Los Farfapodos vuelven a ser felices
Lucy siguió al enorme león al pasillo y al instante vio ir hacia ellos a un anciano, descalzo, vestido con una túnica roja. Una guirnalda de hojas de roble coronaba su melena blanca, la barba le caía hasta el cinto y se apoyaba en un bastón curiosamente tallado. Al ver a Aslan le dedicó una profunda reverencia y dijo.
—Bienvenido, señor, a la más humilde de vuestras casas.
—Coriakin, ¿empiezas a cansarte de gobernar a súbditos tan necios como los que te he dado aquí?
—No —respondió el mago—, cierto es que son necios, pero no son malos. Más bien empiezo a tomarles cariño. En ocasiones, tal vez, me muestro un poco impaciente, aguardando el día en que sea posible gobernarlos mediante la sensatez, en lugar de esta tosca magia.
—Todo a su tiempo, Coriakin —dijo Aslan.
—Sí, todo a su tiempo, señor —fue la respuesta—. ¿Tenéis intención de mostraros a ellos?
—No —respondió el león, con un medio gruñido que venía a ser una carcajada, pensó Lucy—, se volverían locos de miedo. Muchas estrellas envejecerán e irán a descansar a islas antes de que tu gente esté preparada para eso. Y hoy, antes de la puesta del sol, debo visitar al enano Trumpkin, que se halla en el castillo de Cair Paravel contando los días hasta que su señor Caspian regrese a casa. Le contaré toda vuestra historia, Lucy. Vamos, no pongas esa cara tan triste. Volveremos a vernos pronto.
—Por favor, Aslan —dijo ella—, ¿a qué llamas «pronto»?
—A todo le llamo pronto —respondió él; y se desvaneció al instante y Lucy se quedó a solas con el mago.
—¡Se ha ido! —exclamó el anciano—. Y tú y yo aquí tan desconcertados. Siempre sucede lo mismo, no hay manera de conseguir que se quede; no es lo mismo que si fuera un león domesticado. ¿Te ha gustado mi libro?
—Algunas partes me han gustado muchísimo —respondió Lucy—. ¿Sabías que yo estaba allí desde el principio?
—Bueno, lo cierto es que cuando permití que los Farfallones se hicieran invisibles sabía que tú acabarías apareciendo para suprimir el hechizo. No estaba muy seguro del día exacto. Y no estaba especialmente alerta esta mañana. Ellos me hicieron invisible también a mí y ser invisible siempre me da mucho sueño. ¡Uf! Ya está, ya vuelvo a bostezar. ¿Tienes hambre?
—Bueno, tal vez un poco. No tengo ni idea de qué hora es.
—Ven —indicó el mago—. Siempre es pronto para Aslan; pero en mi casa, cuando tengo hambre, siempre es la una en punto.
La condujo un corto trecho, pasillo abajo, y abrió una puerta. Al cruzar el umbral, Lucy se encontró en una habitación muy agradable inundada por la luz del sol y repleta de flores. La mesa estaba vacía cuando entraron, pero desde luego se trataba de una mesa mágica, y, a una palabra del anciano, aparecieron mantel, cubertería de plata, platos, copas y comida.
—Espero que te guste —dijo él—. He intentado ofrecerte comida parecida a la de tu tierra, más que la que tal vez hayas comido últimamente.
—Es deliciosa —declaró Lucy.
Y lo era: una tortilla bien calentita, fiambre de cordero con guisantes, helado de fresa, limonada para beber con la comida y una taza de chocolate para finalizar. Sin embargo, el mago no bebió más que vino y sólo comió pan. No había nada alarmante en el anciano, y Lucy y él no tardaron en conversar como si fueran viejos amigos.
—¿Cuándo funcionará el hechizo? —preguntó Lucy—. ¿Volverán a ser visibles los Farfallones de inmediato?
—Ya lo creo, ahora ya son visibles. Pero probablemente sigan dormidos; siempre se echan una siesta al mediodía.
—Y ahora que son visibles, ¿dejarás que sigan siendo feos? ¿Harás que vuelvan a ser como eran antes?
—Bueno, ésa es una cuestión más bien delicada —respondió el mago—. Verás, son «ellos» los que piensan que antes tenían un aspecto más agraciado. Dicen que los han afeado, pero no es así como yo lo llamaría. Muchos dirían que el cambio fue para mejorar.
—¿Son terriblemente vanidosos?
—Ya lo creo. O por lo menos el Jefe Farfallón lo es, y ha enseñado al resto a serlo. Siempre creen todo lo que les dice.
—Ya nos hemos dado cuenta —respondió Lucy.
—Sí; nos iría mejor sin él, en cierto modo. Desde luego podría transformarlo en otra cosa, o incluso lanzarle un hechizo que hiciera que los otros no creyeran ni una palabra de lo que les dijera. Pero no me gusta hacer eso. Es mejor para ellos admirarlo a él que no admirar a nadie.
—¿No te admiran a ti? —preguntó Lucy.
—No, ¡a mí, no!, desde luego —respondió el mago—. No me admirarían a mí.
—Y ¿por qué los afeaste? Me refiero a lo que ellos llaman «afear»…
—Pues porque no querían hacer lo que se les decía. Su trabajo es cuidar del jardín y cultivar comida; no para mí, como se imaginan, sino para ellos mismos. Sin embargo, no lo harían si no los obligara a ello. Y desde luego, en un jardín necesitas agua. Hay un manantial precioso a menos de un kilómetro colina arriba, y de ese manantial fluye un arroyo que pasa justo junto al jardín. Todo lo que les pedí fue que tomaran el agua del arroyo en lugar de efectuar esa penosa ascensión hasta el manantial con los cubos dos o tres veces al día y agotarse, además de derramar la mitad en el camino de vuelta. Pero no hubo forma de que lo comprendieran, y al final se negaron rotundamente.
—¿Tan estúpidos son? —inquirió Lucy.
—No creerías los problemas que he tenido con ellos —respondió él con un suspiro—. Hace unos cuantos meses estaban a favor de lavar los platos y los cuchillos antes de cenar: decían que les ahorraba tiempo luego. Los he pescado plantando patatas hervidas para ahorrarse tener que cocerlas cuando las desenterraran. Un día el gato se metió en la lechería y veinte de ellos se dedicaron a sacar toda la leche; a nadie se le ocurrió sacar al gato. Pero veo que has terminado. Vayamos a contemplar a los Farfallones ahora que son visibles.
Pasaron a otra habitación que estaba llena de instrumentos pulimentados difíciles de comprender —como astrolabios, planetarios, cronoscopios, poesimétricos, coriambos y teodolindos— y allí, una vez que se hubieron acercado a la ventana, el mago anunció:
—Ahí. Ahí están tus Farfallones.
—No veo a nadie —dijo Lucy—. Pero ¿qué son esa especie de hongos?
Las cosas que señaló estaban desperdigadas por todo el césped y realmente tenían un gran parecido con los hongos, pero eran demasiado grandes, con los tallos de casi un metro de altura y las sombrillas casi de la misma longitud de un borde al otro. Cuando miró con más detenimiento advirtió, también, que los tallos se unían a las sombrillas no en el centro sino en un lado, lo que les proporcionaba un aspecto desequilibrado. Y había algo —una especie de bulto pequeño— en la hierba al pie de cada tallo. A decir verdad, cuanto más los contemplaba, menos se parecían a las setas, pues la parte de la sombrilla no era realmente redonda como había creído al principio. Era más larga que ancha, y se ensanchaba en un extremo. Había muchas de aquellas cosas, cincuenta o más.
El reloj dio las tres.
Al instante tuvo lugar un suceso de lo más extraordinario. Cada una de las «setas» se dio la vuelta de repente, y los bultitos que habían estado al pie de los tallos resultaron ser cabezas y cuerpos. Los mismos tallos resultaron ser piernas; pero no dos piernas para cada cuerpo. Cada cuerpo poseía una única y gruesa pierna en el centro del tronco (no a un lado como en un hombre cojo) y al final de ésta, un único y enorme pie: un pie de planta ancha con la punta un poco vuelta hacia arriba de modo que parecía una canoa pequeña. Comprendió al momento por qué le habían parecido setas; estaban tumbados de espaldas con la única pierna estirada en alto y el enorme pie extendido por encima de ella. Más tarde, averiguó que aquél era el modo en el que acostumbraban a descansar; el pie los resguardaba a la vez de la lluvia y el sol, y para un Monópodo yacer bajo su propio pie resulta casi tan satisfactorio como estar dentro de una tienda.
—¡Qué graciosos, qué graciosos! —chilló Lucy, rompiendo a reír—. ¿Lo convertiste en eso?
—Sí, sí. Convertí a los Farfallones en Monópodos —respondió el mago, echándose a reír de tal modo que las lágrimas le corrían por las mejillas—. Pero observa… —añadió.
Valió la pena. Desde luego aquellos hombrecillos de un solo pie no podían andar ni correr como nosotros, sino que se movían a saltos, como las pulgas o las ranas. Y ¡vaya saltos los que daban! Era como si cada pie enorme fuera un resorte. Y ¡cómo rebotaban al descender!; era aquello lo que producía el sonido de golpes que tanto había desconcertado a Lucy el día anterior. En aquellos momentos, los hombrecillos saltaban en todas direcciones y se chillaban unos a otros:
—¡Eh, chicos! Volvemos a ser visibles.
—Sí que somos visibles —dijo uno que llevaba una gorra roja adornada con una borla, que evidentemente era el Jefe Monópodo—. Y lo que yo digo es que, cuando los seres son visibles, pues se pueden ver unos a otros.
—Eso es, eso es, jefe —gritaron los demás—. Eso es lo que cuenta. Nadie tiene una mente más lúcida que la tuya. No podrías haberlo dejado más claro.
—Pescó al viejo echando una siesta, esa niñita —siguió el Jefe Monópodo—. Esta vez le hemos ganado.
—Exactamente lo que íbamos a decir nosotros —terció el coro—. Te muestras más fuerte que nunca, jefe. Mantente así, mantente así.
—Pero ¿se atreven a hablar de ti de ese modo? —dijo Lucy—. Ayer parecían tenerte muchísimo miedo. ¿No saben que podrías estar escuchando?
—Ésa es una de las cosas curiosas respecto a los Farfallones —indicó el mago—. Un momento están hablando como si yo lo gobernara todo y lo oyera todo y fuera sumamente peligroso, y al siguiente creen que pueden engañarme con trucos que no engañarían ni a un niño de pecho… ¡Santo cielo!
—¿Habrá que devolverlos a su aspecto auténtico? —inquirió Lucy—. Cómo desearía que no fuera cruel dejarlos tal como están. ¿Realmente les importa mucho? Parecen muy felices. Quiero decir… mira ese salto. ¿Cómo eran antes?
—Enanos corrientes —respondió él—. Ni por asomo tan agradables como los que tenéis en Narnia.
—Sería una auténtica lástima volverlos a su forma anterior —declaró la niña—. Son tan divertidos: y resultan muy lindos. ¿Crees que cambiaría algo si les dijera eso?
—Estoy seguro de que sí… si consiguieras meterles esa idea en la cabeza.
—¿Vendrás conmigo a intentarlo?
—No, no. Te irá mucho mejor sin mí.
—Muchísimas gracias por el almuerzo —dijo Lucy y se alejó a toda prisa.
Descendió corriendo la escalera por la que había subido tan nerviosa aquella mañana y chocó contra Edmund al pie de ella. Todos sus compañeros estaban allí con él, aguardando, y a Lucy le remordió la conciencia contemplar sus rostros inquietos y darse cuenta de que se había olvidado de ellos durante mucho tiempo.
—Todo va bien —gritó—. Todo va de maravilla. El mago es un buen tipo… Y he visto… a Aslan.
Después se alejó de ellos como una ventolera y salió al jardín. Allí la tierra se estremecía con los saltos, y el aire resonaba con los gritos de los Monópodos. Ambas cosas se redoblaron cuando la divisaron.
—Aquí viene, aquí viene —chillaron—. ¡Tres hurras por la pequeña! ¡Vaya! Engañó bien al anciano caballero, no hay duda.
—Y lamentamos en el alma —dijo el Jefe Monópodo— no poder ofrecerte el placer de vernos como éramos antes de ser afeados, pues no podrías creer la diferencia que existe, y ésa es la verdad, pues no se puede negar que somos mortalmente feos ahora, así que no te engañamos.
—Vaya, sí que lo somos, jefe, sí que lo somos —repitieron los demás, dando botes como si fueran globos de juguete—. Tú lo has dicho, tú lo has dicho.
—Pero yo no creo que seáis feos —indicó Lucy, gritando para hacerse oír—. Creo que tenéis un aspecto muy lindo.
—Bien dicho, bien dicho —dijeron ellos—. Muy cierto por tu parte, señorita. Tenemos un aspecto muy lindo. No encontrarías un grupo más apuesto.
Lo dijeron sin la menor sorpresa y no parecieron darse cuenta de que habían cambiado de idea.
—Ella se refería a lo lindos que éramos antes de ser afeados —comentó el Jefe Monópodo.
—Cierto, jefe, cierto —salmodiaron ellos—. Eso es a lo que se refería. La hemos oído.
—¡No es cierto! —berreó Lucy—. He dicho que sois muy lindos ahora.
—Eso ha dicho, eso ha dicho —repuso su jefe—, ha dicho que éramos muy lindos entonces.
—Escuchad a ambos, escuchadlos —dijeron los Monópodos—. ¡Qué buena pareja! Siempre en lo cierto. No podrían haberlo expresado mejor.
—Pero si decimos justo lo contrario —protestó ella, golpeando el suelo con el pie, impaciente.
—Claro que sí, sin duda, claro que sí —replicaron ellos—. Nada como un contrario. Seguid así, los dos.
—Sois capaces de volver loco a cualquiera —declaró Lucy, y se dio por vencida.
Sin embargo, los Monópodos parecían muy satisfechos, y decidió que, a grandes rasgos, la conversación había sido un éxito.
Y antes de que todos se acostaran, aquella noche sucedió algo que los hizo sentir aún más satisfechos con su condición de seres de una sola pierna. Caspian y sus compañeros regresaron en cuanto les fue posible a la playa para informar a Rhince y a los que habían quedado a bordo del Viajero del Alba, que se sentían ya muy inquietos. Y, desde luego, los Monópodos los acompañaron, saltando como pelotas de fútbol y dándose la razón mutuamente a grandes gritos hasta que Eustace dijo:
—Ojalá el mago los convirtiera en inaudibles en lugar de invisibles.
Claro que no tardó en lamentar haber hablado porque entonces tuvo que explicar que algo inaudible es una cosa que no se puede oír, y si bien se tomó muchas molestias jamás estuvo seguro de que los Monópodos lo hubieran comprendido realmente, y lo que le molestó especialmente fue que ellos dijeran al final:
—¿Veis? No puede expresar las cosas como nuestro jefe. Pero aprenderás, jovencito. Escúchale con atención. Te enseñará a expresarte. ¡Es un orador magnífico!
Cuando llegaron a la bahía, Reepicheep tuvo una idea genial. Hizo que bajaran al agua su barquilla de cuero y mimbre y remó en ella de un lado a otro hasta despertar el total interés de los Monópodos. Luego se irguió en ella y anunció:
—Respetables e inteligentes Monópodos, vosotros no tenéis necesidad de botes. Cada uno posee un pie que puede prestarle ese servicio. Saltad tan suavemente como podáis sobre el agua y veamos qué sucede.
El Jefe Monópodo vaciló y advirtió a sus compañeros que descubrirían que el agua estaba poderosamente húmeda, pero uno o dos de los más jóvenes lo probaron casi al instante; y luego unos pocos más siguieron su ejemplo, y finalmente todo el grupo lo hizo. Funcionó a la perfección. El enorme pie único de aquellas criaturas actuaba como balsa o bote natural, y una vez que Reepicheep les hubo enseñado a fabricarse burdos remos, todos se dedicaron a remar por la bahía y alrededor del Viajero del Alba, como si fueran una flota de canoas pequeñas con un enano gordo de pie en el extremo de popa de cada una. Y celebraron carreras, y desde el barco les bajaron botellas de vino a modo de premios, y los marineros se inclinaron sobre la borda del barco y rieron hasta que les dolieron los costados.
Los Farfallones se mostraron también muy contentos con su nuevo nombre de Monópodos, que les parecía un nombre magnífico aunque jamás consiguieron pronunciarlo correctamente.
—Eso es lo que somos —tronaron—. Pomonodos, Podimonos. Justo el nombre que teníamos en la punta de la lengua.
De todos modos, no tardaron en hacerse un lío entre aquél y su antiguo nombre de Farfallones y finalmente optaron por llamarse a sí mismos Farfapodos; y así es como probablemente los llamarán durante siglos.
Aquella noche todos los narnianos cenaron arriba con el mago, y Lucy advirtió lo distinto que todo aquel piso parecía entonces, pues ya no le producía miedo. Los símbolos misteriosos de las puertas seguían siendo misteriosos pero parecía que poseyeran significados amables y alegres, e incluso el espejo barbudo resultaba entonces más divertido que aterrador. Durante la cena cada uno comió, mediante la magia, lo que más le gustaba comer y beber, y tras la cena el mago realizó un hechizo muy útil y hermoso. Colocó dos trozos de pergamino en blanco sobre la mesa y pidió a Drinian que le relatara con exactitud su viaje hasta aquel momento: y mientras el capitán hablaba, todo lo que describía aparecía en el pergamino en forma de líneas elegantes y nítidas hasta que al final cada hoja fue un espléndido mapa del Océano Oriental, que mostraba Galma, Terebinthia, las Siete Islas, las Islas Solitarias, la Isla del Dragón, la Isla Quemada, la Isla del Agua Letal y el País de los Farfallones, todo exactamente del tamaño correcto y en su sitio exacto. Fueron los primeros mapas que se dibujaron jamás de aquellos mares, y mejores que muchos que se han realizado más tarde sin la ayuda de la magia. Pues, aunque las ciudades y montañas dibujadas en ellos parecían al principio iguales a las que aparecerían en un mapa corriente, cuando el mago les entregó una lente de aumento pudieron comprobar que se trataba de pequeños dibujos perfectos del lugar real, de modo que se podía ver el castillo, el mercado de esclavos y las calles en Puerto Angosto, todo con suma claridad aunque muy lejano, como las cosas al mirarlas por el lado equivocado de un telescopio. El único inconveniente era que la línea de la costa de la mayoría de las islas estaba incompleta, ya que el mapa mostraba únicamente lo que Drinian había visto con sus propios ojos. Cuando terminaron, el mago se quedó con un mapa y regaló el otro a Caspian: éste todavía sigue colgado en la Sala de los Instrumentos de Cair Paravel. Pero el mago no pudo decirles nada sobre mares o tierras situados más al este, aunque sí les contó que unos siete años antes un barco de Narnia había atracado en sus aguas y que llevaba a bordo a los lores Revilian, Argoz, Mavramorn y Rhoop: de modo que decidieron que el hombre de oro que habían visto en la Isla del Agua Letal era, sin duda, lord Restimar.
Al día siguiente, el mago reparó mágicamente las partes de la popa del Viajero del Alba que había dañado la serpiente marina y cargó la nave con regalos útiles. La despedida fue de lo más cariñosa, y cuando zarparon, dos horas después del mediodía, todos los Farfapodos acompañaron al barco remando hasta la entrada del puerto, y lo despidieron con aclamaciones hasta que ya no se oían sus gritos.