Visiones compartidas.
La muerte de Lorac.
No obstante, al final se durmieron. Acurrucados sobre el suelo de piedra de la torre de las Estrellas, intentaron mantenerse lo más cerca posible los unos de los otros. Mientras ellos dormían, otros despertaron en tierras frías y hostiles, tierras lejanas a Silvanesti.
Laurana fue la primera. Salió de su profundo sueño con un grito y, al principio, no tuvo ni idea de dónde se encontraba. Sólo pronunció una palabra: ¡Silvanesti!
Flint se despertó temblando. Notó que aún podía mover los dedos y que su dolor de piernas no era peor de lo habitual. Sturm también lo hizo presa de pánico. Tiritando aterrorizado, lo único que pudo hacer durante un buen rato, fue quedarse acurrucado bajo las mantas. Pero, de pronto, oyó un ruido en el exterior de su tienda. Poniéndose en pie y llevándose la mano a la espada, apartó a un lado la tela que tapaba la entrada de la misma.
—¡Oh! —Laurana dio un respingo al ver la expresión de angustia del caballero.
—Lo siento —dijo Sturm—. No quería… —entonces vio que la elfa estaba tan temblorosa que apenas podía sostener la vela—. ¿Qué ocurre?
—Sé… sé que puede sonar muy estúpido —dijo Laurana enrojeciendo—, pero acabo de tener un sueño terrorífico, y no he podido seguir durmiendo.
Dejó que Sturm la condujera al interior de la tienda. La llama de la vela que llevaba proyectaba oscuras y saltarinas sombras a su alrededor. Sturm, temiendo que se le cayera, le cogió la candela.
—No pretendía despertarse, pero te oí gritar. ¡Y mi sueño era tan real! Salías en él… te vi…
—¿Cómo es Silvanesti? —le interrumpió Sturm bruscamente.
Laurana se le quedó mirando.
—¡Pero ahí es donde estábamos! ¿Por qué lo has preguntado? A menos… que también tú hayas soñado con Silvanesti…
Sturm se envolvió en su capa asintiendo.
—Yo… —comenzó a decir, pero oyó otro ruido fuera de la tienda. Esta vez simplemente corrió la abertura de tela—. Pasa, Flint —dijo fatigado.
El enano entró con expresión abrumada. Al ver a Laurana pareció desconcertado y comenzó a balbucear, pateando el suelo hasta que Laurana le dirigió una sonrisa.
—Ya lo sabemos —le dijo la elfa—. Has tenido un sueño. ¿Sobre Silvanesti?
Flint tosió, aclarándose la garganta y restregándose el rostro con la mano.
—Por lo que veo no he sido el único. Supongo que queréis que os cuente…
—¡No! —dijo Sturm rápidamente—. No, no quiero hablar, de ello… ¡Nunca!
—Ni yo —dijo Laurana en voz baja.
Titubeante, Flint le dio unas palmaditas a la muchacha en el hombro.
—Me alegro. Yo tampoco podría hablar. Sólo quería comprobar que en verdad fuese un sueño. Parecía tan real que creí que os encontraría a ambos…
De pronto guardó silencio. Se oyó un crujido en el exterior y, un segundo después, Tasslehoff entró acalorado.
—¿Es verdad que hablabais de un sueño? Yo nunca sueño… o por lo menos nunca recuerdo haberlo hecho. Los kenders no solemos soñar. Bueno, supongo que sí pero… —al ver la mirada de Flint el kender se apresuró a retomar el tema original—. Bien, ¡pues he tenido un sueño verdaderamente fantástico! Árboles derramando lágrimas de sangre. ¡Terribles elfos muertos que mataban a la gente! ¡Raistlin llevando la túnica negra! ¡Era totalmente increíble! Y vosotros también estabais. ¡Y todos moríamos! Bueno, casi todos, Raistlin no moría. Y había un dragón verde…
Tasslehoff guardó silencio. ¿Qué ocurría con sus amigos? Sus rostros tenían una palidez mortecina, sus ojos estaban abiertos de par en par.
—Un dragón verde… —balbuceó—, raistlin vestido de negro. ¿Dije yo esto? La verdad es que… que le sentaba muy bien. El rojo siempre le hace parecer un poco avinagrado, no sé si sabéis lo que quiero decir. No, no lo sabéis. Bien, supongo… que lo mejor será que vuelva a mi tienda. ¿O tal vez queréis que os cuente lo demás? —miró a su alrededor esperanzado, pero nadie contestó.
—Bueno… buenas noches —murmuró. Precipitándose fuera de la tienda, regresó a su jergón, sacudiendo la cabeza confuso. ¿Qué demonios les ocurría a los otros? Era sólo un sueño…
Durante unos minutos nadie habló. Flint interrumpió el silencio con un hondo suspiro.
—No me importa tener una pesadilla —dijo el enano fríamente—. Pero no me gusta nada compartirla con un kender. ¿Cómo puede ser que todos hayamos soñado lo mismo? ¿Y qué significa?
—Tierras extrañas… Silvanesti —dijo Laurana. Tomando su vela, se dispuso a retirarse pero, de repente, se volvió—. ¿Creéis que nuestro sueño ha sido real? ¿Habrán muerto los demás? «¿Estaba Tanis con esa mujer humana?», pensó sin osar preguntarlo.
—Nosotros estamos aquí —dijo Sturm—. No hemos muerto. Lo único que podemos hacer es confiar en que nuestros amigos tampoco hayan perecido. Y… —hizo una pausa—, puede sonar extraño, pero de alguna forma sé que están bien.
Laurana miró al caballero intensamente durante un instante y vio su grave rostro serenarse tras el susto inicial. Se sintió relajada. Alargando la mano, tomó la de Sturm y la presionó suavemente en silencio. Luego se volvió y desapareció en la oscuridad de la noche.
El enano se puso en pie.
—Bueno, ya está bien de dormir, me ocuparé del turno de guardia.
—Te acompañaré —dijo Sturm poniéndose en pie y abrochándose el talabarte.
—Supongo que nunca llegaremos a saber cómo o por qué llegamos a soñar todos lo mismo…
—Supongo que no.
El enano salió fuera de la tienda. Sturm ya se disponía a seguirle cuando se detuvo, al ver relucir algo en el suelo. Pensando que tal vez fuera un pedazo de mecha de la vela de Laurana, se inclinó para retirarlo, pero en lugar de ello encontró la joya que Alhana le había dado y que, resbalando de su cinturón, se había caído al suelo. Recogiéndola, advirtió que refulgía con luz propia, algo que no había notado antes.
—Supongo que no —repitió Sturm pensativo, dando vueltas y más vueltas a la joya en sus manos.
Finalmente, tras largos y terroríficos meses de oscuridad, el sol ascendió en Silvanesti. Pero sólo una persona lo vio. Lorac, desde una de las ventanas de sus aposentos, contempló al sol elevarse entre los relucientes álamos. Los otros, exhaustos, dormían ruidosamente.
Alhana no se había movido del lado de su padre en toda la noche, aunque al final el cansancio había podido con ella y se había quedado dormida sentada en una silla. Lorac vio la pálida luz del sol iluminar el rostro de la muchacha. La larga cabellera negra caía sobre su rostro como negras vetas sobre mármol blanco. Su piel estaba arañada por los espinos, salpicada de costras y de sangre seca. El elfo vio belleza en ella, aunque una belleza desfigurada por la arrogancia. La muchacha era un claro ejemplo de su raza. Volviéndose de nuevo hacia la ventana, miró hacia el exterior, hacia Silvanesti, pero la imagen no lo reconfortó. La verde y perniciosa neblina se cernía aún sobre su tierra, como si el propio suelo estuviera podrido.
—Es culpa mía —se dijo a sí mismo, posando los ojos sobre los árboles retorcidos y torturados, sobre las deformadas y lastimosas bestias que rondaban las tierras intentando encontrar fin a su tormento.
Hacía más o menos cuatrocientos años que Lorac habitaba en aquella tierra. La había visto formarse y florecer con su propio trabajo y el de los suyos.
También había vivido momentos difíciles. Lorac era uno de los pocos seres vivientes de Krynn que recordaba el Cataclismo. A los elfos de Silvanesti les había resultado más fácil sobrevivir que a otros —al estar apartados de las otras razas—. Ellos sabían por qué los antiguos dioses habían abandonado Krynn —veían el mal reinante en la humanidad a pesar de que no conseguían explicarse por qué habían desaparecido también los clérigos elfos.
Por supuesto los elfos de Silvanesti supieron, a través de los vientos, de los pájaros y de otros misteriosos procedimientos, del sufrimiento de sus primos, los elfos de Qualinesti, tras el Cataclismo. Y, a pesar de quedar consternados al conocer los rumores de pillaje y asesinatos, los de Silvanesti se preguntaron qué podía esperarse de aquellos que se mezclan con los humanos. Se retiraron a sus bosques, renunciando al mundo exterior e importándoles muy poco que éste los repudiara.
Por eso a Lorac le había resultado imposible comprender que esa nueva ola maligna, proveniente del norte, amenazara sus tierras. ¿Por qué los acechaba? Tuvo un encuentro con los Señores de los Dragones para explicarles que ellos, los Silvanesti, no les ocasionarían problemas. Los elfos creían que todo el mundo tenía derecho a vivir en Krynn, cada uno a su manera, fuera buena o mala. Habló él, ellos escucharon y, al principio, todo parecía ir bien. Pero llegó el día en que Lorac comprendió que había sido traicionado, el día en que los dragones plagaron los cielos.
No obstante el desastroso acontecimiento no cogió desprevenidos a los elfos. Lorac era demasiado viejo para ello. Había dispuesto barcos para poner a su gente a salvo. El rey elfo ordenó que partiesen al mando de su hija y, cuando se quedó solo, descendió a los subterráneos de la torre de las Estrellas, donde había ocultado el Orbe de los Dragones.
Sólo su hija y los ya desaparecidos elfos clérigos conocían su existencia. El resto del mundo creía que había sido destruido durante el Cataclismo. Lorac se sentó junto a la gran esfera, contemplándola durante varios días. Recordó las advertencias de los Grandes Magos, trayendo a su mente todo lo que pudo evocar sobre el Orbe. Finalmente, a pesar de ser plenamente consciente de que no tenía ni idea de cómo manipularlo, Lorac decidió utilizarlo para intentar salvar a su tierra.
Lo recordaba vivamente. Recordaba haberlo visto arder con una rielante y fascinadora luz verde que se intensificaba cuando él la miraba. Y recordaba también haber sabido, casi desde el momento en que posó sus dedos sobre la esfera, que acababa de cometer un terrible error. No tenía ni la fuerza ni el dominio suficiente para controlar aquella magia. Pero era demasiado tarde. El Orbe ya lo había capturado y lo tenía hechizado, y lo más terrible de su pesadilla era que constantemente se le insistía en que estaba soñando pero, no obstante, era incapaz de liberarse.
Y ahora la pesadilla se había convertido en viva realidad. Lorac inclinó la cabeza, notando en su boca el sabor amargo de las lágrimas. Entonces sintió que unas manos se posaban sobre sus hombros.
—Padre, no soporto verte llorar. Aléjate de la ventana. Tiéndete en la cama. Dentro de un tiempo los bosques volverán a ser bellos. Tú ayudarás a reformarlos… ¡Tú!
Pero Alhana no pudo mirar por la ventana sin estremecerse. Lorac notó cómo temblaba y le sonrió con tristeza.
—¿Regresará nuestra gente, Alhana? —preguntó con la mirada perdida en aquella espesura cetrina. Aquel verde no era un verde vivo y brillante, sino el tono verdoso de la muerte y la decadencia.
—Por supuesto —respondió Alhana rápidamente.
Lorac le dio unas palmaditas en la mano.
—¿Una mentira, hija mía? ¿Desde cuándo los elfos nos mentimos los unos a los otros?
—Creo que tal vez nos hayamos mentido siempre —murmuró Alhana recordando lo que había aprendido de las enseñanzas de Goldmoon—. Los antiguos dioses no abandonaron Krynn, padre. Un clérigo de la Sanadora, Mishakal, viajó con nosotros y nos contó lo que había aprendido. Yo… yo no quería creerlo porque estaba celosa. Después de todo, se trataba de una humana, ¿por qué razón iban a dar los dioses esperanzas a los humanos? Pero ahora sé que los dioses son sabios y se dirigieron a los humanos porque nosotros, los elfos, no los hubiéramos aceptado. Viviendo en este desolado lugar aprenderemos —como tú y yo hemos aprendido—, que no podemos vivir durante más tiempo en este mundo apartados de las demás razas. Los elfos trabajaremos para reconstruir, no sólo esta tierra, sino todas las tierras asoladas por el mal.
Lorac la escuchó. Sus ojos pasaron del torturado paisaje al rostro de su hija, pálido y radiante como Solinari; y alargó la mano para acariciarla.
—¿Traerás de vuelta a nuestra gente?
—Sí, padre. Volveremos y trabajaremos. Rogaremos el perdón de los dioses. Nos mezclaremos entre las gentes de Krynn y… —Alhana, de pronto, se dio cuenta de que su padre ya no podía oírla, y su rostro se llenó de lágrimas. El rey elfo tenía la mirada nublada y estaba cada vez más hundido en la silla.
—Me entrego a nuestras tierras, en las que te pido quemes mi cuerpo, hija. Ya que mi vida ha traído esta maldición sobre ellas, tal vez con mi muerte lleguen a ser bendecidas.
La mano de Lorac dejó de acariciar a su hija y resbaló lentamente. Sus ojos sin vida continuaron contemplando las atormentadas tierras de Silvanesti, pero la expresión de horror de su rostro desapareció, dando paso a otra, plena de paz.
Y Alhana no pudo llorar.
Esa noche, los compañeros se prepararon para dejar Silvanesti. Pensaban viajar en dirección al norte siempre bajo la protección de la oscuridad, pues ya entonces sabían que las tierras que debían atravesar estaban bajo el dominio de los ejércitos de los Dragones. No llevaban ningún mapa, para guiarse. Tras la experiencia de Tarsis temían confiar en ellos y, además, los únicos que podían encontrarse en Silvanesti se remontaban a miles de años atrás. Los compañeros iban a dirigirse hacia el norte a ciegas, con la esperanza de encontrar alguna ciudad portuaria donde pudieran embarcar hacia Sancrist.
También decidieron ir poco cargados para poder avanzar más rápidamente. Por otra parte, no había gran cosa que llevarse, puesto que los elfos al marchar se habían llevado toda la comida y provisiones.
El mago quiso tomar posesión del Orbe de los Dragones —tarea que nadie le disputó—. Tanis, al principio, se esforzó para encontrar la forma de transportar aquella inmensa esfera de cristal —tenía casi dos pies de diámetro y era extraordinariamente pesada. Pero, la noche anterior a su partida, Alhana se presentó ante Raistlin con un pequeño saco en las manos.
—Mi padre transportó el Orbe en este saco. Siempre lo encontré extraño, considerando su tamaño, pero él dijo que le había sido entregado en la torre de la Alta Hechicería. Tal vez pueda serte útil.
El mago alargó su delgada mano y lo agarró con ansia.
—Jistrah tagopar Ast moitpa-rann Kini —murmuró, contemplando satisfecho cómo la indescriptible bolsa comenzaba a relucir con una tenue luz rosa—. Sí, está hechizado. Caramon, ve y tráeme el Orbe.
Caramon lo miró horrorizado.
—¡Ni a cambio del mayor tesoro del mundo! —exclamó con un gruñido.
—¡Bah, no seas estúpido, Caramon! El Orbe no puede dañar a aquellos que no intentan manejarlo. ¡Créeme, querido hermano, tú no tienes poder ni para controlar una cucaracha!
—Pero puede atraparme.
—No, porque busca sólo a aquellos que… —Raistlin se interrumpió bruscamente.
—¿Sí? —dijo Tanis en voz baja—. Continúa. ¿A quiénes busca?
—A aquellos que son inteligentes —profirió Raistlin furioso—. Por tanto creo que los miembros de este grupo están totalmente a salvo. Tráeme el Orbe, Caramon, ¿o tal vez prefieras llevarlo tú mismo? ¿O tú, Semielfo? ¿O quizás tú, clérigo de Mishakal?
Caramon miró a Tanis con expresión de incomodidad, y el semielfo se dio cuenta de que el guerrero estaba buscando su aprobación. Aquello resultaba muy extraño en el gemelo, quien siempre había hecho lo que Raistlin mandaba sin dudarlo un segundo. Tanis vio que él no era el único en notar la silenciosa súplica de Caramon. Los ojos de Raistlin relampagueaban con furia.
En esta ocasión Tanis sintió más desconfianza del mago que nunca, desconfianza de aquel extraño y creciente poder de Raistlin. «Es ilógico. Es sólo una reacción a la pesadilla, nada más», se decía a sí mismo. Pero aquello no solucionó nada el problema. ¿Qué debían hacer con aquel objeto? De hecho, comprendió apesadumbrado, que las opciones eran pocas.
—Raistlin es el único con los conocimientos, la destreza y… —será mejor que lo afrontemos, las agallas para manejar esa esfera— dijo Tanis de mala gana. —Mi opinión es que él debería llevarlo, a menos que uno de vosotros quiera asumir la responsabilidad.
Ninguno de ellos habló, aunque Riverwind sacudió la cabeza, frunciendo el ceño. Tanis sabía que tanto el bárbaro como Raistlin, si tuvieran que decidir, dejarían el Orbe en Silvanesti.
—Adelante, Caramon —dijo Tanis—. Eres el único con fuerza suficiente para levantarlo.
Caramon, se dirigió a regañadientes hacia la peana de oro donde estaba el Orbe. Cuando extendió los brazos para tocarlo, las manos le temblaron, pero al posarlas sobre la gran esfera no ocurrió nada. Suspirando aliviado, Caramon lo levantó, refunfuñando por el peso, y se lo llevó a su hermano, quien sostuvo el saco abierto.
—Déjalo caer en el saco —ordenó Raistlin.
—¿Qué? —Caramon contempló la pequeña bolsa que sostenían las frágiles manos de mago—. ¡No puedo, Raistlin! ¡No va a caber! ¡Se romperá en pedazos!
El inmenso guerrero guardó silencio mientras los ojos del mago relampagueaban dorados en la agonizante luz del día.
—¡No, Caramon, espera! —Tanis se abalanzó hacia adelante, pero esta vez el guerrero hizo lo que Raistlin ordenaba. Lentamente, con la mirada fija en los relucientes ojos de su hermano, Caramon dejó caer el Orbe de los Dragones.
Y… ¡el Orbe desapareció!
—Pero ¿cómo…? ¿Dónde…? —Tanis miró a Raistlin con suspicacia.
—Dentro del saco —replicó el mago con calma, mostrando la pequeña bolsa—. Si no confías en mí compruébalo tú mismo.
Tanis asomó la cabeza. En efecto, estaba en el interior, y era el auténtico. Ahora no tenía ninguna duda, pues podía ver la arremolinada calina verde que lo rodeaba, como si una débil vida se agitase en su interior. «Debe haber menguado», pensó extrañado, pero el Orbe parecía tener el mismo tamaño que antes, produciéndole a Tanis la curiosa impresión de que en todo caso era él el que había crecido.
Tanis retrocedió temblando. Raistlin le dio un rápido tirón a la cuerda que había en el extremo superior del saco, cerrándolo de golpe. Luego, mirando al resto de los compañeros con desconfianza, deslizó la bolsa en el interior de su túnica, ocultándola en uno de sus numerosos bolsillos secretos. Cuando se disponía a salir de la estancia, Tanis lo detuvo.
—Ya nada volverá a ser igual entre nosotros, ¿verdad? —preguntó el semielfo en voz baja.
Raistlin lo contempló durante unos segundos, y Tanis pudo entrever un breve destello de pesar en los ojos del mago, un deseo de amistad, confianza, de retorno a los días de juventud.
—No —susurró Raistlin—. Pero éste fue el precio que tuve que pagar…
—¿Precio? ¿A quién? ¿Por qué motivo…?
—No hagas preguntas, Semielfo —el mago comenzó a toser violentamente. Caramon lo rodeó con el brazo y Raistlin se apoyó en él con debilidad. Cuando se recuperó del ataque, alzó sus dorados ojos—. No puedo darte una respuesta Tanis, porque ni yo mismo la sé.
Inclinando la cabeza, el mago dejó que Caramon lo acompañara a un lugar donde pudiera descansar antes de emprender el viaje.
—Desearía que lo reconsideraras y nos dejaras asistir a los ritos funerarios en memoria de tu padre —le dijo Tanis a Alhana cuando se despedían en la puerta de la torre de las Estrellas—. Un día no representaría mucha diferencia para nosotros…
—Sí, permítenos quedarnos —suplicó encarecidamente Goldmoon—. Puedo ayudarte a preparar la ceremonia, ya que las costumbres funerarias de mi pueblo son similares a las vuestras, si Tanis me las ha explicado correctamente. Yo era sacerdotisa de mi tribu, y presidía el amortajamiento del cuerpo del difunto con las telas que podían conservarlo…
—No, amigos míos —dijo Alhana con firmeza—. Mi padre deseaba que fuera yo sola quien lo hiciera.
Aquello no era del todo verdad, pero Alhana sabía que quedarían muy extrañados al ver cómo el cadáver de su padre era confiado a la tierra —costumbre practicada únicamente entre los goblins y otras criaturas malignas. La idea le aterraba. Involuntariamente, su mirada se desvió hacia el torturado árbol que debía señalar la tumba de Lorac, presidiéndola como una terrible ave de presa. Rápidamente apartó la mirada.
—Hace ya tiempo que su tumba está preparada, y tengo alguna experiencia en estas cosas… No os preocupéis por mí, por favor.
Tanis vio la angustia reflejada en su rostro, pero no pudo negarse a respetar su demanda.
—Lo comprendemos —dijo Goldmoon. Un segundo después, con un impulso instintivo, la mujer bárbara de Que-shu rodeó con sus brazos a la princesa elfa y la apretó contra ella como si se tratara de un chiquillo asustado. Alhana, al principio, estaba rígida, pero luego se abandonó al compasivo abrazo de Goldmoon.
—Que la paz esté contigo —le susurró Goldmoon, retirando cariñosamente las hebras de cabello oscuro que caían sobre el rostro de la muchacha elfa.
—¿Qué harás después de enterrar a tu padre? —preguntó Tanis cuando Alhana y él se quedaron solos en los escalones de entrada de la torre.
—Regresaré con mi gente —replicó Alhana gravemente—. Ahora que nuestra tierra se ha liberado del mal, los grifos volverán a buscarme y me llevarán a Ergoth. Haremos lo que podamos para intentar acabar con lo maligno. Luego, regresaremos a casa.
Tanis miró a su alrededor. Silvanesti aparecía horrible incluso a la luz del día, por lo que de noche era tan terrorífico que no se podía expresar con palabras.
—Ya lo sé —replicó Alhana como respuesta a los silenciosos pensamientos del semielfo—. Este será nuestro castigo.
Tanis arqueó las cejas con escepticismo, pues sabía la lucha que la elfa debería librar para conseguir que su pueblo regresara. Pero al ver la convicción reflejada en el rostro de Alhana, supo que lo lograría.
Sonriendo, cambió de tema.
—¿Encontrarás tiempo para ir a Sancrist? —le preguntó—. Los caballeros quedarían muy honrados por tu presencia, especialmente uno de ellos.
El rostro de Alhana se tiñó de rubor.
—Tal vez… Aún no puedo saberlo. He aprendido muchas cosas, pero me llevará mucho tiempo conseguir que formen parte de mí misma —sacudió la cabeza, suspirando—. Puede que nunca llegue a sentirme verdaderamente cómoda con ellas. ¿Cómo aprender a querer a un humano?
Alhana alzó la cabeza y miró a Tanis a los ojos.
—¿Sería él feliz, Tanis, lejos de su hogar, ya que debo regresar a Silvanesti? ¿Y podría yo ser feliz, siendo todavía joven, y viéndole, en cambio, envejecer y morir?
—Yo me hice las mismas preguntas, Alhana. Si negamos el amor que se nos otorga y si nos resistimos a dar amor por temor al dolor de la pérdida, entonces nuestras vidas serán vacías y la pérdida mucho mayor.
—Cuando nos conocimos me pregunté cómo era que los demás te seguían a ti, Tanis Semielfo. Ahora lo comprendo. Tomaré en consideración tus palabras. Adiós, Tanis, hasta que el viaje de tu vida termine.
—Adiós, Alhana —dijo Tanis tomando la mano que ella le tendía. No encontró nada más que decir, por lo que se volvió y la dejó.
Pero al marchar no pudo evitar preguntarse: «¿Por qué, si aquello sonaba tan sensato, reinaba en su vida tanto desorden?».
Tanis se reunió con sus compañeros en la linde del bosque. Durante unos segundos se quedaron ahí, en pie, temiendo penetrar en él. Aunque sabían que el mal había abandonado aquellas tierras, la idea de viajar, durante varios días, entre aquellos árboles no era nada atractiva. Pero no tenían elección. Todavía sentían la misma sensación de urgencia que los había llevado hasta aquel punto. El tiempo iba transcurriendo y sentían que no podían desperdiciar ni un segundo, a pesar de no saber exactamente por qué.
—Ven, hermano —dijo Raistlin finalmente.
El mago los guió hacia el interior del bosque, alzando su Bastón de Mago para iluminar el camino. Caramon lo siguió con un suspiro. Uno por uno, los demás caminaron tras ellos. El único en volver atrás la mirada fue Tanis.
La tierra estaba cubierta de una espesa oscuridad, como si también ella estuviera en duelo por la muerte de Lorac. Alhana seguía en la puerta de la torre de las Estrellas, su silueta se recortaba contra el alto edificio que relucía con la luz de los rayos de luna almacenados durante años. Lo único visible entre las sombras era el rostro de Alhana, que parecía un fantasma de Solinari. La elfa alzó una mano y hubo un breve y claro destello de luz pura y blanca —la joya Estrella—, luego la muchacha desapareció en las sombras de la noche.