El fin de la representación
Roma. Marzo de 183 a. C.
Cayo Lelio acababa de salir por la puerta. Se iba de Roma por un tiempo. Había venido a agradecerle su intervención en aquella terrible noche cuando Graco le hizo ir a casa de los Escipiones con aquel complejo pacto. Plauto se quedó mirando el vestíbulo estrecho de su modesta casa del Aventino. En cierta forma, la visita de Lelio le había conmovido. Estaba seguro de que aquel veterano excónsul no era hombre aficionado a dar gracias a nadie y menos a un pobre escritor. Sin duda, Lelio debía estar convencido de que el pacto había evitado muchas muertes, incluso quizá el final completo de los Escipiones. Si no, no se entendía aquella visita. Con aquel hombre se alejaba de Roma uno de los grandes amigos de los Escipiones. Ojalá sólo fuera por un tiempo, como decía. Aquélla era cada vez más la Roma de Catón y, si por Catón fuera, pronto se acabaría el teatro en toda la ciudad, en toda Italia, en todas las regiones sobre las que gobernaba Roma. A Plauto no le gustaban los últimos cambios. Nunca se había mostrado interesado en política, pero ahora los cambios le afectaban directamente. Su última representación, Casina, había sido un nuevo éxito de público y se había representado ya numerosas ocasiones en Roma, además de para el enfermo Escipión en su exilio, que se había dormido, eso le habían dicho los actores a su regreso de Literno, pero parecía haber disfrutado hasta que la fiebre se apoderó, una vez más, del general de Roma, así lo había llamado el actor. Plauto suspiró. El pueblo deseaba otra obra más. El pueblo era el único que podía salvarle. Los ciudadanos de Roma se habían aficionado tanto al teatro que Catón podía exiliar al mejor de los súbditos de Roma, pero aún no se había atrevido a prohibir las representaciones. Pero ya habían acabado con las fiestas en honor a Baco. Todo era cuestión de tiempo. O quizá las tornas cambiaran y los Escipiones se rehicieran y recuperaran el control de Roma junto con otras familias más prohelénicas. Él no era augur y no creía tampoco demasiado en los dioses. Le habían maltratado toda su vida y sólo cuando se encaró con ellos y los maldijo, tras más penurias, llegó su vida de éxito. ¿Es eso lo que los dioses buscaban, que te enfrentaras a ellos, que les retaras? ¿Premiaban acaso la osadía con felicidad?
Tito Maccio Plauto se levantó de su sella y fue hasta el tablinium donde trabajaba. Por la mesa del centro de la estancia, por los estantes de las paredes y hasta por el suelo, los rollos en griego se desparramaban en un desorden aparentemente caótico pero en el que el escritor solía encontrar con rapidez el texto que buscaba. Había leído un par de obras de Menandro que tenían buenas posibilidades de adaptación para el público de Roma. Ya había utilizado a Menandro como modelo para otras comedias. Menandro era siempre una base segura sobre la que recrearse. Se sentó para trabajar de nuevo. Su mente, no obstante, aún estaba alejada de la escritura. Escipión había muerto y Aníbal también. El pueblo había llorado con la muerte del primero y había salido a las calles henchido de júbilo hacía sólo unas días, cuando por fin, después de multitud de rumores confusos, se confirmó la muerte del segundo. Todo lo exteriorizaban, todo lo lloraban o lo celebraban. Los romanos eran impulsivos y toscos. Aún se sorprendía de que el teatro hubiera calado entre ellos, pero así fue. Quizá era que sus obras eran así: impulsivas y toscas. A él le gustaba pensar que tenía algo de los grandes maestros griegos en sus versos, pero quizá no, seguramente no.
Sacudió la cabeza. Tenía que centrarse. Tomó un pequeño cuenco lleno de attramentum y mojó su stilus favorito, pero cuando llevó su punta hasta la blanca superficie vacía del papiro las palabras no brotaron de su mente. Dejó el stilus sobre la mesa despacio. Aquello no le había pasado jamás. Siempre tenía palabras. Hubo veces que no tuvo dinero, ni siquiera algo que comer. Hubo un tiempo en que no se tuvo ni a sí mismo pues fue medio esclavo, pero siempre tuvo palabras en su cabeza. Ese vacío tan repentino le extrañó, pero lo vivió con la calma fría de quien ha sufrido otros muchos desastres en su vida. Recordó la muerte de Druso junto al lago Trasimeno o cuando aquellos malditos borrachos le apalearon y arrojaron al Tíber su primera obra escrita. La tuvo que recomponer toda entera, línea a línea. Fue doloroso, pero se sobrepuso porque las palabras fluían por su ser. Ahora, sin embargo, se escuchaba por dentro y sólo oía silencio. Le pareció peculiar no tener ya nada que decir, pero tampoco se levantó de su asiento ni dijo nada ni llamó a nadie. Se limitó a quedarse allí quieto, callado, mudo. El atriense entró entonces en el tablinium con un vaso de agua. Después de todo parecía que sí había pedido agua. Plauto ya no tenía claro lo que había pensado y lo que había dicho. Era todo tan confuso… El esclavo se quedó frente a él con una expresión extraña. Dejó el vaso en la mesa y acercó su rostro hasta que sintió su aliento en la nariz, lo que le pareció a Plauto completamente impertinente, pero se sorprendió de no reaccionar ante el inaceptable comportamiento de aquel sirviente. Luego el esclavo se separó y habló en voz alta.
—¡Llamad al médico! ¡El amo está mal!
Ésas fueron las últimas palabras que Plauto escuchó. De súbito, entre perplejo y aliviado, pues se sentía enormemente cansado, comprendió que había llegado al final de su propia obra, la que él no escribía. Los dioses, al fin, habían dictado sentencia. Era un final sin aplausos. No importaba. Se alegró de no sentir dolor. Después de tantos sufrimientos en el pasado se lo debían. Una muerte limpia. El esclavo regresó al tablinium y quizá algún otro, ¿el médico? ¿Tan pronto? Ya sólo veía sombras y los sonidos eran inarticulados, incomprensibles. Sólo le quedó una preocupación en su mente: ¿Qué sería de sus obras? ¿Cuánto tiempo más se representarían? ¿Se acordaría alguien de él pasados unos años? Tantas palabras vertidas en tinta negra, declamadas en centenares de representaciones para luego quedar en nada. Lo consideró una lástima, pero no sintió pena de sí mismo. Había disfrutado de una buena segunda vida. Escuchó como un trueno lejano, rotundo, solemne. No lo sabía, pero era el pálpito de su último latido. Luego nada. Como una obra inacabada, como un rollo sin terminar.