Hoy me mandaron, para que yo lo atendiera, al «judío que viene a pedir trabajo». Cada dos o tres meses aparece por aquí. El gerente no sabe cómo sacárselo de encima. Es un tipo alto, pecoso, de unos cincuenta años; habla horriblemente el español y quizá lo escriba peor. Su cantinela informa siempre que su especialización es correspondencia en tres o cuatro idiomas, taquigrafía en alemán, contabilidad de costos. Extrae del bolsillo una carta en estado de absoluto deterioro, en la cual el jefe de personal de no sé qué instituto de La Paz, Bolivia, certifica que el señor Franz Heinrich Wolff prestó servicios a entera satisfacción y se retiró por su propia voluntad. Sin embargo, la expresión del tipo está lo más alejada posible de toda voluntad, propia o ajena. Ya conocemos de memoria todos sus tics, todos sus argumentos, toda su resignación. Porque él siempre insiste en que le hagan una prueba, pero cuando lo ponemos a escribir a máquina, la carta siempre le sale mal; a las pocas preguntas que se le formulan responde siempre con tranquilos silencios. No puedo imaginar de qué vive. Su aspecto es a la vez limpio y miserable. Parece estar inexorablemente convencido de su fracaso; no se otorga la mínima posibilidad de tener éxito, pero sí la obligación de ser empecinado, sin importarle mayormente frente a cuántas negativas deba estrellarse. Yo no sabría decir exactamente si el espectáculo es patético, repugnante o sublime, pero creo que nunca podré olvidar la cara (¿serena?, ¿resentida?) con que el hombre recibe siempre el resultado negativo de la prueba y la semirreverencia con que se despide. Alguna vez lo he visto por la calle, caminando despacio o mirando simplemente el río de la gente que pasa y que quizá le inspire alguna reflexión. Creo que jamás logrará sonreír. Su mirada podría ser la de un loco o la de un sabio o la de un simulador o la de alguien que ha sufrido mucho. Pero lo cierto es que, cada vez que lo veo, a mí me deja una sensación de incomodidad como si yo fuera en parte culpable de su estado, de su miseria, y —lo peor de todo— como si él supiera que yo soy culpable. Ya sé que es una idiotez. Yo no puedo conseguirle empleo en mi oficina; además, él no sirve.
¿Y entonces? Quizá yo sepa que hay otras formas de ayudar a un semejante. ¿Pero cuáles? ¿Consejos, por ejemplo? No quiero ni pensar la cara con que los recibiría. Hoy, después que le dije por décima vez que no, sentí que me venía una bocanada de lástima y me decidí a tenderle la mano con un billete de diez pesos. Él me dejó con la mano tendida, me miró fijamente (una mirada bastante complicada aunque creo que en ella el ingrediente principal era, a su vez, la lástima) y me dijo con ese desagradable acento de eres que suenan como ges: «Usted no compgende.» Lo cual es rigurosamente cierto. No comprendo y basta. No quiero pensar más en todo esto.
Me veo poco con mis hijos. Especialmente con Jaime. Es curioso, porque es precisamente a Jaime a quien quisiera ver más a menudo. De los tres es el único que tiene humor. No sé qué validez tiene la simpatía en las relaciones entre padres e hijos, pero lo cierto es que Jaime es, de los tres, el que me resulta más simpático. Pero, en compensación, es también el menos transparente.
Hoy lo vi, pero él no me vio. Una curiosa experiencia. Yo estaba en Convención y Colonia, despidiéndome de Muñoz que me había acompañado hasta allí. Jaime pasó por la vereda de enfrente. Iba con otros dos, que tenían algo desagradable en el porte o en el vestir; no me acuerdo bien, porque me fijé especialmente en Jaime. No sé qué les iría diciendo a los otros, pero éstos se reían con grandes aspavientos. Él iba serio, pero su expresión era de satisfacción, o quizás no, más bien provenía del convencimiento de su superioridad, del claro dominio que en ese momento ejercía sobre sus acompañantes.
A la noche le dije: «Hoy te vi por Colonia. Ibas con otros dos». Me pareció que se ponía colorado. Acaso me equivoqué. «Un compañero de oficina y su primo», dijo. «Parece que los divertías mucho», agregué. «Uh, ésos se ríen de cualquier pavada.»
Entonces, creo que por primera vez en su vida, me hizo una pregunta personal, una pregunta que se refería a mis propias preocupaciones: «Y… ¿para cuándo calculás que estará pronta tu jubilación?». ¡Jaime preguntando por mi jubilación! Le dije que Esteban le había hablado a un amigo para que la apurara. Pero tampoco puede apurarla demasiado. Es inevitable que, antes que nada, yo cumpla mis cincuenta. «¿Y cómo te sentís?», preguntó. Yo me reí y me limité a encogerme de hombros. No dije nada, por dos razones. La primera, que todavía no sé qué haré con mi ocio. La segunda, que estaba conmovido con ese repentino interés. Un buen día, hoy.
Otra vez tuvimos que quedarnos hasta tarde. Ahora la culpa fue nuestra: hubo que buscar una diferencia. Todo un problema para elegir la gente. El pobre Robledo me miraba desafiante, pero no lo elegí; prefiero que piense que me tiene dominado. Santini tenía un cumpleaños, Muñoz anda con una uña encarnada que lo tiene de muy mal humor, Sierra hace dos días que no viene. Al final se quedaron Méndez y Avellaneda. A las ocho menos cuarto, se me acercó Méndez muy misterioso y me preguntó para cuánto teníamos. Le dije que por lo menos hasta las nueve. Entonces, más misterioso aún y tomando las máximas precauciones para que no lo escuchara Avellaneda, me confesó que a las nueve tenía un programa y que primero quería ir a su casa para bañarse, afeitarse, cambiarse, etc. Todavía lo hice sufrir un poco. Le pregunté: «¿Está buena?». «Es un poema, jefe.» Ellos saben bien que la única arma para conquistarme es la franqueza. Y se pasan de francos. Le di permiso, claro.
Pobre Avellaneda. En cuanto quedamos solos en el enorme local, se puso más nerviosa que de costumbre. Cuando me alcanzó una planilla y vi que le temblaba la mano, le pregunté a quemarropa: «¿Tengo un aspecto muy amenazante? No se ponga así, Avellaneda». Se rió y desde ese momento trabajó más tranquila. Es todo un problema hablarle. Siempre tengo que estar a medio camino entre la severidad y la confianza. Tres o cuatro veces la miré de reojo. Se ve que es una buena chica. Tiene rasgos definidos, de tipa leal. Cuando se aturulla un poco con el trabajo, inevitablemente se despeina y eso le queda bien. Sólo a las nueve y diez encontramos la diferencia. Le pregunté si quería que la acompañase. «No, señor Santomé, de ningún modo.» Pero mientras caminábamos hasta la Plaza, hablamos del trabajo. Tampoco aceptó un café. Le pregunté dónde vivía y con quién. Padre y madre. ¿Novio? Fuera de la oficina debo inspirarle menos respeto, porque contestó afirmativamente y en un tono normal. «¿Y cuándo tendremos colecta?», pregunté, como es de ritual en estos casos. «Oh, hace sólo un año que hablamos.» Yo creo que después de haberme confesado que tenía novio, se sintió más defendida e interpretó mis preguntas como un interés casi paternal. Reunió todo su coraje para averiguar si yo era casado, si tenía hijos, etcétera. Se puso muy seria ante la notificación de mi viudez y creo que estuvo luchando entre cambiar rápidamente de tema o acompañarme el sentimiento con veinte años de atraso. Triunfó la cordura y pasó a hablarme de su novio. Apenas me había enterado de que trabajaba en el Municipio, cuando apareció su trole. Me dio la mano y todo, qué barbaridad.
Carta de Aníbal. Se aburrió en San Pablo y regresa a fin de mes. Para mí es una buena noticia. Tengo pocos amigos y Aníbal es el mejor. Por lo menos es el único con quien puedo hablar de ciertos temas sin sentirme ridículo. Alguna vez tendremos que investigar en qué se basa nuestra afinidad. Él es católico, yo no soy nada. Él es mujeriego, yo me limito a lo indispensable. Él es activo, creador, categórico; yo soy rutinario e indeciso. Lo cierto es que, muchas veces, él me empuja a tomar una decisión; otras, soy yo el que lo freno con alguna de mis dudas. Cuando murió mi madre —hará en agosto quince años— yo estaba hecho una ruina. Sólo me sostenía una fervorosa rabia contra Dios, los parientes, el prójimo. Cada vez que recuerdo el velorio interminable, siento asco. Los asistentes se dividían en dos clases: los que empezaban a llorar desde la puerta y después me sacudían entre sus brazos, y los que llegaban tan sólo a cumplir, me daban la mano con empalagosa compunción y a los diez minutos estaban contando chistes verdes. Entonces llegó Aníbal, se acercó, ni siquiera me dio la mano, y se puso a hablar con naturalidad: de mí, de sí mismo, de su familia, incluso de mi madre. Esa naturalidad fue una especie de bálsamo, de verdadero consuelo; yo la interpreté como el mejor homenaje que alguien podía hacer a mi madre, y a mí mismo en mi afecto por mi madre. Es tan sólo un detalle, un episodio casi insignificante, eso lo comprendo bien, pero tuvo lugar en uno de esos momentos en que el dolor lo pone a uno exageradamente receptivo.
Sueño descabellado. Yo venía de atravesar en pijama el Parque de los Aliados. De pronto, en la vereda de una casa lujosa, de dos plantas, vi que estaba Avellaneda. Me acerqué sin vacilar. Ella tenía puesto un vestidito liso, sin adornos ni cinturón, directamente sobre la carne. Estaba sentada en un banquito de cocina, junto a un eucalipto, y pelaba papas. De pronto tuve conciencia de que ya era de noche y me acerqué y le dije: «Qué rico olor a campo». Al parecer, mi argumento fue decisivo, porque inmediatamente me dediqué a poseerla, sin que mediase resistencia alguna de su parte.
Esta mañana, cuando apareció Avellaneda con un vestidito liso, sin adornos ni cinturón, no pude aguantarme y le dije: «Qué rico olor a campo». Me miró con auténtico pánico, exactamente como se mira a un loco o a un borracho. Para peor de males traté de explicarle que estaba hablando solo. No la convencí, y al mediodía, cuando se fue, todavía me vigilaba con cierta prevención. Una prueba más de que es posible ser más convincente en los sueños que en la realidad.
Casi todos los domingos, almuerzo y ceno solo, e inevitablemente me pongo melancólico. «¿Qué he hecho de mi vida?» es una pregunta que suena a Gardel o a Suplemento Femenino o artículo del Reader’s Digest. No importa. Hoy domingo, me siento más allá de lo irrisorio y puedo hacerme preguntas de ese tipo. En mi historia particular, no se han operado cambios irracionales, virajes insólitos y repentinos. Lo más insólito fue la muerte de Isabel. ¿Residirá en esa muerte la clave verdadera de lo que yo considero mi frustración? No lo creo. Más aún, cuanto más me investigo, más me convenzo de que esa muerte joven fue una desgracia, digamos, con suerte. (Por Dios, qué vulgar y mezquino suena esto. Yo mismo me horrorizo.) Quiero decir que en el momento en que Isabel desaparece, yo tenía veintiocho años y ella veinticinco. Estábamos pues, en pleno auge del deseo. Creo que mi deseo físico más vehemente me fue inspirado por ella. Será por eso tal vez que si bien soy incapaz de reconstruir (con mis propias imágenes, no con fotografías o recuerdos de recuerdos) el rostro de Isabel, puedo en cambio volver a sentir en mis manos, todas las veces que lo necesite, el tacto particular de su cintura, de su vientre, de sus pantorrillas, de sus senos. ¿Por qué las palmas de mis manos tienen una memoria más fiel que mi memoria? Una consecuencia puedo extraer de todo esto: que si Isabel hubiera vivido los suficientes años más como para que su cuerpo se aflojara (eso tenía de bueno: su piel lisa y tirante en todas sus zonas) y aflojara, por ende, mi capacidad de desearla, no puedo garantizar qué hubiera sido de nuestro vínculo ejemplar. Porque toda nuestra armonía, que era cierta, dependía inexorablemente de la cama, de nuestra cama. No quiero decir con esto que durante el día nos lleváramos como perro y gato; por el contrario, en nuestra vida cotidiana se usaba una buena dosis de concordia. Pero ¿cuál era el freno para los estallidos, para los desbordes? Sencillamente, el goce de las noches, su presencia protectora en medio de los sinsabores del día. Si alguna vez el odio nos tentaba y empezábamos a apretar los labios, nos cruzaba por los ojos el aliciente de la noche, pasada o futura, y entonces, inevitablemente, nos envolvía una oleada de ternura que aplacaba todo brote de rencor. En eso no estoy disconforme. Mi matrimonio fue una buena cosa, una alegre temporada.
Pero ¿y lo demás? Porque está la opinión que uno puede tener de sí mismo, algo que increíblemente tiene poco que ver con la vanidad. Me refiero a la opinión ciento por ciento sincera, la que uno no se atrevería a confesarle ni al espejo frente al que se afeita. Recuerdo que hubo una época (allá entre mis dieciséis y mis veinte años) en que tuve una buena, casi diría una excelente opinión de mí mismo. Me sentía con impulso para empezar y llevar a cabo «algo grande», para ser útil a muchos, para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la mía una actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me hubiera gustado recibir la aceptación y hasta el aplauso ajeno, creo que mi primer objetivo no era usar de los otros, sino serles de utilidad. Ya sé que esto no es caridad pura y cristiana; además, no me importa mucho el sentido cristiano de la caridad. Recuerdo que yo no pretendía ayudar a los menesterosos, o a los tarados, o a los miserables (creo cada vez menos en la ayuda caóticamente distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamente, ser de utilidad para mis iguales, para quienes tenían un más comprensible derecho a necesitar de mí.
La verdad es que esa excelente opinión acerca de mí mismo ha decaído bastante. Hoy me siento vulgar y, en algunos aspectos, indefenso. Soportaría mejor mi estilo de vida si no tuviera conciencia de que (sólo mentalmente, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como para encaramarme a otra posibilidad, saber que soy superior, no demasiado, a mi agotada profesión, a mis pocas diversiones, a mi ritmo de diálogo: saber todo eso no ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien me hace sentirme más frustrado, más inepto para sobreponerme a las circunstancias. Lo peor de todo es que no han acaecido terribles cosas que me cercaran (bueno, la muerte de Isabel es algo fuerte, pero no puedo llamarla terrible; después de todo, ¿existe algo más natural que irse de este mundo?), que frenaran mis mejores impulsos, que impidieran mi desarrollo, que me ataran a una rutina aletargante. Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por la vía más simple: la acumulación. La seguridad de saberme capaz para algo mejor, me puso en las manos la postergación, que al fin de cuentas es un arma terrible y suicida. De ahí que mi rutina no haya tenido nunca carácter ni definición; siempre ha sido provisoria, siempre ha constituido un rumbo precario, a seguir nada más que mientras duraba la postergación, nada más que para aguantar el deber de la jornada durante ese período de preparación que al parecer yo consideraba imprescindible, antes de lanzarme definitivamente hacia el cobro de mi destino. Qué pavada, ¿no? Ahora resulta que no tengo vicios importantes (fumo poco, sólo de aburrido tomo una cañita de cuando en cuando), pero creo que ya no podría dejar de postergarme: éste es mi vacío, por otra parte incurable. Porque si ahora mismo me decidiera a asegurarme, en una especie de tardío juramento: «Voy a ser exactamente lo que quise ser», resultaría que todo sería inútil. Primero, porque me siento con escasas fuerzas como para jugarlas a un cambio de vida, y luego, porque ¿qué validez tiene ahora para mí aquello que quise ser? Sería algo así como arrojarme conscientemente a una prematura senilidad. Lo que deseo ahora es mucho más modesto que lo que deseaba hace treinta años y, sobre todo, me importa mucho menos obtenerlo. Jubilarme, por ejemplo. Es una aspiración, naturalmente, pero es una aspiración en cuesta abajo. Sé que va a llegar, sé que vendrá sola, sé que no será preciso que yo proponga nada. Así es fácil, así vale la pena entregarse y tomar decisiones.
Esta mañana me llamó el Adoquín Vignale. Le hice decir que no estaba, pero cuando me volvió a llamar a la tarde, me sentí obligado a atenderlo. En esto soy categórico: si tengo esta relación (no me atrevo a llamarla amistad) es tal vez porque la merezco.
Quiere venir a casa. «Algo confidencial, viejo. No puedo decirlo por teléfono, ni tampoco puedo traerte a casa para esto.» Quedamos combinados para el jueves de noche. Vendrá después de la cena.
Quiere venir a casa. Algo confidencial, viejo. No puedo decirlo por teléfono, ni tampoco puedo traerte a casa para esto. Quedamos combinados para el jueves de noche. Vendrá después de la cena.
Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?
Falta media hora para que cenemos. Esta noche viene Vignale. Sólo estaremos Blanca y yo. Los muchachos desaparecieron no bien se enteraron de la visita. No los acuso. Yo también hubiera escapado.
En Blanca se ha operado un cambio. Tiene color en las mejillas, y no es artificial; tiene color aún después de lavarse la cara. A veces se olvida de que estoy en la casa y se pone a cantar. Tiene poca voz pero la maneja con gusto. Me agrada oírla. ¿Qué pasará por la cabeza de mis hijos? ¿Estarán en el momento de las aspiraciones en cuestarriba?
Ayer Vignale llegó a las once y se fue a las dos de la mañana. Su problema cabe en pocas palabras: su concuñada se ha enamorado de él. Vale la pena transcribir, aunque sólo sea aproximadamente, la versión de Vignale: «Fijáte que ellos hace seis años que viven con nosotros. Seis años no son cuatro días. No te voy a decir que hasta ahora nunca me hubiera fijado en la Elvira. Vos ya te diste cuenta de que está bastante buena. Y si la vieras en traje de baño, se te caen las medias. Pero, che, una cosa es mirar y otra aprovechar. ¿Qué querés? Mi patrona ya está un poco jamona y además está agotada por el trabajo de la casa y el cuidado de los chiquilines. Podrás imaginarte que después de quince años de casado no es cosa de verla e ipso facto inflamarse de pasión. Además, tiene unos períodos que le duran como una quincena, así que es bastante difícil que mis ganas lleguen a coincidir con su disponibilidad. La verdad es que muchas veces ando hambriento y me como con los ojos las pantorrillas de la Elvira, que, para peor de males, de entrecasa anda siempre de shorts. La cosa es que la mujer ha interpretado mal mis miradas; bueno, en realidad las ha interpretado bien, pero no era para tanto. La pura verdad es que si hubiera sabido que la Elvira gustaba de mí, ni la habría observado, porque lo que menos quiero es armar relajo dentro de mi propio hogar, que para mí siempre fue sagrado. Primero fueron miradas y yo haciéndome el oso. Pero el otro día se me cruzó de piernas, así nomás, en shorts, y no tuve más remedio que decirle: ‘Tené cuidado’. Me contestó: ‘No quiero tener cuidado, y fue el acabóse. A continuación me preguntó si era ciego, que yo bien sabía que no le era indiferente, etcétera, etcétera. Aunque estaba seguro que de nada iba a servir, le recordé la existencia del marido, o sea mi cuñado, y ¿sabés qué me contestó?: ‘¿Quién? ¿Ese tarado?’. Y ahí está lo peor: que tiene razón, Francisco es un tarado. Eso es lo que me enfría un poco los escrúpulos. ¿Vos qué harías en mi lugar?».
Yo en su lugar no tendría problemas: primero, no me hubiera casado con la idiota de su mujer, y segundo, no me sentiría atraído en absoluto por la carne blanda de la otra veterana. Pero no pude decirle otra cosa que lugares comunes: «Tené cuidado. Mirá que no te la vas a poder sacar de encima. Si querés rifarte toda tu situación familiar, entonces dale; pero si esa situación te importa más que todo, entonces no te arriesgues».
Se fue compungido, preocupado, indeciso. Creo, sin embargo, que la frente de Francisco está en peligro.
Esta mañana tomé un ómnibus, me bajé en Agraciada y 19 de Abril. Hace años que no iba por ahí. Me hice la ilusión de que visitaba una ciudad desconocida. Sólo ahora me di cuenta de que me he acostumbrado a vivir en calles sin árboles. Y qué irremediablemente frías pueden llegar a ser.
Una de las cosas más agradables de la vida: ver cómo se filtra el sol entre las hojas.
Buena mañana la de hoy. Pero a la tarde dormí una siesta de cuatro horas y me levanté de mal humor.
Sigo sin averiguar qué es lo que me atrae en Avellaneda. Hoy la estuve estudiando. Se mueve bien, se recoge armoniosamente el pelo, sobre las mejillas tiene una leve pelusa, como de durazno. ¿Qué hará con el novio? O mejor, ¿qué hará el novio con ella? ¿Jugarán a la parejita decente o se calentarán como cualquier hijo de vecino?
Dice Esteban que si quiero tener la jubilación para fin de año, la cosa hay que empezarla ahora. Dice que me va a ayudar a moverla, pero que aun así llevará tiempo. Ayudar a moverla quizá signifique untarle la mano a alguien. No me gustaría. Sé que el más indigno es el otro, pero yo tampoco sería inocente. La teoría de Esteban es que es necesario desempeñarse en el estilo que exige el ambiente. Lo que en un ambiente es simplemente honrado, en otro puede ser simplemente imbécil. Tiene algo de razón, pero me desalienta que tenga razón.
Vino el inspector: amable, bigotudo. Nadie hubiera pensado que fuese tan cargoso. Empezó pidiendo datos del último balance y terminó solicitando una discriminación de rubros que figura en el inventario inicial. Me pasé acarreando viejos y destartalados libros desde la mañana hasta última hora de la tarde. El inspector era un primor: sonreía, pedía perdón, decía «Mil gracias». Un encanto el tipo. ¿Por qué no se morirá? Al principio estuve amasando mi rabia, contestando entre dientes, puteando mentalmente. Después la bronca cedió paso a otra sensación. Empecé a sentirme viejo. Esos datos iniciales de 1929, los había escrito yo; esos asientos y contraasientos que figuraban en el borrador del Diario, los había escrito yo; esos transportes a lápiz en libro de Caja, los había escrito yo. En ese entonces era sólo un pinche, pero ya me daban a hacer cosas importantes, aunque la módica gloria fuera sólo del jefe, exactamente como ahora gano yo mi módica gloria por las cosas importantes que hacen Muñoz y Robledo. Me siento un poco como el Herodoto de la empresa, el resgistrador y el escriba de su historia, el testigo sobreviviente. Veinticinco años. Cinco lustros. O un cuarto de siglo. No. Parece mucho más sobrecogedor decir, lisa y llanamente, veinticinco años, ¡y cómo ha ido cambiando mi letra! En 1929 tenía una caligrafía despatarrada: las «t» minúsculas no se inclinaban hacia el mismo lado que las «d», que las «b» o que las «h», como si no hubiera soplado para todas el mismo viento. En 1939, las mitades inferiores de las «f», las «g» y las «j» parecían una especie de flecos indecisos, sin carácter ni voluntad. En 1945 empezó la era de las mayúsculas, mi regusto en adornarlas con amplias curvas, espectaculares e inútiles. La «M» y la «H» eran grandes arañas, con tela y todo. Ahora mi letra se ha vuelto sintética, pareja, disciplinada, neta. Lo que sólo prueba que soy un simulador, ya que yo mismo me he vuelto complicado, desparejo, caótico, impuro. De pronto, al pedirme el inspector un dato correspondiente a 1930, reconocí mi caligrafía, mi caligrafía de una etapa especial. Con la misma letra que escribí: «Detalle de sueldos pagados al personal en el mes de agosto de 1930», con esa misma letra y en ese mismo año, había escrito dos veces por semana: «Querida Isabel», porque Isabel vivía entonces en Melo y yo le escribía puntualmente los martes y viernes. Esa había sido, pues, mi letra de novio. Sonreí, arrastrado por los recuerdos, y el inspector sonrió conmigo. Después me pidió otra discriminación de rubros.
¿Estaré reseco? Sentimentalmente, digo.
Nuevas confesiones de Santini. Otra vez referentes a la hermanita de diecisiete años. Dice que cuando los padres no están en la casa, ella viene a su cuarto y baila casi desnuda frente a él. «Tiene un traje de baño de esos de dos partes, ¿sabe? Bueno, cuando viene a bailar a mi cuarto, se quita la parte de arriba.» «¿Y vos qué hacés?» «Yo… me pongo nervioso.» Le dije que si solamente se ponía nervioso, no había peligro. «Pero, señor, eso es inmoral», dijo, agitando la muñeca con la cadenita y la medalla. «Y ella, ¿qué razones te da para venir a bailar delante tuyo con tan poca ropa?» «Fíjese, señor, dice que a mí no me gustan las mujeres y que ella me va a curar.» «¿Y es cierto eso?» «Bueno, aunque fuera cierto… no tiene por qué hacerlo… por ella misma… me parece.» Entonces me resigné a hacerle la pregunta que él estaba buscando desde hacía tiempo: «Y los hombres, ¿te gustan?». Sacudió otra vez la cadenita y la medalla. Dijo: «Pero eso es inmoral, señor», me hizo un guiño que estaba a medio camino entre lo travieso y lo asqueroso y, antes de que yo pudiera agregar nada, me preguntó: «¿O usted no lo cree así?». Lo saqué vendiendo boletines y le mandé un trabajo de esos bien pudridores. Tiene por lo menos para diez días de no levantar la cabeza. Eso es lo que me faltaba: un marica en la sección. Parece que es del tipo «con escrúpulos». Qué alhaja. Una cosa es cierta, sin embargo: que la hermanita se las trae.
Hoy, como todos los 24 de abril, cenamos juntos. Buen motivo: el cumpleaños de Esteban. Creo que todos nos sentimos un poco obligados a mostrarnos alegres. Ni siquiera Esteban parece alunado; hizo algunos chistes, aguantó a pie firme nuestros abrazos.
El menú preparado por Blanca fue el punto más alto de la noche. Naturalmente, eso también predispone al buen humor. No es del todo absurdo que un pollo a la portuguesa me deje más optimista que una tortilla de papas. ¿No se le habrá ocurrido a ningún sociólogo efectuar un detenido análisis sobre la influencia de las digestiones en la cultura, la economía y la política uruguayas? ¡Cómo comemos, Dios mío! En la alegría, en el dolor, en el asombro, en el desaliento. Nuestra sensibilidad es primordialmente digestiva. Nuestra innata vocación de demócratas se apoya en un viejo postulado: «Todos tenemos que comer». A nuestros creyentes les importa sólo en parte que Dios les perdone sus deudas, pero en cambio piden de rodillas, con lágrimas en los ojos, que no les falte el pan nuestro de cada día. Y ese Pan Nuestro no es —estoy seguro— un mero símbolo: es un pan alemán de a kilo.
Bueno, comimos bien, tomamos un buen clarete, festejamos a Esteban. Al final de la cena, cuando revolvíamos lentamente el café, Blanca dejó caer una noticia: tiene novio. Jaime la envolvió con una mirada rara, indefinida (¿qué es Jaime?, ¿quién es Jaime?, ¿qué quiere Jaime?). Esteban preguntó alegremente el nombre del «infeliz». Yo creo que me sentí contento y lo dejé traslucir. «¿Y cuándo conocemos a esa monada?», pregunté. «Mirá, papá, Diego no va a hacer esas visitas protocolares de lunes, miércoles y viernes. Nos encontramos en cualquier parte, en el Centro, en su casa, aquí.» Cuando dijo «en su casa» debimos haber fruncido nuestros ceños, porque ella se apresuró a agregar: «Vive con su madre, en un apartamento. No tengan miedo». «Y la madre, ¿nunca sale?», preguntó Esteban, ya un poco agrio. «No te pongas pesado», dijo Blanca y en seguida me lanzó la pregunta: «Papá, quiero saber si vos me tenés confianza. Es la única opinión que me importa. ¿Me tenés confianza?». Cuando me preguntan así, a quemarropa, hay una sola cosa que puedo contestar. Mi hija lo sabe. «Claro que te tengo confianza», dije. Esteban se limitó a dejar constancia de su incredulidad en una sonora carraspera. Jaime siguió callado.
El gerente convocó a otra reunión de jefes. No estaba Suárez, por suerte tiene gripe. Martínez aprovechó la ocasión para decir algunas verdades. Estuvo bien. Le admiro la energía. A mí en el fondo me importan un cuerno: la oficina, los títulos, las jerarquías y otras pavadas. Nunca me sentí atraído por las jerarquías. Mi lema secreto: «Cuanto menos jerarquías, menos responsabilidad». La verdad es que uno vive más cómodo sin grandes cargos. En cuanto a Martínez, está bien lo que hace. De todos los jefes, los únicos que podían aspirar a una subgerencia (cargo a llenar a fin de año) seríamos, por orden de antigüedad: yo, Martínez y Suárez. A mí Martínez no me teme, porque sabe que me jubilo. En cambio le tiene miedo (y con razón) a Suárez, porque desde que éste anda con la Valverde, sus progresos han sido notables: de ayudante del cajero pasó a oficial 1o a mediados del año pasado, de oficial 1o a jefe de Expedición hace apenas cuatro meses. Martínez sabe perfectamente que la única forma de defenderse de Suárez es desacreditarlo totalmente. Por cierto que para eso no tiene que exprimir demasiado su imaginación, ya que Suárez es, en cuanto a cumplimiento, una calamidad. Se sabe inmune, se sabe odiado, pero el escrúpulo no ha sido nunca su especialidad.
Había que ver la cara del gerente cuando el otro soltó su entripado. Martínez le preguntó directamente si «el señor gerente no sabía si algún otro miembro del Directorio tenía alguna hija disponible que quisiera acostarse con jefes de sección», agregando que él «estaba a las órdenes». El gerente le preguntó qué buscaba con eso, si quería que lo suspendieran. «De ningún modo», aclaró Martínez, «lo que busco es un ascenso. Tengo entendido que el procedimiento es éste». El gerente daba lástima. El hombre sabe que Martínez tiene razón, pero, además, sabe que él no puede hacer nada. Por ahora, al menos, Suárez es intocable.
Llegó Aníbal. Fui a recibirlo al Aeropuerto. Está más flaco, más viejo, más gastado. De todos modos, fue una alegría volver a verlo. Hablamos muy poco, porque estaban las tres hermanas y yo nunca me he llevado bien con esos loros. Quedamos en vernos uno de estos días; me llamará a la oficina.
Hoy la sección era un desierto. Faltaron tres. Además, Muñoz anduvo en la calle y Robledo tuvo que revisar las fichas con la sección Ventas. Menos mal que a esta altura del mes no hay mucho trabajo. El jaleo viene siempre después del primero. Aproveché la soledad y la escasez de trabajo para charlar un rato con Avellaneda. Hace unos cuantos días que la noto apagada, casi triste. Eso sí, le sienta la tristeza. Le afila los rasgos, le pone los ojos melancólicos, la hace más joven aún. Me gusta Avellaneda, creo que ya escribí esto alguna vez. Le pregunté qué le pasaba. Se acercó a mi mesa, me sonrió (qué bien sonríe), no dijo nada. «Hace unos cuantos días que la noto apagada, casi triste», le dije, y a fin de que mi comentario tuviera el mismo equipo de palabras que mi pensamiento, agregué: «Eso sí, le sienta la tristeza». No lo tomó como un piropo. Sólo se le alegraron los ojos melancólicos, y dijo: «Usted es muy bueno, señor Santomé». ¿Por qué el «señor Santomé», Dios mío? Había sonado tan bien la primera parte… El «señor Santomé» me recordó mi casi cincuentena, apagó inexorablemente mis humos, y sólo me restaron fuerzas para preguntarle en tono fallutamente paternal: «¿el novio?». A la pobre Avellaneda se le llenaron los ojos de lágrimas, sacudió la cabeza en un gesto que parecía una afirmación, balbuceó un «perdón» y salió corriendo hacia el cuarto de baño. Yo quedé por un rato sin saber qué hacer delante de mis papeles; creo que estaba conmovido. Me sentí agitado, como hace mucho no me sentía. Y no era la nerviosidad corriente de alguien que ve a una mujer llorando o a punto de. Mi agitación era mía, sólo mía; la agitación de asistir a mi propia conmoción. De pronto se hizo la luz en mi propio cerebro: ¡Entonces no estoy reseco! Cuando regresó Avellaneda, ya sin lágrimas y un poco avergonzada, yo todavía estaba disfrutando egoístamente de mi novel descubrimiento. No estoy reseco, no estoy reseco. Entonces la miré con gratitud, y como en ese momento regresaban Muñoz y Robledo, ambos nos pusimos a trabajar como obedeciendo a un secreto acuerdo.
Vamos a ver, ¿qué me pasa? Todo el día estuvo transitando por mi cabeza, como si se tratara de un slogan recurrente, la única frase: «Así que se peleó con el novio». Y a continuación mi ritmo respiratorio se alegraba. El mismo día en que descubro que no estoy reseco, me siento en cambio intranquilizadoramente egoísta. Bueno, creo que, a pesar de todo, esto significa un paso adelante.