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A orillas del Nilo

Alejandría, abril de 183 a. C.

Lelio se encontró en una estancia repleta de rollos de papiro. No había una sola esquina donde se pudiera ver la pared. Incluso en el alféizar de la ventana que iluminaba el cuarto estaba lleno de volúmenes amontonados unos sobre otros con cuidado. El griego de Lelio era esencialmente hablado y con fines comunicativos y leerlo le costaba mucho, pero como el gran bibliotecario de Alejandría tardaba en llegar, Lelio se entretuvo descifrando algunas de las etiquetas que colgaban de los rollos que le rodeaban. Homero, Eurípides, Hesíodo, Píndaro, Alemán, Platón, Alceo, Safo, Anacreonte, Estesícoro, Íbico eran algunos de los nombres que con paciencia iba desentrañando de entre aquel océano de textos. Sobre la mesa se acumulaban decenas de volúmenes del mismo autor: Menandro. Aquel nombre le sonaba. Estaba casi seguro de que Publio lo había mencionado alguna vez como uno de los autores griegos que le gustaban a él y a Plauto, pero en todo lo referente a la literatura, sus memorias eran siempre confusas. A la derecha de aquellos volúmenes en la misma mesa, el viejo excónsul desentrañó el título de un texto que el propio bibliotecario estaba escribiendo: Hypotheseis. Más allá de eso Lelio no acertó a entender bien lo que seguía. El manuscrito, en letra pequeña, resultaba difícil de leer para alguien no familiarizado con el griego. Lelio volvió de nuevo su mirada hacia los rollos del alféizar.

—Hoy mismo tengo que retirar esos volúmenes de allí. Mis huesos me dicen que va a llover —se escuchó a la espalda de Lelio. El excónsul se volvió y descubrió a un hombre aún más viejo que él, quizá tuviera diez años más, ¿unos setenta y cinco? El anciano se presentó mientras tomaba asiento detrás de la mesa—. Soy Aristófanes de Bizancio. Me han dicho que querías hablar conmigo. —E hizo una señal invitando a Lelio a sentarse en un pequeño taburete frente a la mesa. Lelio aceptó con agrado.

—Yo soy… —empezó el excónsul, pero Aristófanes le interrumpió.

—Cayo Lelio, general de las legiones de Roma, excónsul, mano derecha de Publio Cornelio Escipión. —Lelio se mostró sorprendido.

—No pensaba que un bibliotecario pudiera conocer mi nombre. Estoy impresionado.

Aristófanes sonrió con cierta condescendencia, pero sin acritud.

—Bueno, el bibliotecario de la Gran Biblioteca de Alejandría no es un bibliotecario cualquiera y además de conocer el pasado es también obligación mía estar al corriente de los sucesos relevantes del presente. Pero el excónsul de Roma habla griego. Yo también estoy impresionado.

—Lo hablo poco y mal, como habrás comprobado.

Aristófanes le miró con más atención antes de responder.

—Veo que el excónsul es un hombre que conoce sus limitaciones. Eso es muestra de inteligencia.

Lelio se quedó admirado de cómo alguien podía decirle a la cara que, en efecto, su forma de hablar griego no era muy buena y, sin embargo, tornar en halago lo que podía ser una afrenta. Aristófanes retomó la conversación.

—¿Y en qué puede ayudar un bibliotecario viejo como yo a un general victorioso de Roma? Supongo que deseas consultar algún rollo. Estaré encantado de facilitarte el acceso, aunque he de confesar que me sorprende el interés de un general por los textos escritos de nuestros antepasados. ¿Quizá algún mapa? Tenemos la magnífica colección de Eratóstenes.

Lelio carraspeó.

—Sí, he oído hablar de sus mapas. Sí, sería interesante consultar los originales, pero en realidad no he venido a consultar nada específico… más bien… venía a aportar unos documentos para la biblioteca. —Y Lelio extrajo de debajo de su toga viril hasta ocho pequeños rollos que llevaba en una bolsa de cuero y, con cuidado, los depositó sobre la mesa del bibliotecario. Aristófanes de Bizancio tomó uno de los rollos y, con la habilidad de quien no hace otra cosa en su vida, desplegó con rapidez el principio del rollo que venía marcado con el número I. Lelio, al principio, dio un respingo, pero pronto se dio cuenta de que nadie trataría con mayor cuidado un rollo de papiro que aquel anciano que tenía delante.

—En griego —dijo Aristófanes levantando las cejas en señal de aprobación, y empezó a leer en voz alta despacio—. «He sido el hombre más poderoso del mundo pero también el más traicionado».

—Son las memorias de Publio Cornelio Escipión, el mayor general de Roma —explicó Lelio mientras Aristófanes dejaba el rollo entreabierto, con cuidado, sobre la mesa y miraba atento al excónsul—. Escipión ha sufrido muchos ataques personales en Roma en la última parte de su vida. El general pensó que era conveniente que él mismo dejara su punto de vista sobre todos esos acontecimientos y sobre las guerras del pasado en Hispania, África y Asia para que así también en el futuro se pudiera oír su voz y no sólo la de sus enemigos.

—Como Catón —apostilló Aristófanes. El bibliotecario se percató de que sólo el hecho de pronunciar el nombre de aquel senador romano fue como si le hubiera asestado un puntapié en el bajo vientre al excónsul que tenía delante, pero observó cómo Cayo Lelio se contenía y se limitaba a asentir con la cabeza.

—Es por causa de sus enemigos políticos que he decidido traer estos rollos hasta Alejandría. Publio, Escipión quiero decir, tenía miedo de que si se conocía la existencia de sus memorias alguien pudiera querer destruirlas. Por otro lado he pensado que también deben estar accesibles para aquellos que quieran obtener una visión completa del pasado reciente de Roma, por eso concluí que la Biblioteca de Alejandría era el sitio adecuado para estas memorias, siempre y cuando se aceptara custodiarlas con discreción.

Aristófanes asintió mientras respondía.

—La Biblioteca de Alejandría es el sitio adecuado. Las custodiaremos con discreción. No divulgaremos su existencia y seré yo o mis sucesores en el cargo los que decidan quién puede acceder a este documento. De ese modo lo preservaremos de la larga mano de los enemigos del general.

Cayo Lelio se sintió agradecido y aliviado, pero a la vez le surgió la duda de por qué el bibliotecario se mostraba tan colaborador.

Aristófanes leyó la duda en el entrecejo del excónsul y decidió relajar al veterano guerrero.

—Me consta el interés de Escipión por las obras griegas y de que ha promovido la cultura helénica en su círculo de amigos y clientes en Roma. El hecho de que haya escrito las memorias en griego atestigua su interés por dar a conocer su opinión y su reconocimiento del griego como lengua de cultura. Todo eso, a mi entender, le hace merecedor de un espacio en esta gran biblioteca.

Lelio se sintió satisfecho con la explicación.

—Bien —dijo, y se levantó con la decisión propia de un hombre acostumbrado a no perder ni hacer perder el tiempo a nadie—; creo que no debo abusar más de un hombre que tiene tanto que leer y que escribir.

Aristófanes se levantó en señal de respeto y estuvo a punto de recordar el tema de los mapas de Eratóstenes, pero su intuición le decía que la mente del excónsul estaba ocupada en otros asuntos, de modo que permaneció en pie sin decir nada hasta que el veterano guerrero abandonó la estancia. Luego se sentó de nuevo sobre su modesta silla, tomó con cuidado el primer rollo de las memorias de Escipión y reemprendió la lectura del manuscrito con interés. El griego no era el de Aristóteles ni mucho menos, pero era correcto y sencillo. El general no había querido embellecer su relato, sino sólo narrar los acontecimientos de su intensa vida. Desde la perspectiva del gran bibliotecario de Alejandría, ésa era una sabia elección.

La caída del sol sorprendió a Aristófanes de Bizancio en la penumbra de la estancia con el volumen último del general romano en las manos. Era imposible seguir leyendo y se había prohibido a sí mismo, por seguridad, encender velas en aquel cuarto atestado de documentos valiosos. Estaba cansado. Al amanecer terminaría de leer aquellas memorias. Era la historia reciente del mundo escrita por uno de sus más importantes protagonistas. Merecían su atención y, sin duda, atraerían la atención de generaciones futuras. Debían preservarlas bien.

De la gran Biblioteca de Alejandría, Lelio se dirigió al puerto. Llegado a los muelles y, siguiendo las indicaciones que recibiera en una carta antes de salir de Roma, encontró una calle en la que se levantaban amplias casas pertenecientes a los mercaderes que se enriquecían con el dinero del comercio del trigo. Ante una de esas casas se detuvo el veterano excónsul de Roma. Llamó a la puerta, un esclavo abrió y le indicó que esperara en el vestíbulo. Al instante, Casio, un hombre gordo, orondo, algo más joven que Lelio, pero pasada ya la cincuentena de años, bajó y saludó efusivamente al excónsul.

—¡Por Castor y Pólux, el mismísimo Cayo Lelio, aquí en Alejandría! Esto sí que son buenas noticias. ¿De paso o para quedarte entre nosotros?

—Aún no sé si me quedaré unos días o quizá más tiempo, Casio —respondió Lelio contento de reencontrarse con otro guerrero como él, alguien con el que se sentía cómodo después de muchas semanas de viajes, primero desde Literno a Roma y después de Roma a Alejandría.

—Pero pasa, pasa —invitó Casio—. Ésta es una humilde morada, pero aunque modesta, mejor así, no atrae uno a ladrones y aprovechados, no me privo de nada, y Cayo Lelio es más que bienvenido a compartirlo todo conmigo. ¿Qué deseas? ¿Vino? ¿Comida? ¿Mujeres? Te advierto que tengo las mejores esclavas de Alejandría. —Y lanzó una fuerte carcajada.

—Algo de vino estaría bien.

Casio dio un par de palmadas al tiempo que vociferaba entrando en el atrium de aquella residencia.

—¡Vino, por todos los dioses, vino, que tenemos invitados en esta casa!

Dos hermosas esclavas, jóvenes, de tez morena pero diferentes a las egipcias, trajeron vino y copas.

—Son iberas —aclaró Casio en voz baja a Lelio—. Las traje conmigo desde Hispania. Es el mejor botín de guerra que he conseguido jamás. —Y volvió a reír con potencia.

Tras unos minutos de conversación intrascendente, Lelio fue directo al asunto que le traía allí.

—Quiero saber, Casio, qué ha sido del dinero que te he enviado todos los años.

Casio, nada más mencionarse la palabra dinero, dejó la copa que sostenía en la mano, se puso serio y adoptó una actitud de mercader profesional.

—Por supuesto. Ese dinero lo ofrecí a la mujer que me dijiste y le expliqué que cada año recibiría la misma cantidad y más si lo solicitaba, tal y como me comentaste en tus cartas.

—¿Y bien? —indagó Lelio.

—Pues, la mujer al principio no, pero luego ha venido cada año a por la cantidad convenida. Muy hermosa, por cierto, aunque claro, ya es mayor, pero los primeros años he de confesar que tuve que contenerme para no hacerle proposiciones deshonestas, pero claro, tratándose de una amiga de Lelio no podía interferir. —Y sonrió, pero se contuvo y no lanzó una carcajada; Lelio permanecía muy serio—. Eso es lo que ha pasado con tu dinero. Le hacía firmar recibos. Si quieres verlos los tengo…

—No es necesario —le interrumpió Lelio—. Siempre has sido honrado. Tu palabra me basta.

Casio se sintió reconfortado por aquella confianza. Eso azuzó su memoria.

—También vino una vez a enviar una carta a Escipión —dijo el mercader con cierta admiración.

—La carta llegó. Hiciste bien en hacerla llegar.

Casio estaba henchido de orgullo, el suficiente para acallar su curiosidad que le pedía preguntar sobre la importancia de aquel mensaje, pero la sequedad en la respuesta de Lelio no invitaba a seguir en esa dirección.

—También vino un día a rezar.

—¿A rezar? —preguntó Lelio extrañado.

—Sí.

Se hizo el silencio. A Lelio le pareció peculiar aquello, pero Netikerty era así: imprevisible. No le concedió más importancia a ese asunto y volvió a su habitual estilo directo.

—¿Sabes dónde vive esa mujer? —inquirió el excónsul.

—Bueno, sí. La verdad es que tampoco se oculta. Siguiendo tus instrucciones decidí asegurarme de que vivía sin ser molestada y el primer año la hice escoltar hasta su casa, e igualmente el resto de años, para que no le robaran de camino a su casa. Vive en una humilde casa, en el barrio de los nativos egipcios, justo a la ribera del Nilo. Es un lugar tranquilo si eres egipcio. En estos días todo anda revuelto, especialmente desde que Antíoco atacó Egipto hace unos años y el faraón decidió rearmar a los nativos; ahora no les gusta ver extranjeros por ese barrio, pero como la mujer es egipcia, nadie la molesta.

Lelio asintió. Se sentía más tranquilo. Bebió el vino que le quedaba en su copa y se levantó.

—¿Puede acompañarme uno de tus esclavos hasta ese lugar?

Casio se levantó también, aunque lo pesado de su barriga hizo que sus torpes movimientos requirieran de bastante tiempo para poder imitar al excónsul.

—Siempre tan al grano. Está visto que los años no pasan por ti, siempre en tensión. Sin descanso. Sí, claro, por supuesto. —Y dio una nueva palmada. Un hombre egipcio, de unos cuarenta años, apareció en el umbral de la puerta del vestíbulo—. Es mi atriense, lleva conmigo varios años. Habla demótico, griego y algo de latín. Es de confianza. Él te conducirá. —Y dirigiéndose al esclavo añadió una orden hablándole pronunciando cada sílaba, como si su interlocutor fuera tonto—. Acompañarás a este amigo a la casa de la mujer que viene cada año a por el dinero que llega de Roma. Indícale dónde está su casa y obedece a este hombre en todo lo que te diga.

—Sí, mi amo.

Casio, desde la puerta de su casa, vio a Cayo Lelio alejarse con su habitual paso rápido y resuelto adentrándose en el corazón de la ciudad.

El atriense se detuvo al principio de una calle y en un mal latín explicó a Cayo Lelio que la última casa, la que estaba más próxima al río, era la de la mujer que buscaba. A Lelio, que había visto cómo aquel esclavo le había conducido con presteza por las amplias avenidas primero y luego por la compleja red de estrechas calles junto al río, no le pareció que aquel atriense fuera tonto.

—Bien. Espérame aquí.

Lelio caminó descendiendo por la calle, pues allí todas las travesías bajaban hacia la ribera del Nilo como si cada callejuela fuera parte de una pléyade infinita de minúsculos afluentes que terminaban en la planicie inmensa del gran río. Cayo Lelio se detuvo frente a la puerta de la que debía ser la casa de su antigua esclava Netikerty.

Netikerty.

El nombre de la mujer que una vez llegó a amar. Cayo Lelio inspiró profundamente. Se sentía estúpido por estar nervioso. Él era un excónsul de Roma y aquélla era sólo una egipcia que en el pasado fue esclava suya, a la que manumitió y perdonó la vida más por el deseo de Escipión que por el suyo propio. Luego, pasados los años, agradeció que Publio le hubiera obligado a actuar de esa forma. Tener a su propio hijo le había cambiado la perspectiva de las cosas. De pronto todo gira en torno a tu pequeño vástago y te das cuenta de que los odios y envidias o luchas o guerras del pasado, todo parece insignificante en comparación con tu ansia por proteger a tu hijo. Todo eso se lo debía a su joven esposa muerta. Una matrona sin tacha a la que nunca llegó a amar, pero a la que respetó y trató con toda la dignidad que supo por deferencia a Escipión, a la familia de su esposa y a ella misma. Lelio no deseaba el mal de nadie, pero realmente amar, lo que era amar sin límite, eso sólo lo había conocido una vez aunque entonces, como les ocurre a muchos hombres, o eso había leído Lelio en algún sitio, no se había dado cuenta. Y, sin embargo, ahora estaba a punto de volver a ver a esa mujer que, sí, era cierto, sólo fue una esclava y él era todo un poderoso excónsul de Roma, pero ¿qué importaba todo eso cuando se trataba del amor, de la vida o la muerte? La mente de Cayo Lelio era un confuso torbellino de sentimientos y sensaciones cuando reunió el coraje para golpear con sus nudillos sobre la madera vieja de aquella puerta.

Sus golpes secos resonaron en su interior aunque en aquella calle angosta apenas se oían por encima del murmullo constante de conversaciones, carros, gritos de niños o de mercaderes, risas, y voces en todo tipo de lenguas que conformaban el bullicio permanente de las arterias de Alejandría.

La puerta no se abrió y Lelio golpeó una vez más, sólo un golpe, como quien duda si es mejor volver a llamar o no, de modo que lo hizo dándose ya un poco la vuelta, suspirando, pensando que quizá todo aquello era una tontería y que, a fin de cuentas, había hecho lo que había venido a hacer: había puesto a buen recaudo las memorias de su gran amigo, del general de generales. Ahora sólo le restaba regresar a Roma y cuidar de su hijo, protegiéndole del incansable acoso de Catón y sus secuaces. Sí, debía reunir fuerza suficiente en su pecho para afrontar esa última guerra. Una guerra intestina y silenciosa que se lucharía en el Senado, debate a debate, y luego en innumerables fronteras. Debía educar a su hijo con inteligencia y con energía pues sólo así podría sobrevivir.

En ese momento, la puerta se abrió y Cayo Lelio se volvió de nuevo hacia el umbral. Una mujer madura estaba bajo la luz del sol que caía sobre ella acariciando con sus rayos una piel oscura acostumbrada a aquellos baños de calor intenso de la emergente primavera egipcia.

Lelio no dijo nada. La mujer tampoco.

Se limitaron ambos a observarse durante unos lentos instantes, sin prisas. Al fin, la mujer habló primero:

—Ha pasado mucho tiempo, general.

Él asintió aún sin hablar. Netikerty había empleado la palabra general para referirse a él. No le pareció mal. Ya no era su amo y le gustaba que le recordara como alguien poderoso.

—Mucho tiempo, en efecto, Netikerty —respondió él exhalando aire con parsimonia—, ¿puedo pasar?

Ella no habló, pero se hizo a un lado facilitando que Lelio entrara en su casa. El excónsul de Roma paseó su vista por la estancia y descubrió cosas que le extrañaron. Había ropa por limpiar en una esquina, amontonada con cuidado y ropa limpia al lado doblada, pero lo curioso es que no sólo había túnicas de mujer, sino otras mucho más grandes que no podían valer para Netikerty y otras más manchadas, y varios pares de sandalias, algunos apropiados para la mujer que fue su esclava, pero otros eran, al igual que algunas túnicas, mucho más grandes. Eran sandalias de hombre y de un hombre grande y fuerte. Contempló entonces la faz de Netikerty y, a la luz del sol que entraba por una pequeña ventana, reencontró unas facciones de contornos suaves con muy pocas arrugas pese a la edad y los trabajos de la vida; un rostro atractivo pese a los años como el de quien se hace mayor al amparo del paso de un tiempo que le trata a uno con ese cariño que sólo reserva para las personas que envejecen con una conciencia tranquila. Lelio se sentó en una silla. Netikerty se situó junto a la ventana. Y no sólo su faz, sino el cuerpo esbelto, delgado, que se adivinaba bajo la túnica de la mujer la seguían haciendo claramente atractiva para cualquier hombre. Era normal que viviera con alguien y, en cierto modo, Lelio se alegró de saber que no estaba sola, que alguien la protegía, aunque a la vez sentía una rabia extraña que le corroía las entrañas, pero nada podía hacerse. Ya no era su esclava.

—Veo que vives con alguien —dijo Lelio.

Netikerty, más por ocupar sus manos y su mente que por ser hospitalaria, se entretuvo vertiendo agua en un vaso y cortando unos trozos de queso que ofrecer a su inesperado invitado.

—Sí.

—¿Te trata bien? —inquirió Lelio mientras tomaba un pedazo del queso que Netikerty le acercaba en plato de arcilla.

—Sí, me trata bien. Es un buen hombre y es alto y fuerte. Y me protege, sí.

—Entiendo. —Lelio dejó el queso de nuevo en el plato. De pronto ya no tenía hambre. Había pensado en quedarse y hablar un rato, pero ahora todas las palabras pesaban una barbaridad y moverlas era costoso. Hizo un último intento—: Casio me dijo que le has visitado poco, alguna vez por dinero y una vez, creo que dijo, ¿para rezar?

—Para hacer una plegaria a los dioses romanos, sí. Una vez —dijo Netikerty, y estaba a punto de contarlo todo, de decirlo todo, de sincerarse, pero sentía que Lelio no estaba allí con su mente y no estaba segura, una vez más, de qué era lo correcto.

Lelio se levantó y se aproximó a la puerta mientras decía las que debían ser sus últimas palabras en aquella casa a la que, ahora estaba seguro, nunca debía haber ido; el pasado es mejor dejarlo como está y no tocarlo.

—De todas formas, seguirás teniendo dinero en casa de Casio por si alguna vez te hace falta. —Y, sin mirar atrás, encaró la puerta para salir. Netikerty, a su espalda, tomó con una mano el vaso de agua que Lelio ni tan siquiera había probado y el plato de queso con todos sus trozos intactos y fue a decir algo, pero para cuando levantó la vista, Cayo Lelio ya había desaparecido y ante sus ojos aún perplejos por aquella fugaz y sorprendente visita sólo estaba la luz blanca del sol. Netikerty corrió a la puerta y pensó en llamarlo y hablarle y decirle y contarle, pero al asomarse sólo vio la espalda de un hombre poderoso que se alejaba, una vez más, sin tiempo para aclarar nada, y sacudió levemente la cabeza, cerró los ojos y suspiró, y cuando volvió a abrirlos pasó algo extraño. Justo cuando Lelio alcanzaba el lugar donde le esperaba un esclavo que Netikerty reconoció enseguida como el atriense de Casio, por la esquina de la calle apareció la figura joven, alta y fuerte de su hijo Jepri. El muchacho, uniformado como soldado de la policía del Nilo, venía a casa de su madre, donde vivía, pues aún no había buscado esposa. Jepri y Cayo Lelio se cruzaron sin conocerse y Netikerty vio que Lelio miraba a aquel joven soldado y observó cómo el general de Roma volvía su cabeza y seguía con la mirada a Jepri, que caminaba sin detenerse hasta que debió sentir algo raro al ver que su madre miraba hacia lo alto de la calle, pero no hacia él, sino hacia alguien que estaba detrás de él. Jepri se detuvo entonces y miró por encima de su hombro. Las miradas de Jepri y Cayo Lelio se cruzaron un segundo. No se saludaron, no se dijeron nada, pero ni Jepri se sintió incómodo por que aquel oficial romano le mirara ni Lelio se puso nervioso. Los dos hombres dejaron de mirarse y Jepri continuó caminando hacia su casa donde su madre le esperaba. Lelio se quedó allí, petrificado, inmóvil observando como Jepri saludaba con un beso en la mejilla y usaba una palabra, que aunque él no podía entender egipcio, sin duda, significaba «madre». Observó también que el joven soldado tenía una larga cicatriz que se veía por la espalda desnuda de protecciones en medio del calor de aquella mañana y Lelio recordó una noche en la que se despertó con sueños extraños aterrado por que le hubiera pasado algo a su pequeño hijo en Roma y cómo Netikerty había ido a rezar a los dioses romanos en casa de Casio, y todo encajó en su mente en un momento, como un destello. Cayo Lelio miró hacia abajo, hacia la puerta donde Netikerty seguía inmóvil. Netikerty había dejado pasar a aquel joven hombre al interior de la casa, pero aún permanecía en pie y vio que su mejilla izquierda resplandecía por el reflejo de la luz del sol que, seguramente, provocaba una lágrima en su lento descenso. Lelio permaneció quieto, sin decir nada. El atriense, que no entendía qué pasaba sintió, con la agudeza del servidor inteligente, que aquél era un momento íntimo para aquel oficial romano y se alejó hacia lo alto de la calle. Lelio no se acercó ya a Netikerty ni volvió a verla nunca más, pero hizo dos cosas muy pequeñas y muy grandes al mismo tiempo: asintió levemente y sonrió con sinceridad. Netikerty se limpió la lágrima muda de su mejilla cálida por el sol y asintió a su vez a modo de respuesta. Luego entró en su casa y cerró la puerta sintiendo algo muy parecido a la paz.

Cayo Lelio se acercó al atriense.

—Llévame de vuelta a casa de Casio, rápido.

—Sí, mi señor.

Y esclavo y excónsul reemprendieron el camino de regreso hacia los muelles del puerto de Alejandría. Cayo Lelio avanzaba en silencio, ensimismado en sus propios pensamientos, rumiando con tiento si había hecho lo correcto o no, pero cuanto más vueltas le daba en su cabeza más se reafirmaba en que todo estaba bien. Aquel muchacho era un soldado de Egipto y su lugar estaba allí, en aquel país, en aquella ciudad, con su madre egipcia. Él tenía su propio hijo romano en Roma, a quien debía cuidar y educar. Ésa era su obligación y a ello debía dedicar sus últimos años. Eso sí, se aseguraría de que, por lo que pudiera traer el futuro, hubiera siempre dinero en casa de Casio para Netikerty, tal y como le había prometido. Ella no había pedido más, no había dicho más, luego debía de pensar que eso era lo mejor para todos y si recordaba algo de su relación con Netikerty era que aquélla era una mujer de gran agudeza para interpretar y entender a los hombres y su forma de ser. Todo estaba bien así. Y asentía con la cabeza en silencio mientras caminaba por las calles de la populosa Alejandría y se reafirmaba en su decisión: sí, el pasado es mejor no tocarlo, pero eso sí, era infinitamente agradable poder sentir que aquello que creía perdido para siempre, lo había recuperado. Había dedicado años a intentar olvidar a Netikerty, pero ahora, sin embargo, sabía que podría recordarla siempre porque el rencor de antaño había quedado borrado con un breve pero inmenso cruce de miradas.