Lo que Caspian hizo allí
A la mañana siguiente, lord Bern despertó a sus invitados temprano y, tras desayunar, pidió a Caspian que ordenara a todos los hombres de los que disponía que se pusieran las armaduras.
—Y lo más importante —añadió—, que todo esté tan cuidado y limpio como si fuera la mañana del primer combate de una gran guerra entre reyes nobles, con todo el mundo como espectador.
Así se hizo; y luego, en tres barcas bien cargadas, Caspian y sus hombres, y Bern con unos cuantos de los suyos, partieron hacia Puerto Angosto. La bandera del rey ondeaba en la popa de su embarcación y la acompañaba su trompetero.
Cuando llegaron al malecón de la ciudad, Caspian encontró una gran multitud reunida allí para recibirlos.
—Esto es lo que envié a decir anoche —explicó Bern—. Son todos amigos míos y gente honrada.
Y, en cuanto Caspian puso pie en tierra, la muchedumbre estalló en vítores y aclamaciones de: «¡Narnia! ¡Narnia! ¡Larga vida al rey!». Al mismo tiempo —y ello también se debía a los mensajeros de Bern— empezaron a sonar campanas en muchas partes de la ciudad. Entonces Caspian hizo que colocaran al frente su estandarte y que hicieran sonar la trompeta, y todo el mundo desenvainó la espada y adoptó una divertida expresión severa, y, de aquella forma, marcharon calle adelante haciendo que el suelo se estremeciera, con las armaduras brillando de tal modo (pues era una mañana soleada) que apenas se las podía mirar de frente.
En un principio, las únicas personas que los aclamaban eran aquellas a las que el mensajero de Bern había advertido y que sabían lo que sucedía y deseaban que sucediera; pero luego todos los niños se les unieron porque les gustaban los desfiles y habían visto muy pocos. Y a continuación se unieron también todos los colegiales, porque también les gustaban los desfiles y consideraban que cuanto más ruido y agitación hubiera, menos probabilidades había de que tuvieran clase aquella mañana. Y, luego, todas las ancianas sacaron la cabeza por la ventana y empezaron a parlotear y vitorear porque se trataba de un rey, y ¿qué era un gobernador comparado con aquello? Y las jóvenes se unieron a ellas por el mismo motivo y también debido a que Caspian, Drinian y el resto eran muy apuestos. Y después fueron los hombres jóvenes los que acudieron a ver qué miraban las muchachas, de modo que cuando Caspian llegó a las puertas del castillo, casi toda la ciudad lo aclamaba; y el estruendo llegó hasta la habitación del castillo donde estaba Gumpas, hecho un lío con sus cuentas, formularios, normas y leyes, quien oyó el ruido.
A las puertas del castillo, el trompetero de Caspian lanzó un toque de trompeta y gritó:
—Abrid al rey de Narnia, que ha venido a visitar a su fiel y bienamado siervo, el gobernador de las Islas Solitarias.
En aquellos tiempos todo en las islas se realizaba de un modo desaliñado e indolente, de modo que únicamente se abrió un postigo pequeño, y de él salió un tipo desgreñado con un gorro viejo y sucio en la cabeza en lugar de casco, y una pica oxidada en la mano. Guiñó los ojos al contemplar las relucientes figuras que tenía delante.
—No odéis… zu… zuficianci —farfulló (lo que era su modo de decir: «No podéis ver a Su Suficiencia».)—. No hay entrevistas sin cita esepto de nueve a diez de la noche el segundo sábado de cada mes.
—Descúbrete ante Narnia, perro —tronó lord Bern, y le asestó un golpecito con la mano enfundada en el guantelete que le arrancó el sombrero de la cabeza.
—¿Aquí? ¿Qué es todo esto? —empezó el portero, pero nadie le prestó atención.
Dos de los hombres de Caspian cruzaron la portezuela y tras un cierto forcejeo con barras y cerrojos —todo estaba oxidado—, abrieron de par en par las dos hojas de la entrada. Entonces el rey y su séquito penetraron en el patio. En el interior ganduleaban unos cuantos guardas del gobernador y varios más —en su mayoría limpiándose la boca— salieron precipitadamente de varias entradas. Aunque tenían las armaduras en un estado deplorable, se trataba de hombres que habrían peleado de haber tenido quien los mandase o de haber sabido lo que sucedía; era aquél, por lo tanto, el momento más peligroso. Caspian no les dio tiempo a reflexionar.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó.
—Soy yo, más o menos, no sé si me explico —respondió un joven de aspecto lánguido y excesivamente acicalado que no llevaba ni una coraza.
—Es nuestro deseo —indicó Caspian— que nuestra real visita a vuestro reino de las Islas Solitarias sea, si es posible, motivo de júbilo y no de terror para nuestros leales súbditos. Si no fuera por esto, tendría algo que decir respecto al estado de las armaduras y armas de tus hombres. De todos modos, estáis perdonados. Ordena que abran un barril de vino para que tus hombres puedan beber a nuestra salud. Pero mañana al mediodía quiero verlos aquí en este patio con todo el aspecto de soldados y no de vagabundos. Ocúpate de ello so pena de incurrir en nuestro mayor enojo.
El capitán se quedó boquiabierto pero Bern se apresuró a gritar.
—Tres hurras por el rey.
Y los soldados, que habían comprendido lo del barril de vino aunque no hubieran entendido nada más, se unieron a él. Caspian ordenó entonces a la mayoría de sus hombres que permaneciera en el patio, mientras él, acompañado por Bern, Drinian y otros cuatro, entraban en la sala.
Tras una mesa situada en el otro extremo y rodeada por varios secretarios estaba sentado Su Suficiencia, el gobernador de las Islas Solitarias. Gumpas era un hombre de aspecto colérico con un cabello que en otro momento fue rojo y ahora era prácticamente gris. Alzó la vista al entrar los desconocidos y luego la bajó hacia sus papeles mientras decía de un modo automático:
—No hay entrevistas sin cita previa excepto de nueve a diez de la noche el segundo sábado de cada mes.
Caspian hizo una seña con la cabeza a Bern y luego se apartó. El lord y Drinian dieron un paso al frente y cada uno agarró un extremo de la mesa. La alzaron y la arrojaron a un lado de la sala donde se volcó, desperdigando una cascada de cartas, expedientes, frascos de tinta, plumas, lacre y documentos. A continuación, firmes pero sin rudeza, como si sus manos fueran tenazas de acero, arrancaron a Gumpas de su sillón y lo colocaron de cara al rey, a un metro y medio de distancia. Caspian se apresuró a sentarse en el asiento vacío y colocó la espada desnuda atravesada sobre sus rodillas.
—Milord —dijo, clavando los ojos en Gumpas—, no nos habéis ofrecido la bienvenida que esperábamos. Soy el rey de Narnia.
—No hay nada al respecto en la correspondencia —respondió el gobernador—. No hay nada en las actas. No se nos ha notificado tal cosa. Todo es muy irregular. Tendré a bien considerar cualquier solicitud…
—Y hemos venido a examinar el modo en que Su Suficiencia desempeña el cargo —prosiguió Caspian—. Existen dos puntos en especial sobre los que preciso una explicación. En primer lugar, no consigo encontrar ningún registro de que el tributo que estas islas deben a la Corona de Narnia haya sido abonado en los últimos ciento cincuenta años.
—Esa cuestión debería presentarse en el consejo del próximo mes —replicó Gumpas—. Si alguien propone que se organice una comisión de investigación para informar sobre el historial financiero de las islas en la primera reunión que se celebre el año próximo, entonces…
—También encuentro escrito con toda claridad en nuestras leyes —siguió Caspian— que si el tributo no es entregado, toda la deuda debe ser abonada del bolsillo del gobernador de las Islas Solitarias.
Al escuchar aquello, Gumpas empezó a prestar atención de verdad.
—Vaya, eso es imposible —respondió—. Es una imposibilidad económica… Ah… Su Majestad debe de estar bromeando.
Mientras tanto se preguntaba interiormente si existiría algún modo de deshacerse de aquellos molestos visitantes. De haber sabido que Caspian sólo tenía una nave y la dotación de un barco con él, habría hablado con amabilidad de momento, con la esperanza de rodearlos y matarlos a todos durante la noche; pero había visto un buque de guerra descendiendo por el estrecho el día anterior y cómo hacía señales, suponía, a sus compañeros. No había sabido entonces que era la nave del rey, pues no había viento suficiente para desplegar la bandera y hacer visible el león dorado, de modo que había aguardado a ver qué sucedía. En aquellos momentos imaginaba que Caspian tenía toda una flota en la Hacienda Bern. A Gumpas jamás se le habría ocurrido que alguien pudiera presentarse en Puerto Angosto para tomar las islas con menos de cincuenta hombres; desde luego no era la clase de cosa que se le ocurriría hacer a él.
—En segundo lugar —siguió Caspian—, quiero saber por qué habéis permitido que este abominable y antinatural tráfico de esclavos se establezca aquí, contrariamente a las antiguas costumbres y usos de nuestros dominios.
—Es necesario, inevitable —dijo Su Suficiencia—. Una parte esencial del desarrollo económico de las islas, os lo aseguro. Nuestra prosperidad actual depende de ello.
—¿Para qué necesitáis esclavos?
—Para exportarlos, Majestad. Los vendemos a Calormen principalmente; y tenemos otros mercados. Somos un gran centro de comercio.
—Es decir —replicó Caspian—, que no los necesitáis. ¿Decidme para qué sirven excepto para llenar de dinero los bolsillos de gente como Pug?
—La juventud de Su Majestad —dijo Gumpas, con lo que quería ser una sonrisa paternal— hace que os sea muy difícil comprender el problema económico que supone. Poseo estadísticas, gráficos, tengo…
—Por joven que sea —replicó el monarca—, creo que comprendo la esencia del tráfico de esclavos casi tan bien como Su Suficiencia. Y no veo que proporcione a las islas carne, pan, cerveza, vino, madera, coles, libros, instrumentos musicales, caballos, armaduras ni nada que valga la pena poseer. Pero tanto si lo hace como si no, hay que ponerle fin.
—Pero eso sería dar marcha atrás al reloj —resolló el gobernador—. ¿Es que no comprendéis lo que es el progreso, el desarrollo?
—He visto ambas cosas en un huevo —respondió Caspian—. A eso lo llamamos «estropearse» en Narnia. Este comercio debe acabarse.
—No puedo hacerme responsable de una medida así —declaró Gumpas.
—Muy bien, pues —replicó Caspian—, os relevamos de vuestro cargo. Milord Bern, venid aquí.
Y antes de que Gumpas se diera cuenta exactamente de lo que sucedía, Bern ya se arrodillaba con las manos entre las manos del rey y juraba gobernar las Islas Solitarias de acuerdo con las antiguas costumbres, derechos, usos y leyes de Narnia.
—Creo que ya hemos tenido suficientes gobernadores —anunció Caspian entonces, y nombró a Bern duque, duque de las Islas Solitarias.
—En cuanto a vos, milord —siguió, dirigiéndose a Gumpas—, os perdono la deuda del tributo. Pero antes del mediodía de mañana vos y los vuestros debéis estar fuera del castillo, que ahora es la residencia del duque.
—Mirad, esto está muy bien —intervino uno de los secretarios de Gumpas—, pero supongamos que todos ustedes, caballeros, dejan esta pantomima y hablamos en serio. La cuestión a la que nos enfrentamos realmente es…
—La cuestión es —dijo el duque— si vos y el resto de la chusma os iréis antes de recibir una buena azotaina o después de ella. Podéis elegir lo que preferís.
Una vez que todo se hubo solucionado favorablemente, Caspian pidió caballos, pues había unos cuantos en el castillo, aunque mal cuidados; y junto con Bern, Drinian y unos cuantos más, cabalgó a la ciudad en dirección al mercado de esclavos. Era un edificio largo y bajo situado cerca del puerto y la escena que tenía lugar en el interior se parecía mucho a cualquier otra subasta; es decir, había una gran multitud y Pug, sobre un estrado, rugía con voz estridente:
—Ahora, caballeros, el lote veintitrés. Un magnífico jornalero terebinthio, apropiado para minas o galeras. Tiene menos de veinticinco años y una dentadura perfecta. Un tipo musculoso, ya lo creo. Sácale la camisa, Tachuelas, y deja que los caballeros lo vean. ¡Ahí tenéis unos buenos músculos! Contemplad ese pecho. Diez mediaslunas del caballero de la esquina. Sin duda debe de estar bromeando, señor. ¡Quince! ¡Dieciocho! Dieciocho es la oferta por el lote veintitrés. ¿Alguien da más de dieciocho? Veintiuna. Gracias, señor. Veintiuna es la oferta…
Pug se interrumpió y contempló boquiabierto a las figuras en cota de malla que habían avanzado con un ruido metálico hasta la tarima.
—De rodillas, todos los presentes, ante el rey de Narnia —ordenó el duque.
Todos oyeron el tintineo y patear de los caballos en el exterior, y muchos habían oído rumores sobre el desembarco y lo acaecido en el castillo. La mayoría obedeció, y los que no lo hicieron se vieron empujados al suelo por sus vecinos. Unos cuantos lanzaron aclamaciones.
—Tu vida pende de un hilo, Pug, por poner las manos sobre mi real persona ayer —declaró Caspian—. Pero se te perdona tu ignorancia. El tráfico de esclavos ha quedado prohibido en todos nuestros dominios desde hace un cuarto de hora. Declaro libres a todos los esclavos de este mercado.
Alzó una mano para detener las aclamaciones de los esclavos y siguió:
—¿Dónde están mis amigos?
—¿La hermosa niñita y el joven y amable caballero? —inquirió Pug con una sonrisa zalamera—. Vaya, pues me los arrebataron de las manos en seguida…
—Estamos aquí, estamos aquí, Caspian —gritaron Lucy y Edmund juntos.
—A vuestro servicio, señor —chilló Reepicheep con voz aflautada desde otra esquina.
Los habían vendido a los tres, pero los hombres que los habían comprado se habían quedado para pujar por otros esclavos y por lo tanto seguían allí. La multitud se separó para dejarlos pasar a los tres y hubo gran profusión de saludos y apretones de manos entre ellos y Caspian. Dos mercaderes de Calormen se acercaron de inmediato. Los calormenos tienen rostro oscuro y barbas largas; se visten con túnicas amplias y turbantes de color naranja, y son un pueblo prudente, rico, cortés, cruel y antiguo. Se inclinaron muy educadamente ante Caspian y le dedicaron largos cumplidos, todos sobre las fuentes de prosperidad que riegan los jardines de la prudencia y la virtud —y cosas parecidas— pero desde luego lo que querían era el dinero que habían pagado.
—Eso es muy justo, caballeros —declaró el rey—. Todo aquel que haya adquirido un esclavo hoy debe recuperar su dinero. Pug, trae todas tus ganancias hasta el último mínimo.
(Un mínimo es la cuadragésima parte de una medialuna).
—¿Es que Su Majestad pretende arruinarme? —lloriqueó Pug.
—Has vivido de corazones destrozados toda tu vida —replicó Caspian—, y si te arruinas, es mejor ser un mendigo que un esclavo. Pero ¿dónde está mi otro amigo?
—Ah, ¿ése? —respondió el otro—. Podéis llevároslo tranquilamente. Me alegraré de quitármelo de encima. Jamás había visto algo tan invendible en el mercado en todos los días de mi vida. Lo valoré en cinco mediaslunas al final y ni así lo quisieron. Lo ofrecí gratis junto con otros lotes y nadie lo quiso tampoco. No me lo quedaría por nada. No quiero ni verlo, Tachuelas, trae al señor Caralarga.
Así pues, trajeron a Eustace, y realmente tenía un aspecto muy enfurruñado; pues aunque a nadie le gustaría que lo vendieran como esclavo, quizá hiere aún más el amor propio ser una especie de esclavo suplente que nadie quiere adquirir. El niño se acercó a Caspian y dijo:
—Ya veo. Como de costumbre, has estado divirtiéndote mientras nosotros estábamos prisioneros. Supongo que ni siquiera has averiguado lo del cónsul británico. No, claro que no.
Aquella noche celebraron un gran banquete en el castillo de Puerto Angosto.
—¡Mañana se iniciarán nuestras auténticas aventuras! —declaró Reepicheep después de haberse despedido con una reverencia de todos y marchado a acostarse.
Pero en realidad no podía ser al día siguiente ni mucho menos, pues se preparaban para dejar atrás todo territorio conocido, y había que realizar grandes preparativos. Vaciaron el Viajero del Alba y lo subieron a tierra con la ayuda de ocho caballos y rodillos, y los carpinteros de buques más hábiles repasaron la nave de arriba abajo.
Luego volvieron a botarla al mar y la aprovisionaron de comida y agua hasta el límite de su capacidad; es decir, para veintiocho días de navegación. Sin embargo, como Edmund advirtió con desilusión, aquello sólo les permitía viajar catorce días en dirección este antes de tener que abandonar su búsqueda.
Mientras todo eso se llevaba a cabo, Caspian no perdió oportunidad de interrogar a los capitanes de navío más ancianos que pudo encontrar en Puerto Angosto para averiguar si sabían algo, aunque no fueran más que rumores, sobre la existencia de tierra más al este. Sirvió innumerables jarras de cerveza del castillo a hombres curtidos de cortas barbas grises y ojos azul claro, y a cambio recibió más de una historia increíble. Sin embargo, aquellos que parecían los más veraces no sabían nada de tierras situadas más allá de las Islas Solitarias, y muchos creían que si se navegaba demasiado lejos en dirección este se iría a parar a una zona de oleaje de un mar sin tierras que formaba remolinos perpetuos alrededor del borde del mundo.
—Y ahí, pienso yo, es donde los amigos de Su Majestad se hundieron.
El resto no tenía más que historias delirantes sobre islas habitadas por hombres sin cabezas, islas que flotaban, trombas marinas y un fuego que ardía sobre el agua. Únicamente uno, con gran satisfacción por parte de Reepicheep, dijo:
—Y después de todo eso está el país de Aslan. Aunque se encuentra más allá del final del mundo y no se puede llegar a él.
Pero cuando lo interrogaron más a fondo sólo pudo decir que se lo había oído contar a su padre.
Bern sólo pudo contarles que había visto como sus seis compañeros zarpaban en dirección este y que nada más se había vuelto a saber de ellos. Lo dijo mientras él y Caspian se encontraban en el punto más alto de Avra contemplando el océano oriental.
—Subo aquí arriba a menudo —explicó el duque—, y he visto salir el sol del mar, y en ocasiones parecía que apenas se encontraba a unos pocos kilómetros de distancia. Y no sé qué habrá sido de mis compañeros ni qué habrá realmente detrás de ese horizonte. Lo más probable es que nada, sin embargo siempre me siento un tanto avergonzado por haberme quedado aquí. Aun así, desearía que Su Majestad no se fuera. Tal vez necesitemos vuestra ayuda aquí. Haber cerrado el mercado de esclavos podría dar origen a un nuevo mundo; lo que barrunto es que habrá guerra con Calormen. Mi señor, recapacitad.
—He hecho un juramento, mi querido duque —respondió Caspian—. Y de todos modos, ¿qué podría decirle a Reepicheep?