón de plumas de gallina! —el enano hizo un esfuerzo por incorporarse—. ¿Dónde está ese maldito kender?

—Se ha ido, Flint. Se marchó con Fizban.

—¿Se ha ido? ¿Le habéis dejado marchar? ¿Con ese anciano?

—Me temo que sí…

—¿Le habéis dejado marchar con un anciano muerto?

—La verdad es que no he podido hacer otra cosa. Fue decisión suya. Estará bien…

—¿Dónde han ido? —preguntó Flint poniéndose en pie y agarrando sus cosas.

—No puedes ir tras ellos. Por favor, Flint. Yo te necesito. Eres el mejor amigo de Tanis y mi consejero…

—Pero se ha ido sin mí. ¿Cómo ha podido dejarme? No lo he visto marchar…

—Te desmayaste…

—¡Yo nunca he hecho una cosa así! ¡Nunca me desmayo! Debe ser una reaparición de ese virus mortífero que me atacó a bordo del bote… —Flint soltó sus cosas y se dejó caer en el suelo—. Ese estúpido kender, irse con un viejo mago muerto…

Theros se acercó a Laurana.

—¿Quién era ese anciano? —le preguntó con curiosidad.

—Es una larga historia. Además, ni siquiera estoy muy segura de poder responder a tu pregunta.

—Me resulta familiar. —Theros frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Pero no puedo recordar dónde lo he visto antes. No obstante me hace recordar Solace y «El Último Hogar». Y él me conocía… —el herrero miró su brazo de plata—. ¿Y qué ocurre con los demás?

—Creo que estamos a punto de averiguarlo —dijo Laurana.

—Tenías razón —dijo Theros—. No confiabas en ella…

—Pero no por las razones correctas —admitió Laurana sintiéndose culpable.

Lanzando un pequeño suspiro, Silvara se separó de Gilthanas.

—Gilthanas —dijo la elfa temblorosa—, toma una antorcha de la pared y sostenla frente a mí.

Gilthanas titubeó. Un segundo después, casi enojado, siguió sus instrucciones.

—Sostén la antorcha ahí… —le dijo ella guiando su mano para que la luz brillara justo en frente suyo—. Ahora… mirad mi sombra en la pared que hay detrás mío —dijo con voz trémula.

La tumba estaba silenciosa, sólo el chisporroteo de la llameante antorcha emitía algún sonido. La sombra de Silvara cobró vida en la fría pared de piedra. Los compañeros la contemplaron y, por un instante, ninguno de ellos pudo pronunciar palabra.

La sombra que Silvara proyectaba sobre la pared no era la sombra de una joven doncella elfa…

Era la sombra de un dragón.

—¡Eres un dragón! —exclamó Laurana sin poder dar crédito a lo que veía. Se llevó la mano a la espada, pero Theros la detuvo.

—¡No! —exclamó de pronto el herrero—. Ahora recuerdo. Ese viejo anciano… Ahora lo recuerdo. ¡Acostumbrada a venir a la posada «El Ultimo Hogar»! Iba vestido de otra forma. ¡No era un mago, pero era él! ¡Podría jurarlo! Les contaba historias a los niños. Historias sobre dragones buenos. Dragones dorados y…

—Dragones plateados —dijo Silvara, mirando a Theros—. Yo soy un dragón plateado. Mi hermana fue el Dragón Plateado que amó a Huma y libró junto a él la gran batalla final…

—¡No! —Gilthanas dejó caer la antorcha al suelo. Silvara, mirándolo con ojos tristes, alargó una mano para reconfortarle.

Gilthanas retrocedió, contemplándola horrorizado.

Silvara bajó la mano lentamente. Suspirando suavemente, asintió.

—Lo comprendo —murmuró—. Lo siento.

Gilthanas comenzó a temblar violentamente. Rodeándole con sus fuertes brazos, Theros lo acompañó hasta un banco y lo cubrió con su capa.

—Me recuperaré —susurró Gilthanas—. Pero, por favor dejadme solo, dejadme pensar. ¡Esto es una locura! Una pesadilla. ¡Un dragón! —cerró los ojos con firmeza, como si quisiera borrar aquella imagen para siempre—. Un dragón… —susurró con la voz rota. Theros apoyó su mano izquierda en la espalda del elfo para animarlo y luego volvió con los demás.

—¿Dónde están los otros dragones buenos? —preguntó Theros—. El anciano dijo que había muchos. Dragones plateados, dragones dorados…

—En efecto, hay muchos —respondió Silvara de mala gana.

—Como el dragón plateado que vimos en el Muro de Hielo —dijo Laurana—. Era un dragón bueno. ¡Si sois muchos, reuniros! ¡Ayudadnos a luchar contra los dragones malignos!

—¡No! —gritó Silvara con rabia. Sus ojos azules relampaguearon y, al verla tan furiosa, Laurana dio un paso atrás.

—¿Por qué no?

—No puedo decíroslo. —Silvara se retorcía las manos, nerviosa.

—¡Tiene algo que ver con esa promesa! ¿No? —insistió Laurana—. La promesa que rompiste. Y el castigo del que le hablaste a Fizban…

—¡No puedo decíroslo! —repitió Silvara habló en voz baja y apasionada—. Lo que he hecho hasta ahora es ya suficientemente malo. ¡Pero tenía que hacer algo! ¡No podía vivir por más tiempo en este mundo viendo sufrir a gente inocente! Pensé que tal vez pudiera ayudar, por lo que torné forma de elfa e hice lo que pude. Trabajé mucho tiempo, intentando que los elfos se uniesen. Conseguí evitar que entraran en guerra, pero las cosas iban de mal en peor. Entonces llegasteis vosotros, y vi que estabais en gran peligro, un peligro mucho mayor de lo que ninguno de nosotros hubiera imaginado nunca. Ya que llevabais el… —la voz le falló.

—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó Laurana.

—Sí. Supe que debía tomar una decisión. Teníais el Orbe, pero también teníais la lanza. ¡De pronto me encontraba con ambos objetos! ¡Los dos juntos! «Es una señal», pensé, pero no sabía qué hacer. Decidí traer el Orbe a este lugar para mantenerlo a salvo para siempre. Pero cuando emprendimos el viaje, comprendí que los Caballeros de Solamnia nunca accederían a que se quedara aquí. Habría problemas. Por tanto, cuando encontré la oportunidad, lo envié lejos pero, por lo que se ve, esta decisión fue equivocada, ¿cómo iba yo a saberlo?

—¿Por qué? —preguntó Theros—. ¿Qué es lo que hace el Orbe? ¿Es maligno? ¿Has enviado a esos caballeros a su perdición?

—Es inmensamente maligno. E inmensamente benigno. ¿Quién puede decirlo? Ni yo misma entiendo a los Orbes de los Dragones. Fueron creados hace mucho tiempo por los hechiceros más poderosos.

—¡Pero el libro que leyó Tas decía que podían utilizarse para dominar a los dragones! —declaró Flint—. Lo leyó con unos extraños anteojos. «Anteojos de visión verdadera», los llamó él. Dijo que no mentían…

—No —le interrumpió Silvara con tristeza—. Eso es cierto. Demasiado cierto… como me temo descubrirán tus amigos para su desgracia.

Los compañeros, cada vez más atemorizados, guardaron silencio, interrumpido únicamente por los entrecortados sollozos de Gilthanas. Las antorchas creaban sombras que danzaban y revoloteaban por la silenciosa tumba como espíritus. Laurana recordó a Huma y al Dragón Plateado. Pensó en aquella terrible batalla final… los cielos llenos de dragones, la tierra cubierta de llamas y sangre…

—Entonces, ¿por qué nos trajiste aquí? —le preguntó Laurana a Silvara—. ¿Por qué no dejaste simplemente que nos lleváramos el Orbe de estas tierras?

—¿Puedo decírselo? ¿Tendré la fuerza suficiente? —le susurró Silvara a un espíritu invisible.

Durante un rato se quedó callada, con el rostro inexpresivo, retorciéndose nerviosamente las manos. Sus ojos se cerraron, inclinó la cabeza y comenzó a mover los labios. Cubriéndose el rostro con las manos, se quedó quieta, callada. Momentos después, estremeciéndose, tomó una decisión.

Poniéndose en pie, Silvara caminó hasta la bolsa de Laurana. Arrodillándose, desenvolvió lentamente el asta de madera partida que los compañeros habían transportado durante tanto tiempo. Silvara se puso en pie, su rostro estaba nuevamente inundado de paz. Pero ahora también emanaba fuerza y orgullo. Por primera vez Laurana comenzó a creer que la muchacha era algo tan poderoso y magnificante como un dragón. Caminando orgullosamente, con su plateada melena reluciendo bajo la luz de las antorchas, Silvara caminó hasta donde se encontraba Theros Ironfield.

—Otorgo el poder de forjar de nuevo la Dragonlance a Theros, el Ser del brazo de plata.