«… destinados a no volver a encontrarnos en este mundo».
Cuando los compañeros acababan de alcanzar el mercado, los primeros dragones sobrevolaban Tarsis.
Se habían separado de los caballeros a su pesar, pues éstos habían intentado convencerlos de que escaparan con ellos a las colinas. Ante la negativa del grupo, Derek les pidió que permitieran a Tasslehoff acompañarlos, ya que el kender conocía el lugar donde se hallaban los Orbes de los Dragones. Tanis sabía que Tas escaparía de los caballeros, por lo que se vio obligado a negarse de nuevo.
—Sturm, ven con el kender y con nosotros —ordenó Derek, haciendo caso omiso de Tanis.
—No puedo, señor —respondió Sturm posando su mano sobre el brazo de Tanis—. Él es mi jefe, y mi lealtad está con mis amigos.
Derek habló con frialdad.
—No puedo detenerte si ésa es tu decisión. Pero esto representará una marca negra en tu contra, Sturm Brightblade. Recuerda que aún no eres un caballero, todavía no. Ruega para que, cuando se debata la cuestión de tu investidura ante el Consejo, yo no me encuentre allí.
El rostro de Sturm se tornó pálido como el de un muerto. Desvió la mirada hacia Tanis, quien intentó ocultar su sorpresa ante las alarmantes nuevas. Pero no disponían de tiempo para discutir. El sonido de los cuernos, que resonaban disonantes en la helada atmósfera, era cada vez más cercano. Los caballeros y los compañeros se separaron; los primeros se dirigieron a su campamento en las colinas, los segundos decidieron permanecer en la ciudad.
Los habitantes de Tarsis habían salido de sus casas y elucubraban en las calles sobre aquel extraño sonido que nunca habían oído y que no conseguían identificar. Sólo uno de los tarsianos supo lo que era. En la Sala del Consejo, al oír aquel ruido, el señor se puso inmediatamente en pie. Girándose rápidamente se volvió hacia el sonriente draconiano oculto tras él entre las sombras.
—¡Dijiste que no nos ocurriría nada! —exclamó el señor con los dientes apretados—. Todavía estamos negociando…
—El Señor del Dragón se ha cansado de negociaciones —manifestó el draconiano esbozando un bostezo— —. Y a la ciudad no le ocurrirá nada… aunque por supuesto, recibiréis una lección.
El señor hundió la cabeza entre las manos. Los otros miembros del Consejo, sin comprender muy bien lo que estaba sucediendo, se miraron unos a otros, sobrecogidos al ver resbalar lágrimas entre los dedos de su señor.
El cielo ya estaba repleto de inmensos dragones rojos, cientos de ellos. Volaban en pequeñas escuadrillas de tres o de cinco, con las alas extendidas llameando rojizas bajo el sol poniente. La gente de Tarsis sólo comprendía una cosa que aquél era el vuelo de la muerte.
Cuando los dragones volaron más bajo, realizando los primeros vuelos rasos sobre la ciudad, difundieron un pánico mucho más mortífero que las llamas que lanzaban. Cuando la sombra de sus alas oscureció la agonizante luz del día, los habitantes de Tarsis tuvieron un único pensamiento: escapar.
Pero no había forma de hacerlo.
Los dragones atacaron sabiendo que no iban a encontrar resistencia. Volaban en círculo uno tras otro, lanzándose en picado desde el cielo cual disparos abrasivos, haciendo arder edificio tras edificio con su flamígero aliento. Los incendios iniciados originaron sus propias tormentas de viento y las calles se llenaron de un humo sofocante, convirtiendo el atardecer en noche cerrada. Comenzó a llover ceniza. Los gritos de terror se trocaron en gritos de agonía cuando la muerte hizo su aparición en aquel ardiente abismo en el que se había convertido Tarsis.
Con los primeros ataques de los dragones, una riada de aterrorizada humanidad inundó las incandescentes calles de Tarsis. Muy pocos tenían una idea clara de dónde se dirigían. Algunos gritaban que estarían a salvo en las colinas, otros corrían hacia la antigua costa, mientras otros intentaban alcanzar las murallas de la ciudad. Sobre ellos se cernían los dragones, quemándolo todo, arrasándolo todo.
La riada humana se precipitó sobre Tanis y los compañeros, casi aplastándolos, empujándolos contra los edificios. Sofocados por el humo, con escozor en los ojos y cegados por las lágrimas, lucharon por controlar el temor a los dragones que amenazaba con perturbar su razón.
El fuego era tan intenso, que edificios completos caían derruidos. Tanis se dispuso a ayudar a Gilthanas, que se había desplomado junto a una casa. Sosteniéndolo, el semielfo observó irremisiblemente cómo el resto de sus amigos era arrastrado por la masa de gente.
—¡De vuelta a la posada! —gritó Tanis—. ¡Nos encontraremos en la posada! —Pero le fue imposible saber si había sido oído. Únicamente podía confiar en que todos intentarían dirigirse hacia allí.
Sturm sujetó a Alhana con sus poderosos brazos, medio llevándola, medio arrastrándola por las destruidas calles. Intentó localizar a los demás a través de la lluvia de ceniza, pero fue inútil. Y entonces comenzó la batalla más desesperada que hubiera librado nunca: intentar mantenerse en pie y sostener a Alhana mientras las terribles oleadas de humanidad los arrollaban una y otra vez.
Momentos después Alhana fue arrancada de sus brazos por las aterrorizadas masas de gentes. Sturm se abalanzó hacia la muchedumbre, empujando y abriéndose camino a golpes y a puñetazos hasta que consiguió asir a Alhana por las muñecas. La elfa, temblando horrorizada, se agarró a sus brazos con todas sus fuerzas y el caballero finalmente consiguió tirar de ella. Una inmensa sombra pasó sobre sus cabezas. Un dragón, ululando cruelmente, sé lanzó sobre la calle atestada de hombres, mujeres y niños. Sturm se refugió bajo el marco de la puerta de uno de los edificios, arrastrando a Alhana tras él y protegiéndola con su cuerpo. Resplandeció una inmensa llamarada; los gritos de los agonizantes fueron desgarradores.
—¡No miréis! —le susurró Sturm a Alhana, estrechándola contra sí. El dragón pasó, y, de pronto, las calles estuvieron terriblemente, insoportablemente, quietas. Nada se movía.
—Será mejor que salgamos de aquí mientras podamos —dijo Sturm con voz temblorosa. Apoyándose el uno en el otro, se alejaron del marco de la puerta con los sentidos entumecidos, moviéndose únicamente por instinto. Al fin mareados y aturdidos por el humo y el olor a carne quemada, tuvieron que buscar cobijo bajo otra puerta.
Durante un momento no pudieron hacer otra cosa que sostenerse mutuamente agradecidos por el breve respiro, pero aterrorizados al pensar que unos segundos después deberían retornar a las mortíferas calles.
Alhana posó la cabeza sobre el pecho de Sturm. La antigua y caduca cota de mallas estaba fría en contraste con su piel. La sólida superficie de metal la tranquilizaba, y bajo la misma oía latir el corazón de Sturm, rápido, firme, reconfortante. Los brazos que la sostenían eran fuertes y musculosos. La mano del caballero le acarició los cabellos.
Alhana, casta doncella de una raza rígida y severa, hacía tiempo que sabía cuándo, dónde y con quién iba a casarse. Se trataba de un elfo noble, y un signo de su mutuo acuerdo era que, desde el momento en que se fijó el compromiso, nunca habían tenido contacto físico. El se había quedado con su gente, mientras Alhana volvía en busca de su padre. Las fuertes impresiones que estaba recibiendo la elfa al vivir entre los humanos, la estaban haciendo dudar de su buen juicio. Los odiaba y al mismo tiempo la fascinaban. Eran tan poderosos, tan indómitos y bravíos… Y, precisamente, cuando pensaba que iba a despreciarlos para siempre, uno de ellos comenzaba a atraerle con fuerza insospechada.
Alhana alzó la mirada hacia el afligido rostro de Sturm y vio rasgos que reflejaban orgullo, nobleza, disciplina inflexible y estricta, una constante lucha por la perfección, una perfección imposible de alcanzar, —y además aquella profunda pena en sus ojos. Alhana se sintió atraída hacia ese hombre, hacia ese humano. Rindiéndose ante su fuerza, reconfortada por su presencia, se sintió invadida por una ola de dulzura y calor, y, de pronto, se dio cuenta de que ese fuego era más peligroso que el de mil dragones.
—Será mejor que nos vayamos —susurró Sturm delicadamente, pero ante su asombro Alhana se separó de él con brusquedad.
—Nos separaremos aquí —dijo la elfa en un tono de voz tan frío como el viento nocturno—. Debo regresar a mi alojamiento. Gracias por escoltarme.
—¿Qué? ¿Iros sola? Eso es una locura —declaró el caballero asiéndola firmemente del brazo—. No puedo permitir… notó que la elfa se ponía tensa y se dio cuenta de que acababa de cometer una equivocación. Alhana no se movió, contemplando imperiosamente a Sturm hasta que éste la soltó.
—Yo también tengo amigos, como tú. Tú debes lealtad a los tuyos, y yo a los míos. Debemos tomar diferentes caminos —la voz le falló al ver una expresión de inmensa tristeza en los ojos del caballero. La elfa no pudo sostener esa mirada y por un instante se preguntó si tendría fuerzas para continuar. Pero entonces pensó en su gente; ellos la necesitaban—. Te doy las gracias por tu ayuda y tu amabilidad, pero ahora que las calles están desiertas debo irme.
Sturm, dolido y asombrado, se la quedó mirando. Un segundo después, los rasgos de su rostro se endurecieron.
—Me sentía feliz de poder ayudaros, Princesa Alhana. Aún estáis en peligro. Permitidme que os acompañe a vuestro alojamiento y después ya no os molestare más.
—Eso es imposible. El lugar no queda lejos y mis amigos me esperan. Sabemos una manera de salir de la ciudad. Disculpa que no te lleve conmigo, pero nunca he tenido plena confianza en los humanos.
Los ojos marrones de Sturm relampaguearon. Alhana, que se hallaba muy cerca de él, sintió su cuerpo temblar y, una vez más, tuvo miedo de perder su firmeza y decisión.
—Sé dónde os alojáis —le dijo tragando saliva—. En la posada «El Dragón Rojo». Tal vez… si encuentro a mis amigos… podríamos ofreceros ayuda…
—No os preocupéis, y no me deis las gracias. Sólo he hecho lo que mi Código exige. Adiós —dijo Sturm comenzando a alejarse.
Un instante después se volvió y sacando la reluciente aguja de diamante de su cinturón, la puso en la mano de Alhana.
—Tened —susurró mirando los oscuros ojos de la elfa y percibiendo, de pronto, la tristeza que ella trataba de ocultar. Su voz se suavizó, a pesar de que le resultaba difícil comprender—. Me complace que me confiarais esta joya, aunque fuese por tan poco tiempo.
La doncella elfa contempló la joya durante un instante y comenzó a temblar. Alzó la mirada hacia los ojos de Sturm y no vio en ellos desprecio, como esperaba, sino compasión. Se maravilló una vez más de los humanos. Alhana bajó la cabeza, incapaz de sostener aquella mirada, y tomó las manos del caballero, depositando en ellas la joya.
—Guarda esto —dijo en voz baja—. Cuando la mires piensa en Alhana Starbreeze y sabrás que, en algún lugar ella estará pensando en ti.
Sturm bajó la mirada, incapaz de pronunciar palabra. Después, besando la gema, volvió a ponerla delicadamente en su cinturón y extendió las manos. Pero Alhana retrocedió hacia el umbral de la puerta desviando la mirada.
—Vete, por favor —le dijo. Sturm permaneció inmóvil durante un segundo, dudoso, pero no podía por su honor negarse a obedecer la petición. El caballero se volvió y comenzó a caminar de nuevo por aquella ciudad de pesadilla.
Alhana lo contempló durante unos segundos desde la puerta, mientras sentía que una dura concha protectora la iba envolviendo.
—Perdóname, Sturm —susurró para sí. Luego, reflexionó un instante—. No, no me perdones. Dame las gracias.
Cerrando los ojos, conjuró una imagen en su mente y envió un mensaje a las afueras de la ciudad, donde sus amigos la esperaban para sacarla de este mundo de humanos. Tras recibir respuesta telepática, Alhana suspiró y comenzó ansiosamente a escudriñar con su mirada los cielos impregnados de humo, esperando…
—Ah… —dijo Raistlin serenamente cuando el primer sonido de cuernos interrumpió la quietud de la tarde—. Os lo dije.
Riverwind le lanzó al mago una irritada mirada e intentó pensar qué podían hacer. Tanis le había dicho que protegiera al grupo de los soldados de la ciudad, y eso era relativamente fácil. ¡Pero protegerlos de ejércitos de draconianos y de dragones! Los oscuros ojos de Riverwind recorrieron el grupo con la mirada. Tika se puso en pie, llevándose la mano a la espada. La muchacha era valiente y serena, pero tenía poca experiencia.
—¿Qué es eso? —preguntó Elistan desconcertado.
—El Señor del Dragón atacando la ciudad —respondió secamente Riverwind, haciendo un esfuerzo por reflexionar.
Oyó un repiqueteo de metal. Caramon se estaba poniendo en pie, el enorme guerrero parecía tranquilo e imperturbable. Daba gracias por ello. A pesar de que Riverwind detestaba a Raistlin, debía admitir que el mago y su hermano guerrero combinaban acero y magia con gran efectividad. También Laurana parecía calmada y firme, pero no dejaba de ser una elfa, y Riverwind aún no había aprendido a confiar realmente en los elfos.
«Salid de la ciudad si no regresamos», le había dicho Tanis, ¡pero Tanis no había podido prever esto! Si conseguían salir de la ciudad deberían enfrentarse al Señor del Dragón en las llanuras. Ahora Riverwind supo perfectamente quién había estado siguiéndolos cuando viajaban hacia ese condenado lugar. Maldijo para si en su propio idioma y —en el mismo momento en que los primeros dragones sobrevolaron la ciudad—, sintió que Goldmoon lo rodeaba con sus brazos. Al bajar la mirada la vio sonreír —la sonrisa de la hija de Chieftainy vio fe en sus ojos. Fe en los dioses y fe en él. Pasado aquel primer instante de pánico, se relajó.
Una ola de pavor sacudió el edificio. Se oyeron gritos en las calles, y los rugientes chasquidos del fuego.
—Debemos salir de este piso, volvamos abajo —dijo Riverwind—. Caramon, trae la espada del caballero y el resto de las armas. Si Tanis y los otros aún están… —se detuvo. Había estado apunto de decir «aún están vivos», pero vio la expresión de Laurana—. Si Tanis y los otros escapan, regresarán aquí. Los esperaremos.
—¡Excelente decisión! —siseó el mago en tono irónico—. ¡Especialmente ahora que no tenemos ningún lugar adonde ir!
Riverwind no le hizo caso.
—Elistan, lleva a los otros abajo. Caramon y Raistlin quedaos un momento conmigo. —Cuando salieron, el bárbaro se dirigió a los gemelos—. Creo que lo mejor que podemos hacer es quedarnos dentro de la posada y protegerla con una barricada. Salir a la calle sería absurdo.
—¿Cuánto tiempo crees que podremos aguantar? —le preguntó Caramon.
—Horas, tal vez —dijo escuetamente.
Los gemelos lo miraron, recordando ambos aquellos torturados cuerpos que habían visto en el pueblo de Que-shu, o lo que habían oído acerca de la destrucción de Solace.
—No podremos sobrevivir —susurró Raistlin.
—Resistiremos todo lo que podamos —afirmó Riverwind con voz algo temblorosa—, pero cuando veamos que no podemos aguantarlo más… —se detuvo, incapaz de continuar, pasando la mano sobre el cuchillo, pensando en lo que debería hacer llegado el momento.
—Eso no nos hará falta —murmuró Raistlin—. Tengo unas hierbas. Una poca cantidad en un vaso de vino basta. Son muy rápidas y no causan dolor.
—¿Estás seguro? —preguntó Riverwind.
—Confía en mí. Soy un experto en ese arte. El arte de la aplicación de las hierbas —añadió suavemente viendo al bárbaro estremecerse.
—Si estoy vivo, se las daré a ella y …luego… me las beberé yo. Si no…
—Comprendo. Puedes confiar en mí —repitió el mago.
—¿Y qué ocurrirá con Laurana? —dijo Caramon—. Ya conocéis a los elfos. Ella no…
—Dejádmelo a mí —volvió a decir el mago.
El bárbaro contempló al hechicero sintiendo que le invadía el terror. Raistlin estaba ante él con el semblante sereno, con los brazos cruzados bajo las mangas de su túnica, con la capucha puesta. Riverwind bajó la mirada a su daga, considerando la alternativa. No, no podía hacerlo. No de esa forma.
—Muy bien —dijo. Se dispuso a marchar, pero vaciló, temiendo bajar y enfrentarse con el resto. Abajo en la calle, los gritos y alaridos eran cada vez más fuertes. Riverwind se volvió bruscamente y dejó a los hermanos solos.
—Yo moriré luchando —le dijo Caramon a Raistlin, esforzándose en hablar en tono indiferente. No obstante, tras las primeras palabras la voz del guerrero flaqueó—. Raistlin, prométeme que te tomarás esa pócima si a mí… si me ocurriera algo…
—No habrá necesidad —le respondió Raistlin—. No tengo el suficiente poder para sobrevivir a una batalla de esta magnitud. Moriré con mi magia.
Tanis y Gilthanas luchaban por abrirse camino entre las masas. El semielfo, más fuerte, sostenía al elfo mientras empujaban y arañaban, serpenteando entre aquella muchedumbre aterrorizada. De tanto en tanto buscaban refugio para protegerse de los dragones. Gilthanas se golpeó la rodilla, cayendo junto al umbral de una puerta. Apoyándose en el hombro de Tanis, se vio obligado a proseguir dolorosamente, renqueando.
Cuando el semielfo vio la posada murmuró una oración de gracias, oración que se tornó en maldición al descubrir cerca del edificio las negras siluetas de unos draconianos. Rápidamente empujó a Gilthanas —quien seguía tambaleándose ciegamente, exhausto de dolor—, hacia una puerta cercana.
—¡Gilthanas! —gritó Tanis—. ¡La posada! ¡Están atacando la posada!
Gilthanas alzó una mirada vidriosa, mirando sin comprender. Un segundo después pareció entenderlo, suspiró y sacudió la cabeza.
—Laurana —musitó y se abalanzó hacia adelante, cojeando y tambaleándose—. Hemos de llegar a ellos… —dijo cayendo en los brazos de Tanis.
—Quédate aquí —le ordenó el semielfo ayudándolo a recostarse—. No puedes moverte. —Intentaré llegar hasta allá. Rodearé el edificio y entraré por la parte trasera.
Tanis salió corriendo, entrando y saliendo como una flecha de los portales a los que se acercaba para resguardarse. Se hallaba en un edificio cercano a la posada cuando oyó un sonido áspero. Al volverse a mirar, vio a Flint gesticulando agitadamente. Tanis cruzó la calle.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué no estás con los demás…? ¡Oh, no…!
El enano, con el rostro tiznado de ceniza y gayado por las lágrimas, estaba arrodillado junto a Tasslehoff. El kender se hallaba inmovilizado por una viga que había caído a la calle. El rostro de Tas, que parecía el rostro de un niño sabio, estaba ceniciento, su piel viscosa.
—Maldito kender parlanchín —gimió Flint—. Tuvo que permitir que le cayera una casa encima. —Las manos del enano sangraban pues se había herido al intentar levantar la viga. Se hubiesen requerido tres hombres, o uno como Caramon, para conseguir sacar al kender. Tanis puso la mano en el cuello de Tas. Las pulsaciones era muy débiles.
—¡Quédate con él! —dijo Tanis innecesariamente—. Voy a la posada. ¡Traeré a Caramon!
Flint lo miró con el ceño fruncido y luego contempló la posada. Ambos oían claramente los alaridos de los draconianos y veían sus armas relampaguear entre los destellos de fuego. De vez en cuando se veía relucir una extraña luz en «El Dragón Rojo»; la magia de Raistlin. El enano sacudía su cabeza. Tanis era tan capaz de volver con Caramon como lo era de volar.
Pero Flint se las arregló para sonreír.
—Desde luego, amigo, me quedaré con él. Adiós, Tanis.
Tanis tragó saliva, intentó responder, desistió y salió corriendo calle abajo.
Raistlin, tosiendo hasta apenas poder sostenerse en pie se limpió la sangre de los labios y sacó una pequeña bolsa de cuero de uno de los bolsillos más recónditos de su túnica. Sólo le quedaba un único hechizo para formular, y casi no tenía energía para hacerlo. Intentó esparcir el contenido de la bolsita en una jarra de vino que había ordenado a Caramon que se la trajera antes de que se iniciara la batalla. Las manos le temblaban violentamente y los espasmos de tos acabaron por vencerlo.
Pero, entonces, sintió unas manos que se posaban sobre las suyas. Alzando la mirada, vio a Laurana, quien tomó de sus frágiles dedos la bolsa de cuero. Las manos de la elfa estaban manchadas con la sangre verde y oscura de los draconianos.
—¿Qué es esto? —preguntó la doncella.
—Los ingredientes para un hechizo. Échalos en el vino.
Laurana asintió y echó las hierbas tal como le decían. Instantáneamente se evaporaron.
—¿Qué son?
—Una poción para dormir —susurró Raistlin con ojos brillantes.
—¿Crees que nos resultará difícil dormir esta noche?
—No es de ese tipo —respondió Raistlin mirándola con intensidad—. Esta simula la muerte. Las pulsaciones disminuyen hasta casi detenerse, la respiración queda casi interrumpida, la piel se vuelve fría y pálida, los miembros quedan rígidos.
Los ojos de Laurana se abrieron de par en par.
—¿Por qué…?
—Para utilizarlo como último recurso. El enemigo piensa que estás muerto, si tienes suerte te abandona en el campo de batalla. Si no…
—¿Si no?
—Bueno, se sabe de algunos que despertaron en las piras de su propio funeral. No obstante, no creo que sea muy posible que eso nos ocurra a nosotros.
Respirando con mayor facilidad, el mago se sentó, agachándose casi instintivamente cuando una flecha voló sobre su cabeza y cayó tras él. Notó que a Laurana le temblaban las manos y se dio cuenta de que no estaba tan tranquila como intentaba aparentar.
—¿Pretendes que nos bebamos esto? —preguntó la elfa.
—Nos evitará ser torturados por los draconianos.
—¿Cómo lo sabes?
—Confía en mí —dijo el mago esbozando una leve sonrisa.
Laurana lo miró y se estremeció. Absorta, se frotó los dedos manchados de sangre en la túnica de cuero. La mancha no desapareció, pero ella no se dio cuenta. Una flecha se clavó cerca suyo. Ni siquiera se asustó, sencillamente la contempló.
De pronto, surgiendo de la humareda de la ignescente sala de la posada apareció Caramon. Tenía una herida de flecha en el hombro, y su propia sangre se mezclaba extrañamente con la sangre verde del enemigo.
—Están echando abajo la puerta principal —dijo respirando pesadamente—. Riverwind ordenó que regresáramos aquí.
—¡Escuchad! —advirtió Raistlin—. ¡No sólo están intentando entrar por ahí! —se oyó un estallido en la puerta trasera de la cocina que daba al callejón de la parte de atrás.
Dispuestos a defenderse, Caramon y Laurana se giraron en el preciso instante en que la puerta cedió. Entró un alto personaje.
—¡Tanis! —gritó Laurana. Enfundando el arma, corrió rápidamente hacia él.
—¡Laurana! —exclamó el semielfo jadeante. Acogiéndose en sus brazos, la abrazó con fuerza, casi sollozando de alivio. Un segundo después Caramon los rodeó a ambos con sus inmensos brazos.
—¿Cómo estáis todos? —preguntó Tanis cuando pudo hablar.
—Bien, por el momento —dijo Caramon mirando tras Tanis. Su expresión cambió al ver que venía solo—. ¿Dónde están…?
—Sturm se ha perdido. Flint y Tas están al otro lado de la calle. El kender está atrapado bajo una viga. Gilthanas está a dos edificios de distancia. Está herido, no es grave, pero no pudo seguir avanzando.
—Bienvenido, Tanis —susurró Raistlin entre toses—. Has llegado a tiempo para morir con nosotros.
Tanis miró la jarra, vio la bolsa negra junto a ella y observó a Raistlin con sorpresa.
—No —dijo con firmeza el mago—. No vamos a morir. Al menos no como el… —Raistlin se interrumpió bruscamente—. Reunámonos todos.
Caramon fue a buscar a los demás, llamándolos a gritos. Riverwind llegó de la sala principal donde había estado disparando al enemigo las mismas flechas que éste les lanzaba, ya que las suyas se habían acabado un rato antes. Los demás lo seguían, sonriendo esperanzados al ver a Tanis.
Al ver la fe que tenían en él, el semielfo se enfureció. Algún día, pensó, voy a decepcionarles. Tal vez lo haya hecho ya.
—¡Escuchad! —gritó intentando que lo oyeran a pesar del ruido que estaban haciendo los draconianos—. ¡Podemos intentar escapar por la puerta de atrás! Los que están atacando la posada son sólo unos pocos. La mayor parte de ejército aún no ha entrado en la ciudad.
—Alguien nos está acechando —murmuró Raistlin.
—Eso parece —asintió Tanis—. No tenemos mucho tiempo. Si consiguiéramos llegar a las colinas…
De pronto guardó silencio, alzando la cabeza. Todos callaron y escucharon, reconociendo el agudo chillido, el batir de gigantescas alas coriáceas que sonaba cada vez más cercano.
—¡Poneos a cubierto! —gritó Riverwind. Pero era demasiado tarde.
Se escuchó un gemido quejumbroso y un estallido. La posada, de tres pisos de altura construidos en madera y piedra, tembló como si estuviese hecha de palos y arena. Hubo una explosión de polvo y escombros. El exterior del edificio comenzó a arder. Podían escuchar sobre sus cabezas el sonido de la madera resquebrajándose y partiéndose, el golpeteo de leños cayendo. El edificio comenzó a derrumbarse sobre sí mismo.
Los compañeros lo contemplaron con atónita fascinación, paralizados ante la imagen del gigantesco techo temblando bajo la inmensa presión que soportaban los pisos superiores al venirse abajo el tejado.
—¡Salgamos de aquí! —gritó Tanis—. Todo el edificio se está…
La viga que estaba justamente sobre la cabeza del semielfo crujió intensamente, se rajó y se partió. Agarrando a Laurana por la cintura, Tanis la empujó lejos de él y pudo ver cómo Elistan, que se hallaba cerca de la parte delantera de la posada, la sujetaba en sus brazos.
Cuando la inmensa viga acabó de ceder con un potente estallido, el semielfo oyó al mago farfullar unas extrañas palabras. Un segundo después se hallaba cayendo, cayendo en la negrura… con la sensación de que el mundo se desplomaba sobre él.
Al dar la vuelta a una esquina Sturm vio como la posada caía derruida envuelta en una nube de fuego y humo, mientras un dragón remontaba el vuelo. El corazón del caballero comenzó a latir furiosamente.
Se escondió en el marco de una puerta, ocultándose entre las sombras al ver venir unos draconianos riendo y charlando en su frío idioma gutural. Aparentemente habían acabado su trabajo e iban en busca de otra diversión. De pronto advirtió a otros tresataviados con uniformes azules en vez de rojos, —parecían extremadamente preocupados por la destrucción de la posada, y agitaban los puños en dirección al dragón rojo que volaba a poca altura.
Sturm se sintió invadido por una ola de desesperación. Se apoyó contra la puerta, contemplando a los draconianos con hastío, preguntándose qué hacer ahora. ¿Estarían todavía los demás en la posada? Tal vez habrían escapado. De pronto el corazón le latió con fuerza al divisar una mancha blanca.
—¡Elistan! —gritó al ver emerger al clérigo entre los escombros, arrastrando a alguien tras él. Los draconianos, con las espadas desenvainadas, corrieron hacia el clérigo, gritándole en común que se rindiera. Sturm vociferó el reto de los caballeros solámnicos al enemigo y salió corriendo hacia ellos. Las criaturas se volvieron rápidamente, desconcertados ante su aparición.
Sturm tuvo la ligera sensación de que alguien más corría junto a él. Mirando a su lado, vio un relampagueo de llamas reflejado sobre un casco metálico y escuchó los gruñidos del enano. Además, oyó recitar unas palabras mágicas a corta distancia.
Gilthanas, casi incapaz de mantenerse en pie sin ayuda, trepaba por los escombros y señalaba a los draconianos mientras formulaba un encantamiento. De sus manos salieron dardos en llamas. Una de las criaturas cayó, llevándose las manos al pecho. Flint se abalanzó sobre otra, golpeándola en la cabeza con una roca, mientras Sturm caía sobre el tercer draconiano y lo golpeaba repetidamente con los puños. El caballero sostuvo a Elistan cuando éste se tambaleó hacia adelante. El clérigo arrastraba tras él a una mujer.
—¡Laurana! —exclamó Gilthanas refugiado aún bajo el umbral.
Aturdida y mareada por el humo, la elfa elevó una mirada vidriosa. —¿Gilthanas?— murmuró. Pero enseguida vio que se trataba del caballero.
—Sturm —dijo confusa, señalando vagamente tras ella—. Tu espada, está ahí. La vi…
Sturm vislumbró entre los cascotes un destello de plata. Era su espada, y junto a ella estaba la espada de Tanis, el acero elfo de Kith-Kanan. Removiendo entre montones de piedra, Sturm levantó con reverencia las espadas, que parecían antiguas reliquias halladas en una horrenda y gigantesca tumba. El caballero aguzó el oído esperando percibir algún movimiento, un grito, un gemido. Pero reinaba un silencio terrorífico.
—Hemos de salir de aquí —dijo lentamente, sin moverse. Después miró a Elistan, quien con palidez mortecina, contemplaba la posada en ruinas—. ¿Y los demás?
—Estábamos todos allí —dijo Elistan con voz temblorosa.
—¿Y el semielfo?
—¿Tanis?
—Sí. Llegó por la puerta trasera un momento antes de que los dragones arrasaran la posada. Estábamos todos juntos en la sala. Yo me hallaba cerca de una puerta. Tanis vio que la viga se rompía. Empujó a Laurana y yo la sostuve. Luego el techo se derrumbó sobre ellos. Creo que es imposible que consiguiesen…
—¡No puedo creerlo! —exclamó Flint, trepando sobre los escombros. Sturm lo sujetó y lo hizo retroceder.
—¿Dónde está Tas? —le preguntó al enano.
La expresión de Flint cambió.
—Inmovilizado bajo una viga. He de volver junto a él. Pero no puedo dejarlos… Caramon… —el enano comenzó a llorar, salpicándose la barba con las lágrimas—. ¡Ese inmenso y patoso buey! Le necesito. ¡No puede hacerme esto! ¡Y Tanis también! ¡Maldita sea, les necesito!
Sturm posó su mano sobre el hombro del enano.
—Vuelve con Tas. Él sí que te necesita ahora. Sigue habiendo draconianos por las calles. Estaremos en…
Laurana, apenas recuperada de su aturdimiento, gritó, produciendo un sonido terrorífico y lastimero que atravesó a Sturm como el acero. Volviéndose instantáneamente, consiguió sujetarla antes de que la elfa se precipitase hacia los escombros.
—¡Laurana! ¡Mira esto! ¡Míralo! —angustiado, la sacudió con firmeza—. ¡Nadie puede salir vivo de ahí!
—¡Eso es imposible saberlo! ¡Tanis! —gritó la elfa furiosa, separándose de él. Cayendo de rodillas, intentó alzar una de las chamuscadas piedras, pero el pedrusco era tan pesado que sólo pudo moverlo unos pocos centímetros.
Sturm la contemplaba desconsolado, sin saber qué hacer. Sin embargo, un segundo después tuvo la respuesta. ¡El sonido de los cuernos! Cada vez más cerca. Cientos, miles de cuernos sonando. Habían llegado los ejércitos. Miró a Elistan, quien asintió apenado, comprendiendo la situación. Ambos hombres se precipitaron hacia Laurana.
—Querida mía —comenzó a decir Elistan dulcemente—, ya no puedes hacer nada por ellos. Los vivos te necesitan. Tu hermano está herido, y también el kender. Los draconianos están invadiendo la ciudad. Debemos escapar ahora para seguir luchando contra esos horribles monstruos, o echar a perder nuestras vidas sumidos en un infructuoso pesar. Tanis ha dado su vida por ti, Laurana. No hagas que su sacrificio resulte inútil.
Laurana alzó la mirada hacia él, el rostro de la elfa estaba negro de hollín y suciedad, salpicado de lágrimas y sangre. Oyó el sonido de los cuernos, oyó a Gilthanas llamarla, oyó a Flint gritando que Tasslehoff estaba agonizando, oyó las palabras de Elistan… y entonces comenzó a caer lluvia del cielo, pues el ardor de las llamaradas de los dragones había fundido la nieve, trocándola en agua. Ésta resbaló por su rostro, refrescando su piel incandescente.
—Ayúdame, Sturm —murmuró torpemente, pues sus labios estaban demasiado entumecidos para formular palabras. El la rodeó con el brazo y consiguió levantarla aturdida y mareada por la impresión.
—¡Laurana! —la llamó su hermano.
Elistan tenía razón. Los vivos la necesitaban. Debía acudir junto a él. A pesar de que prefería tenderse sobre esa montaña de rocas y morir, debía seguir adelante. Eso es lo que haría Tanis. La necesitaban. Debía seguir adelante.
—Adiós, Tanthalas —susurró.
La lluvia arreció, cayendo firmemente, como si los mismísimos dioses lloraran por Tarsis, la Bella.
El agua goteaba sobre su cabeza. Era irritante, estaba fría. Raistlin intentó rodar a un lado, para zafarse de ella, pero no consiguió moverse. Se hallaba tendido en el suelo bajo un inmenso peso que lo aprisionaba. Presa de pánico, intentó desesperadamente escapar. A medida que el miedo se diseminaba por su cuerpo, fue llegando a un estado de consciencia absoluto. Con el conocimiento, su miedo se evaporó. Una vez más, Raistlin controlaba la situación y, tal como le habían enseñado, se obligó a relajarse y a analizar los hechos.
No podía ver nada. Estaba muy oscuro, lo que le obligaba a tener que confiar en sus otros sentidos. Antes de nada debía intentar sacarse ese peso de encima. Estaba siendo machacado y aplastado. Movió cuidadosamente los brazos. No le dolían y no parecía tener ningún hueso roto. Alargó el brazo hacia arriba y tocó un cuerpo. Era Caramon, por la cota de mallas… y por el olor. Lanzó un suspiro. Podía haberlo imaginado. Utilizando todas sus fuerzas, Raistlin empujó un poco a su hermano hacia un lado y consiguió salir de debajo de él aunque con grandes dificultades.
El mago respiró con mayor facilidad. Palpó a tientas el cuerpo de su hermano, buscando el cuello para comprobar el pulso. Era firme, el cuerpo de Caramon estaba templado y su respiración era regular. Raistlin volvió a tenderse en el suelo aliviado. Por lo menos, donde quiera que estuviese, no estaba solo.
¿Dónde se encontraba? Raistlin reconstruyó los últimos y terroríficos momentos. Recordaba que la viga se había partido y que Tanis había conseguido apartar a Laurana, evitando que el inmenso madero le cayera encima. Recordaba haber formulado un encantamiento con las pocas fuerzas que le quedaban. La magia recorrió su cuerpo, creando alrededor suyo —y de aquellos que se hallaban cerca de él—, una fuerza capaz de protegerlos de los objetos físicos. Recordó que Caramon se había acurrucado sobre él, y que el edificio había comenzado a derrumbarse a su alrededor, y una sensación de caída…
Caer…
Raistlin comprendió. Debemos haber atravesado el suelo y caído en la bodega de la posada. El mago se dio cuenta de que estaba empapado. Poniéndose en pie, comenzó a caminar a tientas hasta que finalmente encontró lo que buscaba —su bastón de mago—. El cristal no se había roto; lo único que podía dañar al bastón, que le había entregado ParSalían en las torres de la Alta Hechicería, eran las llamas lanzadas por los dragones.
—Shirak —susurró Raistlin y el bastón se iluminó. Incorporándose, miró a su alrededor. Sí, estaba en lo cierto. Estaban en la bodega de la posada. El suelo estaba cubierto de vino y de botellas rotas. Los barriles de cerveza estaban partidos en pedazos.
El mago iluminó el suelo con la luz. Ahí estaban Tanis, Riverwind, Goldmoon y Tika, todos ellos acurrucados cerca de Caramon.
«Parece que están bien» pensó, echándoles un rápido vistazo.
Estaban rodeados de piedras y escombros. La viga había caído oblicuamente y tan sólo uno de los extremos reposaba sobre el suelo. Raistlin sonrió. Un buen trabajo, ese encantamiento. Una vez más le debían la vida.
«Si no perecemos a causa del frío», se recordó a sí mismo amargamente.
El cuerpo le temblaba tanto que apenas podía sostener su Bastón de Mago. Comenzó a toser. Aquello sería su muerte. Tenían que salir de allí.
—Tanis —llamó, acercándose al semielfo para despertarlo.
Tanis estaba tendido en el mismísimo centro del círculo protector de la magia de Raistlin. Farfulló algo y se movió. Raistlin le tocó de nuevo. El semielfo profirió un grito, cubriéndose instintivamente la cabeza con los brazos.
—Tanis, estás a salvo —susurró Raistlin entre toses—. Despierta.
—¿Qué? —Tanis se incorporó de golpe, quedándose sentado y mirando a su alrededor—. ¿Dónde…? —entonces recordó—. ¿Laurana?
—Se ha ido. —Raistlin se encogió de hombros—. La libraste a tiempo del peligro…
—Sí… —murmuró Tanis, tendiéndose en el suelo de nuevo y te oí pronunciar unas palabras mágicas…
—Por eso no hemos muerto aplastados. —Raistlin se recogió los faldones de la empapada túnica temblando, y se acercó más a Tanis, que miraba a su alrededor como si se hallase en otro planeta.
—¿En nombre de los Abismos, dónde…?
—Estamos en la bodega de la posada. El suelo cedió y caímos aquí.
Tanis alzó la mirada.
—¡Por todos los dioses! —murmuró horrorizado.
—Sí —dijo Raistlin siguiendo la mirada de Tanis—. Estamos enterrados en vida.
Poco a poco todos los compañeros fueron volviendo en sí, dándose cuenta de su situación. Esta no parecía muy esperanzadora. Goldmoon curó sus heridas, que no eran graves gracias al hechizo de Raistlin. Pero no tenían ni idea de cuánto tiempo habían estado inconscientes o de lo que estaría sucediendo en el exterior. Peor aún, no sabían cómo conseguirían salir de allí.
Caramon intentó cautelosamente mover algunas de las rocas que taponaban el techo, pero la estructura comenzó a crujir y a chirriar. Raistlin le recordó secamente a su hermano que no disponía de más energía para formular hechizos, y Tanis le dijo cansinamente al guerrero que lo olvidara. Se quedaron sentados mientras el nivel de agua del suelo continuaba subiendo.
Tal como Riverwind dijo, parecía ser cuestión de ver qué acababa con ellos primero: la falta de aire, la congelación hasta la muerte, que las ruinas cayeran sobre ellos, aplastándolos, o que el agua llegara a ahogarlos.
—Podríamos gritar pidiendo ayuda —sugirió Tika intentando hablar con firmeza.
—¿Y que nos rescaten los draconianos? —respondió bruscamente Raistlin.
Tika enrojeció y se frotó rápidamente los ojos con la mano. Caramon le lanzó una mirada de reproche a su hermano y rodeó a la muchacha con el brazo atrayéndola hacia sí. Raistlin los miró a ambos con desprecio.
—No se oye ningún ruido ahí arriba —dijo Tanis asombrado—. Creéis que los dragones y los ejércitos… —se detuvo, encontrándose con la mirada de Caramon; ambos asintieron lentamente al comprender.
—¿Qué? —preguntó Goldmoon mirándolos.
—Estamos tras las líneas enemigas —explicó Caramon—. Los ejércitos de draconianos ocupan la ciudad. Y probablemente todas las tierras en millas y millas a la redonda. No hay forma de escapar, y ningún sitio al que dirigirnos si conseguimos salir de aquí.
Los compañeros comenzaron a escuchar unos sonidos que parecían querer enfatizar las palabras del guerrero. Al aguzar el oído escucharon la forma gutural de hablar de los draconianos que habían llegado a conocer tan bien.
—Os digo que esto es una pérdida de tiempo —se quejó otra voz, que parecía la de un globin, en el idioma común—. No puede haber nadie vivo entre estas ruinas.
—Cuéntale eso al Señor del Dragón, miserable comedor de perros —le reprendió el draconiano—. Estoy convencido que su señoría estará interesado en tu opinión. O, más bien su dragón será el que esté encantado. Ya conocéis las órdenes. Ahora, cavad.
Se oyeron arañazos y ruidos, el sonido de las piedras al ser apartadas. A través de las grietas comenzaron a caer riachuelos de polvo y suciedad. La enorme viga tembló ligeramente pero se sostuvo.
Los compañeros se miraron unos a otros, casi conteniendo la respiración, recordando todos ellos los extraños draconianos que habían atacado la posada. «Alguien nos está acechando», había dicho Raistlin.
—¿Qué es lo que buscamos entre estos cascajos? —croó un goblin en su idioma—. ¿Plata, joyas?
Tanis y Caramon, que hablaban un poco el idioma goblin, se esforzaban por escuchar lo que decían.
—¡Qué va! —dijo el primer goblin, el que había protestado por las órdenes—. Unos espías o algo así a los que quiere interrogar personalmente el Señor del Dragón.
—¿Aquí debajo?
—¡Eso es lo que he dicho! —le espetó su compañero. El hombre-reptil dijo que los tenían apresados en la posada cuando el dragón atacó. Dijo que ninguno de ellos escapó, por tanto el Señor del Dragón imagina que deben seguir aquí. Si me lo preguntas a mí, creo que los dracos se equivocaron y nosotros tenemos que pagar sus faltas.
Los ruidos de gente cavando y el movimiento de rocas aumentaron, así como el sonido de las voces de los goblins, silenciadas de vez en cuando por una dura orden en la voz gutural de los draconianos.
«¡Debe haber, como mínimo, cincuenta de ellos allá arriba!», pensó Tanis aturdido.
Riverwind sacó su espada del agua y comenzó a secarla cuidadosamente. Caramon, con expresión sombría, soltó a Tika y buscó la suya. Tanis no tenía armas, por lo que Riverwind le pasó su daga. Tika también desenvainó la suya, pero Tanis negó con la cabeza. Iban a luchar prácticamente cuerpo a cuerpo y Tika necesitaba mucho espacio para manejar el arma. El semielfo miró a Raistlin interrogativamente.
El mago comprendió.
—Lo intentaré, Tanis, pero estoy muy fatigado. Muy fatigado. Y no puedo pensar, no puedo concentrarme —bajó la cabeza, temblando violentamente y haciendo inmensos esfuerzos por no toser.
«Un solo encantamiento acabaría con él si consiguiera formularlo. No obstante puede que tenga más suerte que el resto de nosotros. Por lo menos no lo apresarán vivo», pensó Tanis.
Los ruidos provenientes del exterior sonaban cada vez más altos. Los goblins eran trabajadores fuertes e incansables. Querían acabar rápido con la tarea, para poder continuar saqueando Tarsis. Los compañeros aguardaban en siniestro silencio. Comenzaron a caer sobre ellos cascajos, pedazos de roca y agua de lluvia, que se filtraban entre las, cada vez, más numerosas grietas. Apretaron las empuñaduras de sus armas. Podían ser descubiertos en cuestión de minutos.
Pero, de pronto, percibieron nuevos sonidos. Oyeron a los goblins chillar aterrorizados y a los draconianos gritándoles, ordenándoles que volvieran al trabajo. Escucharon los ruidos de los picos y las palas cayendo sobre las rocas, y luego las maldiciones de los draconianos intentando detener lo que aparentemente parecía una auténtica revuelta goblin a gran escala.
Y sobre el alboroto de los atemorizados goblins, sonó una elevada, clara y aguda llamada, contestada por otra más distante. Era como el grito de un águila cerniéndose sobre las praderas al anochecer. Pero en esta ocasión sonaba justo sobre sus cabezas.
Se oyó un alarido; esta vez de un draconiano. Después el sonido de algo desgarrándose, como si el cuerpo de la criatura estuviese siendo partido en dos. Más gritos, el repiqueteo del acero, otra llamada y otra respuesta, ésta última mucho más cercana.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Caramon con los ojos abiertos de par en par—. No es un dragón. Suena como… ¡como una gigantesca ave de presa!
—¡Sea lo que sea, está destrozando en pedazos a los draconianos! —exclamó Goldmoon horrorizada. Súbitamente dejaron de oírse toda clase de ruidos, originándose un silencio angustioso. ¿Qué nuevo mal venía a sustituir al antiguo?
Después se oyó como rocas y piedras, cascajos y maderas eran levantados y arrojados a la calle. ¡Quien quiera que estuviese arriba estaba intentando llegar a ellos!
—Ha devorado a todos los draconianos —susurró Caramon ásperamente ¡y ahora viene por nosotros!
Tika palideció como un muerto, agarrándose al brazo de Caramon. Goldmoon dio un leve respingo e incluso Riverwind pareció perder su habitual compostura estoica, mirando hacia arriba con inquietud.
—Caramon —murmuró Raistlin temblando—. ¡Cállate!
Tanis se sintió inclinado a coincidir con el mago.
—Nos estamos asustando unos a otros por na… —comenzó a decir.
De pronto se oyó un estrepitoso sonido. Comenzaron a caer piedras, escombros y maderas a su alrededor. Todos corrieron a protegerse mientras una inmensa pata con garras atravesó las ruinas, reluciendo a la luz del bastón de Raistlin.
Buscando inútilmente refugio bajo las vigas rotas o bajo los barriles de cerveza, los compañeros contemplaron sobrecogidos cómo la gigantesca garra se libraba de los cascajos y se retiraba, dejando tras ella un amplio agujero.
Todo estaba en silencio. Durante unos minutos ninguno de los compañeros osó moverse. Pero nada rompía aquel silencio.
—Ésta es nuestra oportunidad —susurró Tanis—. Caramon, echa un vistazo a ver que hay ahí arriba.
Pero el inmenso guerrero ya había comenzado a salir de su escondite, avanzando como podía por el suelo cubierto de cascotes y pedruscos. Riverwind lo siguió con la espada desenvainada.
—No hay nadie —dijo Caramon asombrado al mirar arriba.
Tanis, sintiéndose desnudo sin su espada, se acercó al boquete abierto en el techo y alzó la mirada. En ese preciso instante, ante su sorpresa, una oscura figura apareció ante ellos, perfilándose contra el ardiente cielo. Tras la figura se alzaba una inmensa bestia. Entrevieron la cabeza de una gigantesca águila cuyos ojos relucían a la luz de las llamas y cuyo pico curvo brillaba rojizo por el fuego.
Los compañeros retrocedieron, pero el personaje, obviamente, ya los había visto. Dio un paso adelante. Riverwind recordó, demasiado tarde, su arco. Caramon sujetó a Tika firmemente con una mano, mientras sostenía su espada con la otra.
El personaje, no obstante, se arrodilló lentamente cerca del borde del agujero, procurando no pisar las piedras flojas, y se sacó la capucha que cubría su cabeza.
—Nos encontramos de nuevo, Tanis Semielfo —dijo una voz tan pura, fría y distante como las estrellas.