Viernes 1 de marzo

El gerente llamó a los cinco jefes de sección. Durante tres cuartos de hora nos habló del bajo rendimiento del personal. Dijo que el Directorio le había hecho llegar una observación en ese sentido, y que en el futuro no estaban dispuestos a tolerar que, a causa de nuestra desidia (cómo le gusta recalcar «desidia»), su posición se viera gratuitamente afectada. Así que de ahora en adelante, etcétera, etcétera.

¿A qué le llamarán «bajo rendimiento del personal»? Yo puedo decir, al menos, que mi gente trabaja. Y no solamente los nuevos, también los veteranos. Es cierto que Méndez lee novelas policiales que acondiciona hábilmente en el cajón central de su escritorio, en tanto que su mano derecha empuña una pluma siempre atenta a la posible entrada de algún jerarca. Es cierto que Muñoz aprovecha sus salidas a Ganancias Elevadas para estafarle a la empresa veinte minutos de ocio frente a una cerveza. Es cierto que Robledo cuando va al cuarto de baño (exactamente, a las diez y cuarto) lleva escondido bajo el guardapolvo el suplemento en colores o la página de deportes. Pero también es cierto que el trabajo está siempre al día, y que en las horas en que el trámite aprieta y la bandeja aérea de Caja viaja sin cesar, repleta de boletas, todos se afanan y trabajan con verdadero sentido de equipo. En su reducida especialidad, cada uno es un experto, y yo puedo confiar plenamente en que las cosas se están haciendo bien.

En realidad, bien sé hacia dónde iba dirigido el garrote del gerente. «Expedición» trabaja a desgano y además hace mal su tarea. Todos sabíamos hoy que la arenga era para Suárez, pero entonces ¿a qué llamarnos a todos?, ¿qué derecho tiene Suárez de que compartamos su culpa exclusiva? ¿Será que el gerente sabe, como todos nosotros, que Suárez se acuesta con la hija del presidente? No está mal Lidia Valverde.

Sábado 2 de marzo

Anoche, después de treinta años, volví a soñar con mis encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con ese aspecto, para mí terrorífico, venía a golpear en mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: «¡Ahí está don Policarpo!». Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi propio terror, el resto de mis fuerzas alcanzaba para mover mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo para todos. Amenazarme con don Policarpo equivalía a apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita, la traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos pormenores de mi pánico. Es curioso cómo a veces se puede llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del susto, estaban mis noches, mis noches llenas de encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra, pero se movían pesadamente en una especie de intermitente balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, todas iguales, ya que en eso había venido a parar el impermeable de mi tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la cíclica escena. A veces, soñando otro sueño cualquiera, yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido soñar mis Policarpos. Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero sólo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Sólo eso. Después fui perdiendo aun esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche. Anoche, cuando estaba en el centro mismo de un sueño más vulgar que pecaminoso, todas las imágenes se borraron y apareció la bruma, y en medio de la bruma, todos mis Policarpos. Sé que me sentí indeciblemente feliz y horrorizado. Todavía ahora, si me esfuerzo un poco, puedo reconstruir algo de aquella emoción. Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela.

Martes 12 de marzo

Es bueno tener una empleada que sea inteligente. Hoy, para probar a Avellaneda, le expliqué de un tirón todo lo referente a Contralor. Mientras yo hablaba, ella fue haciendo anotaciones. Cuando concluí, dijo: «Mire, señor, creo que entendí bastante, pero tengo dudas sobre algunos puntos». Dudas sobre algunos puntos… Méndez, que se ocupaba de eso antes que ella, necesitó nada menos que cuatro años para disiparlas… Después la puse a trabajar en la mesa que está a mi derecha. De vez en cuando le echaba un vistazo. Tiene lindas piernas. Todavía no trabaja automáticamente, así que se fatiga. Además es inquieta, nerviosa. Creo que mi jerarquía (pobre inexperta) la cohíbe un poco. Cuando dice: «Señor Santomé», siempre pestañea. No es una preciosura. Bueno, sonríe pasablemente. Algo es algo.

Miércoles 13 de marzo

Esta tarde, cuando llegué del Centro, Jaime y Esteban estaban gritando en la cocina. Alcancé a oír que Esteban decía algo sobre «los podridos de tus amigos». En cuanto sintieron mis pasos, se callaron y trataron de hablarse con naturalidad. Pero Jaime tenía los labios apretados y a Esteban le brillaban los ojos. «¿Qué pasa?», pregunté. Jaime se encogió de hombros, y el otro dijo: «Nada que te importe». Qué ganas de encajarle una trompada en la boca. Eso es mi hijo, ese rostro duro, que nada ni nadie ablandará jamás. Nada que me importe. Fui hasta la heladera y saqué la botella de leche, la manteca. Me sentí indigno, abochornado. No era posible que él me dijera: «Nada que te importe» y yo me quedara tan tranquilo, sin hacerle nada, sin decirle nada. Me serví un vaso grande. No era posible que él me gritara con el mismo tono que yo debía emplear con él y que, sin embargo, no empleaba. Nada que me importe. Cada trago de leche me dolía en las sienes. De pronto me di vuelta y lo tomé de un brazo. «Más respeto con tu padre, ¿entendés?, más respeto.» Era una idiotez decirlo ahora, cuando ya había pasado el momento. El brazo estaba tenso, duro, como si repentinamente se hubiera convertido en acero. O en plomo. Me dolió la nuca cuando levanté la cabeza para mirarlo en los ojos. Era lo menos que podía hacer. No, él no estaba asustado. Simplemente, sacudió el brazo hasta soltarse, se le movieron las aletas de la nariz, y dijo: «¿Cuándo crecerás?» y se fue dando un portazo. Yo no debía tener una cara muy tranquila cuando me di vuelta para enfrentar a Jaime. Seguía recostado en la pared. Sonrió con espontaneidad y sólo comentó: «¡Qué mala sangre, viejo, qué mala sangre!». Es increíble, pero en ese preciso instante sentí que se me helaba la rabia. «Es que también tu hermano…», dije, sin convicción. «Dejálo», contestó él, «a esta altura ninguno de nosotros tiene remedio».

Viernes 15 de marzo

Mario Vignale estuvo a verme en la oficina. Quiere que vaya a su casa la semana que viene. Dice que encontró antiguas fotos de todos nosotros. No las trajo el muy cretino. Desde luego, constituyen el precio de mi aceptación. Acepté, claro. ¿A quién no le atrae el propio pasado?

Sábado 16 de marzo

Esta mañana, el nuevo —Santini— intentó confesarse conmigo. No sé qué tendrá mi cara que siempre invita a la confidencia. Me miran, me sonríen, algunos llegan hasta a hacer la mueca que precede al sollozo; después se dedican a abrir su corazón. Y, francamente, hay corazones que no me atraen. Es increíble la cómoda impudicia, el tono de misterio con que algunos tipos secretean acerca de sí mismos. «Porque yo, ¿sabe, señor?, yo soy huérfano», dijo de entrada para atornillarme en la piedad. «Tanto gusto, y yo viudo», le contesté con un gesto ritual, destinado a destruir aquel empaque. Pero mi viudez le conmueve mucho menos que su propia orfandad.

«Tengo una hermanita, ¿sabe?» Mientras hablaba, de pie junto a mi escritorio, hacía repiquetear los dedos, frágiles y delgados, sobre la tapa de mi libro Diario. «¿No podés dejar quieta esa mano?», le grité, pero él sonrió dulcemente antes de obedecer. En la muñeca lleva una cadena de oro, con una medallita. «Mi hermanita tiene diecisiete años, ¿sabe?» Él «¿sabe?» es una especie de tic. «¿No me digas? ¿Y está buena?» Era mi desesperada defensa antes de que se rompieran los diques de su último remedo de escrúpulos y yo me viera definitivamente inundado por su vida íntima. «Usted no me toma en serio», dijo apretando los labios, y se fue muy ofendido a su mesa. No trabaja demasiado rápido. Tardó dos horas en hacerme el resumen de febrero.

Domingo 17 de marzo

Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día más desalentador, el más insulso. Quisiera quedarme en la cama hasta tarde, por lo menos hasta las nueve o las diez, pero a las seis y media me despierto solo y ya no puedo pegar los ojos. A veces pienso qué haré cuando toda mi vida sea domingo. Quién sabe, a lo mejor me acostumbro a despertarme a las diez. Fui a almorzar al Centro, porque los muchachos se fueron por el fin de semana, cada uno por su lado. Comí solo. Ni siquiera me sentí con fuerzas para entablar con el mozo el facilongo y ritual intercambio de opiniones sobre el calor y los turistas. Dos mesas más allá, había otro solitario. Tenía el ceño fruncido, partía los pancitos a puñetazos. Dos o tres veces lo miré, y en una oportunidad me crucé con sus ojos. Me pareció que allí había odio. ¿Qué habría para él en mis ojos? Debe ser una regla general que los solitarios no simpaticemos. ¿O será que, sencillamente, somos antipáticos?

Volví a casa, dormí la siesta y me levanté pesado, de mal humor. Tomé unos mates y me fastidió que estuviera amargo. Entonces me vestí y me fui otra vez al Centro. Esta vez me metí en un café; conseguí una mesa junto a la ventana. En un lapso de una hora y cuarto, pasaron exactamente treinta y cinco mujeres de interés. Para entretenerme hice una estadística sobre qué me gustaba más encada una de ellas. Lo apunté en la servilleta de papel. Este es el resultado. De dos, me gustó la cara; de cuatro, el pelo; de seis, el busto; de ocho, las piernas; de quince, el trasero. Amplia victoria de los traseros.

Lunes 18 de marzo

Anoche Esteban volvió a las doce, Jaime a las doce y media, Blanca a la una. Los sentí a todos, recogí minuciosamente cada ruido, cada paso, cada palabrota murmurada. Creo que Jaime vino un poco borracho. Por lo menos, se tropezaba con los muebles y tuvo abierta como media hora la canilla del lavabo. Sin embargo, las puteadas eran de Esteban, que nunca toma. Cuando llegó Blanca, Esteban le dijo algo desde su cuarto, y ella contestó que se metiera en sus cosas. Después, el silencio. Tres horas de silencio. El insomnio es la peste de mis fines de semana. Cuando me jubile, ¿no dormiré nunca?

Esta mañana sólo hablé con Blanca. Le dije que no me gustaba que llegara a esas horas. Ella no es insolente, de modo que no merecía que yo la rezongara. Pero además está el deber, el deber de padre y madre. Tendría que ser ambos a la vez; y creo que no soy nada. Sentí que me extralimitaba cuando me oí preguntarle con tono admonitorio: «¿Qué anduviste haciendo? ¿A dónde fuiste?». Entonces ella, mientras embadurnaba la tostada con manteca, me contestó: «¿Por qué te sentís obligado a hacerte el malo? Hay dos cosas de las cuales estamos seguros: que nos tenemos cariño y que yo no estoy haciendo nada incorrecto». Estaba derrotado. Sin embargo agregué, nada más que para salvar las apariencias: «Todo depende de qué entendés por incorrecto».

Martes 19 de marzo

Trabajé toda la tarde con Avellaneda. Búsqueda de diferencias. Lo más aburrido que existe. Siete centésimos. Pero en realidad se componía de dos diferencias contrarias: una de dieciocho centésimos y otra de veinticinco. La pobre todavía no agarró bien la onda. En un trabajo de estricto automatismo, como éste, ella se cansa igual que en cualquier otro que la fuerce a pensar y a buscar soluciones propias. Yo estoy tan hecho a este tipo de búsquedas, que a veces las prefiero a otra clase de trabajo. Hoy, por ejemplo, mientras ella me cantaba los números y yo tildaba la cinta de sumar, me ejercité en irle contando los lunares que tiene en su antebrazo izquierdo. Se dividen en dos categorías: cinco lunares chicos y tres lunares grandes, de los cuales uno abultadito. Cuando terminó de cantarme noviembre, le dije, sólo para ver cómo reaccionaba: «Hágase quemar ese lunar. Generalmente no pasa nada, pero en un caso cada cien, puede ser peligroso». Se puso colorada y no sabía dónde poner el brazo. Me dijo: «Gracias, señor», pero siguió dictándome terriblemente incómoda. Cuando llegamos a enero, empecé a dictar yo, y ella ponía los tildes. En un determinado instante, tuve conciencia de que algo raro estaba pasando y levanté la vista en mitad de una cifra. Ella estaba mirándome la mano. ¿En busca de lunares? Quizá. Sonreí y otra vez se murió de vergüenza. Pobre Avellaneda. No sabe que soy la corrección en persona y que jamás de los jamases me tiraría un lance con una de mis empleadas.

Jueves 21 de marzo

Cena en lo de Vignale. Tiene una casa asfixiante, oscura, recargada. En el living hay dos sillones, de un indefinido estilo internacional, que, en realidad, parecen dos enanos peludos. Me dejé caer en uno de ellos. Desde el asiento subía un calor que me llegaba hasta el pecho. Vino a recibirme una perrita desteñida, con cara de solterona. Me miró sin olfatearme, luego se despatarró y cometió el clásico delito de lesa alfombra. La mancha quedó allí, sobre una cabeza de pavo real, que era la vedette en aquel diseño más bien espantoso. Pero había tantas manchas en la alfombra que al final uno podía llegar a creer que formaban parte de la decoración.

La familia de Vignale es numerosa, estentórea, cargante. Incluye a su mujer, su suegra, su suegro, su cuñado, su concuñado y —horror de los horrores— sus cinco niños. Estos podrían ser definidos aproximadamente como monstruitos. En lo físico son normales, demasiado normales, rubicundos y sanos. Su monstruosidad está en lo molestos que son. El mayor tiene trece años (Vignale se casó ya maduro) y el menor seis. Se mueven constantemente, constantemente hacen ruido, constantemente discuten a los gritos. Uno tiene la sensación de que se le están trepando por la espalda, por los hombros, que siempre están a punto de meterle a uno los dedos en las orejas o tirarle del pelo. Nunca llegan a tanto, pero el efecto es el mismo, y se tiene conciencia de que en casa de Vignale uno está a merced de esa jauría. Los adultos de la familia se han refugiado en una envidiable actitud de prescindencia, que no excluye trompadas perdidas que de pronto cruzan el aire y se instalan en la nariz, o en la sien, o en el ojo de uno de aquellos angelitos. El método de la madre, por ejemplo, podría definirse así: tolerar toda postura e insolencia del niño que moleste a los otros, incluidas las visitas, pero castigar todo gesto o palabra del niño que la moleste a ella personalmente. El punto culminante de la cena tuvo lugar a los postres. Uno de los chicos quiso dejar testimonio de que el arroz con leche no le agradaba. Dicho testimonio consistió en volcar íntegramente su porción sobre los pantalones del menor de sus hermanitos. El gesto fue festejado con generoso ruido, el llanto del damnificado superó todas mis previsiones y no cabe en ninguna descripción.

Después de la cena, los niños desaparecieron, no sé si dispuestos a irse a la cama o a preparar un cóctel de veneno para mañana temprano. «¡Qué chicos!», comentó la suegra de Vignale, «lo que pasa es que tienen vida». «La infancia es eso: vida pura», fue el adecuado colofón del yerno. Respondiendo a una inexistente averiguación de mi parte, la concuñada me señaló: «Nosotros no tenemos hijos». «Y ya llevamos siete años de casados», dijo el marido con una risotada aparentemente maliciosa. «Yo por mí quisiera», aclaró la mujer, «pero éste se complace en evitarlos». Fue Vignale quien nos rescató a todos de semejante divagación ginecológica y anticonceptiva, para referirse a lo que constituía el máximo atractivo de la noche: la exhibición de las célebres fotos de museo. Las guardaba en un sobre verde, fabricado caseramente con papel de embalar, sobre el cual había escrito con letras de imprenta. «Fotografías de Martín Santomé». Evidentemente, el sobre era viejo, pero la leyenda bastante reciente. En la primera foto aparecían cuatro personas frente a la casa de la calle Brandzen. No fue necesario que Vignale me dijera nada: a la vista de la fotografía mi memoria pareció sacudirse y acusó recibo de aquella imagen amarillenta que había sido sepia. Quienes estaban en la puerta eran mi madre, una vecina que después se fue a España, mi padre y yo mismo. Mi aspecto era increíblemente desgarbado y ridículo. «Esta foto, ¿la tomaste vos?», le pregunté a Vignale. «Estás loco. Yo nunca he juntado valor para empuñar una máquina fotográfica o un revólver. Esta foto la sacó Falero. ¿Te acordás de Falero?» Vagamente. Por ejemplo, que el padre tenía una librería y que él le robaba revistas pornográficas, preocupándose luego de divulgar entre nosotros ese aspecto fundamental de la cultura francesa. «Mirá esta otra», dijo Vignale, ansioso. Allí también estaba yo, junto al Adoquín. El Adoquín (de eso sí me acuerdo) era un imbécil que siempre se pegaba a nosotros, festejaba todos nuestros chistes, aun los más aburridos, y no nos dejaba ni a sol ni a sombra.

No me acordaba de su nombre, pero estaba seguro de que era el Adoquín. La misma expresión pajarona, la misma carne fofa, el mismo pelo engominado. Solté la risa, una de mis mejores risas de este año. «¿De qué te reís?», preguntó Vignale. «Del Adoquín. Fijáte qué pinta.» Entonces Vignale bajó los ojos, hizo una recorrida vergonzante por los rostros de su mujer, de sus suegros, de su cuñado, de su concuñada, y luego dijo con voz ronca: «Creí que ya no te acordabas de ese mote. Nunca me gustó que me llamaran así». Me tomó totalmente de sorpresa. No supe qué hacer ni qué decir. ¿Así que Mario Vignale y el Adoquín eran una misma persona? Lo miré, lo volví a mirar, y confirmé que era estúpido, empalagoso y pajarón. Pero evidentemente se trataba de otra estupidez, de otro empalago, de otra pajaronería. No eran las del Adoquín de aquel entonces, qué iban a ser. Ahora tienen no sé qué de irremediable. Creo que balbuceé: «Pero, che, si nadie te lo decía con mala intención. Acordáte de que a Prado le decían el Conejo». «Ojalá me hubieran llamado a mí el Conejo», dijo, en tono compungido, el Adoquín Vignale. Y no miramos más fotografías.

Viernes 22 de marzo

Corrí veinte metros para alcanzar el ómnibus y quedé reventado. Cuando me senté, creí que me desmayaba. En la tarea de quitarme el saco, de desabrocharme el cuello de la camisa y moverme un poco para respirar mejor, rocé dos o tres veces el brazo de mi compañera de asiento. Era un brazo tibio, no demasiado flaco. En el roce sentí el tacto afelpado del vello, pero no lograba identificar si se trataba del mío o el de ella o el de ambos. Desdoblé el diario y me puse a leer. Ella, por su parte, leía un folleto turístico sobre Austria. De a poco fui respirando mejor, pero me quedaron palpitaciones por todo un cuarto de hora. Su brazo se movió tres o cuatro veces, pero no parecía querer separarse totalmente del mío. Se iba y regresaba. A veces el tacto se limitaba a una tenue sensación de proximidad en el extremo de mis vellos. Miré varias veces hacia la calle y de paso la fiché. Cara angulosa, labios finos, pelo largo, poca pintura, manos anchas, no demasiado expresivas. De pronto el folleto se le cayó y yo me agaché a recogerlo. Naturalmente, eché una ojeada a las piernas. Pasables, con una curita en el tobillo. No dijo gracias. A la altura de Sierra, comenzó sus preparativos para bajarse. Guardó el folleto, se acomodó el pelo, cerró la cartera y pidió permiso. «Yo también bajo», dije, obedeciendo a una inspiración. Ella empezó a caminar rápido por Pablo de María, pero en cuatro zancadas la alcancé. Caminamos uno junto al otro, durante cuadra y media. Yo estaba aún formando mentalmente mi frase inicial de abordaje, cuando ella dio vuelta la cabeza hacia mí, y dijo: «Si me va a hablar, decídase».

Domingo 24 de marzo

Pensándolo bien, qué caso extraño el del viernes. No nos dijimos los nombres ni los teléfonos ni nada personal. Sin embargo, juraría que en esta mujer el sexo no es un rubro primario. Más bien parecía exasperada por algo, como si su entrega a mí fuera su curiosa venganza contra no sé qué. Debo confesar que es la primera vez que conquisto una mujer tan sólo con el codo y, también, la primera vez que, una vez en la amueblada, una mujer se desviste tan rápido y a plena luz. El agresivo desparpajo con que se tendió en la cama, ¿qué probaba? Hacía tanto por poner en evidencia su completa desnudez que estuve por creer que era la primera vez que se encontraba en cueros frente a un hombre. Pero no era nueva. Y con su cara seria, su boca sin pintura, sus manos inexpresivas, se las arregló, sin embargo, para disfrutar. En el momento que consideró oportuno, me suplicó que le dijera palabrotas. No es mi especialidad, pero creo que la dejé satisfecha.

Lunes 25 de marzo

Empleo público para Esteban. Es el resultado de su trabajo en el club. No sé si alegrarme con ese nombramiento de jefe. Él, que viene de afuera, pasa por encima de todos los que ahora serán sus subordinados. Me imagino que le harán la vida imposible. Y con razón.

Miércoles 27 de marzo

Hoy me quedé hasta las once de la noche en la oficina. Una gauchada del gerente. Me llamó a las seis y cuarto para decirme que precisaba esa porquería para mañana a primera hora. Era un trabajo para tres personas. Avellaneda, pobrecita, se ofreció para quedarse. Pero tuve lástima.

También se quedaron tres en Expedición. En realidad, era lo único verdaderamente necesario. Pero, claro, el gerente no iba a hacer trabajar extra al macho de la Valverde sin adornarle el castigo con el trabajo extra de algún inocente. Esta vez el inocente fui yo. Paciencia. Estoy deseando que la Valverde se aburra de ese cafisho.

Me deprime horriblemente trabajar fuera de hora. Toda la oficina silenciosa, sin público, con los escritorios mugrientos, llenos de carpetas y biblioratos. El conjunto da una impresión de basura, de desperdicio. Y en medio de ese silencio y de esa oscuridad, tres tipos aquí y tres allá, trabajando sin ganas, arrastrando el cansancio de las ocho horas previas.

Robledo y Santini me dictaban las cifras, yo escribía a máquina. A las ocho de la noche me empezó a doler la espalda, cerca del hombro izquierdo. A las nueve el dolor me importaba poco; seguía escribiendo como un autómata las roncas cifras que ellos me dictaban. Cuando terminamos, nadie habló. Los de Expedición ya se habían ido. Fuimos los tres hasta la Plaza, les pagué un café en el mostrador del Sorocabana y nos dijimos chau. Creo que me guardaron un poco de rencor porque los elegí a ellos.

Jueves 28 de marzo

Hablé largamente con Esteban. Le expuse mis dudas sobre la justicia de su nombramiento. No pretendía que renunciara; por Dios, sé que eso ya no se estila. Simplemente, me hubiera gustado oírle decir que se sentía incómodo. De ningún modo. «No hay caso, viejo, vos seguís viviendo en otra época.» Así me dijo. «Ahora nadie se ofende si viene un tipo cualquiera y lo pasa en el escalafón. ¿Y sabés por qué nadie se ofende? Porque todos harían lo mismo si la ocasión se les pusiera a tiro. Estoy seguro de que a mí no me van a mirar con bronca sino con envidia.»

Le dije… Bueno, ¿qué importa lo que le dije?

Viernes 29 de marzo

Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos. A veces pienso qué habría ocurrido si me hubiese metido a cura. Probablemente, nada. Tengo una frase que pronuncio cuatro o cinco veces por año: «Hay dos profesiones para las que estoy seguro de no tener la mínima vocación: militar y sacerdote». Pero creo que lo digo por vicio, sin el menor convencimiento.

Llegué a casa despeinado, con la garganta ardiendo y los ojos llenos de tierra. Me lavé, me cambié y me instalé a tomar mate detrás de la ventana. Me sentí protegido. Y también profundamente egoísta. Veía pasar a hombres, mujeres, viejos, niños, todos luchando contra el viento, y ahora también con la lluvia. Sin embargo no me vinieron ganas de abrir la puerta y llamarlos para que se refugiaran en mi casa y me acompañaran con un mate caliente. Y no es que no se me haya ocurrido hacerlo. La idea me pasó por la cabeza, pero me sentí profundamente ridículo y me puse a imaginar las caras de desconcierto que pondría la gente, aun en medio del viento y de la lluvia.

¿Qué sería de mí, en este día, si hace veinte o treinta años me hubiera decidido a meterme a cura? Sí, ya sé, el viento me levantaría la sotana y quedarían al descubierto mis pantalones de hombre vulgar y silvestre. Pero ¿y en lo demás? ¿Habría ganado o habría perdido? No tendría hijos (creo que habría sido un cura sincero, ciento por ciento casto), no tendría oficina, no tendría horario, no tendría jubilación. Tendría Dios, eso sí, y tendría religión. Pero ¿es que acaso no los tengo? Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia. Gracias a una corazonada, puedo creer en Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar. ¿Entonces? Acaso Dios tenga un rostro de croupier y yo sólo sea un pobre diablo que juega a rojo cuando sale negro, y viceversa.

Sábado 30 de marzo

Robledo todavía está de trompa conmigo, a causa del trabajo extraordinario del último miércoles. Pobre tipo. Según me contó Muñoz esta mañana, la novia de Robledo lo cela espantosamente. El miércoles tenía que encontrarse con ella a las ocho y, debido a que yo lo elegí para quedarse, no pudo ir. Le avisó por teléfono, pero no hubo caso. La otra desconfiada ya le comunicó que no quiere saber más nada de él. Dice Muñoz que él lo consuela diciéndole que siempre es mejor enterarse de esos inconvenientes antes del casamiento, pero Robledo está con una luna tremenda. Hoy lo llamé y le expliqué que no sabía lo de la novia. Le pregunté por qué no me lo había dicho, y entonces me miró con unos ojos que echaban chispas y murmuró: «Usted bien que lo sabía. Ya me tienen podrido con esas bromitas». Estornudó, de puro nervioso, y agregó en seguida, con un amplio gesto de decepción: «Que ellos, que son flor de guarangos, me hagan esos chistes, lo comprendo. Pero que usted, todo un tipo serio, se preste a secundarlos, francamente me desilusiona un poco. Nunca se lo dije, pero tenía de usted un buen concepto». Quedaba un poco violento que yo saliera a defender su buen concepto sobre mi persona, de modo que le dije, sin ironía: «Mirá, si te parece me creés y si no paciencia. Yo no sabía nada. Así que punto final y andá a trabajar, si no querés que yo también me desilusione».

Domingo 31 de marzo

Esta tarde, cuando salía del California, vi desde lejos a la del ómnibus, la «mujer del codo». Venía con un tipo corpulento, de aspecto deportista y con dos dedos de frente. Cuando el tipo reía, era como para ponerse a reflexionar sobre las imprevistas variantes de la imbecilidad humana. Ella también reía echando la cabeza hacia atrás y apretándose mimosamente contra él. Pasaron frente a mí y ella me vio en mitad de una carcajada, pero no la interrumpió. No podría asegurar que me reconoció. Por lo pronto, le dijo al centroforward: «Ay, querido» y con un movimiento musculoso y coqueto arrimó su cabeza a la corbata con jirafas. Después dieron vuelta por Ejido. Gran interrogante. ¿Qué tiene que ver esta tipa con la que la otra tarde se desnudó en tiempo récord?