3

El Orador de los Soles.

La decisión de Laurana.

El Orador de los Soles, señor de los elfos de Qualinesti, estaba sentado en la tosca choza de madera y barro que los elfos de Kalanesti le habían construido como vivienda. Él la consideraba insuficiente, aunque los Kalanesti pensaban que era inmensa y bien construida, apropiada para que, al menos, cinco o seis familias habitaran en ella. De hecho, la habían construido para tal fin, y quedaron muy sorprendidos cuando el orador la declaró escasamente adecuada para sus necesidades y se instaló en ella únicamente con su esposa.

Desde luego, lo que los Kalanesti no podían saber era que la casa del señor de los elfos en el exilio iba a convertirse en la sede central de todos los asuntos de los Qualinesti. Los maestros de ceremonia asumieron los mismos puestos que habían tenido en las ornamentadas salas del palacio de Qualinost. El orador, ayudado por su sobrina que le hacía de escriba, celebraba audiencias cada día a la misma hora y en el mismo tono cortesano, como lo hacía en su país, a pesar de que ahora el techo era una cúpula cubierta de barro y cañas en lugar de brillantes mosaicos, y las paredes eran de madera en lugar de cristal de cuarzo.

Vestía los ropajes de antaño y llevaba los asuntos con el aplomo de siempre. Pero había diferencias. En los últimos meses, el orador había cambiado dramáticamente, aunque aquello no había sorprendido a ninguno de los Qualinesti, porque había enviado a su hijo menor a una misión que la mayoría de ellos había considerado suicida. Y aún peor, su adorada hija había huido en pos de su amado, un semielfo. El orador no confiaba en volver a ver de nuevo a ninguno de ambos. Podía aceptar la pérdida de su hijo, Gilthanas. Después de todo, se trataba de un acto noble y heroico. El joven había guiado a un grupo de aventureros a las minas de Pax Tharkas, con el fin de liberar a los humanos prisioneros allá y, además, conseguir alejar a los ejércitos de los dragones que amenazaban Qualinesti. El plan había sido un éxito, un inesperado éxito. Los ejércitos de los dragones habían sido reclamados en Pax Tharkas, lo cual permitió a los elfos escapar hacia la costa oeste de sus tierras, y desde allí cruzar el mar en dirección a Ergoth del Sur. Pero lo que no podía aceptar era la pérdida de su hija… ni su deshonor.

Había sido Porthios, su hijo mayor, quien le había explicado fríamente el asunto, una vez descubierta la desaparición de Laurana. La muchacha había huido de su casa en pos de su amigo de infancia, Tanis el semielfo. El orador quedó desconsolado, consumido por la pena. ¿Cómo podía Laurana haber hecho una cosa así? ¿Cómo podía atraer tal desgracia sobre su familia? ¡Una princesa siguiendo a un bastardo mestizo! La huida de Laurana había enfriado la luz del sol para él. Afortunadamente, la necesidad de guiar a su gente le dio la fuerza suficiente para seguir adelante. Pero había veces en las que el orador se preguntaba si todo aquello valía la pena. Podía retirarse, ceder el trono a su hijo mayor. En cualquier caso, Porthios era el que se ocupaba de casi todo, sometiendo algunos asuntos a la opinión de su padre, pero tomando él mismo la mayoría de las decisiones. El joven y noble elfo, muy serio pese a su edad, estaba demostrando ser un jefe excelente, aunque algunos lo consideraran demasiado duro en sus tratos con los Silvanesti y los Kalanesti.

El Orador también opinaba de esta manera, y ésa era la razón principal por la que no dejaba todos los asuntos en manos de Porthios. De vez en cuando intentaba enseñarle que la moderación y la paciencia ganaban más victorias que las amenazas y el empleo de las armas. Pero Porthios consideraba a su padre blando y sentimental.

Los Silvanesti, con su rígida estructura de castas, juzgaban que los Qualinesti apenas formaban parte de la raza elfa y que los Kalanesti no formaban parte en absoluto. Los contemplaban como a una subraza de los elfos, de la misma forma que se consideraba a los enanos gully una subraza de los enanos. Porthios estaba convencido, aunque no se lo dijera a su padre, que aquello sólo podía acabar en derramamiento de sangre.

Esa opinión era compartida —al otro lado de Thon-Tsa-larian— por un noble elfo de cuello rígido y sangre fría llamado Quinath, quien, se rumoreaba, era el prometido de la princesa Alhana Starbreeze. Quinath era ahora el jefe de los Silvanesti, debido a la inexplicable ausencia de la princesa Alhana. Él y Porthios fueron quienes dividieron la isla entre dos naciones guerreras de elfos, ignorando por completo a la tercera raza.

En ambas fronteras se impedía con arrogancia la entrada a los Kalanesti; se comunicaba con ellos como uno puede comunicarse con un perro al que no se quiere dejar entrar en la cocina. Los Kalanesti, conocidos por su carácter huraño, se enfurecieron al descubrir que sus tierras estaban siendo divididas y parceladas. La caza resultaba cada vez más difícil. Los animales de los que los Elfos Salvajes dependían para sobrevivir, estaban siendo aniquilados en gran número para alimentar a los refugiados. Como Laurana había dicho, el río de los Muertos podía, en cualquier momento, teñirse de sangre y cambiar trágicamente de nombre.

Por tanto el orador se encontró viviendo en un campamento armado. Pero cada vez que se lamentaba de ello, se perdía en tal multitud de lamentos que, poco a poco, se fue insensibilizando. Nada le afectaba. Se retiró a su casa de barro y fue permitiendo que Porthios se ocupara de más y más asuntos.

El orador se había levantado temprano la mañana en que los compañeros llegaron a lo que ahora se denominaba Qualin-Mori. Siempre se levantaba temprano. No tanto porque tuviera muchas cosas que hacer, sino porque ya se había pasado la mayor parte de la noche contemplando el techo. Cuando estaba tomando notas para las reuniones del día con los jefes de la Casa Real —una tarea desagradable, ya que lo único que éstos hacían era quejarse—, oyó un tumulto en el exterior de su vivienda. Se le encogió el corazón. «¿Qué ocurrirá ahora?», se preguntó temeroso. Aquellas situaciones de alarma se producían una o dos veces al día. Probablemente Porthios habría sorprendido a alguna pareja de fogosos jóvenes Qualinesti y Silvanesti enzarzados en una pelea. Continuó escribiendo, con la esperanza de que el tumulto cesara. Pero en lugar de ello, fue en aumento, sonando cada vez más cercano. Supuso que habría ocurrido algo más serio, y se preguntó una vez más qué haría si los elfos entraran en guerra de nuevo.

Dejando caer la pluma de ave, se envolvió todavía más en su regia túnica y aguardó con horror. Oyó que los centinelas se ponían en posición de firmes, así como la voz de Porthios pronunciando el tradicional saludo a los que piden entrada. Miró temerosamente hacia la puerta que comunicaba con sus habitaciones privadas, temiendo que su esposa pudiera ser molestada; estaba enferma desde que salieron de Qualinesti. Temblando, se puso en pie y, asumiendo la fría y ceñuda expresión que se había acostumbrado a utilizar, anunció que podían entrar.

Uno de los centinelas abrió la puerta con la pretensión de anunciar a alguien. Pero la voz le falló y, antes de que pudiera hablar, un esbelto y alto personaje vestido con una pesada capa de pieles con capucha, empujó al guardia a un lado y corrió hacia el jefe de los elfos. Asustado y reparando sólo en que el personaje iba armado con arco y espada, éste retrocedió alarmado.

El personaje se sacó la capucha. El orador vio caer una cabellera de color miel enmarcando un rostro de mujer… un rostro que destacaba, incluso entre los elfos, por su delicada belleza.

—¡Padre! —gritó Laurana arrojándose a sus brazos.

El regreso de Gilthanas, a quien su gente creía muerto desde hacía tiempo, fue motivo de la mayor celebración que los Qualinesti hubieran organizado desde la noche que los compañeros habían sido agasajados, antes de partir hacia el Sla-Mori.

Gilthanas ya se había recuperado lo suficiente de sus heridas como para poder asistir al festejo, y la única señal que le quedaba de ellas era una pequeña cicatriz en el pómulo. Este hecho llamó la atención a Laurana y a sus amigos, pues habían visto el terrible golpe que le había asestado el elfo de Silvanesti. No obstante, cuando Laurana se lo mencionó a su padre, el orador dijo que los Kalanesti tenían amigos druidas que habitaban los bosques; probablemente habrían aprendido de ellos los procedimientos de las artes curativas.

Esta respuesta molestó a Laurana, quien sabía que esas artes eran muy escasas en Krynn. Deseó discutirlo con Elistan, pero el clérigo se había encerrado durante horas con su padre, quien pronto quedó muy impresionado por los verdaderos poderes de aquel hombre.

A Laurana le alegró mucho que su padre aceptara a Elistan —aún recordaba cómo había tratado el orador a Goldmoon cuando la mujer bárbara llegó a Qualinesti llevando el medallón de Mishakal, diosa de la Curación. Pero Laurana echaba de menos a su sabio mentor. A pesar de sentirse muy feliz de estar con los suyos, estaba comenzando a comprender que para ella su hogar había cambiado y que nunca volvería a ser el mismo.

Todos parecían muy contentos de verla, pero la trataban con la misma cortesía con la que trataban a Derek, a Sturm, a Flint y a Tas. Era una extraña. Hasta sus propios padres, una vez pasada la emoción inicial de la bienvenida, la trataron de forma fría y distante. Esto quizá no le hubiera preocupado de no ser por lo efusivos que se habían mostrado ante el regreso de Gilthanas. ¿Cuál era la diferencia? Laurana no podía comprenderlo. Fue su hermano mayor, Porthios, quien le abrió los ojos.

El incidente comenzó en la fiesta.

—Encontrarás nuestras vidas muy diferentes a la vida que llevábamos en Qualinesti —le dijo esa noche su padre a su hermano cuando tomaban asiento en el banquete, que se celebraba en una gran sala construida por los Kalanesti—. Pero pronto te acostumbrarás a ello.

Volviéndose hacia Laurana, se dirigió a ella con solemnidad:

—Me gustaría mucho que volvieras a ocupar tu viejo lugar de escriba junto a mí, pero sé que te hallarás muy ocupada en otros asuntos de la corte.

Laurana se sorprendió. Desde luego no tenía intención de quedarse, pero le dolió sentirse reemplazada en lo que se suponía era la ocupación tradicional de la hija de una casa real. También le dolía el que, a pesar de haber hablado con su padre de su propósito de llevar el Orbe a Sancrist, él, aparentemente, ignorara el hecho.

—Orador —dijo lentamente, intentando evitar todo matiz de enojo en su voz—, ya te lo he dicho. No podemos quedarnos. ¿Es que no nos has escuchado cuando Elistan y yo te hablábamos? ¡Hemos descubierto uno de los Orbes de los Dragones! ¡Ahora tenemos los medios para controlar a esas fieras malignas y poner fin a esta guerra! Hemos de llevar el Orbe a Sancrist…

—¡Ya basta, Laurana! —exclamó su padre con severidad, intercambiando miradas con Porthios. Su hermano la contempló con el ceño fruncido—. No sabes de lo que hablas, Laurana. El Orbe de los Dragones es una verdadera conquista, y no deberíamos discutir sobre él aquí. En cuanto a lo de llevarlo a Sancrist, eso es totalmente imposible.

—Le ruego me disculpe, señor —dijo Derek poniéndose en pie e inclinando respetuosamente la cabeza—, pero vos no podéis opinar sobre ese asunto. El Orbe no es vuestro. Fui enviado por el Consejo de los Caballeros a recuperar uno de los Orbes de los Dragones, si era posible. Lo he conseguido y mi intención es llevarlo allí, tal como me ordenaron. Vos no tenéis derecho a detenerme.

—¿Ah, no? —los ojos del orador centellearon con furia—. Mi hijo, Gilthanas, lo trajo a esta tierra, la cual los Qualinesti consideramos nuestra patria en el exilio. Esto lo hace nuestro por derecho.

—Yo nunca dije eso, padre —intervino Gilthanas, enrojeciendo al ver que los ojos de sus compañeros se volvían hacia él—. No es mío. Pertenece a todos nosotros…

Porthios le dirigió a su hermano menor una furiosa mirada. Gilthanas balbuceó y guardó silencio.

—Si es de alguien, es de Laurana —declaró Flint Fireforge, sin dejarse intimidar por las enojadas miradas de los elfos—, ya que ella fue la que mató a Feal-thas, el maligno hechicero elfo, convertido en Señor del Dragón.

—Si es de Laurana —dijo el Orador—, entonces es mío por derecho. Ya que ella no tiene aún edad… los suyo es mío, puesto que soy su padre. Esa es la ley elfa y, si no me equivoco, también es la ley de los enanos.

—¡Qué extraño me resulta esto! —comentó alegremente el kender, que se había perdido la mayor parte de la conversación—. Según la ley de los kenders, si es que existe alguna ley entre los kenders, todo el mundo es dueño de todas las cosas.

Eso era bastante cierto. El poco respeto de los kenders hacia las posesiones de los demás se extendía a las suyas propias. En casa de un kender nada duraba demasiado tiempo, a menos que estuviera clavado en el suelo. Cualquier vecino podía entrar, admirar un objeto, y llevárselo despistadamente. Entre los kenders, la herencia de una familia consistía en todo lo que permaneciera en la casa durante más de tres semanas.

Después de esto nadie abrió la boca. Flint le dio una patada a Tas por debajo de la mesa, y el kender, dolido, guardo silencio y se estuvo quieto hasta que descubrió que su vecino de mesa, un elfo noble que se había levantado de la mesa, había olvidado su bolsa. El kender se entretuvo felizmente el resto de la velada revolviendo las posesiones del elfo.

Flint, que normalmente hubiera mantenido al kender estrechamente vigilado, no reparó en ello debido a sus otras preocupaciones. Era obvio que iba a haber problemas. Derek estaba furioso. Lo único que le mantenía sentado a la mesa era el rígido Código de los Caballeros. Laurana estaba callada y no comía nada, su piel morena había palidecido. La muchacha se entretenía haciendo pequeños agujeros en el mantel de hilo con el tenedor. Flint le dio un codazo a Sturm.

—Pensamos que haber sacado el Orbe del Muro de Hielo había sido una ardua tarea —dijo Flint en voz baja—. Allá sólo tuvimos que escapar de un mago chalado y de unos pocos hombres-morsa. ¡Ahora estamos rodeados por tres naciones de elfos!

—Tendremos que hacerles entrar en razón —le respondió Sturm.

—¡Entrar en razón! ¡Me parece que sería más fácil hacer entrar en razón a una piedra!

Después de la cena, y cuando los elfos se hubieron marchado, los compañeros permanecieron en la mesa por expreso deseo del Orador. Gilthanas y su hermana estaban sentados uno al lado del otro con expresión preocupada y sombría, mientras Derek se ponía en pie ante el Orador para intentar hacerle «entrar en razón».

—El Orbe es nuestro —declaró Derek fríamente—. Vos no tenéis ningún derecho sobre él. Desde luego no pertenece ni a vuestra hija ni a vuestro hijo. Ellos viajaron conmigo solamente debido a mi cortesía, después de que yo los rescatara de la destrucción de Tarsis. Me alegro de haber sido capaz de escoltarlos de vuelta a su tierra, y os agradezco a vos vuestra hospitalidad, pero parto mañana hacia Sancrist, y pienso llevar el Orbe conmigo.

Porthios se puso en pie para enfrentarse a Derek.

—El kender puede decir que el Orbe de los Dragones es suyo, pero eso no tiene ninguna importancia. Ahora está en manos de los elfos, y aquí va a quedarse. ¿Crees que estamos tan locos como para permitir que algo tan valioso caiga en manos de los humanos y pueda causar más problemas a este mundo?

—¡Más problemas! —exclamó Derek—. ¿Te das cuenta de las tribulaciones que tiene el mundo ahora? Los dragones os sacaron de vuestra tierra natal. ¡Ahora se están aproximando a nuestras tierras! Nosotros, a diferencia de vosotros, no tenemos intención de salir corriendo. ¡Nos quedaremos allí y lucharemos! Este Orbe podría ser nuestra única esperanza…

—Tienes mi permiso para regresar a tu tierra y arder vivo, si eso es lo que deseas —respondió Porthios—. Vosotros los humanos fuisteis los que hicisteis revivir este antiguo mal. Es justo que seáis vosotros los que luchéis contra él. Los Señores de los Dragones tienen lo que quieren de nosotros. Indudablemente nos dejarán en paz. Aquí, en Ergoth, el Orbe estará a salvo.

—¡Estúpido! —Derek golpeó la mesa con el puño—. Los Señores de los Dragones tienen un único propósito, ¡conquistar todo Ansalon! ¡Eso incluye esta miserable isla! Puede que estéis seguros aquí durante un tiempo, pero si nosotros caemos, vosotros también caeréis.

—Sabes que está diciendo la verdad, padre —dijo Laurana con gran osadía.

Las mujeres elfas no asistían a las reuniones de guerra, y mucho menos intervenían en ellas. Laurana estaba presente únicamente por su especial posición. Poniéndose en pie, se enfrentó a su hermano, que la contempló con furia, y dijo:

—Porthios, nuestro padre nos dijo en Qualinesti que el Señor del Dragón quería, no sólo nuestras tierras, ¡sino el exterminio de nuestra raza! ¿Lo has olvidado?

—¡Bah! Eso lo dijo Verminaard, y ya está muerto…

—Sí, gracias a nosotros, ¡no a ti!

—¡Laurana! —el Orador de los Soles se puso en pie. Era más alto que su hijo mayor, y que todos los allí reunidos—. Te olvidas de ti misma, joven mujer. No tienes ningún derecho a hablarle de esta forma a Porthios. En nuestro viaje nosotros también nos enfrentamos a grandes peligros. El recordó su obligación y sus responsabilidades, igual que Gilthanas. Ellos no salieron corriendo tras un bastardo semielfo como una descarada humana prostit… —el orador se interrumpió con brusquedad.

Laurana palideció totalmente, tambaleándose, se sujetó a la mesa para no perder el equilibrio. Gilthanas se puso en pie con la intención de sostenerla, pero ella lo empujó a un lado.

—Padre —dijo con una voz que ella misma no pudo reconocer como propia—, ¿qué ibas a decir?

—Déjalo, Laurana —le rogó Gilthanas—. Él no quiso decir eso. Hablaremos por la mañana.

El orador no dijo nada, pero su expresión era fría y sombría.

—¡Ibas a decir «prostituta»!

—Ve a tus habitaciones, Laurana —le ordenó el orador con voz tensa.

—O sea que eso es lo que piensas de mí. Ése es el motivo por el que todo el mundo me mira y deja de hablar en cuanto yo me acerco. Una prostituta humana…

—Hermana, haz lo que tu padre dice —dijo Porthios—. Por lo que se refiere a lo que pensamos de ti… recuerda que tú misma te lo has buscado. ¿Qué esperas? ¡Mírate, Laurana! Vas vestida como un hombre. Llevas con orgullo una espada manchada de sangre. ¡Hablas con locuacidad de tus «aventuras»! Viajas con esa gente… ¡enanos y humanos! Pasas las noches con ellos. Pasas las noches con tu amante bastardo. ¿Dónde está él? Se ha cansado ya de ti y…

La luz del fuego centelleó ante los ojos de Laurana. El calor de las llamas recorrió su cuerpo para ser reemplazado un segundo después por un frío terrible. No podía ver nada, y sólo recordaba una horrible sensación de caída… Recordaba haber oído voces en la distancia, y unos rostros deformados que se inclinaban sobre ella.

—Laurana, hija mía…

Luego ya no oyó nada más.

—Señora…

—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? No… ¡no puedo ver nada! ¡Ayúdame!

—Señora, tomad mi mano. Shhh… Estoy aquí. Soy Silvara. ¿Me recordáis?

Laurana sintió que unas manos suaves tomaban las suyas y la ayudaban a incorporarse.

—¿Podéis beber esto, señora?

La muchacha le acercó una copa a los labios. Laurana bebió un sorbo, saboreando el agua fría y transparente. Tomando la copa la bebió con avidez, sintiendo que refrescaba su ardiente sangre. Recuperó las fuerzas y se encontró con que podía ver de nuevo. Cerca de su cama ardía una pequeña vela. Se encontraba en una habitación en casa de su padre. Sus ropas estaban sobre un tosco banco de madera, junto a su espada. Su bolsa se hallaba en el suelo. Al otro lado del lecho, estaba sentada una niñera, profundamente dormida, con la cabeza apoyada sobre una mesa.

Laurana se volvió hacia Silvara, quien al percibir la pregunta que se adivinaba en los ojos de la princesa elfa, se llevó un dedo a los labios.

—Hablad en voz baja —le dijo la Elfa Salvaje—. No, no lo digo por ella. —Silvara dirigió una mirada a la niñera—, dormirá profundamente durante muchas horas antes de que se le pase el efecto de la poción. Pero hay más gente en la casa y puede que no estén dormidos. ¿Os encontráis mejor?

—Sí —respondió Laurana, aturdida—. No recuerdo…

—Os desmayasteis. Les oí comentarlo cuando os trajeron aquí. Vuestro padre está verdaderamente apenado. El no quería decir lo que dijo, pero creo que le heristeis terriblemente…

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba escondida, entre las sombras, en aquel rincón. La vieja niñera dijo que estabais bien, que sólo necesitabais un poco de descanso, y ellos se marcharon. Cuando ella fue a buscar una manta, le puse un somnífero en el te…

—¿Por qué? —preguntó Laurana. Al mirar más atentamente a la muchacha, Laurana pensó que la Elfa Salvaje debía ser una mujer muy bella o que podía serlo si se deshacía de la capa de mugre y porquería que llevaba encima.

Silvara, notando el escrutinio de Laurana, enrojeció avergonzada.

—Me escapé de los Silvanesti, señora, cuando os trajeron a esta parte de la isla.

—Laurana. Por favor, pequeña, llámame Laurana.

—Laurana —corrigió Silvara aún colorada—. Regresé para preguntaros si podéis llevarme con vos cuando partáis.

—¿Partir? Yo no me voy…

—¿Ah, no?

—No… no lo sé —respondió Laurana confusa.

—Puedo seros de utilidad. Conozco un camino entre las montañas para llegar al puesto de avanzada de los Caballeros, donde los barcos de alas blancas se hacen a la mar. Os ayudaré a dejar la isla.

—¿Por qué harías eso por nosotros? —le preguntó Laurana—. Lo siento, Silvara, no pretendo ser suspicaz, pero no nos conoces, y lo que propones es muy peligroso. Seguramente podrías escapar más fácilmente si te fueras sola

—Sé que lleváis con vosotros el Orbe de los Dragones —susurró Silvara.

—¿Cómo lo sabes?

—Oí a los Silvanesti comentarlo cuando os dejaron en el río.

—¿Y cómo sabías lo que era?

—Mi… gente sabe historias… sobre él. Sé que es importante para poner fin a esta guerra. Vuestra gente y los elfos de Silvanesti regresarán entonces a sus hogares y dejarán vivir en paz a los Kalanesti. Esta es una de las razones y… —Silvara se quedó callada durante un instante, y después habló tan bajo que Laurana a duras penas consiguió oírla—. Eres la primera persona que encuentro que conoce el significado de mi nombre.

Laurana la miró atónita. La muchacha parecía sincera, pero no la creía. ¿Por qué iba a arriesgar su vida para ayudarles? Tal vez fuera una espía de los Silvanesti, enviada para conseguir el Orbe. Parecía poco probable, pero cosas más extrañas…

Laurana intentó pensar. ¿Podían confiar en Silvara? ¿Podría ella ayudarles a salir de la isla? Aparentemente no tenían elección. Si tenían que internarse en las montañas, deberían atravesar las tierras de los Kalanesti. La ayuda de Silvara podía resultar muy valiosa.

—Debo hablar con Elistan —dijo Laurana—. ¿Podrías traerlo hasta aquí?

—No habrá necesidad, Laurana —respondió Silvara—. Ha estado esperando aquí fuera a que despertaras.

—¿Y los demás? ¿Dónde está el resto de mis amigos?

—Gilthanas está en la casa de vuestro padre, por supuesto, —¿era imaginación de Laurana, o en verdad Silvara se había sonrojado al pronunciar ese nombre?—. A los demás se les ha instalado en las dependencias para invitados.

Silvara se alejó de su lado. Caminando de puntillas por la habitación, se dirigió hacia la puerta, la abrió e hizo una señal.

—¿Laurana?

—¡Elistan! —Laurana se lanzó a los brazos del clérigo. Posando la cabeza sobre su pecho, la muchacha cerró los ojos, sintiendo que los fuertes brazos de Elistan la abrazaban con ternura. Entonces tuvo la sensación de que todo iba a ir bien, Elistan se encargaría de todo, él sabría qué hacer

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó el clérigo—. Tu padre…

—Sí, ya lo sé. —Laurana lo interrumpió. Sentía una dolorosa punzada en el corazón cada vez que alguien mencionaba a su padre—. Tienes que decidir qué es lo que hemos de hacer, Elistan. Silvara se ha ofrecido a ayudarnos a escapar. Podríamos partir esta noche y llevarnos el Orbe.

—Si esto es lo que quieres hacer, querida, no deberías perder más tiempo —dijo Elistan tomando asiento a su lado.

Laurana parpadeó.

—Elistan, ¿qué quieres decir? Debes venir con nosotros…

—No, Laurana —dijo Elistan tomando la mano de la elfa entre las suyas—. Si haces esto, tendrás que hacerla tú sola. He solicitado la ayuda de Paladine, y debo quedarme aquí, con los elfos. Creo que si me quedo, podré convencer a tu padre de que soy un clérigo de los verdaderos dioses. Si me voy, siempre creerá que soy un charlatán, como dice tu hermano.

—¿Y qué ocurrirá con el Orbe de los Dragones?

—Eso depende de ti, Laurana. En esto los elfos se equivocan. Seguramente llegará el día en que lo comprendan. Pero desgraciadamente no disponemos de siglos para convencerlos. Creo que deberías llevar el Orbe a Sancrist.

—¿Yo? —Laurana dio un respingo—. ¡No puedo!

—Querida —dijo Elistan con firmeza—, debes comprender que si tomas esta decisión, la carga del mando recaerá sobre ti. Sturm y Derek están demasiado ocupados en su propia discusión y, además, son humanos. Tendréis que tratar con elfos; con los tuyos y con los Kalanesti. Gilthanas está del lado de tu padre. Eres la única que tiene probabilidades de conseguirlo.

—Pero no soy capaz…

—Eres mucho más capaz de lo que tú crees, Laurana. Tal vez, todo lo que has pasado hasta ahora haya sido una preparación para esto. No debes perder más tiempo. Adiós, querida. —Elistan se puso en pie y posó su mano sobre la cabeza de Laurana—. Que la bendición de Paladine, y la mía propia, te acompañen.

—¡Elistan! —susurró Laurana, pero el clérigo se había ido. Silvara cerró cuidadosamente la puerta.

Laurana volvió a tenderse en la cama, intentando pensar. «Elistan tiene razón. El Orbe de los Dragones no puede quedarse aquí. Y si tenemos que escapar, debe ser esta noche. ¡Pero todo está sucediendo tan deprisa! ¡Y todo depende de mí! ¿Puedo confiar en Silvara? ¿Pero por qué preguntármelo? Ella es la única que puede guiarnos. Entonces todo lo que tengo que hacer es tomar el Orbe y la lanza, y liberar a mis amigos. Sé cómo conseguir los objetos pero, y mis amigos…»

De pronto Laurana supo lo que debía hacer. Se dio cuenta de que, sin ser consciente de ello, lo había estado planeando, incluso mientras hablaba con Elistan.

«Esto me compromete», pensó. «No podré volverme atrás. Robar el Orbe, huir en la oscuridad de la noche en un país extraño y hostil… Y, además, está Gilthanas. Hemos pasado muchas cosas juntos para que ahora lo deje atrás. Pero a él la idea de robar el Orbe y huir le aterrará. Y si elige no acompañarme, ¿sería capaz de traicionarnos?»

Laurana cerró los ojos por un instante, sintiéndose muy fatigada. «Tanis, ¿dónde estás? ¿Qué debo hacer? ¿Por qué depende de mí? Yo no he elegido esto», se dijo a sí misma.

Y entonces recordó haber percibido en Tanis la misma preocupación y tristeza que ahora la invadía a ella.

«Tal vez Tanis se hiciera las mismas preguntas. Siempre pensé que era muy fuerte, y quizá estaba tan perdido y asustado como yo estoy ahora. Desde luego no me cabe la menor duda de que él se había sentido abandonado por los suyos y nosotros dependíamos de él, le gustara o no. Pero lo aceptaba. Hacía lo que creía correcto», siguió pensando Laurana.

—Y eso es lo que debo hacer yo.

Rápidamente, negándose a permitirse pensar nada más, Laurana alzó la cabeza y le hizo un gesto a Silvara para que se acercara.

Sturm paseaba de un lado a otro de la pequeña y tosca cabaña que se les había asignado, incapaz de conciliar el sueño. El enano estaba tumbado sobre una cama, roncando ruidosamente. Al otro lado de la habitación, Tasslehoff yacía hecho un ovillo, encadenado a la pata de la cama por el pie. Sturm suspiró. ¿Qué nuevos problemas podían surgir?

La velada había transcurrido de mal en peor. Después de que Laurana se hubiera desmayado, Sturm se había visto obligado a contener al furioso enano. Flint había prometido destrozar a Porthios en pedazos. Derek había declarado que se consideraba un prisionero retenido por el enemigo y, como tal, su deber era intentar escapar; más adelante regresaría con los caballeros para recuperar el Orbe de los Dragones por la fuerza. Tras esta declaración fue inmediatamente arrestado y escoltado por soldados y justo cuando Sturm acababa de conseguir que el enano se calmara, apareció un elfo noble y acusó a Tasslehoff de haberle robado la bolsa.

Ahora, vigilados por una guardia doble, eran los «invitados» del Orador de los Soles.

—¿No puedes dejar de andar de un lado para otro? —preguntó Derek fríamente.

—¿Por qué? ¿Es que no te dejo dormir?

—No se trata de eso, desde luego. Sólo un necio podría dormir en estas circunstancias. Estás rompiendo mi concentrac…

—¡Shhh! —susurró Sturm.

Derek se calló al instante. Sturm le hizo una seña, y el caballero de más edad caminó hacia él, que estaba de pie en el centro de la habitación mirando hacia el techo. La cabaña era rectangular, tenía puerta pero no tenía ventanas, y en el centro de la estancia ardía una hoguera. Un agujero en el techo la mantenía ventilada.

A través de ese agujero Sturm había oído el extraño sonido que había llamado su atención. Era un sonido rasposo. Las vigas de madera del techo crujieron como si algo muy pesado estuviera arrastrándose sobre ellas.

—Suena como si fuera una extraña bestia —murmuró Derek—. ¡Y estamos desarmados!

—No —dijo Sturm escuchando atentamente—. El ruido no es de animal. Quien quiera que sea se mueve muy silenciosamente, como si no quisiera ser visto ni oído. ¿Qué están haciendo los centinelas allá fuera?

Derek se acercó a la puerta y se asomó cautamente al exterior.

—Están sentados alrededor del fuego. Dos de ellos están dormidos. No parece que se preocupen mucho por nosotros.

—¿Por qué deberían hacerlo? —dijo Sturm, sin apartar la mirada del techo—. Estamos rodeados de millares de elfos capaces de oír el más leve suspiro. ¿Qué puede…?

Sturm retrocedió alarmado al ver que las estrellas que había estado contemplando a través del agujero desaparecían repentinamente, borradas por una masa amorfa y oscura. Sturm se agachó con rapidez y agarró un tronco de la humeante hoguera, sosteniéndolo por el extremo, como un garrote.

—¡Sturm! ¡Sturm Brightblade! —dijo la masa amorfa.

Sturm siguió mirando hacia arriba, intentando localizar la voz. Le resultaba conocida. A su mente acudieron recuerdos de Solace.

—¡Theros! —exclamó—. ¡Theros Ironfield! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡La última vez que te vi estabas al borde de la muerte en el reino de los elfos!

El corpulento herrero de Solace se deslizó trabajosamente por la obertura, llevándose parte del techo con él. Su pesado aterrizaje despertó al enano, quien se incorporó, contemplando con ojos soñolientos la aparición.

—¿Qué suced…? —el enano se sobresaltó y comenzó a buscar a tientas su hacha de guerra, la cual ya no estaba a su lado.

—¡Silencio! —ordenó el herrero—. No hay tiempo para responder preguntas. La Princesa Laurana me ha enviado a rescataros. Debemos encontrarnos con ella en el bosque que hay más allá del campamento. ¡Daos prisa! Sólo faltan unas horas para que amanezca y para entonces, deberíamos haber cruzado el río. —Theros se acercó a Tasslehoff, que estaba intentado liberarse de la cadena sin éxito—. Bien, pequeño ladrón, veo que por fin te han pescado…

—¡No soy ningún ladrón! —exclamó Tas indignado—. Me conoces mejor que eso, Theros. La bolsa estaba ante mí y…

El herrero soltó una risita. Tomando la cadena en sus manos, tiró de ella con fuerza y consiguió partirla. No obstante Tas no se dio ni cuenta, pues se hallaba absorto contemplando el brazo del herrero. Uno de sus brazos, el izquierdo, era de color oscuro, el color de la piel de Theros. Pero el otro, el derecho, ¡era de brillante y reluciente plata!

—Theros —dijo Tas con voz ahogada—. Tu brazo…

—Las preguntas más tarde, bribonzuelo —dijo el herrero con expresión severa. Ahora tenemos que movernos rápidamente y en silencio.

—Tenemos que cruzar el río —gruñó Flint sacudiendo la cabeza—. ¡Más botes! ¡Más botes…!

—Quiero ver al Orador —le dijo Laurana al centinela que guardaba la puerta de los aposentos de su padre.

—Es tarde. El Orador está durmiendo.

Laurana se sacó la capucha. El guardia inclinó la cabeza.

—Disculpadme, Princesa. No os he reconocido. ¿Quién va con vos? —dijo mirando a Silvara con suspicacia.

—Mi doncella. Yo nunca iría sola de noche.

—No, claro, por supuesto que no —dijo apresuradamente el guardia mientras le abría la puerta—. Adelante. La habitación donde duerme el Orador es la tercera, a la derecha del corredor.

—Gracias —respondió Laurana pasando ante el guardia. Silvara, semioculta en una voluminosa capa, se apresuró a seguirla.

—El arcón está en su habitación, a los pies de su cama —le susurró Laurana a Silvara.

¿Estás segura de que podrás llevar el Orbe? Es grande y muy pesado.

—No es tan grande —murmuró Silvara perpleja, mirando a Laurana—. Solo más o menos… —hizo un gesto con las manos, abarcando el tamaño de una pelota de niños.

—No —dijo Laurana frunciendo el ceño—. No lo has visto. Tiene casi dos pies de diámetro. Por eso te hice poner esa capa tan grade.

Silvara la miró asombrada. Laurana se encogió de hombros.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí discutiendo. Ya se nos ocurrirá algo llegado el momento.

Las dos se deslizaron por el corredor tan silenciosamente como un kender, hasta llegar a la habitación.

Conteniendo la respiración, temiendo incluso que los latidos de su corazón fueran demasiado ruidosos, Laurana empujó la puerta. Ésta se abrió con un crujido que le hizo rechinar los dientes. A su lado, Silvara temblaba de miedo. En la cama, una figura se movió y se volvió… era su madre. Laurana vio que su padre, aún dormido, sacaba una mano para acariciarla tranquilizadoramente. Los ojos de Laurana se llenaron de lágrimas. Apretando los labios con resolución, sostuvo con firmeza la mano de Silvara y penetró en la habitación.

El arcón se encontraba a los pies de la cama. Estaba cerrado, pero cada uno de los compañeros llevaba una copia de la pequeña llave de plata. Laurana abrió el arcón rápidamente y levantó la tapa. Pero casi la dejó caer, asombrada. El Orbe de los Dragones estaba allí, reluciendo aún con la pálida luz blanca y azulada. ¡Pero no era el mismo Orbe! ¡Y, si lo era, había encogido! Como Silvara había dicho, no era más grande que una pelota de juguete. Laurana se dispuso a tomarlo entre sus manos. Todavía era pesado, pero pudo alzarlo fácilmente. Sosteniéndolo delicadamente entre sus temblorosas manos, lo sacó del arcón y se lo tendió, a Silvara. La Elfa Salvaje lo ocultó inmediatamente bajo su capa. Laurana tomó el asta de madera de la dragonlance partida, preguntándose, mientras lo hacía, por qué se molestaba en llevarse la vieja arma rota.

«Me la llevaré porque el caballero se la dio a Sturm. El quería que Sturm la tuviera», pensó.

En el fondo del arcón estaba Wyrmslayer, la espada de Tanis, la que le había sido entregada por Kith-Kanan. Laurana miró la espada y luego la dragonlance. «No puedo llevarme ambas», pensó, y se dispuso a depositar la lanza en el arcón. Pero Silvara la cogió del brazo.

—¿Qué estás haciendo? ¡Tómala! ¡Llévatela también!

Laurana miró asombrada a la muchacha. Entonces volvió a tomar la lanza rápidamente, la escondió bajo su capa y cerró la tapa del arcón cuidadosamente, dejando dentro la espada. En ese preciso instante, su padre se movió en la cama, incorporándose.

—¿Qué…? ¿Quién está ahí? —preguntó alarmado.

Laurana notó que Silvara estaba temblando y tomó su mano para tranquilizarla, haciéndole una señal para que guardara silencio.

—Soy yo, padre —dijo casi en un susurro—. Quería decirte que lo siento, padre, y te pido que me perdones.

—Ah, Laurana —el orador volvió a tenderse en la cama, cerrando los ojos—. Te perdono, hija mía. Ahora vuelve a la cama. Hablaremos por la mañana.

Laurana aguardó hasta que la respiración de su padre volvió a ser tranquila y regular. Luego salió con Silvara de la habitación, sosteniendo con firmeza la dragonlance bajo su capa.

—¿Quién va? —preguntó una voz humana en elfo.

—¿Quién lo pregunta? —respondió otra, indudablemente elfa.

—¿Gilthanas, eres tú?

—¡Theros! ¡Amigo mío! —el joven elfo surgió rápidamente de la penumbra para abrazar al herrero. Por un instante Gilthanas se sintió tan emocionado que no pudo formular palabra. Un momento después, asombrado, se deshizo del abrazo de oso del herrero—. ¡Theros! ¡Tienes dos brazos! ¡Pero los draconianos en Solace te cortaron el brazo derecho! Hubieras muerto si Goldmoon no te hubiera sanado.

—¿Recuerdas lo que me dijo entonces el cerdo de Fewmaster? La única forma que tienes de conseguir un brazo… nuevo, ¡es forjándotelo tú mismo! Bien, pues ¡hice justamente eso! La historia de mis aventuras para encontrar el brazo de plata que ahora llevo, es larga…

—Y no es para contarla ahora —gruñó una voz tras él—. A menos que quieras que millares de elfos la escuchen con nosotros.

—O sea que te las arreglastes para escapar, Gilthanas —dijo Derek semioculto entre las sombras—. ¿Has traído el Orbe?

—No me he escapado —respondió Gilthanas fríamente—. He dejado la casa de mi padre para acompañar a mi hermana y a Sil… y a su doncella hasta aquí. Llevarse el Orbe ha sido idea de mi hermana, no mía, pero aún hay tiempo para reconsiderar este asunto, Laurana. —Gilthanas se volvió hacia ella—. Devuélvelo. No dejes que las apresuradas palabras de Porthios te hagan cometer una imprudencia. Si lo guardamos aquí, podremos utilizarlo para defender a nuestra gente. Podríamos averiguar cómo manejarlo, hay hechiceros entre los nuestros.

—¡Entreguémonos a los guardias ahora! ¡Así podremos dormir un poco en algún lugar caliente! —resopló el enano aterido de frío.

—O das la alarma ahora, elfo, o nos dejas marchar. Antes de traicionarnos, danos por lo menos algo de tiempo —dijo Derek.

—No tengo ninguna intención de traicionaros —declaró Gilthanas enojado. Ignorando al resto, se volvió una vez más hacia su hermana—. ¿Laurana?

—Estoy decidida a hacer las cosas de esta forma —respondió ella lentamente—. He estado reflexionando sobre ello, y creo que estamos haciendo lo más correcto. Elistan piensa lo mismo. Silvara nos guiará a través de las montañas…

—Yo también conozco las montañas —dijo Theros—. No he estado muy ocupado, por lo que he tenido tiempo de recorrerlas. Además, me necesitaréis para que los centinelas no os descubran.

—Entonces está decidido.

—Muy bien. —Gilthanas suspiró—. Iré con vosotros. Si me quedara aquí, Porthios siempre sospecharía de mi complicidad.

—Perfecto —profirió Flint—. ¿Podemos escaparnos ya? ¿O necesitamos despertar a alguien más?

—Por aquí —dijo Theros—. Los guardias ya están acostumbrados a mis paseos nocturnos. Quedaos entre las sombras y dejadme hablar a mí —inclinándose, agarró a Tasslehoff por el cuello de su pesado abrigo de pieles y alzó al kender del suelo hasta tenerlo justo a la altura de sus ojos—. Eso va por ti, pequeño ladrón, así que ten la boca cerrada —dijo el herrero con el ceño fruncido.

—Sí, Theros —respondió el kender dócilmente, agitándose bajo la mano de plata hasta que Theros volvió a depositarlo en el suelo. Algo inquieto, Tas resituó sus bolsas e intentó recuperar su dignidad.

Los compañeros siguieron al herrero de piel oscura hasta el limite del adormecido campamento elfo, avanzando lo más silenciosamente posible. Aunque para Laurana eran más ruidosos que el cortejo de una boda.

Pero los elfos dormían arropados en su complacencia, que era como una manta suave y lanuda. Habían huido del peligro y estaban a salvo. Ninguno de ellos creía que volviera a acosarles de nuevo. Por tanto siguieron durmiendo mientras los compañeros escapaban en la oscuridad.

Silvara, que llevaba el Orbe bajo la capa, sentía como el frío cristal iba caldeándose con el calor de su cuerpo, lo sentía moverse y latir con vida.

—¿Qué voy a hacer? —se susurraba a sí misma en el dialecto de los Kalanesti, avanzando casi a ciegas por la oscuridad—. ¿Por qué yo? ¿Por qué? No lo entiendo… ¿Qué voy a hacer?