Jueves 1° de agosto

Me llamó el gerente. Nunca lo pude tragar. Es un tipo maravillosamente ordinario y cobarde. Alguna vez he tratado de representarme su alma, su ser abstracto, y he conseguido una imagen repulsiva. Allí donde normalmente va la dignidad, él sólo tiene un muñón; se la amputaron. La dignidad ortopédica que ahora usa le alcanza empero para sonreír. Precisamente, sonreía cuando entré en el despacho. «Una buena noticia.» Cuando se restregaba las manos, parecía que me iba a acogotar. «Le ofrecen nada menos que la subgerencia.» A la vista estaba que él no compartía la oferta del Directorio. «Permítame que lo felicite.» Tiene una mano pegajosa, como si acabara de abrir un tarro de mermelada. «Claro que con una condición.» Por una vez, la piedra detrás del cangrejo. Realmente se parece a un cangrejo. Sobre todo en ese instante en que caminaba hacia el costado para salir de atrás de su escritorio. «La condición es que usted no se jubile hasta dentro de dos años.» ¿Y el ocio? Es un lindo puesto la subgerencia, sobre todo para terminar la carrera en la empresa. Hay poco que hacer, se atiende a algunos clientes importantes, se vigila el trabajo del personal, se sustituye al gerente cuando éste se ausenta, se dedica uno a aguantar a los directores y sus chistes horribles, a las señoras de los directores y sus muestras de enciclopédica ignorancia. Pero ¿y mi ocio? «¿Cuánto tiempo me da para pensarlo?», pregunté. Era un anticipo de mi negativa. Al Cangrejo le brillaron los ojos, y dijo: «Una semana. El jueves próximo tengo que llevar su respuesta al Directorio». Cuando volví a la sección, todos lo sabían. Siempre pasa eso con las noticias estrictamente confidenciales. Hubo abrazos, felicitaciones, comentarios. Hasta la funcionaria Avellaneda se acercó y me dio la mano. De todas aquellas manos, la suya era la única que transmitía la vida.

Sábado 3 de agosto

Lo hablé largamente con ella. Me dice que lo piense bien, que la subgerencia es un puesto cómodo, agradable, respetado, bien pago. Bueno, lo mismo que yo sé. Pero también sé que tengo derecho al descanso y que ese derecho no lo vendo por cien pesos más de sueldo. Quizá tampoco lo vendería aunque la oferta fuera mucho mayor. Para mí lo esencial ha sido siempre que lo que gane me alcance para vivir. Y a mí me alcanza. Tengo un buen sueldo. No preciso más. Ni siquiera ahora, con el gasto extra del apartamento. Cuando me jubile, además, creo que podré contar con una entrada levemente mayor (casi cien pesos más), ya que los aguinaldos me han aumentado considerablemente el promedio de los últimos cinco años y además no tendré descuentos. Claro, deberé afrontar la baja de la moneda, que es la más segura garantía de inflación. La amenaza es cierta, pero tengo siempre la posibilidad de llevar alguna contabilidad más o menos clandestina. Claro que Avellaneda esgrime además otras razones más conmovedoras, menos contantes y sonantes que toda esta sórdida previsión: «Si vos no estás allí, la oficina va a ser insoportable». Mejor. Con eso tampoco me convence, porque tengo un proyecto: que cuando me jubile, ella deje de trabajar. Lo mío alcanzará para los dos. Además, somos módicos. Nuestras diversiones son, por razones obvias, rigurosamente domésticas. Alguna vez al cine, a un restorán, a una confitería. Algún domingo, cuando hace frío pero hay sol, a caminar por la orilla, a respirar mejor. Compramos algún libro, algún disco, pero más que cualquier otra cosa nos entretiene hablar, hablar de nosotros, referirnos toda esa zona de nuestras vidas que está antes de Lo Nuestro. No hay diversión, no hay espectáculo que pueda sustituir lo que disfrutamos en ese ejercicio de la sinceridad, de la franqueza. Ya vamos adquiriendo un mayor entrenamiento. Porque también hay que habituarse a la sinceridad. Con todos estos años en que Aníbal estuvo en el extranjero, con tantos problemas de comunicación en mis relaciones con mis hijos, con el pudor defensivo que siempre resguardó mi vida privada de la malicia oficinesca, con mis sólo higiénicas aproximaciones a mujeres siempre nuevas, nunca repetidas, es evidente que me había ido desacostumbrando a la sinceridad. Incluso es probable que sólo en forma esporádica la practicara conmigo mismo. Digo esto porque alguna vez, en estos diálogos francos con Avellaneda, me he encontrado pronunciando palabras que me parecían más sinceras aún que mis pensamientos. ¿Es posible eso?

Domingo 4 de agosto

Esta mañana abrí un cajón del armario chico y se desparramaron por el suelo una cantidad imprevista de fotos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un papel de un color indefinido (es probable que en su origen haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras, con la tinta corrida por viejas humedades para siempre resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de Isabel. Pocas cartas nos hemos escrito Isabel y yo. En realidad, no hubo motivo, ya que no tuvimos largas separaciones. La carta estaba fechada en Tacuarembó, el 17 de octubre de 1935. Me sentí un poco extraño al enfrentarme a aquellos caracteres delgados, de largas y perfiladas colas, en los que era posible reconocer una persona y también una época. Era evidente que no había sido escrita con una estilográfica, sino con una de aquellas plumas cucharita que, no bien se las obligaba a escribir, sabían quejarse sordamente y hasta escupir a su alrededor gotitas casi invisibles de tinta violeta. Tengo que transcribir esa carta en esta libreta. Tengo que hacerlo, porque ella es parte de mí mismo, de mi incanjeable historia. Me fue dirigida en una circunstancia muy especial y, además, su relectura me ha descentrado un poco, me ha hecho dudar de algunas cosas, incluso diría que me ha conmovido. Dice así: «Querido mío: hace tres semanas que llegué. Tradúcelo: tres semanas que duermo sola. ¿No te parece horrible? Tú sabes que a veces me despierto de noche y tengo absoluta necesidad de tocarte, de sentirte a mi lado. No sé qué tienes de reconfortante, pero el saberte junto a mí hace que en el semisueño me sienta bajo tu protección. Ahora tengo horribles pesadillas, pero mis pesadillas no tienen monstruos. Sólo consisten en soñar que estoy sola en la cama, sin ti. Y cuando me despierto y ahuyento la pesadilla, resulta que efectivamente estoy sola en la cama, sin ti. La única diferencia es que en el sueño no puedo llorar y, en cambio, cuando me despierto, lloro. ¿Por qué me pasa esto? Sé que estás en Montevideo, sé que te cuidas, sé que piensas en mí. ¿Verdad que piensas? Esteban y la nena están bien, aunque sabes que tía Zulma los mima demasiado. Apróntate a que, a nuestro regreso, la nena no nos deje dormir por unas cuantas noches. Por Dios, ¿cuándo vendrán esas cuantas noches? Tengo una noticia, ¿sabes? Estoy otra vez embarazada. Es horrible decírtelo y que no me beses. ¿O para ti no es tan horrible? Será varón y le pondremos Jaime. Me gustan los nombres que empiezan con jota. No sé por qué, pero esta vez tengo un poco de miedo. ¿Y si me muero? Contéstame pronto diciéndome que no, que no voy a morirme. ¿Pensaste ya qué harías si yo me muero? Tú eres animoso, sabrías defenderte; además, encontrarías en seguida otra mujer, ya estoy espantosamente celosa de ella. ¿Viste qué neurasténica estoy? Es que me hace mucho mal no tenerte aquí, o que no me tengas allí, es lo mismo. No te rías; siempre te ríes de todo, aun cuando no se trate de nada gracioso. No te rías, no seas malo. Escríbeme diciendo que no voy a morirme. Ni siquiera como alma en pena podría dejar de extrañarte. Ah, antes que me olvide: háblale por teléfono a Maruja para hacerle acordar de que el 22 es el cumpleaños de Dora. Que la salude por mí y por ella. ¿La casa está muy sucia? ¿Fue a limpiar la muchacha que me recomendó Celia? Cuidado con mirarla demasiado, ¿eh? Tía Zulma está feliz de tener aquí a los nenes. Y Tío Eduardo no te digo nada… Los dos me hacen grandes cuentos de ti, cuando tenías diez años y venías a pasar aquí tus vacaciones. Parece que te hiciste famoso con tus respuestas para todo. Un muchacho bárbaro, dice tío Eduardo. Yo creo que sigues siendo un muchacho bárbaro, aun cuando llegas cansado de la oficina y tienes en los ojos un poco de resentimiento, y me tratas con ligereza, a veces con rabia. Pero de noche lo pasamos bien, ¿no es cierto? Hace tres días que está lloviendo. Yo me siento junto al balcón de la sala y miro la calle. Pero por la calle no pasa ni un alma. Cuando los nenes están durmiendo, voy al escritorio de tío Eduardo y me entretengo con el Diccionario Hispanoamericano. Aumentan a ojos vistas mi cultura y mi aburrimiento. ¿Será niño o niña? Si fuera niña, puedes elegir el nombre, siempre y cuando no sea Leonor. Pero no. Va a ser varón y se llamará Jaime, y tendrá una cara larga como la tuya y será muy feo y tendrá mucho éxito con las mujeres. Mira, me gustan los hijos, los quiero mucho, pero lo que más me gusta es que sean hijos tuyos. Ahora llueve frenéticamente sobre los adoquines. Voy a hacer el solitario de los cinco montones, el que me enseñó Dora, ¿te acuerdas? Si me sale, es que no me voy a morir de parto. Te quiere, te quiere, te quiere, tu Isabel. P.D.: ¡Salió el solitario! ¡Hurra!».

A veintidós años de distancia, qué indefenso parece este entusiasmo. Sin embargo, era legítimo, era honesto, era cierto. Es curioso que con la relectura de esta carta haya vuelto a encontrar el rostro de Isabel, ese rostro que, a pesar de todos mis olvidos, estaba en mi memoria. Y lo hallé a partir de esos «tú», de esos «puedes», de esos «tienes», porque Isabel nunca hablaba de «vos», y no por convicción sino meramente por costumbre, quizá por manía. Leí esos «tú» y en seguida pude reconstruir la boca que los decía. Y en Isabel la boca era lo más importante de su rostro. La carta es como ella era: un poco caótica, en permanente vaivén del optimismo al pesimismo y viceversa, siempre alrededor del amor en la cama, llena de temores, movediza. Pobre Isabel. El hijo fue varón y se llamó Jaime, pero ella murió de un ataque de eclampsia pocas horas después del parto. Jaime no tiene una cara larga como la mía. No es nada feo, pero su éxito con las mujeres es provisorio, y además inútil. Pobre Isabel. Creía que, sacando el solitario, ya había convencido al destino, y únicamente lo había provocado. Todo está tan lejano, tan lejano. Hasta el marido de Isabel, el destinatario de esa carta de 1935 que era yo mismo, hasta ése también está ahora lejos, no sé si para bien o para mal. «No te rías», me dice y me repite. Y era cierto: yo me reía en ese entonces muy seguido y a ella mi risa le caía mal. No le gustaban las arrugas que se me formaban junto a los ojos cuando me reía ni encontraba graciosa la causa de mi risa, ni podía evitar sentirse molesta y agresiva cuando yo me reía. Cuando estábamos con otra gente y yo me reía, ella me miraba con ojos de censura que anticipaban el reproche posterior para cuando estábamos solos: «No te rías, por favor, quedas horrible». Cuando ella murió, la risa se me cayó de la boca. Anduve casi un año agobiado por tres cosas: el dolor, el trabajo y los hijos. Después volvió el equilibrio; volvió el aplomo, volvió la calma. Pero la risa no volvió. Bueno, a veces me río, claro, pero por algún motivo especial o porque conscientemente quiero reírme, y esto es muy raro. En cambio, aquella risa que era casi un tic, un gesto permanente, ésa no volvió. A veces pienso que es una lástima que no esté Isabel para verme tan serio; ella hubiera disfrutado mucho con mi seriedad actual. Pero, tal vez, si Isabel estuviera aquí, conmigo, no me habría curado de la risa. Pobre Isabel. Ahora me doy cuenta de que hablaba muy poco con ella. A veces no encontraba de qué hablar; en realidad, no había entre nosotros muchos temas comunes, aparte de los hijos, los acreedores, el sexo. Pero de este último tema no era imprescindible hablar. Ya eran bastante elocuentes nuestras noches. ¿Eso era el amor? No estoy seguro. Es probable que si nuestro matrimonio no hubiera terminado a los cinco años, habríamos adivinado más tarde que eso era sólo un ingrediente. Y quizá no mucho más tarde. Pero en esos cinco años fue un ingrediente que alcanzó para mantenernos unidos, fuertemente unidos. Ahora, con Avellaneda, el sexo es (para mí, al menos) un ingrediente menos importante, menos vital; mucho más importantes, más vitales, son nuestras conversaciones, nuestras afinidades. Pero no me encandilo. Tengo bien presente que ahora tengo cuarenta y nueve años y cuando murió Isabel tenía veintiocho. Es más que seguro que si ahora apareciese Isabel, la misma Isabel de 1935 que escribió su carta desde Tacuarembó, una Isabel de pelo negro, de ojos buscadores, de caderas tangibles, de piernas perfectas, es más que seguro que yo diría: «Qué lástima» y me iría a buscarla a Avellaneda.

Miércoles 7 de agosto

Otro elemento a tener en cuenta frente a la posibilidad de la subgerencia. Si en mi vida no se hubiera introducido Avellaneda, quizá tendría derecho a vacilar. Comprendo que para algunos el ocio puede ser fatal; sé de varios jubilados que no fueron capaces de sobrevivir a esa interrupción de la rutina. Pero ésa es gente que se ha ido endureciendo, anquilosando, que virtualmente ha ido dejando de pensar por su cuenta. No creo que éste fuera mi caso. Yo pienso por mi cuenta. Pero aun pensando por mi cuenta, podría desconfiar del ocio, siempre que el ocio fuera una simple variante de la soledad; como podría serlo, en mi futuro de hace unos meses, antes de que apareciese Avellaneda. Pero con ella instalada en mi existencia, ya no habrá soledad. Es decir: ojalá que no haya. Hay que ser más modesto, más modesto. No frente a los demás, eso qué importa. Hay que ser más modesto cuando uno se enfrenta, cuando uno se confiesa a sí mismo, cuando uno se acerca a su última verdad, que aún puede llegar a ser más decisiva que la voz de la conciencia, porque ésta sufre de afonías, de imprevistas ronqueras, que a menudo le impiden ser audible. Ya sé ahora que mi soledad era un horrible fantasma, sé que la sola presencia de Avellaneda ha bastado para espantarla, pero sé también que no ha muerto, que estará juntando fuerzas en algún sótano inmundo, en algún arrabal de mi rutina. Por eso, sólo por eso, me apeo de mi suficiencia y me limito a decir: ojalá.

Jueves 8 de agosto

Qué alivio. Ya contesté que no. El gerente sonrió satisfecho, satisfecho porque yo no le gusto como colaborador, y también porque mi negativa le servirá para crear la retroactividad de las buenas razones que seguramente habrá esgrimido para oponerse a mi ascenso. «Lo que yo decía un hombre terminado, un hombre que no quiere lucha. Para este cargo necesitamos un tipo activo, vital, emprendedor, no un fatigado.» Me parece ver el jueguecito grosero, jactancioso, egocéntrico, de su asqueroso pulgar. Asunto concluido. Qué tranquilidad.

Lunes 12 de agosto

Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: «Te quiero». Entonces me di cuenta de que era la primera vez que me lo decía, más aún, que era la primera vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizá ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia. Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo. «Hasta ahora no te lo había dicho», murmuró, «no porque no te quisiera, sino porque ignoraba por qué te quería. Ahora lo sé». Pude respirar, me pareció que la bocanada de aire llegaba desde mi estómago. Siempre puedo respirar cuando alguien explica las cosas. El deleite frente al misterio, el goce frente a lo inesperado, son sensaciones que a veces mis módicas fuerzas no soportan. Menos mal que alguien explica siempre las cosas. «Ahora lo sé. No te quiero por tu cara, ni por tus años, ni por tus palabras, ni por tus intenciones. Te quiero porque estás hecho de buena madera.» Nadie me había dedicado jamás un juicio tan conmovedor, tan sencillo, tan vivificante. Quiero creer que es cierto, quiero creer que estoy hecho de buena madera. Quizá ese momento haya sido excepcional, pero de todos modos me sentí vivir. Esa opresión en el pecho significa vivir.

Jueves 15 de agosto

El lunes próximo empezaré mi última licencia. Será un anticipo del gran Ocio Final. Jaime no ha dado señales de vida.

Viernes 16 de agosto

Un incidente verdaderamente incómodo. Me había encontrado a las siete y media con Aníbal, y después de charlar un rato en el café, tomamos el trole. A él también le sirve, aunque se baja antes. Hablábamos de mujeres, matrimonio, fidelidad, etcétera. Todo en términos muy amplios, generales. Yo, en voz muy baja, porque siempre he recelado del oído viajero de la gente; pero Aníbal aun cuando quiere secretear, lo hace con un soplido estentóreo que inunda el ambiente. No sé a qué caso concreto nos referíamos. De pie junto a él, en el pasillo, iba una vieja de cara cuadrada y sombrero redondo. Yo me di cuenta de que estaba pendiente de las palabras de Aníbal, pero como lo que éste iba diciendo era muy edificante, muy pequeño-burgués, muy moral sin atenuantes, no me preocupé demasiado. Sin embargo, cuando Aníbal bajó y la vieja pasó a ocupar su asiento junto a mí, lo primero que me dijo fue: «No le haga caso a ese tipo diabólico». Y antes de que yo articulara un estupefacto: «¿Cómo dijo?», ya la vieja seguía: «Un tipo verdaderamente diabólico. Son ésos los que arruinan los hogares. Ah, ustedes los pantalones. ¡Con qué facilidad condenan a las mujeres! Mire, yo le puedo asegurar que cuando una mujer se pierde, siempre hay un hombre ruin, cretino, denigrante, que primero le hizo perder la fe en sí misma». La vieja hablaba a los gritos. Todas las cabezas empezaron a darse vuelta para registrar quién era el destinatario de semejante responso. Yo me sentía como un insecto. Y la vieja seguía: «Yo soy batllista pero contraria al divorcio. El divorcio es lo que ha matado la familia. ¿Sabe en qué va a parar ese tipo diabólico que le acompañaba? Ah, no lo sabe. Pues yo sí lo sé. Ese tipo va a parar a la cárcel o se va a matar. Y lo bien que haría. Porque yo conozco hombres a los que habría que quemarlos vivos». Me representé la insólita imagen de Aníbal chamuscándose en la hoguera. Sólo entonces tuve aliento para responder. «Dígame, señora, ¿por qué no se calla? ¿Usted qué sabe del problema? Lo que aquel señor venía diciendo es justamente lo contrario de lo que usted entendió…» Y la vieja, incólume: «Fíjese en las familias de antes. Ahí sí había moral. Usted pasaba al atardecer frente a los hogares y veía sentados en la vereda al esposo, la esposa y los hijos, todos juiciosos, dignos, bien educados. Eso es la felicidad, señor, y no tratar siempre que la mujer se pierda, que la mujer se entregue a la mala vida. Porque en el fondo ninguna mujer es mala, ¿sabe?». Y cuando me gritaba eso agitando el índice, el sombrero se le desacomodaba un poco hacia la izquierda. Confieso que esa imagen ideal de la felicidad con toda la familia sentada en la vereda, no llegaba a conmoverme demasiado. «Usted no le haga caso, señor. Usted ríase, eso es lo que tiene que hacer.» «¿Y por qué no se ríe usted, en vez de ponerse tan furiosa?» La gente ya había empezado a hacer comentarios. La vieja tenía sus partidarios; yo, los míos. Cuando digo «yo», quiero decir ese enemigo hipotético y fantasmal contra el cual la señora descargaba sus improperios. «Y tenga en cuenta que soy batllista pero contraria al divorcio.» Entonces, antes de que reiniciara el ominoso ciclo, pedí permiso y me bajé, diez cuadras antes de mi destino.

Sábado 17 de agosto

Esta mañana estuve hablando con dos miembros del Directorio. Cosas sin mayor importancia, pero que alcanzaron, sin embargo, para hacerme entender que sienten por mí un amable, comprensivo desprecio. Imagino que ellos, cuando se repantigan en los mullidos sillones de la sala del Directorio, se deben sentir casi omnipotentes, por lo menos tan cerca del Olimpo como puede llegar a sentirse un alma sórdida y oscura. Han llegado al máximo. Para un futbolista, el máximo significa llegar un día a integrar el combinado nacional; para un místico, comunicarse alguna vez con su Dios; para un sentimental, hallar en alguna ocasión en otro ser el verdadero eco de sus sentimientos. Para esta pobre gente, en cambio, el máximo es llegar a sentarse en los butacones directoriales, experimentar la sensación (que para otros sería tan incómoda) de que algunos destinos están en sus manos, hacerse la ilusión de que resuelven, de que disponen, de que son alguien. Hoy, sin embargo, cuando yo los miraba, no podía hallarles cara de Alguien sino de Algo. Me parecen Cosas, no Personas. Pero, ¿qué les pareceré yo? Un imbécil, un incapaz, una piltrafa que se atrevió a rechazar una oferta del Olimpo. Una vez, hace muchos años, le oí decir al más viejo de ellos: «El gran error de algunos hombres de comercio es tratar a sus empleados como si fueran seres humanos». Nunca me olvidé ni me olvidaré de esa frasecita, sencillamente porque no la puedo perdonar. No sólo en mi nombre, sino en nombre de todo el género humano. Ahora siento la fuerte tentación de dar vuelta la frase y pensar: «El gran error de algunos empleados es tratar a sus patrones como si fueran personas». Pero me resisto a esa tentación. Son personas. No lo parecen, pero son. Y personas dignas de una odiosa piedad, de la más infamante de las piedades, porque la verdad es que se forman una cáscara de orgullo, un repugnante empaque, una sólida hipocresía, pero en el fondo son huecos. Asquerosos y huecos. Y padecen la más horrible variante de la soledad: la soledad del que ni siquiera se tiene a sí mismo.

Domingo 18 de agosto

«Contáme cosas de Isabel.» Avellaneda tiene eso de bueno: hace que uno se descubra cosas, que se conozca mejor. Cuando uno permanece mucho tiempo solo, cuando pasan años y años sin que el diálogo vivificante y buceador lo estimule a llevar esa modesta civilización del alma que se llama lucidez hasta las zonas más intrincadas del instinto, hasta esas tierras realmente vírgenes, inexploradas, de los deseos, de los sentimientos, de las repulsiones, cuando esa soledad se convierte en rutina, uno va perdiendo inexorablemente la capacidad de sentirse sacudido, de sentirse vivir. Pero viene Avellaneda y hace preguntas, y sobre las preguntas que me hace, yo me hago muchas más, y entonces sí, ahora sí, me siento vivo y sacudido. «Contáme cosas de Isabel» es un pedido inocente, simple, y sin embargo… Las cosas de Isabel son mis cosas, o fueron; son las cosas de ese tipo que era yo en tiempos de Isabel. Qué inmadurez, Dios mío. Cuando apareció Isabel, yo no sabía lo que quería, no sabía qué esperaba de ella o de mí. No había modos de comparar, pues no había patrones para reconocer cuándo era felicidad, cuándo desdicha. Los buenos momentos iban formando después la definición de la felicidad, los malos momentos servían para crear la fórmula de la desdicha. Eso también se llama frescura, espontaneidad, pero a cuántos abismos lleva lo espontáneo. Yo tuve suerte, en medio de todo. Isabel era buena, yo no era un cretino. Nuestra unión nunca fue complicada. Pero ¿qué habría pasado si el tiempo hubiera llegado a gastar ese amenazado atractivo del sexo? «Contáme cosas de Isabel» era una invitación a la sinceridad. Yo sabía el riesgo que corría. Los celos retrospectivos (por su imposibilidad de rencor, por su falta de desafío, por su improbable competencia) son espantosamente crueles. No obstante, fui sincero. Conté las cosas de Isabel que verdaderamente eran suyas. Y mías. No inventé una Isabel que permitiera lucirme ante Avellaneda. Tuve el impulso de hacerlo, claro. A uno siempre le gusta quedar bien, y después de quedar bien le gusta quedar mejor frente a quien quiere, frente a quien uno, a su vez, pretende hacer méritos para ser querido. No la inventé, primero, porque creo que Avellaneda es digna de la verdad, y luego, porque yo también soy digno, porque estoy fatigado (y en este caso la fatiga es casi un asco) del disimulo, de ese disimulo que uno se pone como una careta sobre el viejo rostro sensible. Por eso, no estoy asombrado de que, a medida que Avellaneda se fue enterando de cómo había sido Isabel, yo también me haya ido enterando de cómo había sido yo.

Lunes 19 de agosto

Empecé hoy mi última licencia. Llovió todo el día. Estuve toda la tarde en el apartamento. Cambié dos tomacorrientes, pinté un armarito, me lavé dos camisas de nailon. A las siete y media llegó Avellaneda, pero sólo estuvo hasta las ocho. Tenía que ir al cumpleaños de una tía. Dice que Muñoz, como suplente mío, es insoportablemente mandón y pedante. Ya tuvo un incidente con Robledo.

Martes 20 de agosto

Hace un mes que Jaime se fue de casa. Piense o no en eso, lo cierto es que el problema me acompaña siempre. ¡Si por lo menos hubiera podido hablar una sola vez con él!

Miércoles 21 de agosto

Me quedé en casa y leí no sé cuántas horas, pero sólo revistas. No quiero hacerlo más. Me deja una horrible sensación de tiempo derrochado, algo así como si la estupidez me anestesiara el cerebro.

Jueves 22 de agosto

Me siento un poco extraño sin la oficina. Pero quizá me sienta así porque tengo conciencia de que esto no es el verdadero ocio, de que es tan sólo un ocio a término, amenazado otra vez por la oficina.

Viernes 23 de agosto

Le quise dar una sorpresa. Me puse a esperarla a una cuadra de la oficina. A las siete y cinco la vi acercarse. Pero venía con Robledo. No sé qué le diría Robledo; lo cierto es que ella se reía sin trabas, realmente divertida. ¿Desde cuándo Robledo es tan gracioso? Me metí en un café, los dejé pasar y después empecé a caminar a unos treinta pasos detrás de ellos. Al llegar a Andes se despidieron. Ella dobló hacia San José. Iba al apartamento, claro. Yo entré en un cafecito bastante mugriento, donde me sirvieron un cortado en un pocillo que aún tenía pintura de labios. No lo tomé, pero tampoco le reclamé al mozo. Estaba agitado, nervioso, intranquilo. Sobre todo, fastidiado conmigo mismo. Avellaneda riéndose con Robledo. ¿Qué había de malo en eso? Avellaneda en una simple relación humana no meramente oficinesca, con un tipo que no era yo. Avellaneda caminando por la calle junto a un hombre joven, uno de su generación, no un calandraca como yo. Avellaneda lejos de mí. Avellaneda viviendo por su cuenta. Claro que no había nada malo en todo eso. Pero la horrible sensación proviene quizá de que ésta es la primera vez que entreveo conscientemente la posibilidad de que Avellaneda pueda existir, desenvolverse y reír sin que mi amparo (no digamos mi amor) resulte imprescindible. Yo sabía que la conversación entre ella y Robledo había sido inocente. O quizá no. Porque Robledo no tiene por qué saber que ella no es libre. Qué idiota, qué cursi, qué convencional me siento al escribir: «Ella no es libre». ¿Libre para qué? Acaso la esencia de mi inquietud sea haber comprobado esto, nada más: que ella puede sentirse muy cómoda con gente joven, especialmente con un hombre joven. Y otra cosa: esto que vi no es nada, pero en cambio es mucho lo que entreví, y lo que entreví es el riesgo de perderlo todo. Robledo no interesa. En el fondo es un frívolo que jamás llegaría a interesarle. Salvo que yo no la conozca en absoluto. Bueno, ¿la conoceré? Robledo no interesa. Pero ¿y los otros, todos los otros del mundo? Si un hombre joven la hace reír, ¿cuántos otros pueden enamorarla? Si ella me pierde un día (su única enemiga puede ser la muerte, la maliciosa muerte que nos tiene fichados), ella tendría su vida entera, tendría el tiempo en sus manos, tendría su corazón, que siempre será nuevo, generoso, espléndido. Pero si yo la pierdo un día (mi único enemigo es el Hombre, el Hombre que está en todas las esquinas del mundo, el Hombre que es joven y fuerte y que promete), perdería con ella la última oportunidad de vivir, el último respiro del tiempo, porque si bien mi corazón ahora se siente generoso, alegre, renovado, sin ella volvería a ser un corazón definitivamente envejecido.

Pagué el cortado que no tomé y me encaminé hacia el apartamento. Llevaba conmigo un vergonzante temor a su silencio, sobre todo porque sabía de antemano que aunque ella no dijese nada, yo no iba a investigar ni a preguntar ni a reprochar. Simplemente iba a tragarme la amargura, y, eso sí era seguro, a comenzar una era de pequeñas tormentas sin desahogo. Tengo una particular desconfianza hacia mis épocas grises. Creo que me temblaba la mano cuando hice girar la llave de la cerradura. «¿Cómo llegaste tan tarde?», gritó desde la cocina. «Estaba esperándote para contarte la última locura de Robledo, ¡qué tipo! Hacía años que no me reía tanto.» Y apareció en el living con su delantal, su pollera verde, su buzo negro, sus ojos limpios, cálidos, sinceros. Ella no podrá saber nunca de qué me estaba salvando con esas palabras. La atraje hacia mí y mientras la abrazaba, mientras aspiraba el olor tiernamente animal de sus hombros a través del otro olor universal de la lana, sentí que el mundo empezaba de nuevo a girar, sentí que podía relegar otra vez a un futuro lejano, todavía innominado, esa amenaza concreta que se había llamado Avellaneda y los Otros. «Avellaneda y yo», dije, despacito. Ella no entendió el porqué de esas tres palabras en esa precisa oportunidad, pero alguna oscura intuición le hizo saber que estaba aconteciendo algo importante. Se separó un poco de mí, todavía sin soltarme, y reclamó: «A ver, decílo otra vez». «Avellaneda y yo», repetí, obediente. Ahora estoy solo, de vuelta en casa, y son casi las dos de la madrugada. De vez en cuando, nada más que porque me da fuerzas y me entona y me afirma, sigo repitiendo: «Avellaneda y yo».

Sábado 24 de agosto

Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios, un concepto de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces en que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones. «Dios es la Totalidad», dice a menudo Avellaneda. «Dios es la Esencia de todo», dice Aníbal, «lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia». Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es sólo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón.

Domingo 25 de agosto

Me trajo fotos de su infancia, de su familia, de su mundo. Es una prueba de amor, ¿verdad que sí? Fue una criatura delgadita, de ojos algo espantados, de pelo oscuro y lacio. Hija única. Yo también fui hijo único. Y no es fácil, uno acaba por sentirse desamparado. Hay una foto deliciosa en que aparece con un enorme perro policía, y el animal la mira con aire de protección. Me imagino que siempre todo el mundo habrá tenido ganas de protegerla. Sin embargo, no es tan indefensa, está bastante segura de lo que quiere. Además, me gusta que esté segura. Está segura de que el trabajo la asfixia, de que nunca se suicidará, de que el marxismo es un grave error, de que yo le gusto, de que la muerte no es el fin de todo, de que sus padres son magníficos, de que Dios existe, de que la gente en que confía no habrá de fallarle jamás. Yo no podría ser así de categórico. Pero lo mejor de todo es que ella no se equivoca. Su seguridad le sirve incluso para amedrentar al destino. Hay una foto en que está con sus padres, cuando tenía doce años. A partir de esa imagen yo también me animo a construir mi impresión de ese matrimonio singular, armónico, diferente. Ella es una mujer de rasgos suaves, nariz fina, pelo negro y piel muy clara con dos lunares en la mejilla izquierda. Los ojos son serenos, quizá demasiado; tal vez no sirvan para comprometerse totalmente en el espectáculo a que asisten, en lo que ven vivir, pero me parecen capaces de comprenderlo todo. Él es un hombre alto, de hombros más bien estrechos, con una calvicie que ya en ese entonces había hecho estragos, unos labios muy delgados y un mentón muy afilado pero nada agresivo. Me preocupan mucho los ojos de la gente. Los suyos tienen algo de desequilibrio. No por cierto de enajenación, sino de ajenidad. Son los ojos de un tipo que está sorprendido por el mundo, por el mero hecho de encontrarse en él. Ambos son (se les ve en la cara) buenas personas, pero me gusta más la bondad de ella que la de él. El padre es un hombre excelente, pero no es capaz de comunicarse con el mundo, de modo que no se puede saber qué iría a suceder el día en que llegara a establecerse esa comunicación. «Se quieren, de eso estoy segura», dice Avellaneda, «pero no sé si ése es el modo de quererse que a mí me gusta». Sacude la cabeza para acompañar la duda, luego se anima a agregar: «Relacionadas con los sentimientos hay una serie de zonas vecinas, afines, fáciles de confundir. El amor, la confianza, la piedad, la camaradería, la ternura; yo no sé nunca en cuál de esas zonas tienen lugar las relaciones de papá y mamá. Es algo muy difícil de definir y no creo que ellos mismos lo hayan definido. En alguna ocasión he rozado el tema en conversaciones con mamá. Ella cree que hay demasiada serenidad en su unión con mi padre, demasiado equilibrio como para que exista efectivamente amor. Esa serenidad, ese equilibrio, a los que también puede llamarse falta de pasión, habrían sido quizá insoportables si ellos hubieran tenido algo que reprocharse. Pero no hay reproches ni motivos de reproches. Se saben buenos, honestos, generosos. Saben también que todo eso, aun siendo tan magnífico como es, no significa todavía el amor, ni significa que se quemen en ese fuego. No se queman, y eso que los une dura más aún». «¿Y qué pasa contigo y conmigo? ¿Nos estamos quemando?», pregunté, pero en ese preciso instante estaba distraída, y su mirada también parecía la de alguien sorprendido por el mundo, por el mero hecho de encontrarse en él.

Lunes 26 de agosto

Se lo dije a Esteban. Blanca había ido a almorzar con Diego, así que estábamos solos al mediodía. Fue un gran alivio enterarme de que ya lo sabía. Jaime lo había enterado. «Mirá, papá, yo no lo puedo comprender totalmente ni creo que sea la mejor solución que te hayas unido a una muchacha tantos años menor que vos. Pero una cosa es cierta: no me atrevo a juzgarte. Sé que cuando uno ve las cosas desde fuera, cuando uno no se siente complicado en ellas, es muy fácil proclamar qué es lo malo y qué es lo bueno. Pero cuando uno está metido hasta el pescuezo en el problema (y yo he estado muchas veces así), las cosas cambian, la intensidad es otra, aparecen hondas convicciones, inevitables sacrificios y renunciamientos que pueden parecer inexplicables para el que sólo observa. Ojalá que lo pases bien, no superficialmente bien, sino bien de veras. Ojalá te sientas a la vez protector y protegido, que es una de las más agradables sensaciones que puede permitirse el ser humano. Yo me acuerdo muy poco de mamá. En realidad, es una imagen verdadera a la que se le han superpuesto las imágenes y los recuerdos de los demás. Ya no sé cuál de esos recuerdos es exclusivamente mío. Uno solo quizá: ella peinándose en el dormitorio, con su largo y oscuro pelo cayéndole en la espalda. Ya ves que no es mucho lo que recuerdo de mamá. Pero con los años he ido habituándome a considerarla algo ideal, inalcanzable, casi etéreo. Era tan linda. ¿Verdad que sí? Comprendo que a lo mejor esa representación mía tiene poco que ver con lo que verdaderamente fue mamá. Sin embargo, es así como ella existe para mí. Por eso me chocó un poco cuando él me dijo que andabas con una muchacha. Me chocó pero lo admito, porque sé que estabas muy solo. Y más me doy cuenta ahora, porque he seguido tu proceso y te he visto revivir. Así que no te juzgo, no puedo juzgarte; más aún, me gustaría mucho que hubieras acertado y te acercaras lo más posible a la buena suerte.»

Martes 27 de agosto

Frío y sol. Sol de invierno, que es el más afectuoso, el más benévolo. Fui hasta la Plaza Matriz y me senté en un banco, después de abrir un diario sobre la caca de las palomas. Frente a mí, un obrero municipal limpiaba el césped. Lo hacía con parsimonia, como si estuviera por encima de todos los impulsos. ¿Cómo me sentiría yo si fuera un obrero municipal limpiando el césped? No, ésa no es mi vocación. Si yo pudiera elegir otra profesión que la que tengo, otra rutina que la que me ha gastado durante treinta años, en ese caso yo elegiría ser mozo de café. Y sería un mozo activo, memorioso, ejemplar. Buscaría asideros mentales para no olvidarme de los pedidos de todos. Debe ser magnífico trabajar siempre con caras nuevas, hablar libremente con un tipo que hoy llega, pide un café, y nunca más volverá por aquí. La gente es formidable, entretenida, potencial. Debe ser fabuloso trabajar con la gente en vez de trabajar con números, con libros, con planillas. Aunque yo viajara, aunque me fuera de aquí y tuviera oportunidad de sorprenderme con paisajes, monumentos, caminos, obras de arte, nada me fascinaría tanto como la gente, como ver pasar a la gente y escudriñar sus rosarios, reconocer aquí y allá gestos de felicidad y de amargura, ver cómo se precipitan hacia sus destinos, en insaciada turbulencia, con espléndido apuro, y darme cuenta de cómo avanzan, inconscientes de su brevedad, de su insignificancia, de su vida sin reservas, sin sentirse jamás acorralados, sin admitir que están acorralados. Creo que nunca, hasta ahora, había sido consciente de la presencia de la Plaza Matriz. Debo haberla cruzado mil veces, quizá maldije en otras tantas ocasiones el desvío que hay que hacer para rodear la fuente. La he visto antes, claro que la he visto, pero no me había detenido a observarla, a sentirla, a extraer su carácter y reconocerlo. Estuve un buen rato contemplando el alma agresivamente sólida del Cabildo, el rostro hipócritamente lavado de la Catedral, el desalentado cabeceo de los árboles. Creo que en ese momento se me afirmó definitivamente una convicción: soy de este sitio, de esta ciudad. En esto (es probable que en nada más) creo que debo ser un fatalista. Cada uno ES de un solo sitio en la tierra y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí. Aquí pago mi cuota. Ese que pasa (el de sobretodo largo, la oreja salida, la ronquera rabiosa), ése es mi semejante. Todavía ignora que yo existo, pero un día me verá de frente, de perfil o de espaldas, y tendrá la sensación de que entre nosotros hay algo secreto, un recóndito lazo que nos une, que nos da fuerzas para entendernos. O quizá no llegue nunca ese día, quizá él no se fije nunca en esta plaza, en este aire que nos hace prójimos, que nos empareja, que nos comunica. Pero no importa; de todos modos, es mi semejante.

Miércoles 28 de agosto

Sólo me quedan cuadro días de licencia. No echo de menos la oficina. Echo de menos a Avellaneda. Hoy fui al cine, solo. Vi una de cowboys. Hasta la mitad, me entretuve; a partir de allí, me aburrí de mí mismo, de mi propia paciencia.

Jueves 29 de agosto

Le pedí a Avellaneda que faltara a la oficina. Yo, su jefe, le autoricé y basta. Se quedó todo el día conmigo en el apartamento. Me imagino la bronca de Muñoz, con dos tipos menos en la sección y toda la responsabilidad sobre sus hombros. No sólo la imagino sino que la comprendo. Pero no importa. Estoy en una edad en que el tiempo parece y es irrecuperable. Tengo que asirme desesperadamente a esta razonable dicha que vino a buscarme y que me encontró. Por eso es que no puedo volverme magnánimo, generoso, no puedo ponerme a pensar en las preocupaciones de Muñoz antes que en las mías. La vida se va, se está yendo ahora mismo, y yo no puedo soportar esa sensación de escape, de acabamiento, de final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo un día, un pobre, indigno, limitado día, al que todos, desde Dios para abajo, hemos condenado. No es la eternidad pero es el instante, que, después de todo, es su único sucedáneo verdadero. Así que tengo que apretar el puño, tengo que gastar esta plenitud sin ninguna reserva, sin previsión alguna. Quizá después venga el ocio definitivo, el ocio asegurado, quizá haya después muchos días como éste, y piense entonces en este apuro, en esta impaciencia, como en un ridículo agotamiento. Quizá, sólo quizá. Pero este Mientras Tanto tiene el alivio, la garantía de lo que es, de lo que está siendo.

Hace frío. Avellaneda estuvo todo el día de buzo y pantalones. Así, con el pelo recogido, parecía un muchacho. Le dije que tenía cara de diariero. Pero no me prestó demasiada atención. Estaba preocupada con su horóscopo. Hace un año alguien le hizo su horóscopo y le predijo el futuro. Al parecer, en ese futuro figuraba su actual empleo, y, sobre todo, figuraba yo. «Hombre maduro, de mucha bondad, algo apagado pero inteligente.» ¿Qué tal? Ése soy yo. «¿Vos qué pensás? ¿Se podrá, así nomás, predecir el futuro?» «Yo no sé si se podrá, pero de cualquier manera me parece una trampa. Yo no quiero saber qué me va a pasar. Sería horrible. ¿Te imaginás qué vida espantosa si uno supiera cuándo se va a morir?» «A mí me gustaría saber cuándo voy a morirme. Si fuera posible conocer la fecha de la propia muerte, uno podría regular su ritmo de vida, gastarse más o gastarse menos de acuerdo al saldo que le restara.» A mí me parecería monstruoso. Pero la predicción dice que Avellaneda tendrá dos o tres hijos, que será feliz, pero quedará viuda (bah), que morirá de una enfermedad circulatoria, allá por sus ochenta. A Avellaneda le preocupan muchos los dos o tres hijos. «¿Vos querés tener?» «No estoy muy seguro.» Ella se da cuenta de que mi respuesta es la prudencia en persona, pero cuando me mira yo sé que ella quisiera tener hijos, por lo menos uno. «No te pongas triste», digo, «si te ponés triste soy capaz de encargar mellizos». Sabe lo que yo pienso, sufre por eso y se aferra al vaticinio. «¿Y no te importa la viudez, aunque sea una viudez clandestina?» «No me importa, porque hasta allí no llega mi fe. Yo sé que sos indestructible, que las predicciones te pasan al lado, sin tocarte.» Nada más que una muchacha trepada sobre el sofá, con las piernas arrolladas, y la punta de la nariz colorada de frío.

Viernes 30 de agosto

Durante la licencia, escribí todos los días. Se me hace cuesta arriba reintegrarme al trabajo. Esta licencia ha sido un buen aperitivo de mi jubilación. Blanca recibió hoy una carta de Jaime, rencorosa, violenta. El párrafo que me dedica, dice así: «Decíle al viejo que todos mis amores fueron platónicos, así que, cuando tenga pesadillas en las que aparezca mi inmunda persona, puede darse vuelta y respirar tranquilo. Por ahora». Es demasiado odio junto para que sea verdadero. Al final voy a pensar que este hijo me quiere un poco.

Sábado 31 de agosto

Avellaneda y Blanca se veían sin que yo lo supiera. A Blanca se le escapó una frasecita reveladora y todo quedó al descubierto. «No queríamos decírtelo, porque estamos aprendiendo mucho sobre vos.» Al principio me pareció una broma miserable, después me conmoví. No tuve más remedio que figurarme a las dos muchachas intercambiando sus respectivas imágenes incompletas acerca de este tipo sencillo que soy yo. Una especie de rompecabezas. Hay curiosidad en esto, claro, pero también hay cariño. Avellaneda, por su parte, se mostró muy culpable, me pidió perdón, dijo por centésima vez que Blanca era estupenda. Me gusta que sean amigas, por mí, a través de mí, a causa de mí, pero no puedo evitar a veces la sensación de estar de más. En realidad, soy un veterano del que se están ocupando dos muchachas.