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Un discurso en el Senado

Roma. Abril de 183 a. C.

Catón sabía que el joven Escipión no tenía la edad para entrar de forma oficial en el Senado y, además, él mismo, Catón, como censor en el período de aceptación de nuevas incorporaciones en el Senado, podía decidir sobre si el joven Escipión tenía derecho a ocupar el lugar de su padre en la Curia o no. Mil veces estuvo tentado de obrar con la frialdad de la ley y denegar la petición del joven heredero de su eterno enemigo, pero Marco Porcio Catón era un estratega en política y ponderó la situación con detenimiento infinito. Lo sopesó todo. La exhibición pública de dolor en la que Roma se sumió al conocerse la muerte efectiva de Escipión padre no podía despreciarse. Sí, la ley estaba con él, con el censor, y atendiendo a la letra de la ley podía denegar el acceso al joven Escipión al Senado durante unos pocos años, pero, al final, la edad cura la juventud y el muchacho ingresaría de todas formas en el Senado. Además, muchos de los amigos de los Escipiones estaban argumentado la excepcionalidad de la vacante que se había creado en el Senado porque el que había fallecido era precisamente el princeps senatus y, en consecuencia, tenía aún mucho más sentido no reparar tanto en la edad del hijo que debía reemplazarlo, no como princeps, eso era absurdo, pero sí ocupando un asiento en la Curia. Por el contrario, pensaba Catón, si ahora cedía y dejaba que el joven Escipión se integrara en la gran asamblea de Roma ocupando el lugar de su padre, Marco Porcio Catón, el siempre implacable, aparecería, sin embargo, como magnánimo, compasivo ante el enemigo derrotado y, más allá de lo que ganaría su imagen ante el pueblo y ante los senadores menos proclives a su dureza, además de todo eso —y aquí Catón sonrió para sus adentros mientras cruzaba ya entre la Graecostasis y el senaculum en dirección al edificio del Senado—, además de todo eso, si el joven Escipión ingresaba ya en la Curia, su propia juventud le conduciría inexorablemente a moverse con torpeza en las sesiones del Senado dejando siempre grandes posibilidades para ser ridiculizado por él mismo o por Spurino, por Quinto Petilio o por cualquier otro de sus partidarios. En pocos meses el muchacho sería el hazmerreír de Roma y la palabra Escipión dejaría de asociarse con el viejo héroe invencible ya fallecido y pasaría a ser casi el equivalente a llamar a alguien estúpido o bobo. No. No lo dudó. Aceptó la petición de la familia de los Escipiones cursada por Lucio Cornelio, el tío del interesado. Que entre el joven Escipión en la Curia. Esa misma mañana se ocuparía él mismo, Marco Porcio Catón, de que comprendiera su error. Pero para entonces ya sería tarde y el joven nuevo senador se vería en la triste obligación de tener que asistir a todas las sesiones, una tras otra, en silencio siempre ya para no escuchar las carcajadas de desprecio hacia su persona.

Y como un torbellino, saludando con leves asentimientos a sus más próximos, Marco Porcio Catón irrumpió aquella mañana de primavera del año 571 desde la fundación de la ciudad en el edificio de la Curia.

Para el joven Publio todo el principio de la sesión pasó casi como por ensalmo. De pronto era su turno para hablar. El presidente le concedió la palabra. El joven Publio se levantó entonces despacio. Parecía que tenía miedo, pero había estudiado cada movimiento con la misma atención con la que su padre preparaba las maniobras de cada manípulo en una batalla. Ésta era su gran batalla campal, su Zama, su Magnesia, y el joven Publio, ahora reconvertido en heredero del inmenso legado en popularidad de su padre, lo sabía. Esto era la guerra, la guerra de verdad, a veces incluso tan o más auténtica que la que se libraba en las fronteras de los dominios de Roma. Era la guerra en las entrañas del Senado, era la lucha sin condiciones ni reglas. Todo parecía estar regulado, pero todo valía. Todo. Y para empezar, el joven Publio estaba dispuesto a aparentar lo que no era. Tenía pensado empezar de forma dubitativa, débil, floja, decepcionante para los seguidores de su padre, de forma que los enemigos, empezando por Marco Porcio Catón, le infravaloraran de medio a medio. Esto último no requeriría de gran esfuerzo.

—Soy… soy… Publio… Publio Cornelio Escipión… el heredero de mi padre. —Y algunas carcajadas emergieron desde los bancos donde Catón, rodeado por Spurino, por Quinto Petilio y tantos otros correligionarios no pudieron evitar exhibir amplias sonrisas ante semejante tautología—. Soy el heredero de una de las más poderosas familias de Roma. No… quiero decir… —Las risas proseguían; se aclaró la garganta y elevó un poco la voz—. Soy el heredero del hombre que más ha dado por Roma y acepto servir a Roma desde el puesto de senador que mi padre ocupaba con honestidad y orgullo en esta misma sala, en la Curia de Roma, y espero hacerlo —continuaba ya con algo más de seguridad y elevando aún más el tono de voz hasta alcanzar un volumen de dignidad razonable—, espero hacerlo con la misma honradez y con el mismo acierto con el que lo hizo mi padre. Los Escipiones, pese a todo lo acontecido, tienen representación en este cónclave y procuraré que eso nunca se olvide. —Y miró a su tío Lucio Cornelio, que asintió, y al presidente, y éste, por su parte, más por deferencia al padre fallecido de quien había hablado que por el pobre discurso que se acaba de pronunciar, asintió también y el joven Publio retornó a su asiento desde el centro de la sala y exhaló un audible suspiro al sentarse.

Como era de prever, como todos esperaban, Marco Porcio Catón solicitó permiso al presidente de la sesión para hablar. Todos lo tenían claro: iba a apisonar al joven Publio como si el propio Catón fuera una estampida de elefantes. Del joven senador de los Escipiones no iba a quedar ni el recuerdo cuando Catón se sentara una vez finalizada su afilada diatriba. Emilio Paulo, Silano, el propio tío del joven Escipión, Lucio Cornelio, y el resto de seguidores y amigos del fallecido Publio, lamentaban la floja intervención del joven senador, que, en honor a la justicia, tampoco había estado mal considerando que era su primera intervención en el Senado, pero es que todos ellos, por la irracional esperanza que siempre albergamos de que los que queremos cumplan a plena satisfacción nuestras más absurdas expectativas, habían esperado algo mejor del joven Publio. Ahora, sin embargo, todos tenían claro que ante el contraataque que se avecinaba del más pérfido, hábil y elocuente de los senadores, Marco Porcio Catón, aquella presentación del joven Publio era un muy endeble parlamento. Pero ya no se podía hacer nada. Sólo quedaba resistir con coraje la andanada de insultos y humillaciones que Catón tendría preparabas desde hacía semanas, desde el mismo día en que se supo que el joven Publio regresaba a Roma para ocupar el lugar de su padre en el Senado. Desde ese mismo día Catón habría estado preparando las palabras que iba a pronunciar y más aún al haber estado él mismo en posición, como censor, de aceptar la solicitud del joven. Las habría medido, cada palabra, las habría sopesado, las habría ensayado a solas, o con los Petilios, las habría memorizado una y mil veces y, ahora, en ese instante iba a arrojarlas contra el joven heredero de los Escipiones para masacrarlo y que quedara bien claro quién era el que controlaba de una vez por todas y durante muchos años el Senado de Roma.

—Sea bienvenido nuestro nuevo joven senador —empezó Catón con un tono cordial y una extraña y difícil sonrisa dibujada en el rostro—. Sí, siempre es una gran noticia que sangre nueva entre en el Senado. —Y estallaron las primeras carcajadas por el juego de palabras del veterano censor de Roma, y es que los hombres nuevos eran aquellos que llegaban a cónsul cuando nadie antes de su familia lo había hecho; aplicar el apelativo de hombre nuevo a un Escipión era, cuando menos, un grave insulto, y enseguida se alzaron Lucio Cornelio, Emilio Paulo, Silano y varios amigos más de los Escipiones; Tiberio Sempronio Graco se limitaba a sacudir la cabeza; le entristecía ver como un inexperto senador iba a ser devorado por la furia irrefrenable de Catón; por su parte, Catón, como quien cae de pronto en la cuenta de su error al haber usado el apelativo de hombre nuevo, levantó las manos pidiendo aparentes disculpas y se corrigió con rapidez—. Quiero decir que siempre es bueno que entre sangre joven en el Senado. Siempre es buena la juventud —dijo clavando sus ojos en los que se habían levantado y éstos, ante la corrección pública del censor, se sentaron de nuevo, insatisfechos, pero poco más podía hacerse si Catón se corregía ante todos. Y prosiguió así, Catón, con su discurso—. Sí, siempre es bueno que la juventud, aunque inexperta, entre en el Senado, incluso si es, como es el caso, de esta forma tan excepcional. Sé, pues —y miró entonces fijamente al joven Publio—, sé, pues, bienvenido al Senado, joven Publio Cornelio Escipión, sé bienvenido y siéntete cómodo, Publio Cornelio Escipión. —Al joven senador no se le pasó por alto la insistencia con la que Catón quería asociar ese praenomen, nomen[*] y cognomen con su propia persona y no con la de su padre—. Sí, sé bienvenido porque ésta será tu casa igual que lo es para nosotros. Todos te escucharemos con atención, porque cómo evitar escuchar al que tan grandes hazañas ha realizado en el campo de batalla; cómo no escuchar a quien ha conquistado un pequeño trozo de falange enemiga en una batalla del que luego ha tenido que ser rescatado. —Risas entre los seguidores de Catón; nuevamente se levantaron los amigos de los Escipiones, mientras, el joven Publio, serio, permanecía sentado con sus ojos fijos en un Catón que proseguía, divertido, con su fácil, sencillo, pero eficaz discurso—. Cómo no vamos a escuchar a quien se deja atrapar por el enemigo y es devuelto a Roma tras dudosas negociaciones. —Insultos y puños blandidos amenazadoramente desde los bancos de los seguidores de los Escipiones—. Perdón, perdón, ¿he dicho acaso algo incierto? —Y Catón, sin arredrarse un ápice, levantó el volumen de su voz para hacerse oír con claridad por encima de todos los improperios que sus enemigos políticos lanzaban contra él—. ¿Acaso nuestro nuevo joven senador no ha sido apresado por el enemigo? ¿Acaso nuestro joven nuevo senador no cruzó una falange enemiga antes de que la posición estuviera asegurada? ¿Acaso digo mentiras o sólo expreso realidades? Pero sea, sea, sea, hoy es día de bienvenida. —Y alzó las manos en señal de que parecía pedir un respiro, una tregua. Los insultos se diluyeron y todos recuperaron sus asientos—. Sea, sea, quizá me he adentrado en territorios confusos y no es lo pertinente en un discurso, como pretendía ser el mío, de bienvenida a un joven nuevo senador. —El silencio parecía restablecerse y Catón no dudó un instante en aprovechar la circunstancia para rematar a su contrincante en ese momento en que uno, algo exhausto, baja la guardia para recuperar el aliento perdido—. Sé, pues, joven Publio Cornelio Escipión, bienvenido, y que tu inexperiencia, tu juventud y tu estupidez no impregne ni un solo rincón de esta sala, pues sólo así el Senado de Roma seguirá decidiendo con sabiduría sobre el futuro de esta gran república. Por otro lado, Ceterum censeo Carthaginem esse delendam[18].

Y así, entre una igualada mezcla de insultos y aplausos, Marco Porcio Catón abandonó sonriente y relajado el centro de la Curia Hostilia. No sólo había estado bien sino que había disfrutado como hacía tiempo. En una misma intervención había ridiculizado al joven hijo del que hasta hace poco era su más acérrimo enemigo y, a un tiempo, se había sacudido el sinsabor de aquella absurda última votación perdida contra Graco. A este último le dedicó una mirada mientras se alejaba del centro de la sala, como diciendo, «que te quede claro quién manda aquí; ganaste aquella votación, cuando aún había un Escipión de verdad con vida, pero ahora no hay nada más que un petimetre, un fantoche de aquella misma familia que no vale nada, a parte de su tío condenado y liberado sólo por un pacto que ya nunca se repetirá; nadie te va a seguir, Graco, contra mí; que te quede claro». Y Tiberio Sempronio Graco leyó con rapidez aquella mirada, la interpretó bien e inspiró con profundidad y, al igual que Lucio Emilio y el resto de los seguidores de los Escipiones, lamentó que el joven senador no se hubiera presentado con algo más de gallardía. Un contrapeso a Catón vendría bien y él, Graco, sabía, que él sólo no era suficiente. Aquélla era la Roma de Catón. Era lo que había y nada podía hacerse ya. Pensó entonces en cómo dibujar con tintes menos horribles aquel debate para que su joven esposa no sufriera al saber de la incontestable derrota de su hermano en el Senado. No, no se votaba nada aquel día, pero se medían fuerzas para el futuro y el pulso había sido demoledor en favor de Catón.

Publio Cornelio Escipión miraba al suelo. Era la imagen misma de la derrota. Era como Antípatro en Magnesia al ser arrasado por los arqueros de Pérgamo, sólo que él, Publio, ni tan siquiera había iniciado la carrera con sus carros escitas. Sí, sus tripas se le desgarraban por dentro. Las palabras de Catón, su retahíla interminable de insultos y humillaciones, se mezclaban en una confusa maraña de pensamientos con las palabras de su padre en su lecho de muerte: «Tú, hijo, debes combatir en el Senado, con la palabra, algo que manejas mejor que yo. El viejo Icetas, vuestro pedagogo, siempre alababa tu retórica, pero yo, cegado como estaba, me interesaba más por tus avances en el adiestramiento militar con Lelio, pero Catón, hijo, Catón me ha derrotado con palabras. Tú, en cambio, con tus propias palabras influiste en mí la noche fatal en la que podría haber mandado a todos nosotros al infierno. Sí, hijo, tus palabras influyeron en mí notablemente. Más de lo que imaginas. Hablas bien. Sabes hacerlo. Ése es tu don. Tú debes volver a Roma, al Senado, ocuparás mi asiento en el edificio de la Curia y desde allí contraatacarás». Y se mezclaba también la diatriba inmisericorde de Catón con las palabras del mismísimo Aníbal: «Eres bueno con las palabras, hijo de Escipión. No sé si serás bueno en el campo de batalla, pero eres listo eligiendo las palabras. Quizá en eso seas más hábil que tu padre; quizá ésa sea tu arma y no la espada».

Ahora quedaba sólo saber quién tenía razón, después de todos aquellos años, después de todas aquellas derrotas en el campo de batalla donde nunca había estado a la altura de su padre. Publio Cornelio Escipión se levantó con decisión y si hubiera tenido una espada la habría hecho girar trescientos sesenta grados trazando un círculo invisible anunciando a todos que un Escipión entraba en combate. Y dio un par de pasos al frente. ¿Quién tenía razón sobre su persona: Escipión y Aníbal o aquel implacable censor de Roma?

—Me gustaría, presidente, poder responder al discurso de bienvenida del senador Marco Porcio Catón.

Aquello era algo irregular, pero tampoco parecía que hubiera motivo alguno para negarle la palabra al nuevo senador. El presidente, pese a todo, cauteloso y consciente de quién era el nuevo gran poder en el Senado, miró a Catón con cierta reticencia a conceder la palabra. Catón se dio cuenta de que todos le miraban. Negarle la palabra al joven Publio sería una muestra innecesaria de debilidad. Nada había que pudiera decir aquel joven imberbe que pudiera ni tan siquiera sacudir lo más mínimo la fortaleza de su posición en el Senado ni minimizar en algo el ridículo en que aquel jovenzuelo había quedado ante los patres conscripti. Sería una pataleta pública de un joven engreído y dolido que se ridiculizaría aún más ante todos los presentes. Que hablara. Si el muchacho quería entrar ya en su sepulcro, que lo hiciera. Y Catón asintió levemente al presidente de la sesión y éste, a su vez, le concedió la palabra al joven Publio, quien, una vez más, se dirigió al centro de la sala, pero que en esta ocasión no avanzó ya con pasos pequeños y lentos sino con el aplomo de alguien que se siente extrañamente seguro.

—Gracias a Catón por sus amables palabras. Sí, mi nombre es el de Publio Cornelio Escipión. He oído muchas risas hoy ante estos praenomen, nomen y cognomen, pero os aseguro que nuestros enemigos en Cartago Nova, Ilipa, Baecula, Útica, Campi Magni, Zama o Magnesia no se ríen tanto cuando alguien se atreve a susurrar tan siquiera esos tres nombres en voz baja. No, allí nadie se ríe. Ni tan siquiera se atreven a decirlo en voz alta. Desde Hispania hasta Oriente, el nombre de Publio Cornelio Escipión silencia al mundo de la misma forma que ahora se ha hecho el silencio en esta sala. —Con esa fuerte entrada, captada la atención de todos, el joven Publio se dirigió directamente a Catón, que seguía mirándole con evidente desdén—. Sí, gracias al venerable Catón por sus palabras, aunque, he de decir, debe de ser por inexperiencia, sin duda, que si esto es un discurso de bienvenida no quiero pensar lo que será un ataque. —Las risas de sus partidarios fueron inevitables y, para preocupación de Catón, que parecía tener ojos en el cogote, las sonrisas de algunos de sus seguidores también; había sido una ocurrencia graciosa; hacía tiempo que nadie usaba el sentido del humor con finura en aquella sala. El joven senador continuaba hablando—. Ya me lo decía mi padre: hay en el Senado quien hasta para halagar salpica con la saliva. —Aquí las sonrisas de los partidarios de Catón se borraron y empezaron algunos insultos—. Perdón, perdón, por todos los dioses, ¿he sido grueso o inoportuno?, debe ser mi inexperiencia, mi juventud, quizá mi estupidez. Pero supongo que si alguien de tanta experiencia como el senador Marco Porcio Catón puede cometer un desliz al referirse a alguien de mi familia como hombre nuevo, igual es más probable que yo, joven e inexperto senador, cometa más deslices y diga cosas como que por donde pasa nuestro querido y venerado Catón la rebelión germina como regada por la impericia e incapacidad en el gobierno de una provincia, como todos sabemos que ha pasado con Hispania. —Los insultos y los gritos se transformaron en vociferio brutal, pero el joven Publio aulló a pleno pulmón, y eran pulmones fuertes y jóvenes—. Una Hispania que mi padre apaciguó con conquistas y pactos y que Catón incendió hasta que al poco tiempo de su regreso el oro y la plata de las minas del sur de Hispania apenas si llega hasta nuestras arcas. Gran victoria, sí, gran general. —Y detuvo su discurso para que el presidente intentara infructuosamente durante varios minutos acallar el griterío incontrolable de los seguidores de Catón. Aprovechó Publio para darse la vuelta y mirar hacia los suyos: su tío Lucio, Emilio Paulo, Silano, todos le miraban con los ojos abiertos, sorprendidos, admirados, agradecidos. Publio inspiró con fuerza y se volvió de nuevo para encarar a sus enemigos, que habían reducido algo el volumen de sus improperios—. Perdón, disculpas a todos los patres conscripti, este joven senador ha debido cometer un desliz y se disculpa por ello. La rebelión en Hispania debe tener sus orígenes en alguna otra causa que desconocemos. —Se calmaron algo los ánimos, pero Catón, con los labios bien apretados estaba ya muy, muy pendiente de cada palabra; no sabía si interrumpir o dejar que aquel imbécil acabara su discurso, aunque ya no estaba seguro de si trataba con un estúpido o con un loco, que es aún peor. El joven Publio proseguía—. Pero ¿qué quería recordarme Marco Porcio Catón con su discurso? ¿Que yo no soy como mi padre? Por supuesto que no. Ni yo ni el propio Catón ni nadie en esta sala, donde abundan los hombres valerosos, es como mi padre. No hay en esta sala nadie, pese a toda la valentía que se congrega en ella, que llegue a calzarle las sandalias a Publio Cornelio Escipión, Africanus. Y eso lo saben en este lado de la Curia —y señaló hacia sus seguidores—, igual que lo saben en los bancos de enfrente. Lo saben todos. Que mis opiniones no valen, entonces, porque no soy como mi padre, ése y no otro parece ser el gran argumento del censor de Roma para desacreditarme cuando aún ni tan siquiera he podido defender una ley o una moción entre mis muy respetados patres conscripti. Sí, eso le gustaría a Catón. Que no hable nunca. Eso le gustaría a Catón. Que no existiera ya ningún Escipión. Eso le gustaría a Catón. Pero sea como sea yo vivo, yo existo y yo soy un Escipión, mucho más endeble y débil y flojo que mi padre en el campo de batalla, como lo es cualquiera en esta sala, pero en el Senado éste es mi primer día, y que sea el Senado, cada uno de vosotros, patres conscripti, los que me juzguéis por mis intervenciones y no a través de los evidentes prejuicios de otro senador, no importa la valía de este otro senador; no, que sean mis parlamentos los que hagan que se vote contra mis ideas o a favor de ellas, pero que no se me juzgue por las palabras emponzoñadas por la envidia hacia mi padre de quien ni tan siquiera desearía que estuviera aquí —y una vez más los murmullos emergían entre los senadores que rodeaban a Catón—, sí, alguien que no sólo no desearía que yo no estuviera aquí, sino alguien que no ha dudado en juzgar a mi familia una y otra vez cambiando los tribunales y los jueces tantas veces como hiciera falta hasta que al final se obtuviera la única sentencia que él deseaba oír. —Catón se levantó en ese momento y dio un paso hacia el joven Publio: la sala quedó, de pronto, en silencio, las manos de muchos senadores desaparecieron bajo las togas; Lucio Cornelio se levantó y sintió cómo a su lado se alzaban también Silano y Emilio Paulo con las manos bien hundidas en sus propias togas. El presidente tragó saliva. Si emergían las dagas habría mucha sangre derramada aquella mañana, pero, de pronto, el joven Publio dio un paso atrás, no por miedo, pero por cautela para estar más próximo a los suyos si al final las palabras no eran la única arma de aquella sesión—. Pero perdón, perdón, venerable senador, quizá me he vuelto a dejar llevar por inexperiencia, quizá he dicho cosas inapropiadas, es posible. —Catón se mantenía en pie rodeado por los suyos; Tiberio Sempronio Graco, al fondo de la sala entre un bando y otro de partidarios, era de los pocos que se mantenía sentado, con el semblante serio—; no he mencionado yo nombre alguno en la última parte de mi intervención, noble Catón —continuaba con ironía calculada el joven Publio—, ¿he mencionado yo el nombre de alguien al hablar de los procesos, a la hora de cambiar o no jueces o tribunales? ¿Alguien se ha dado por aludido? ¿He ofendido a alguien?

—La inexperiencia no te exime de lanzar insinuaciones de ese tipo —dijo con sequedad Catón sin solicitar permiso a un presidente de la sesión que se limitaba a rezar a todos los dioses de Roma para que aquel cónclave acabara lo antes posible.

—Sea, censor de Roma. Mediré mis palabras y responderé entonces yo ahora sólo a cosas referidas explícitamente en tu discurso de bienvenida.

—Sea —aceptó Catón, y volvió a sentarse y con él se sentaron todos en ambos lados del hemiciclo senatorial y las manos de todos los patres conscripti volvieron a quedar a la vista de todos.

—Soy Publio Cornelio Escipión, llevo ese nombre y lo llevo con orgullo. ¿Que caí en manos del enemigo? Cierto es, en manos del mismísimo Aníbal. Perdón, ¿es que alguien ha sentido algo de miedo? Bueno, es normal porque todos hemos tenido miedo de Aníbal y cuando digo todos, digo todos, me incluyo a mí e incluyo a nuestro venerable Catón, que se empeña siempre en recordarnos que Cartago debe ser destruida. Claro que no habría estado mal que él mismo hubiera destruido Numantia cuando estuvo al pie de sus murallas, pero supongo que es fácil no hacer algo pequeño y exigir a los demás que hagan algo grande. —Catón ya no estaba para más insultos e hizo ademán de volver a levantarse, pero una vez más el joven senador cambió de tema con rapidez y el censor detuvo sus movimientos—. Sí, yo tuve miedo cuando estuve con Aníbal a solas, pero, queridos patres conscripti —y se acercó Publio de nuevo hacia Catón hasta quedar a tan sólo dos pasos de él—, sí, sentí miedo de Aníbal como cualquier otro de los presentes lo habría sentido, pero, qué curioso —y dejó un espacio de silencio que magnificara el impacto de sus siguientes palabras—, qué curioso: no siento miedo aquí, en la Curia; no, aquí no siento miedo de nadie porque soy un Escipión y si he sobrevivido al presidio con Aníbal no veo nada ni nadie en esta sala que pueda causarme la misma sensación de horror que aquel enemigo. —Y en medio del silencio más completo en la Curia Hostilia como no se recordaba en meses—: No, este joven e inexperto senador no siente miedo de nadie de los presentes, pero claro, algunos pensarán que eso es sólo señal de mi inexperiencia o, como decía Marco Porcio Catón, de mi supuesta estupidez; pues bien, a esos respondo yo que no: no siento miedo porque he aprendido bien mi lección y sé que hay falanges más temibles que las de los ejércitos de Oriente y ahora sé que una falange de patres conscripti encabezada por Catón puede ser aún más mortífera que todos los catafractos de Asia, así que aunque se me abra un pasillo delante de mí por parte de mis enemigos en el Senado, que sepan todos que nunca cruzaré esa línea hasta estar seguro de que todos y cada unos de esos senadores ha sido abatido por un torrente irrefrenable de votos en su contra. Ésa será mi fuerza, ése es mi destino y por eso estoy y estaré aquí hasta el final de mis días. Publio Cornelio Escipión ha muerto para el campo de batalla por un tiempo, pero la sangre de los Escipiones sigue viva, vibrante, henchida de fuerza y de ansia, y la sabiduría de generaciones y generaciones corre por mis venas y esa sangre hablará en esta sala cada día, cada sesión aunque aquellos que se vanaglorien de haber conseguido derribar a mi padre aborrezcan esta idea. Brillante victoria: hacer que un general invicto abandone la ciudad para la que tantas victorias consiguió. Tantas victorias que algunos de los presentes convencisteis al resto de que mi padre era en sí mismo un peligro para la propia Roma, pero mi padre, antes de lanzarse contra la Roma que quería expulsarlo, agachó la cabeza, se arrodilló y aceptó el injusto e inmerecido castigo. Ahora sé que muchos le echáis de menos y que muchos, en silencio, os arrepentís de haber apoyado aquella sentencia; pues bien, sabed todos —y dejó de encararse con un estupefacto Catón que no dejaba de apretar los labios y cerrar los puños con fuerza, para mirar a todos los senadores dando vueltas, despacio, haciendo navegar sus ojos por todos los rincones de la gran sala—, sabed todos que yo estoy aquí para dar voz y dotar de palabras a ese silencio de la vergüenza que ha henchido tantos corazones. Y lo mejor de todo es que soy tan joven y mis hazañas militares tan inexistentes, que nadie puede persuadiros de que soy un peligro para el Estado, así que nadie podrá argumentar que yo también debo exiliarme. Qué curiosa contradicción esta bendición de los dioses: no tener un pasado brillante en el campo de batalla me hace más fuerte en este Senado ante las tergiversaciones de mis enemigos políticos. Esta reflexión quizá debería haceros pensar a todos la forma en que este Senado se ha comportado en sus últimas decisiones. Pero más allá de ello, y ya mirando al futuro, un joven Publio Cornelio Escipión está en esta sala, y si bien es posible que nunca blandiré la espada con la habilidad de mi padre, si os aseguro que afilaré bien las palabras que emerjan de mi boca con la piedra dura y poderosa de la verdad para así ayudar a Roma en cada momento de su gloriosa historia a decidir con sabiduría y no por rencor. —Y de nuevo, acercándose a Catón—: Que tenga un buen día el senador Marco Porcio Catón; por mi parte yo ya lo he tenido y, por cierto, que sepa el senador Catón que si Cartago tiene que ser destruida alguna vez, será destruida por un Escipión. —Y sin mirarle más, ni mirar a la presidencia, envuelto en la mayor ovación que se escuchaba en la sala desde los tiempos en que Publio Cornelio Escipión padre había conseguido arañar alguna tímida victoria contra Máximo o el mismísimo Catón, el joven Publio retornó a su asiento, donde fue recibido con vítores por su tío, por Lucio Emilio, Silano y el resto de amigos y familiares.

En el lado opuesto de la sala Marco Porcio Catón ponderaba si dar nueva respuesta a aquella larga y muy elaborada réplica, pero sólo había preparado el discurso de supuesta bienvenida que aquel joven Escipión acababa de tumbar en su respuesta, y el veterano censor consideró al fin más sensato reprimir sus impulsos. Había muchos temas que tratar en aquella sesión todavía y responder otra vez era dar demasiada importancia al nuevo joven senador. Los otros debates ahogarían aquellos parlamentos iniciales en el saco confuso del olvido.

Sin embargo, sus propias palabras al salir Catón del Senado, rodeado por todos sus partidarios, le traicionaron, pues dejaban ver a las claras que, pese a todos los asuntos tratados después de aquel intenso debate inicial, en su mente sólo parecía haberse hablado de una cosa aquella mañana.

—En la primera votación de importancia le aislaremos; aislaremos a ese maldito imbécil y engreído Escipión y acabaremos con él para siempre. En la primera votación. —Y todos asentían a su alrededor sin saber que el veterano censor se equivocaba. Se equivocaba, pero en el fondo lo sabía, pues si había algo en lo que era experto Catón era en reconocer un nuevo buen orador en su primera intervención y sabía contra lo que se enfrentaba, pero no estaba dispuesto a admitirlo delante de los suyos. ¡Por Castor, Pólux y todos los dioses! ¡Qué infinita lástima que Escipión padre no se hubiera alzado en armas aquella noche! ¿Quién le convencería? ¿Quién convencería a alguien tan orgulloso como Africanus a aceptar algo tan humillante como el exilio? Si se hubiera levantado en armas aquella noche, no quedaría entonces ya ninguno de esos malditos Escipiones. ¿Quién le convencería? Intuía la respuesta y no le gustaba. No le gustaba.

Tiberio Sempronio Graco salió de los últimos del edificio de la Curia. En su ruta pausada por la gran plaza del Comitium se cruzó con el joven Publio, que estaba rodeado de senadores amigos saludando y departiendo con una amplia sonrisa dibujada en su faz. Las miradas de Graco y el joven Escipión se cruzaron. No se dijeron nada, pero Escipión asintió levemente y Graco le devolvió el saludo y sin detenerse prosiguió su marcha. Graco asintió entonces para sí mismo. No, no eran amigos ni mucho menos, pero después de aquella larga sesión, recordando el tenso debate inicial, se sintió feliz de tener algo divertido que contar a su esposa aquella noche.