7

Un viaje tenebroso.

La nieve retumbó y cayó tras ellos por la ladera de la montaña. Descendiendo en blancas cortinas, bloqueando e interrumpiendo el paso, destruyendo su rastro. El eco del trueno mágico de Gilthanas aún resonaba en el aire, o tal vez fuera el estruendo de las rocas al caer rodando por las laderas.

Los compañeros, guiados por Silvara, viajaban por los senderos del este lenta y cautelosamente, caminando sobre la parte pedregosa y evitando, en lo posible, las zonas cubiertas de nieve. Cada uno pisaba las huellas que había dejado el que le precedía, para que los elfos que los seguían no supieran nunca con seguridad cuántos eran en el grupo.

De hecho fueron tan extremadamente cuidadosos, que llegó un momento en que Laurana comenzó a preocuparse.

—Recuerda que queremos que nos encuentren —le dijo a Silvara mientras avanzaban por la cima de un rocoso desfiladero.

—No te preocupes. No les será muy difícil encontrarnos —le respondió Silvara.

—¿Cómo estás tan segura? —comenzó a preguntar Laurana, pero entonces resbaló, cayendo sobre las manos y las rodillas. Gilthanas le ayudó a ponerse en pie. Haciendo una mueca de dolor, Laurana contempló a Silvara en silencio. Ninguno de ellos, ni siquiera Theros, entendía el súbito cambio que se había producido en la Elfa Salvaje desde la partida de los caballeros. Todos desconfiaban de ella, pero la única opción que tenían era seguirla.

—Porque saben hacia dónde nos dirigimos —respondió Silvara—. Fuiste muy lista al pensar que les había dejado una pista en la gruta. Lo hice. Afortunadamente no la encontraste. Bajo aquellas ramas que tan amablemente esparciste por mí, había dibujado un tosco mapa. Cuando lo encuentren, pensarán que lo dibujé para explicaros nuestra ruta. Hiciste que quedara de lo más real, Laurana —el tono de su voz fue desafiante hasta que se encontró con la mirada de Gilthanas.

El elfo desvió la mirada, con expresión severa. Silvara titubeó. Su voz se tornó suplicante.

—Lo hice por una razón… una buena razón. Ya entonces supe, al ver las huellas, que tendríamos que separarnos. ¡Debéis creerme!

—¿Y qué me dices del Orbe de los Dragones? ¿Qué hacías con él? —preguntó Laurana.

—Na… nada. ¡Debéis confiar en mí!

—No veo por qué —respondió Laurana fríamente.

—No os he hecho ningún daño…

—¡A parte de enviar a los caballeros y al Orbe a una trampa mortal! —gritó Laurana.

—¡No! ¡No lo he hecho! Créeme. Estarán a salvo. Ese fue mi plan desde el principio. Nada debe sucederle al Orbe. Sobre todo no debe caer en manos de los elfos. Ese es el motivo por el que pensé que debíamos separarnos. ¡Ése es el motivo por el que os ayudé a escapar! —la muchacha miró a su alrededor, husmeando el aire como un animal—. ¡Vamos! Nos hemos entretenido demasiado.

—¡Si es que decidimos ir contigo! —dijo Gilthanas agriamente—, ¿Qué sabes sobre el Orbe de los Dragones?

—¡No me preguntéis! —la voz de Silvara se tornó repentinamente bronca y llena de tristeza. Sus ojos azules miraron a los de Gilthanas con tal amor que él no pudo sostener su mirada. El elfo sacudió la cabeza. Silvara lo tomó del brazo.

—¡Por favor, shalori, amado mío, confía en mí! Recuerda lo que hablamos en el estanque. Dijiste que tenías que hacer esas cosas… decepcionar a los tuyos, convertirte en un proscrito… porque debías hacer lo que creías en el fondo de tu corazón. Yo te dije que te comprendía, porque tenía que hacer lo mismo. ¿No me creíste?

Gilthanas asintió con la cabeza.

—Te creí —le dijo en voz baja, y acercándose más a ella le besó el plateado cabello—. Iremos contigo. Vamos, Laurana —rodeando a Silvara con el brazo, ambos comenzaron a avanzar de nuevo por la nieve.

Laurana miró desconcertada a los demás. Ellos evitaron su mirada, pero Theros se acercó a ella.

—He vivido en este mundo casi cincuenta años, joven mujer —le dijo amablemente—. Para vosotros los elfos no es mucho. Pero nosotros, los humanos, vivimos esos años, no dejamos simplemente que transcurran. Y voy a decirte algo, esa muchacha ama a tu hermano con verdadera intensidad, como nunca había visto a una mujer amar a un hombre y él la ama a ella. Un amor semejante no puede ser maligno. Tan sólo a causa de ese amor, sería capaz de seguirlos hasta la guarida de un dragón.

El herrero comenzó a caminar tras ellos.

—¡Tan sólo a causa de mis pies helados, los seguiría hasta la guarida de un dragón, si supiera que allí conseguiría calentarme! —Flint pateó el suelo—. Vamos, pongámonos en marcha y agarrando a Tas, lo arrastró tras el herrero.

Laurana se quedó en pie, sola. Desde luego, no había duda de que iba a seguirlos. No tenía elección. Quería confiar en las palabras de Theros. Hace un tiempo hubiera creído que el mundo se desarrollaba de aquella forma. Pero ahora sabía que muchas cosas en las que había depositado su fe anteriormente eran falsas. ¿Por qué no amar?

Los compañeros viajaban hacia el este en la suave penumbra del atardecer. Al descender por el desfiladero de las altas montañas, la atmósfera se hizo más fácil de respirar. Las rocas heladas dieron paso a desgreñados pinos, y más adelante los bosques les envolvieron de nuevo. Finalmente, Silvara los guió con decisión hacia un brumoso valle.

A la Elfa Salvaje ya no parecía importarle disimular las huellas. Ahora todo lo que le preocupaba era la velocidad. Les hacía avanzar como si tuvieran que ganar al sol en una carrera por el cielo. Cuando cayó la noche, se tumbaron junto a la oscuridad de los árboles, demasiado fatigados hasta para comer, aunque consumieron algunas previsiones. Silvara les permitió tenderse tan pocas horas que casi no pudieron ni descansar. Cuando Solinari y Lunitari ascendieron en el cielo, ahora casi llenas, insistió en que debían volver a ponerse en marcha.

Si alguien le preguntaba cansinamente, por qué iban tan deprisa, ella sólo respondía:

—Están cerca. Están muy cerca.

Todos suponían que se refería a los elfos, aunque Laurana hacía ya tiempo que no tenía la sensación de ser perseguida por aquellas oscuras siluetas.

Finalmente amaneció, pero la luz estaba tamizada por una niebla tan densa, que Tasslehoff creyó que podría agarrar un puñado y guardarla en una de sus pequeñas bolsas. Los compañeros caminaban muy juntos, tomándose de las manos en algunos tramos para evitar perderse. La atmósfera se hizo más cálida. Se quitaron sus húmedas y pesadas capas mientras avanzaban por un sendero que parecía materializarse bajo sus pies, salido de la niebla. Silvara caminaba ante ellos. La pálida luz que iluminaba su cabello plateado les servía de guía.

Finalmente el suelo volvió a ser llano, dejó de haber tantos árboles, y caminaron sobre una mullida hierba, ahora oscurecida por el invierno. Aunque ninguno de ellos podía ver más que a unos pocos pies de distancia, tuvieron la impresión de que se hallaban en un extenso claro.

—Esto es el valle de Foghaven —respondió Silvara como contestación a sus preguntas—. Hace muchos años, antes del Cataclismo, era uno de los lugares más bellos de Krynn… por lo menos eso es lo que dice mi gente.

—Puede que siga siendo muy bello —refunfuñó Flint—, pero no hay manera de distinguir nada.

—No —dijo Silvara con tristeza—. Como muchas otras cosas en este mundo, la belleza de Foghaven se ha evaporado. Hubo una época en que el fuerte de Foghaven flotaba sobre la bruma como si estuviera sobre una nube. El sol teñía la niebla de rosa al amanecer, y la disipaba completamente al mediodía, de forma que los elevados chapiteles del fuerte podían divisarse a muchas millas de distancia. Al atardecer, la niebla volvía a envolver el fuerte como una capa. Por la noche, Lunitari y Solinari brillaban sobre la niebla con su reluciente luz. Venían peregrinos de todas partes de Krynn… —Silvara se interrumpió bruscamente—, acamparemos aquí esta noche.

—¿Qué peregrinos? —preguntó Laurana, dejando caer su bolsa.

Silvara se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo desviando la mirada—. Es sólo una leyenda de mi gente. Tal vez no sea ni siquiera cierta. Desde luego ahora ya no viene nadie.

«Está mintiendo», pensó Laurana, pero no dijo nada. Estaba demasiado cansada para preocuparse. No obstante, el tono de voz bajo y suave de Silvara le había sonado alto y discordante en la misteriosa quietud de la noche. Los compañeros extendieron sus mantas en silencio. Y también comieron en silencio, mordisqueando los frutos secos que llevaban sin ningún apetito. Hasta el kender estaba rendido. El ambiente era opresivo, abrumante.

—Ahora dormid —dijo Silvara suavemente, tendiéndose junto a Gilthanas— ya que cuando la luna plateada se acerque a su zenit, deberemos marchamos.

—¡Pero si no podremos ni verla! —exclamó el kender bostezando.

—De todas formas deberemos partir. Yo os despertaré.

—Cuando regresemos de Sancrist, después del Consejo de la Piedra Blanca, podremos casarnos —le dijo Gilthanas en voz baja a Silvara mientras yacían juntos, envueltos en su manta.

La muchacha se movió en sus brazos. Gilthanas sintió como el suave cabello de Silvara rozaba su mejilla. Pero ella no respondió.

—No te preocupes por mi padre —dijo Gilthanas, sonriendo y acariciando la bella cabellera de Silvara, que relucía incluso en la oscuridad—. Durante un tiempo estará serio y ceñudo, pero soy su hijo pequeño, a nadie le importará lo que me suceda. Porthios se enfurecerá y gritará, pero seguirá con sus asuntos. No le haremos caso. No tenemos que vivir con mi gente. No estoy muy seguro de llegar a acostumbrarme a vivir con los tuyos, pero podría intentarlo. Soy un buen arquero y me gustaría que nuestros hijos crecieran en la espesura, libres y felices… ¿qué…? ¡Silvara, estás llorando!

Gilthanas la estrechó entre sus brazos y ella apoyó la cabeza en su hombro, sollozando amargamente.

—Tranquilízate, pequeña —le susurró apaciguándola, sonriendo en la oscuridad. Las mujeres eran unas criaturas tan extrañas. Gilthanas se preguntó qué habría dicho—. Cálmate, Silvara —murmuró—. Todo irá bien —y se quedó dormido, soñando con criaturas de cabello plateado correteando por los verdes bosques.

—Ya es la hora. Debemos irnos.

Laurana sintió que una mano le tocaba el hombro, sacudiéndola. Sobresaltada, despertó de un borroso y atemorizante sueño que no consiguió recordar, para encontrar a la Elfa Salvaje inclinada sobre ella.

—Despertaré a los demás —dijo Silvara, desapareciendo.

Sintiéndose tal vez más cansada que si no hubiera dormido, Laurana recogió sus cosas casi automáticamente, y se quedó en pie esperando. Cerca de ella oyó gruñir al enano. Aquella atmósfera húmeda estaba haciendo que las articulaciones de Flint se resintieran. El viaje estaba resultando muy duro para él, reflexionó Laurana. Después de todo tenía… ¿Cuántos años? ¿Casi ciento cincuenta? Era una edad respetable para un enano. Su rostro había perdido parte de sus colores a causa de la enfermedad sufrida durante la travesía. Sus labios, que apenas eran visibles bajo la barba, tenían un tinte azulado, y de vez en cuando el enano se llevaba una mano al pecho. Pero siempre insistía tozudamente en que estaba bien, y seguía el ritmo del resto.

—¡Todo dispuesto! —gritó Tas. Su aguda vocecilla resonó extrañamente en la niebla, y el kender tuvo la sensación de que había interrumpido algo—. ¡Caramba! —le susurró a Flint—, es como estar en un templo.

—¡Oh, cállate y comienza a moverte! —exclamó el enano. De pronto llameó una antorcha. Los compañeros se sobresaltaron ante la repentina y cegadora luz que sostenía Silvara.

—Debemos tener luz —dijo ella antes de que alguno protestara—. No temáis. El valle en el que nos encontramos está sellado. Tiempo atrás había dos entradas: una llevaba a las tierras de los humanos, donde los caballeros tenían su puesto de avanzada, la otra llevaba hacia el este. Ambos pasos quedaron cerrados durante el Cataclismo. No tenemos por qué tener miedo. Os he guiado por un camino que sólo yo conozco.

—Tú y tu gente —le recordó Laurana secamente.

—Sí… mi gente… —dijo Silvara, y a Laurana le sorprendió ver palidecer la muchacha.

—¿Adónde nos llevas? —insistió Laurana.

—Ya lo verás. Llegaremos allí en una hora.

Los compañeros se miraron unos a otros, y luego todos ellos miraron a Laurana.

«¡Malditos sean!», pensó Laurana.

—¡No me miréis en busca de respuestas! —les gritó enojada—. ¿Qué queréis hacer? ¿Quedarnos aquí, perdidos en medio de esta bruma…?

—¡No voy a traicionaros! —murmuró Silvara con desaliento—. Por favor, confiad en mí sólo un poco más.

—Adelante —dijo Laurana fatigada—. Te seguimos.

La niebla parecía cada vez más densa, hasta que lo único que mantuvo a raya la oscuridad fue la luz de la antorcha de Silvara.

Ninguno tenía ni idea de la dirección en la que estaban viajando. El paisaje no varió, caminaban sobre hierba crecida y no había árboles. A veces aparecía algún gran pedrusco en medio de la oscuridad, pero eso era todo. No había rastro de pájaros ni animales nocturnos. Todos tenían una sensación de urgencia que iba acrecentándose a medida que avanzaban, por lo que apresuraron el paso, manteniéndose siempre bajo la luz de la antorcha.

De pronto, sin aviso previo, Silvara se detuvo.

—Hemos llegado —dijo alzando la antorcha en alto.

Todos pudieron entrever a poca distancia una forma entre las sombras. Al principio se materializaba tan fantasmagóricamente entre la niebla, que los compañeros no pudieron reconocerla.

Silvara se acercó más y la siguieron, curiosos y temerosos.

Entonces el silencio nocturno se vio interrumpido por un borboteo, como de agua hirviendo en una gigantesca tetera. La atmósfera era húmeda y pegajosa.

—¡Aguas termales! —dijo Theros comprendiendo súbitamente—. Por supuesto, eso explica la constante niebla. Y esa oscura forma…

—Es el puente que las atraviesa —respondió Silvara, alzando la antorcha sobre un reluciente puente de piedra que cruzaba la corriente de agua hirviendo, la cual inundaba la noche de una vaporosa bruma.

—¡Tenemos que cruzar eso! —exclamó Flint, contemplando las oscuras y ardientes aguas horrorizado—. Tenemos que cruzar…

—Se llama el Puente de la Travesía —dijo Silvara.

La única respuesta del enano fue un ahogado suspiro.

El Puente de la Travesía era un arco largo y liso de puro mármol blanco. A ambos lados —talladas en vívido relieve— esbeltas columnas de caballeros atravesaban simbólicamente la corriente de agua. Era tan elevado, que la ondulante niebla les impedía ver la parte superior. Y era antiguo, tan antiguo, que Flint, tras tocar con sus manos la gastada piedra, no pudo reconocer el trabajo. No estaba hecho por enanos, ni por elfos, ni por humanos. ¿Quién habría construido algo tan maravilloso? En ese momento se dieron cuenta de que no tenía pasamanos, no había nada, sólo el simple arco de mármol, lustroso y reluciente.

—No podemos cruzarlo —dijo Laurana con voz temblorosa y ahora estamos atrapados…

— Podemos cruzarlo —dijo Silvara—. Ya que hemos sido convocados.

—¿Convocados? —repitió Laurana exasperada—. ¿Por quién? ¿Dónde?

—Esperad —ordenó Silvara.

Esperaron. No podían hacer otra cosa. Todos miraron a su alrededor bajo la luz de la antorcha, pero lo único que podían ver era la niebla que ascendía de la corriente, y lo único que oían era aquel curioso sonido de las aguas en ebullición.

—Es la hora de Solinari —dijo Silvara de repente y, ondeando el brazo, arrojó la antorcha al agua.

La oscuridad los envolvió. Sin darse cuenta, se acercaron más los unos a los otros. Silvara parecía haber desaparecido con la luz. Gilthanas la llamó, pero ella no respondió.

De pronto la bruma tomó el tono de la plata reluciente. De nuevo podían ver, y vislumbraron a Silvara, una oscura y sombría silueta que se recortaba contra la niebla plateada. Estaba donde comenzaba el puente, con la mirada alzada hacia el cielo. Lentamente elevó los brazos y lentamente también la niebla se dispersó en largos y gráciles dedos para revelar a Solinari, llena y fúlgida en el estrellado cielo.

Silvara pronunció unas extrañas palabras y los rayos de la luna cayeron sobre ella, bañándola en su luz. Solinari brilló sobre las aguas, haciéndolas cobrar vida, haciéndolas bailar en plata. Relució sobre el puente de mármol, confiriendo vida a los caballeros que cruzaban eternamente la corriente.

Pero esas maravillosas imágenes no fueron las que motivaron que los compañeros se agarraran los unos a los otros con manos temblorosas. La luz de la luna sobre las aguas no fue la causa de que Flint repitiera el nombre de Reorx en la oración más ferviente que hubiera pronunciado jamás, ni la que hizo que Laurana reclinara la cabeza sobre el hombro de su hermano, con los ojos empañados de lágrimas, ni lo que motivó que Gilthanas estrechara a su hermana con firmeza, inundado por un sentimiento de temor, sobrecogimiento y respeto.

Elevándose sobre ellos, tan alto que su cabeza podría haber arrancado una luna del cielo, aparecía la figura de un dragón tallado en la ladera de una montaña, reluciendo plateado bajo la luz de Solinari.

—¿Dónde estamos? —susurró Laurana—. ¿Qué lugar es éste?

—Cuando cruces el puente de la Travesía, te hallarás ante el monumento del Dragón Plateado —respondió Silvara en voz baja—. Protege la tumba de Huma, Caballero de Solamnia.