Las maravillas del Último Mar
Al poco tiempo de haber abandonado la tierra de Ramandu empezaron a sentir que ya habían navegado hasta el Fin del Mundo. Todo era diferente. En primer lugar descubrieron que necesitaban menos horas de sueño; que no deseaban irse a la cama, ni comer demasiado, ni siquiera hablar si no era en voz baja. En segundo lugar, estaba la luz. Había demasiada. El sol al salir por las mañanas parecía el doble, por no decir el triple de grande. Y cada mañana —lo que producía en Lucy la sensación más extraña de todas—; los enormes pájaros, entonando su canción con voces humanas en una lengua que nadie conocía, pasaban en tropel por encima de sus cabezas y se desvanecían por detrás de la nave con rumbo a su desayuno en la Mesa de Aslan. Al cabo de un rato volvían a pasar volando y se perdían por el este.
—¡Qué transparente es el agua! —se dijo Lucy en voz baja, mientras se inclinaba sobre el lado de babor a primeras horas de la tarde del segundo día.
Y lo era. Lo primero que advirtió fue un pequeño objeto negro, aproximadamente del tamaño de un zapato, que viajaba junto a ellos a la misma velocidad del barco. Por un momento pensó que era algo que flotaba en la superficie. Entonces vio en el agua un pedazo de pan duro que el cocinero acababa de arrojar fuera de la cocina y pareció como si el trozo de pan fuera a chocar con el objeto negro, pero no fue así. Pasó por encima de él, y Lucy se dio cuenta de que la cosa negra no podía estar en la superficie. A continuación el objeto negro se volvió de repente mucho más grande, para recuperar luego su tamaño normal al cabo de un momento.
Lucy sabía que había visto algo igual en otra parte… si al menos pudiera recordar dónde. Se llevó la mano a la cabeza y torció el rostro a la vez que sacaba la lengua en un esfuerzo por recordar. Finalmente lo logró. ¡Claro! Era igual que lo que se veía desde un tren en un día soleado. Primero se veía la sombra del vagón corriendo por los campos a la misma velocidad que el tren. Luego el tren entraba en una zanja; y al momento la misma sombra se acercaba y aumentaba de tamaño, corriendo sobre la hierba del terraplén. Luego, se salía de la zanja y —¡zas!— la sombra negra volvía a tener su tamaño normal y corría por los campos.
—¡Es nuestra sombra! La sombra del Viajero del Alba —dijo Lucy—. Nuestra propia sombra deslizándose por el fondo del mar. Cuando se hizo mayor fue porque pasó por encima de una colina. Pero ¡en ese caso el agua debe de ser más transparente de lo que pensaba! ¡Válgame Dios, sin duda veo el fondo del mar; a brazas y brazas por debajo de nosotros!
En cuanto dijo aquello se dio cuenta de que la enorme extensión de color plateado que había estado contemplando —sin darse cuenta— durante un buen rato era en realidad la arena del lecho marino y que todas las clases de manchas más oscuras o brillantes no eran luces y sombras sobre la superficie sino cosas reales situadas en el fondo. En aquellos momentos, por ejemplo, pasaban sobre una masa de un suave verde morado con una amplia y sinuosa franja color gris pálido en el centro. Pero ahora que sabía que estaba en el fondo la veía mucho mejor. Vio que partes de la masa oscura eran mucho más altas que otras y se balanceaban con suavidad.
—Igual que los árboles bajo el viento —dijo Lucy—. Y creo que eso es lo que son. Es un bosque submarino.
Pasaron por encima de aquello y al rato a la franja de color claro se unió otra franja pálida. «Si estuviera ahí abajo —pensó la niña—, esa franja sería igual que una carretera que atraviesa el bosque. Y ese lugar donde se une con la otra sería un cruce de caminos. Ojalá lo fuera. ¡Vaya! El bosque se acaba. ¡Y realmente creo que la franja era una carretera! Todavía la veo recorriendo la arena. Tiene un color distinto. Y está marcada con algo en los bordes… como líneas de puntos. A lo mejor son piedras. Y ahora se está ensanchando».
Pero no se estaba ensanchando, se estaba acercando. Se dio cuenta por el modo en que la sombra del barco se aproximaba veloz hacia ella. Y la carretera —estaba segura ahora de que era una carretera— empezó a zigzaguear. Era evidente que ascendía por una colina empinada, y cuando la niña ladeó la cabeza y miró atrás, lo que vio se parecía mucho a lo que se ve al contemplar una carretera sinuosa desde lo alto de una colina. Incluso distinguió los haces de luz solar que atravesaban las profundas aguas hasta alcanzar el valle boscoso; y, muy a lo lejos, todo se fundía en un verde nebuloso. Sin embargo, algunos lugares —los soleados, se dijo— eran de un color azul ultramar.
No obstante, no pudo pasar mucho tiempo mirando atrás; lo que empezaba a avistarse ante ella resultaba demasiado emocionante. Al parecer, la carretera había llegado a lo alto de la colina y discurría recta al frente. Unos puntos pequeños se movían de un lado a otro sobre ella. Y entonces algo de lo más maravilloso, por suerte a plena luz del sol —o tan a plena luz como se puede estar cuando ésta atraviesa brazas y brazas de agua— apareció ante sus ojos. Era nudoso y accidentado y de un color nacarado o tal vez de marfil, y la niña se encontraba casi tan encima de ello que al principio apenas consiguió distinguir de qué se trataba. Todo quedó muy claro cuando advirtió la sombra que proyectaba. La luz del sol caía sobre los hombros de Lucy, de modo que la sombra del objeto se alargaba sobre la arena detrás de él. Y mediante su forma vio con claridad que se trataba de la sombra de torres y pináculos, minaretes y cúpulas.
—¡Cielos! Es una ciudad o un castillo enorme —se dijo Lucy—. Pero ¿por qué lo han construido en lo alto de una montaña elevada?
Mucho después, cuando estuvo de vuelta en casa y comentó todas aquellas aventuras con Edmund, se les ocurrió una razón y estoy muy seguro de que es la verdadera. En el mar, cuanto más desciendes, más oscuro y frío se vuelve todo, y es allí abajo, en la oscuridad y el frío, dónde viven las criaturas peligrosas: el calamar, la serpiente marina y los kraken. Los valles son lugares inhóspitos y hostiles. Los habitantes de los mares sienten por sus valles lo mismo que nosotros por nuestras montañas. Es en las alturas, o, como nosotros diríamos, «en las zonas bajas», donde existe el calor y la tranquilidad. Los cazadores imprudentes y los caballeros valientes del mar descienden a las profundidades en misiones o en busca de aventuras, pero regresan a las alturas para encontrar descanso y paz, cortesía y consejo, deportes, bailes y canciones.
Habían dejado atrás la ciudad y el lecho marino seguía alzándose, encontrándose en aquellos momentos a unos pocos cientos de metros por debajo del barco. La calzada había desaparecido. Navegaban sobre un territorio despejado que recordaba un parque natural, salpicado de pequeños bosquecillos de vegetación de brillantes colores. Y entonces… Lucy casi lanzó un gritito de emoción… ¡Acababa de ver gente!
Había entre quince y veinte de personas, y todos montaban en caballitos de mar; no en los diminutos caballitos de mar que puedes haber visto en los museos sino en criaturas bastante mayores que sus jinetes. Lucy pensó que debían de ser gentes nobles y señoriales, pues distinguió el centelleo del oro en algunas frentes, y tiras de un material de color esmeralda o naranja ondulaban desde sus espaldas en la corriente. Entonces:
—¡Malditos peces! —exclamó Lucy, pues todo un banco de pequeños peces gordezuelos, que nadaban bastante cerca de la superficie, se había interpuesto entre ella y el Pueblo del Mar. No obstante, aunque aquello estropeó el panorama también dio pie a algo de lo más interesante. De improviso un pececillo feroz de una clase que la niña no había visto nunca surgió como una exhalación del fondo, lanzó una dentellada, hizo su captura y se hundió rápidamente con uno de los peces gordezuelos en la boca. Y todos los miembros del Pueblo del Mar estaban sentados en sus monturas con los ojos alzados, contemplando lo que había sucedido. Parecían conversar y reír. Y antes de que el pez cazador hubiera regresado junto a ellos con su presa, otro de la misma clase ascendió desde donde estaban aquellos seres. Lucy tuvo casi la certeza de que un hombre del mar, grandullón, que estaba montado en su caballo en el centro del grupo, lo había enviado o soltado; como si lo hubiera estado reteniendo hasta entonces en la mano o sobre la muñeca.
—Vaya por Dios —dijo Lucy—, es una partida de caza. Yo diría que más parecida a una cacería con halcones. Sí, eso es. Cabalgan con esos fieros peces en la muñeca igual que nosotros salíamos con los halcones cuando éramos reyes y reinas de Cair Paravel hace mucho tiempo. Y luego los echan a volar, o supongo que debería decir a nadar, contra los otros. ¿Qué…?
Se interrumpió bruscamente porque la escena cambiaba. El Pueblo del Mar había advertido la presencia del Viajero del Alba. El banco de peces se había desperdigado en todas direcciones: los seres acuáticos en persona ascendían para averiguar qué significaba aquella enorme cosa negra que se había interpuesto entre ellos y el sol. Y se encontraban ya tan cerca de la superficie que de haber estado en el aire en lugar de en el agua, la niña podría haber hablado con ellos. Había tanto hombres como mujeres, y todos lucían diademas de alguna clase e innumerables ristras de perlas. No llevaban ninguna otra clase de prenda. Los cuerpos eran del color del marfil viejo, los cabellos de un morado oscuro. El rey, situado en el centro —era imposible confundirlo con una persona que no fuera el rey—, contempló con expresión orgullosa y fiera el rostro de Lucy y agitó una lanza que empuñaba. Sus caballeros hicieron lo mismo. Los rostros de las damas aparecían atónitos. Lucy estuvo segura de que no habían visto jamás ni un barco ni un humano…, y ¿cómo iban a hacerlo, si habitaban mares situados más allá del Fin del Mundo a los que no llegaban jamás las naves?
—¿Qué contemplas con tanta atención, Lu? —dijo una voz muy cerca de ella.
La niña había estado tan absorta en lo que veía que se sobresaltó al oír aquello, y cuando se dio la vuelta descubrió que tenía el brazo dormido por haber estado tanto tiempo apoyada en la barandilla en una misma posición. Drinian y Edmund estaban junto a ella.
—¡Mirad! —respondió.
Ambos lo hicieron, pero casi al instante Drinian dijo en voz baja:
—Daos la vuelta de inmediato, Majestades; eso es, con la espalda al mar. Y no pongáis cara de estar hablando de nada importante.
—¿Por qué, qué sucede? —inquirió Lucy mientras obedecía.
—No conviene que los marineros vean todo eso —respondió el capitán—. Los hombres se enamorarían de una sirena, o del mundo submarino mismo, y saltarían por la borda. He oído que cosas así han sucedido en mares desconocidos. Siempre trae mala suerte ver a «esos» seres.
—Pero nosotros los conocíamos —replicó Lucy—, en los viejos tiempos en Cair Paravel cuando mi hermano Peter era Sumo Monarca. Todos salieron a la superficie y cantaron durante nuestra coronación.
—Creo que ésos debían de ser de una clase distinta, Lu —indicó Edmund—. Podían vivir en el aire tanto como bajo el agua. Yo diría que éstos no pueden. Por su aspecto habrían salido a la superficie y nos habrían atacado hace rato, de haber podido. Parecen muy feroces.
—En cualquier caso… —dijo Drinian, pero en aquel momento se oyeron dos sonidos.
Uno fue un chapoteo. El otro una voz desde la cofa militar que gritaba:
—¡Hombre al agua!
A continuación todos estuvieron muy ocupados. Algunos marineros treparon corriendo por la arboladura para plegar la vela; otros corrieron abajo para sacar los remos; y Rhince, que se encontraba de guardia en la popa, empezó a hacer girar el timón con energía para dar la vuelta y regresar junto al hombre que había caído por la borda. Para entonces, sin embargo, todo el mundo sabía que no era exactamente un hombre. Era Reepicheep.
—¡Maldito sea ese ratón! —masculló Drinian—. Da más problemas él que todo el resto de la tripulación junta. ¡Si existe un lío en el que meterse, en él se mete! Tendríamos que encadenarlo… pasarlo por la quilla… abandonarlo en una isla desierta… cortarle los bigotes. ¿Alguien puede ver a ese pequeño sinvergüenza?
Todo aquello no significaba que a Drinian le desagradara Reepicheep. Muy al contrario, le caía muy bien y por lo tanto sentía muchísimo miedo por él, y al estar asustado se ponía de malhumor; igual que una madre se enfada mucho más con uno si lo ve cruzar la calle delante de un coche de lo que se enfadaría un extraño. Nadie, desde luego, temía que el ratón se ahogara, pues era un nadador excelente; pero los tres que sabían qué sucedía bajo la superficie sentían miedo de aquellas largas y afiladas lanzas que empuñaban las criaturas marinas.
En unos pocos minutos el Viajero del Alba había dado la vuelta y todos pudieron ver en el agua la mancha oscura que era el ratón. Éste parloteaba con enorme excitación pero puesto que la boca no dejaba de llenársele de agua nadie conseguía comprender lo que decía.
—Va a desvelarlo todo si no lo hacemos callar —exclamó Drinian.
Para impedirlo se abalanzó hacia el costado y bajó una cuerda él mismo, mientras ordenaba a los marineros:
—Muy bien, muy bien. Todos de vuelta a vuestros puestos. Espero poder ser capaz de izar a un ratón sin ayuda.
Y mientras Reepicheep empezaba a trepar por la cuerda —sin demasiada agilidad debido a que su pelaje mojado pesaba en exceso—, Drinian se inclinó hacia él y le susurró:
—No hables. No digas una palabra.
Pero cuando el chorreante ratón alcanzó la cubierta resultó no estar en absoluto interesado en el Pueblo del Mar.
—¡Dulce! —chirrió—. ¡Dulce, dulce!
—¿De qué estás hablando? —inquirió Drinian, malhumorado—. Y no es necesario que te sacudas el agua encima de mí.
—Os digo que el agua es dulce —declaró el ratón—. Dulce, potable. No es salada.
Por un momento nadie comprendió la importancia de aquello; pero entonces Reepicheep volvió a repetir la antigua profecía:
Donde las olas dulces se vuelven,
Reepicheep, si algo buscas no lo dudes,
la respuesta hallarás en el este.
Entonces, finalmente, todos comprendieron.
—Dame un cubo, Rynelf —dijo Drinian.
En cuanto se lo entregaron, lo bajó hasta el agua y lo volvió a subir. El líquido de su interior relucía como el cristal.
—¿Tal vez Su Majestad quiera probarla primero? —ofreció el capitán a Caspian.
El rey tomó el cubo con ambas manos, se lo llevó a los labios, sorbió un poco, luego tomó un buen trago y alzó el rostro. La expresión de su cara había cambiado; no sólo los ojos sino también todo en él parecía más luminoso.
—Sí —declaró—, es dulce. Es agua auténtica. No estoy muy seguro de que no vaya a matarme; pero es la muerte que habría elegido… si hubiera conocido su existencia antes de ahora.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Edmund.
—Es, es más parecida a luz que a otra cosa —respondió él.
—Eso es lo que es —asintió Reepicheep—. Luz que se puede beber. Sin duda estamos ya muy cerca del Fin del Mundo.
Hubo un momento de silencio y entonces Lucy se arrodilló en la cubierta y bebió del cubo.
—Es la cosa más deliciosa que he probado nunca —declaró con un dejo de asombro. Además… es revigorizante. Ya no necesitaremos comer nada.
Y uno a uno, todo el mundo a bordo bebió. Y durante un buen rato todos permanecieron en silencio, pues se sentían casi demasiado bien y demasiado fuertes para soportarlo; y al cabo de un rato empezaron a observar otro efecto. Como ya mencioné antes, había un exceso de luz desde que abandonaron la isla de Ramandu; el sol era demasiado grande —aunque no demasiado ardiente—, el mar demasiado brillante, el aire demasiado reluciente. La luz no disminuyó entonces —más bien, aumentó— pero podían soportarla y mirar directamente al sol sin pestañear. Eran capaces de ver más luz de la que habían visto antes. Y la cubierta, la vela y sus propios cuerpos se tornaron cada vez más brillantes e incluso todas y cada una de las cuerdas relucían. A la mañana siguiente, cuando salió el sol, ahora cinco o seis veces mayor que su antiguo tamaño, lo miraron con fijeza y distinguieron incluso las plumas de los pájaros que salían volando de él.
Casi nadie habló a bordo aquel día, hasta que llegó la hora de la cena —nadie quería cenar, el agua era suficiente para ellos—, cuando Drinian dijo:
—No lo comprendo. No hay ni un soplo de aire. La vela cuelga sin vida. El mar está plano como un estanque. Y sin embargo seguimos adelante a la misma velocidad que si soplara un vendaval a nuestra espalda.
—Yo también lo pensaba —manifestó Caspian—. Sin duda estamos atrapados en una corriente muy fuerte.
—Vaya —intervino Edmund—. Eso no resulta tan agradable si es que el mundo tiene realmente un borde y nos estamos acercando a él.
—Quieres decir —dijo Caspian—, ¿qué podríamos… como si dijéramos, caer por él?
—Sí, sí —exclamó Reepicheep, dando palmadas con las patas—. Así es como lo he imaginado siempre: el mundo como una gran mesa redonda y con las aguas de todos los océanos derramándose perpetuamente por el borde. El barco se alzará, se elevará sobre la proa, por un momento podremos ver por encima del borde… y luego, caeremos y caeremos, como un torrente, a toda velocidad…
—Y ¿qué crees que nos estará aguardando en el fondo? —inquirió Drinian.
—El país de Aslan tal vez —declaró el ratón con ojos brillantes—. O a lo mejor no hay fondo. Quizá se desciende eternamente. Pero sea lo que sea, ¿no valdrá la pena haber podido echar una ojeada por un momento al borde del mundo?
—Escuchad —intervino Eustace—, todo eso son sandeces. El mundo es redondo; quiero decir, redondo como una pelota, no como una mesa.
—Nuestro mundo lo es —dijo Edmund—. Pero ¿lo es éste?
—¿Me estáis diciendo —interrumpió Caspian— que vosotros tres venís de un mundo redondo, como una pelota, y nunca me lo habéis contado? Eso es una lástima. Porque nosotros tenemos cuentos de hadas en los que hay mundos redondos y siempre me han gustado muchísimo, aunque jamás creí que existieran de verdad. Sin embargo, siempre he deseado que existieran y ansiado poder vivir en uno. Vaya, daría cualquier cosa… ¿cómo es posible que vosotros podáis entrar en nuestro mundo y nosotros no podamos entrar jamás en el vuestro? ¡Si tuviera esa posibilidad! Debe de resultar emocionante vivir en una cosa que es como una pelota. ¿Habéis estado alguna vez en los lugares en los que la gente vive del revés?
—No se parece en nada a eso —declaró Edmund, negando con la cabeza, y luego añadió—: No hay nada especialmente emocionante en un mundo redondo cuando uno está allí.