El libro del mago
La gente invisible agasajó a sus invitados espléndidamente, aunque resultaba muy gracioso ver cómo las bandejas y platos se dirigían a la mesa y no ver a nadie que los transportara. Habría sido divertido incluso de haberse movido en un plano horizontal con el suelo, como uno esperaría que hicieran las cosas transportadas por manos invisibles. Pero no lo hacían, y avanzaban por el largo comedor mediante una serie de botes o saltos. En el punto más alto de cada salto, un plato podía llegar a estar a casi cinco metros de altura; luego descendía y se detenía con bastante brusquedad aproximadamente a un metro del suelo. En los casos en que el plato contenía algo parecido a sopa o estofado, el resultado era bastante catastrófico.
—Empiezo a sentir bastante curiosidad respecto a esta gente —susurró Eustace a Edmund—. ¿Crees que son humanos? Yo diría que son algo más bien parecido a grandes saltamontes o ranas gigantes.
—Eso parece —respondió su primo—. Pero no le metas a Lucy en la cabeza la idea de los saltamontes. No le gustan los insectos, especialmente los grandes.
La comida habría resultado más agradable de no haber sido tan sumamente chapucera, y también si la conversación no hubiera consistido sólo en asentimientos. Los seres invisibles daban su conformidad a todo. En realidad la mayoría de sus comentarios era de esos que no era fácil rebatir: «Lo que siempre digo es: cuando un tipo tiene hambre, nunca están de más unas viandas» o, «Empieza a oscurecer, siempre sucede por la noche», o incluso, «Vaya, venís del otro lado del agua. Un material muy húmedo, ¿no es cierto?». Y Lucy no podía evitar echar miradas a la oscura abertura situada al pie de la escalera —la veía desde donde estaba sentada— y preguntarse qué encontraría cuando ascendiera aquellos peldaños a la mañana siguiente. Pero, a pesar de todo, fue una buena comida, con crema de champiñones, pollo hervido, jamón hervido, grosellas, requesón, crema, leche y aguamiel. A sus compañeros les gustaba el aguamiel, pero Eustace lamentó luego haberla bebido.
Cuando Lucy despertó a la mañana siguiente fue como despertar el día de un examen o un día que tienes que ir al dentista. Era una mañana preciosa, con las abejas entrando y saliendo por la ventana abierta de su habitación y el césped del exterior idéntico al que uno encontraría en Gran Bretaña. Se levantó, se vistió e intentó hablar y comer como si nada durante el desayuno. Luego, tras recibir instrucciones de la voz principal sobre lo que debía hacer en el piso de arriba, se despidió de los demás, no dijo nada, fue hacia el pie de la escalera y empezó a subir sin mirar atrás ni una sola vez.
Había bastante luz, lo cual era bueno. En realidad había una ventana justo delante de ella en lo alto del primer rellano. Mientras permaneció en aquel tramo de escalera llegó hasta ella el tic-tac, tic-tac de un reloj de péndulo situado abajo, en el vestíbulo. Luego, llegó al rellano y tuvo que girar a la izquierda en el siguiente tramo de escalones; después de eso dejó de oír el reloj.
Una vez que alcanzó lo alto de la escalera, Lucy miró y vio un pasillo largo y ancho con una ventana enorme en el otro extremo. Al parecer el corredor discurría a lo largo de toda la casa, y estaba lleno de figuras cinceladas, revestido con paneles de madera y alfombrado. Tenía innumerables puertas a cada lado. Se quedó muy quieta y no oyó ni el chirriar de un ratón, ni el zumbido de una mosca, ni el balanceo de una cortina ni nada de nada: únicamente el latir de su propio corazón.
—La última puerta a la izquierda —se dijo en voz queda.
La prueba era todavía más difícil al tratarse de la última puerta, porque para llegar a ella tendría que pasar ante una habitación tras otra. Y en cualquiera de aquellas estancias podía estar el mago: dormido, despierto, invisible o incluso muerto. Pero de nada servía pensar en aquello, así que se puso en marcha. La alfombra era tan gruesa que sus pies no producían ruido alguno.
—No hay nada de lo que sentir miedo por el momento —se dijo.
Y desde luego se trataba de un pasillo silencioso e iluminado por el sol; tal vez demasiado silencioso. Habría sido más agradable de no haber habido símbolos pintados en color escarlata sobre las puertas; formas retorcidas y elaboradas que evidentemente poseían un significado que podía no ser muy agradable. También habría resultado más placentero sin las máscaras colgadas de la pared. No es que fueran precisamente feas —al menos no horrendas— pero las órbitas vacías tenían un aspecto misterioso, y si uno se dejaba llevar no tardaba en imaginar que las máscaras gesticulaban en cuanto se les volvía la espalda.
Después de la sexta puerta se llevó el primer susto propiamente dicho. Por un segundo tuvo casi la certeza de que un rostro menudo, perverso y barbudo, había surgido de repente de la pared y le había dedicado una mueca. Se obligó a detenerse y mirar, y descubrió que no era ningún rostro. Era un espejito justo del tamaño y la forma de su rostro, con cabello en la parte superior y una barba colgando de él, de modo que cuando uno se miraba en el espejo el rostro encajaba entre los cabellos y la barba y parecía como si le pertenecieran.
—Sencillamente he captado mi propio reflejo con el rabillo del ojo al pasar —se dijo Lucy—. Eso ha sido todo. No pasa nada.
Sin embargo, no le gustó el aspecto de su rostro con cabellos y barba, y siguió adelante. Debo reconocer que no sé para qué servía el Espejo Barbudo, porque no soy mago.
Antes de alcanzar la última puerta a su izquierda, Lucy empezaba ya a preguntarse si el pasillo no se habría alargado desde que iniciara la marcha y si aquello sería parte de la magia de la casa. Finalmente, no obstante, llegó hasta ella, y la encontró abierta.
Era una habitación enorme con tres ventanales, y las paredes cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo; más libros de los que Lucy había visto nunca, libros diminutos, libros gordos y no tan gordos, y libros más grandes que cualquier Biblia de iglesia que hayas visto jamás, encuadernados en piel y con olor a viejo, a sabiduría y a magia. De todos modos, sabía, por las instrucciones recibidas, que no debía perder el tiempo con ninguno de aquellos. «El libro», el libro mágico, estaba colocado sobre un atril justo en el centro de la habitación. Comprendió que tendría que leerlo de pie —de todos modos no había sillas— y también que debería colocarse de espaldas a la puerta mientras lo hacía. Así que fue hacia ella al momento para cerrarla.
No hubo forma de hacerlo.
Algunas personas podrían no estar de acuerdo con Lucy respecto a eso, pero creo que tenía toda la razón. Declaró que no le habría importado permanecer allí si hubiera podido cerrar la puerta, pero que resultaba muy molesto estar de pie en un lugar como aquél con una puerta abierta a la espalda. Yo me habría sentido igual, pero no había otro remedio.
Una cosa que le preocupó mucho fue el tamaño del libro. La voz principal no había podido darle ninguna pista sobre en qué parte del libro aparecía el hechizo para hacer visibles las cosas, e incluso pareció sorprenderlo que se lo preguntara. Esperaba que empezara por el principio y fuera siguiendo hasta encontrarlo; era evidente que jamás se le había ocurrido que existían otros modos de localizar una cosa en un libro.
—Pero ¡puedo tardar días, semanas! —protestó Lucy, contemplando el enorme volumen—. Y ya tengo la impresión de que llevo horas en este lugar.
Fue hasta el atril y posó la mano sobre el libro; sintió un hormigueo en los dedos al tocarlo como si estuviera electrificado. Intentó abrirlo pero al principio no pudo; aunque eso se debió tan sólo a que estaba sellado mediante dos cierres de plomo, y en cuanto los desabrochó se abrió sin problemas. ¡Era un libro sorprendente!
Estaba escrito a mano, no impreso; escrito con letra clara y uniforme, con gruesos trazos descendentes y finos trazos ascendentes, muy grande y más fácil de leer que la letra impresa, y tan hermosa que Lucy la contempló con fijeza durante todo un minuto y se olvidó de leer. El papel era tieso y liso y despedía un aroma agradable; y en los márgenes, y alrededor de las enormes letras mayúsculas de colores del principio de cada hechizo, había dibujos.
No había portada ni título; los hechizos empezaban directamente, y los primeros eran poco importantes. Había remedios para las verrugas —bañando las manos a la luz de la luna en una jofaina de plata—, el dolor de muelas y de barriga, y un hechizo para capturar un enjambre de abejas. El dibujo del hombre con dolor de muelas era tan realista que habría provocado dolor de muelas a cualquiera que lo mirara durante mucho tiempo y, por un momento, las abejas doradas colocadas alrededor del cuarto hechizo parecieron volar de verdad.
A Lucy le costó una barbaridad pasar de aquella primera página, pero cuando la volvió, la siguiente resultó igual de interesante. «Pero debo seguir adelante», pensó. Y así lo hizo durante unas treinta páginas que, si las hubiera recordado, le habrían enseñado a encontrar tesoros enterrados, a recordar cosas olvidadas, a olvidar cosas que uno quería olvidar, a saber si alguien decía la verdad, a invocar o evitar, vientos, niebla, nieve, granizo o lluvia, a adormecer a alguien mágicamente y a dar a alguien una cabeza de asno (como le sucedió al pobre Bottom, en El sueño de una noche de verano). Y cuanto más leía, más maravillosos y reales se volvían los dibujos.
Entonces llegó a una página que mostraba tal esplendor de imágenes que apenas se advertía lo que había escrito. Apenas… pero sí que vio las primeras frases. Éstas decían: «Hechizo infalible para convertir en hermosa a aquella que lo pronuncie, más hermosa que el común de los mortales». Lucy miró con atención los dibujos con el rostro muy pegado a la página, y si bien al principio habían parecido amontonados y confusos, descubrió que entonces podía distinguirlos con toda claridad. El primer dibujo era el de una niña de pie ante un atril leyendo un libro enorme. Y la pequeña iba vestida exactamente igual que Lucy; en el dibujo siguiente Lucy (pues la niña de la ilustración era Lucy) estaba de pie con la boca abierta y una expresión más bien terrible en el rostro, entonando o recitando algo. En el tercer dibujo la belleza superior al común de los mortales había llegado a ella. Resultaba extraño, si se tenía en cuenta lo pequeñas que habían parecido las ilustraciones al principio, que la Lucy del dibujo pareciera entonces casi tan grande como la Lucy real; y se miraron mutuamente a los ojos y la Lucy auténtica desvió la mirada al cabo de unos minutos porque se sentía deslumbrada ante la belleza de la otra Lucy; aunque todavía distinguía un cierto parecido consigo misma en aquel rostro tan hermoso. Y entonces los dibujos se amontonaron en tropel sobre ella. Se vio ocupando un trono en un torneo en Calormen y todos los reyes del mundo combatían debido a su belleza. Después de aquello se pasó de los torneos a guerras auténticas, y toda Narnia, Archenland, Telmar y Calormen, Galma y Terebinthia quedaron devastadas por la furia de los reyes, duques y grandes lores que peleaban por su favor. Luego cambió y Lucy, más hermosa aún que el común de los mortales, estaba de vuelta en Gran Bretaña. Y Susan —que siempre había sido la guapa de la familia— regresaba a casa desde América. La Susan del dibujo era exactamente igual a la Susan real, sólo que más fea y con una expresión maliciosa. Y Susan estaba celosa de la belleza deslumbrante de Lucy, pero eso no importaba en absoluto, porque entonces nadie le prestaba atención a Susan.
—Pronunciaré el hechizo —dijo Lucy—. No me importa. Lo haré.
Dijo «no me importa» porque tenía una fuerte sensación de que no debía hacerlo.
Pero cuando volvió a mirar las palabras iniciales del hechizo, allí entre de las letras, donde estaba más que segura de que no había ningún dibujo antes, encontró el rostro enorme de un león, el León, el mismo Aslan, que la contemplaba con fijeza. Estaba pintado de un dorado tan brillante que parecía ir hacia ella desde la página; y, a decir verdad, más tarde no pudo asegurar que no se hubiera movido un poco. En cualquier caso conocía muy bien la expresión de su rostro. Gruñía y se distinguían casi todos sus dientes. La pequeña se asustó terriblemente y volvió la página al momento.
Algo después llegó a un hechizo que te permitía saber lo que tus amigos pensaban de ti. Puesto que había deseado ardientemente probar el otro hechizo, el que concedía una belleza superior al común de los mortales, sintió que, para compensar no haberlo pronunciado, tenía que pronunciar aquél. Y a toda prisa, por temor a cambiar de opinión, dijo las palabras (nada podrá inducirme a decir cuáles eran). Luego aguardó a que sucediera algo.
Como no sucedió nada empezó a contemplar los dibujos. Y al instante vio lo último que habría esperado ver: una imagen de un vagón de tercera clase de un tren, con dos colegialas sentadas en él. Las reconoció en seguida. Eran Marjorie Preston y Anne Featherstone. Sólo que entonces era más que una imagen. Estaba viva, pues vio como los postes de telégrafo pasaban veloces al otro lado de la ventanilla. Luego, poco a poco, igual que cuando se empieza a sintonizar la radio, pudo oír lo que hablaban.
—¿Nos veremos este trimestre? —preguntó Anne—, ¿o seguirás pasando todo el día pegada a Lucy Pevensie?
—No sé qué quieres decir con «pegada» —respondió Marjorie.
—Claro que lo sabes —replicó la otra—. El trimestre pasado sólo ibas detrás de ella.
—No es verdad. No soy un perrito faldero. Además, no es mala chica; pero empezaba a estar bastante harta de ella antes de que terminara el trimestre.
—Pues ¡te aseguro que eso no volverá a sucederte! —gritó Lucy—. ¡Eres una estúpida y una falsa!
Pero el sonido de su propia voz le recordó al momento que le hablaba a un dibujo y que la auténtica Marjorie se encontraba muy lejos, en otro mundo.
—Vaya —se dijo Lucy—, pensaba que era mi mejor amiga. E hice toda clase de cosas por ella el trimestre pasado, y me mantuve a su lado cuando no muchas niñas lo habrían hecho. Y, además, lo sabe. ¡Y decírselo precisamente a Anne Featherstone! ¿Es que todas mis amigas son así? Hay muchos otros dibujos. No, no pienso mirar nada más. No pienso hacerlo, no pienso hacerlo… —Y con un gran esfuerzo pasó la página, pero no antes de que una lágrima enorme y furiosa fuera a caer sobre ella.
En la página siguiente encontró un hechizo «para el consuelo del espíritu». Los dibujos eran más escasos, pero muy hermosos. Y lo que Lucy empezó a leer era más parecido a una historia que a un conjuro. Siguió durante tres páginas y antes de que llegara al final de la página ya había olvidado que estaba leyendo. Vivía la historia como si fuera real, y todas las imágenes lo fueran también. Cuando llegó a la tercera página y al final, dijo:
—Es la historia más preciosa que he leído jamás y que leeré en toda mi vida. ¡Cómo desearía haber seguido leyéndola durante diez años! Al menos la volveré a leer.
Pero aquí parte de la magia del libro entró en acción. No se podía volver atrás. Las páginas del lado derecho, las que iban hacia delante, se podían girar; las del lado izquierdo no.
—¡Qué lástima! —exclamó Lucy—. Con las ganas que tenía de volver a leerla. Bueno, al menos voy a recordarla. Veamos… trataba de… de… cielos, se está desvaneciendo otra vez. E incluso esta última página se está borrando. Éste es un libro muy extraño. ¿Cómo puedo haberlo olvidado? Hablaba de una copa y una espada y un árbol y una colina verde, eso lo sé. Pero no me acuerdo de nada más, ¿qué voy a hacer?
Jamás pudo recordarla; y desde aquel día, Lucy describe las buenas historias como relatos que le recuerdan la historia olvidada del libro del mago.
Siguió adelante, y con gran sorpresa encontró una página sin dibujos; pero las primeras palabras eran «Hechizo para hacer visibles cosas ocultas». Lo leyó hasta el final para asegurarse de todas las palabras difíciles y luego lo pronunció en voz alta. Supo inmediatamente que funcionaba porque mientras hablaba, aparecieron los colores de las palabras en mayúscula de la parte superior de la página y empezaron a surgir dibujos en los márgenes. Fue como cuando uno acerca al fuego algo escrito con tinta invisible y la escritura empieza a manifestarse; sólo que en lugar del color sucio de zumo de limón —que es la tinta invisible más fácil de hacer— aquél era dorado, azul y escarlata. Eran dibujos curiosos que contenían muchas figuras que a Lucy no le gustó demasiado contemplar. Y a continuación pensó: «Supongo que lo he vuelto todo visible, y no sólo a los Aporreadores. Sin duda existe gran cantidad de cosas invisibles en un lugar como éste y no estoy muy segura de querer verlas todas».
En aquel momento oyó unas pisadas sordas y pesadas que se acercaban por el corredor a su espalda; y, claro está, recordó lo que le habían dicho sobre que el mago andaba descalzo y no hacía más ruido que un gato. Siempre es mejor darse la vuelta que tener algo aproximándose furtivamente por detrás. Lucy lo hizo.
Entonces el rostro se le iluminó hasta que, por un momento (aunque desde luego ella no lo supo), se volvió casi tan hermosa como la otra Lucy del dibujo, y corrió al frente con un gritito de alegría y con los brazos extendidos. Pues quien había en el umbral no era otro que Aslan en persona, el León, el más poderoso de todos los Sumos Monarcas; y era de carne y hueso, real y cálido, y permitió que la niña lo besara y se enredara en su melena reluciente. Y a juzgar por el sonido ronco, parecido a un terremoto, que surgió de su interior, Lucy incluso se atrevió a pensar que ronroneaba.
—Aslan —dijo—, qué amable has sido al venir.
—He estado aquí siempre, pero acabas de hacerme visible.
—¡Aslan! —exclamó ella casi con un cierto tono de reproche—. No te burles de mí. ¡Como si algo que yo pudiera hacer consiguiera volverte visible!
—Lo hizo —respondió el león—. ¿Crees que yo no obedecería mis propias normas?
Tras una corta pausa, el león volvió a hablar, diciendo:
—Niña, creo que has escuchado a escondidas.
—¿Escuchado a escondidas?
—Escuchaste lo que tus dos compañeras de colegio decían de ti.
—¿Eso? Jamás se me ocurrió que fuera escuchar a escondidas, Aslan. ¿No era magia?
—Espiar a la gente mediante la magia es lo mismo que espiar de cualquier otro modo. Y has juzgado mal a tu amiga. Es una persona débil, pero te aprecia. Temía a la niña de más edad y dijo lo que en realidad no piensa.
—No creo que pueda olvidar jamás lo que le oí decir.
—No, no lo harás.
—Cielos —dijo Lucy—. ¿Lo he estropeado todo? ¿Quieres decir que habríamos seguido siendo amigas si no hubiera sido por esto…? ¿Que habíamos sido realmente buenas amigas… toda nuestra vida…, y que ahora ya no lo seremos nunca?
—Pequeña —respondió Aslan—, ¿no te expliqué en una ocasión que a uno jamás se le cuenta lo que «habría sucedido»?
—Sí, Aslan. Lo siento. Pero, por favor…
—Habla, querida mía.
—¿Podré volver a leer alguna vez aquella historia, la que no pude recordar? Dime que sí, Aslan, por favor. O mejor, ¡cuéntamela tú!
—Claro que sí, te la contaré durante años y años. Pero ahora, ven. Debemos saludar al dueño de esta casa.