La tumba de Huma.
Bajo la luz de Solinari, el puente de la Travesía —que cruzaba las termas del valle de Foghaven—, relucía como un hilo de brillantes perlas ensartadas en una cadena de plata.
—No temáis —repitió Silvara de nuevo—. Sólo les es difícil atravesarlo a aquellos que desean entrar en la tumba con intenciones malignas.
Pero los compañeros seguían sin estar muy convencidos. Subieron los escalones que llevaban al inicio del puente temerosamente. Y una vez allí, vacilantes, pisaron el arco de mármol que se alzaba ante ellos, reluciendo por la humedad del vapor de las termas. Silvara pasó la primera, caminando con ligereza y facilidad. Los demás la siguieron con cautela, avanzando por el centro.
Al otro lado del puente se alzaba el monumento del Dragón. A pesar de saber que debían vigilar cuidadosamente dónde pisaban, la mirada parecía desviárseles constantemente hacia el monumento. Se vieron obligados a detenerse varias veces y lo contemplaron sobrecogidos, mientras bajo sus pies las aguas ardían y se evaporaban.
—¡Estoy seguro de que ese agua está tan caliente que podría cocinarse un pedazo de carne en ella! —dijo Tasslehoff.
Tendiéndose sobre su estómago, se asomó por el borde de la parte más alta del arqueado puente.
—Yo es… estoy se… seguro de que po… podría co… cocinarte a ti —farfulló el aterrorizado enano, arrastrándose sobre manos y rodillas.
—¡Mira, Flint! Mira. Llevo este pedazo de carne en una de mis bolsas. Conseguiré una cuerda y la bajaremos hasta el agua…
—¡Sigue avanzando! —rugió Flint.
Tas suspiró y guardó la bolsa.
—Desde luego no eres nada divertido. No se te puede llevar a ningún lado.
Pero para el resto de los compañeros fue un momento terrorífico, y todos ellos suspiraron aliviados cuando hubieron descendido las escaleras del extremo opuesto del puente de mármol.
Mientras lo atravesaban, ninguno de ellos se había dirigido a Silvara, pues sus mentes se hallaban demasiado ocupadas en conseguir cruzar el puente de la Travesía sin percances. Pero cuando llegaron al otro lado, Laurana fue la primera en hacer preguntas.
—¿Por qué nos has traído aquí?
—¿Aún no confiáis en mí? —preguntó Silvara apesadumbrada.
Laurana titubeó. Su mirada se desvió una vez más hacia el inmenso dragón de piedra, cuya cabeza estaba coronada de estrellas. La boca permanecía abierta en un silencioso grito y los ojos miraban con fiereza. Las alas habían sido talladas de las laderas de la montaña. Una garra se extendía hacia delante, tan inmensa como los troncos de cien árboles vallenwood.
—¡Enviaste el Orbe lejos de aquí, y luego nos trajiste a un monumento dedicado a un dragón! —dijo Laurana un segundo después con voz temblorosa—. ¿Qué debo pensar? Nos traes a este lugar, al que llamas la tumba de Huma. Ni siquiera sabemos si Huma vivió o si fue un personaje legendario. ¿Qué puede probar que éste sea el lugar donde descansan sus restos? ¿Está su cadáver en el interior?
—N… no —farfulló Silvara—. Su cuerpo desapareció, igual que…
—¿Igual que… qué?
—Igual que la lanza que llevaba, la Dragonlance utilizada para destruir al dragón de Todos los Colores y Ninguno. —Silvara suspiró y bajó la cabeza—. Entrad —les rogó—, y descansad esta noche. Por la mañana todo se aclarará, os lo prometo.
—No creo que… —comenzó a decir Laurana.
—¡Vamos a entrar! —exclamó Gilthanas con firmeza—. ¡Te estás comportando como una niña mimada, Laurana! ¿Por qué querría Silvara que corriéramos peligro? ¡Seguramente, si un dragón habitase este lugar, todo Ergoth lo sabría! Podría habernos destruido hace mucho tiempo. No percibo nada maligno en este lugar, sólo una gran sensación de paz. ¡Y es un lugar perfecto para ocultarse! Dentro de poco los elfos se enteraran de que el Orbe ha llegado a salvo a Sancrist. Dejarán de buscarnos y podremos irnos. ¿No es verdad, Silvara? ¿No es ésta la razón por la que nos trajiste aquí?
—Sí —dijo Silvara en voz baja—. Es… ése era mi plan. Ahora venid, venid, rápido, mientras aún brille Solinari. Pues si no, no podremos entrar.
Gilthanas, cogiendo a Silvara de la mano, caminó hacia la reluciente niebla plateada. Tas se deslizó delante de ellos. Flint y Theros los siguieron más lentamente y Laurana aún más despacio. Los temores de la elfa no habían desaparecido tras la locuaz explicación de Gilthanas, ni tras el renuente asentimiento de Silvara. Pero no había otro lugar al que poder ir y —como admitió para sí—, sentía una gran curiosidad.
La hierba del otro lado del puente era suave y llana, pero al acercarse al cuerpo de dragón labrado en la escarpada montaña, el terreno comenzó a ascender. De pronto la voz de Tas, que se había adelantado considerablemente al grupo, llegó flotando entre la niebla.
—¡Raistlin! —le oyeron gritar con voz ahogada—. ¡Se ha convertido en un gigante!
—Ese kender se ha vuelto loco —dijo Flint con lóbrega satisfacción—. Siempre lo supe…
Los compañeros corrieron hacia adelante y encontraron a Tas dando saltos y señalando. Se detuvieron junto a él, intentando recuperar el aliento.
—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó Flint sobrecogido—. ¡Es Raistlin!
En medio de la ondeante niebla, aparecía una estatua de piedra de nueve pies de altura, que representaba con exacta similitud al joven mago. Fiel a los más mínimos detalles, reflejaba incluso su expresión amarga y cínica así como sus ojos de pupilas de relojes de arena.
—¡Y allí está Caramon! —gritó Tas.
A pocos pies de distancia había otra estatua, representando la imagen del hermano gemelo de Raistlin.
—Y Tanis… —susurró Laurana impresionada—. ¿Qué magia maligna es ésta?
—No es maligna —dijo Silvara—, a menos que traigáis el mal a este lugar. En ese caso veréis los rostros de vuestros peores enemigos. El horror y el temor que os causarán no os permitirán avanzar. Pero sólo estáis viendo a vuestros amigos, por lo que podéis pasar con tranquilidad.
—La verdad es que no sé si contaría a Raistlin entre mis amigos —murmuró Flint.
—Ni yo —dijo Laurana. Temblando, pasó titubeante ante la fría imagen del mago. La túnica de obsidiana del joven hechicero relucía negra a la luz de la luna. Laurana recordó con viveza la pesadilla de Silvanesti, y se estremeció al avanzar hacia el círculo de estatuas de piedra. Cada una de ellas tenía un curioso parecido con sus amigos, casi atemorizante. En medio de ese silencioso círculo había un pequeño templo.
El simple edificio rectangular se alzaba sobre una base octogonal de relucientes escalones. También estaba construido en obsidiana, y su negra estructura centelleaba, siempre húmeda debido a la perpetua bruma. Parecía como si cada trazo hubiera sido labrado pocos días antes, ya que ningún signo de desgaste desfiguraba las claras y limpias líneas de la entalladura. También aquí había labradas esculturas de caballeros, cada uno de los cuales llevaba una dragonlance, y atacaba a un inmenso monstruo. Los dragones chillaban silenciosamente en una muerte detenida, atravesados por las largas lanzas.
—Depositaron el cuerpo de Huma en el interior de este templo —dijo Silvara en voz baja guiándolos escaleras arriba.
Unas frías puertas de bronce se abrieron sobre silenciosos goznes al tocarlas Silvara. Los compañeros se detuvieron titubeantes en las escaleras que rodeaban el templo cuajado de columnas. Pero como Gilthanas había dicho, aquel lugar no infundía ninguna sensación maligna. Laurana recordó la tumba de la Guardia Real en el Sla-Mori, y el terror generado por los espíritus guerreros que debían vigilar eternamente al rey muerto Kith-Kanan. No obstante, en este templo sólo se respiraba pena y tristeza, disminuidas por el conocimiento de una gran victoria —una batalla ganada a un terrible coste, pero que traía con ella la paz eterna y un dulce descanso.
Laurana sintió que su carga se aliviaba, y que su corazón se hacía más ligero. Aquí su propia tristeza parecía decrecer; era como si le recordaran sus propios triunfos y victorias. Uno por uno, todos los compañeros entraron en la tumba. Las puertas de bronce se cerraron tras ellos, sumiéndolos en una total oscuridad. De pronto llameó una luz. Silvara sostenía una antorcha en sus manos, que aparentemente había tomado de la pared. Laurana se preguntó por un instante cómo se las había arreglado para prenderla. Pero aquella pregunta trivial voló de su mente cuando, sobrecogida, comenzó a examinar el lugar.
En el centro de la estancia había un féretro tallado en obsidiana, sostenido por cinceladas figuras de caballeros, pero el cuerpo que se suponía debía descansar en el ataúd, no estaba. Un antiguo escudo yacía a los pies, junto a una espada muy parecida a la de Sturm. Los compañeros contemplaron dichos objetos en silencio. Hablar les hubiera parecido profanar la triste serenidad del lugar, y nadie los tocó, ni siquiera Tasslehoff.
—Desearía que Sturm pudiera estar aquí —murmuró Laurana mirando a su alrededor con lágrimas en los ojos—. Este debe ser el lugar de reposo de Huma… pero… —la elfa no podía explicar la sensación de inquietud que la invadía. No era temor, se parecía a lo que había sentido al entrar en el valle, una sensación de apremio.
Silvara prendió más antorchas de la pared y los compañeros caminaron más allá del féretro, observando la tumba con curiosidad. No era muy grande. El ataúd estaba en el centro y, alineados en las paredes, había bancos de piedra, presumiblemente para que los asistentes al duelo pudieran descansar mientras presentaban sus respetos. Al fondo había un pequeño altar de piedra. Labrados en su superficie, se apreciaban los símbolos de las Órdenes de los Caballeros: la corona, la rosa y el martín pescador. Sobre el altar había pétalos de rosa secos y hierbas, y, pese a los cientos de años transcurridos, su fragancia aún flotaba dulcemente en la atmósfera. Bajo el altar, sobre el suelo de piedra, había una gran placa de hierro. Mientras Laurana la contemplaba con curiosidad, Theros se acercó a ella.
—¿Qué supones que debe ser? —preguntó la elfa—. ¿Un pozo?
—Veamos —murmuró el herrero. Inclinándose, levantó con su inmensa mano de plata la anilla que había en el centro de la placa y tiró de ella. Al principio no ocurrió nada. Theros agarró la anilla con las dos manos y volvió a estirar con todas sus fuerzas. La placa de hierro chirrió y se deslizó sobre el suelo con un estridente sonido que les hizo rechinar los dientes.
—¿Qué habéis hecho? —Silvara, que se encontraba junto al féretro contemplándolo con tristeza, se volvió hacia ellos.
Theros se enderezó, asombrado por el agudo tono de voz de la elfa. Laurana se apartó rápidamente del agujero abierto en el suelo. Ambos se quedaron mirando a Silvara.
—¡No os acerquéis ahí! —les previno Silvara temblorosa—. ¡Apartaos! ¡Es peligroso!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Laurana con calma, recuperando la sangre fría—. Nadie ha estado aquí desde hace cientos de años. ¿No es así?
—¡Sí! —dijo Silvara mordiéndose el labio—. Lo —lo sé… por las leyendas de mi gente…
Ignorando a la muchacha, Laurana se acercó al borde del agujero y asomó la cabeza. Estaba oscuro. Pese a que lo iluminaron con una antorcha que Flint trajo de la pared, no se podía ver nada. Un débil olor a rancio ascendía por el agujero, pero eso era todo.
—No creo que sea un pozo —dijo Tas, asomándose para ver.
—¡Aléjate de él! ¡Por favor! —rogó Silvara.
—¡Tiene razón, ladronzuelo! —Theros agarró a Tas y lo apartó del agujero—. Si cayeras ahí, puede que descendieras hasta el otro lado del mundo.
—¿De verdad? —preguntó Tasslehoff conteniendo el aliento—. ¿Realmente caería hasta el otro lado, Theros? ¿Me pregunto qué tal resultaría? ¿Habrá gente? ¿Cómo nosotros?
—¡Espero que no fueran como los kenders! —refunfuñó Flint—. Si así fuese estarían muertos de idiotez. Además, todos los hombres saben que el mundo descansa sobre el yunque de Reorx. Aquellos que caen al otro lado quedan atrapados entre los golpes de su martillo y el mundo que sigue forjando.
El enano contempló cómo Theros intentaba inútilmente volver a colocar la placa. Tasslehoff seguía observando con curiosidad. Theros se vio obligado a renunciar, pero miró fijamente al kender hasta que éste lanzó un suspiro y se alejó del lugar, acercándose al féretro de piedra para contemplar con ojos anhelantes la espada y el escudo.
Flint tiró de la túnica de Laurana.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella con aire ausente.
—Sé cómo se trabaja la piedra, y hay algo extraño en todo esto —dijo haciendo una pausa para ver si Laurana se reía de él. Pero la elfa lo escuchaba con atención—. La tumba y las estatuas que hemos visto afuera están trabajadas por humanos. Son antiguas…
—¿Lo suficientemente antiguas para que se trate de la tumba de Huma?
—Cada pedazo de ellas —el enano asintió enfáticamente—. Pero esa inmensa bestia de ahí afuera —hizo un gesto señalando el monumental dragón de piedra—, no ha sido construido por manos de humano, ni de elfo ni de enano.
Laurana parpadeó sin comprender.
—Y todavía es más antiguo —dijo el enano con voz cada vez más ronca—. Tan antiguo, que convierte esto. —Flint señaló la tumba— en algo moderno.
Laurana comenzó a comprender. Flint, al ver que los ojos de la elfa se abrían de par en par, asintió lenta y solemnemente.
—Ningún ser que camine sobre dos piernas ha labrado con sus manos la ladera de esa montaña —declaró Flint.
—Debe haber sido una criatura con una impresionante fuerza… —murmuró Laurana.
Una criatura inmensa…
—Con alas…
—Con alas…
De pronto Laurana interrumpió su frase, la sangre se le heló en las venas al oír entonar unas palabras, palabras que identificó con el extraño y enmarañado lenguaje de la magia.
—¡No! —volviéndose, alzó la mano instintivamente para protegerse del encantamiento, aunque al hacerlo se dio cuenta de que era inútil.
Silvara estaba en pie junto al altar, desmenuzando pétalos de rosa con las manos y hablando con suavidad.
Laurana luchó contra la hechizada somnolencia que la invadía. Cayó de rodillas, maldiciéndose a sí misma por su estupidez y se sostuvo como pudo en uno de los bancos de piedra. Pero no le sirvió de nada. Alzando los párpados con esfuerzo vio a Theros desplomarse y a Gilthanas derrumbarse en el suelo. A su lado, el enano comenzó a roncar antes, incluso, de que su cabeza cayera pesadamente sobre un banco.
Laurana oyó un estruendo, el ruido de un escudo estrellándose contra el suelo. Un segundo después una fragancia de rosas inundó la atmósfera.