El atardecer en Literno
Literno, Campania. Enero de 183 a. C.
Emilia paseaba en silencio entre los árboles. Era el décimo día desde que enterraron a Publio. Ayer mismo habían visitado la tumba de su marido, y tal y cómo correspondía según sus costumbres romanas, habían celebrado más sacrificios y nuevas libaciones junto al sepulcro y un nuevo banquete en que una vez más la mayoría de los que estuvieron en el funeral habían regresado para mostrar su apoyo a la familia. Algunos ni siquiera se habían ido en todo ese tiempo, como el bueno de Lelio, que tardó dos días enteros en recuperarse de su borrachera y casi cinco en volver a beber. Algo insólito en él. Tras el nuevo silicernium[*] se repartió la herencia y el joven Publio se constituyó en nuevo pater familias del clan. El muchacho había estado digno y había prometido con vehemencia retornar a Roma para, desde el Senado, hacer que la familia recuperara la posición que merecía en función de los infinitos servicios prestados al Estado durante generaciones. Emilia no tenía claro que aquello fuera posible y menos con Catón dirigiendo, manipulando todo lo que ocurría en el edificio de la Curia, pero el joven había estado digno y hasta el propio Publio habría considerado que su parlamento había sido intachable.
El paseo había conducido a Emilia hasta la solitaria tumba de su esposo junto al camino que conducía a la lejana Roma. Se quedó un instante leyendo el epitafio.
STTL[17]
Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes.
Patria ingrata, ni siquiera tienes mis huesos.
No había forma mejor de resumir el pensar de todos. Se dio la vuelta y volvió de regreso hacia la casa recogiéndose en sus pensamientos.
Después de la pequeña Cornelia, su hermana y su hermano también regresaron a Roma. La hija mayor debía volver junto a su familia política y el joven Publio a retomar el puesto de su padre en el Senado. El exilio pactado con el Senado sólo estaba obligado para Publio Cornelio Escipión padre, y no afectaba al resto de la familia, algo que el propio Tiberio Sempronio Graco había contribuido a clarificar ante todos los patres conscripti.
Emilia, en su lento volver, se sentó bajo un árbol, sin saber que era el mismo que su marido escogiera para refugiarse durante su último paseo por el bosque de Literno. ¿Debía regresar a Roma con sus hijos o permanecer en el exilio a modo de recuerdo permanente de la memoria de su esposo? Esto último era lo que tenía decidido cuando una idea cruzó su mente: Catón odiaba a los Escipiones y a los Emilio-Paulos y su victoria había sido conseguir exiliar a la familia durante un tiempo, pero fallecido Publio, el regreso de su hijo y de sus hijas empezaría a morderle en las entrañas como cuando uno ve revivir un viejo enemigo al que daba por derrotado. Si ella misma regresaba, si Emilia Tercia, esposa de Publio Cornelio Escipión, retornaba a Roma y se paseaba por el foro de la ciudad, entre las tabernae novae y las tabernae veteres, si iba a comprar verduras al Macellum y a por carne al Foro Boario, si se paseaba por el Clivus Victoriae en dirección al templo de Vesta y allí ofrecía sacrificios públicos, todo eso sería como echar sal en la herida abierta y mal cicatrizada de la eterna envidia de Catón. Emilia asintió mientras se levantaba. No podía hacer mucho, pero rascar en las entrañas de la envidia infinita de Catón le produciría un inmenso alivio, y es que después de Publio, era ella misma la que más había sufrido en su ser la humillación de verse desterrada de la ciudad que había sido y que seguía siéndolo todo para ella: Roma. Además, en el fondo de su alma, estaba convencida de que si Publio no se hubiera visto tan acosado por Catón, los últimos años entre ella y su esposo no habrían estado tan llenos de murallas y distancia. Emilia no podía evitar echar la culpa hasta de sus problemas maritales a un Catón que, a la luz de sus ojos, no hizo sino trastornar a su esposo hasta desquiciarlo. Sí. Regresaría a Roma. Pero había un tema pendiente. Un asunto que resolver antes de abandonar Literno. Una cuestión personal.
Al mediodía del día siguiente, Areté entró temblorosa en el atrium de la domus de su ya fallecido amo en Literno. En el centro, junto al impluvium la persona a la que más temía la joven esclava se encontraba sentada en un gran solium. La luz del día caía a plomo sobre el ama de la casa, Emilia Tercia, sentada en aquella butaca, pero el invierno había enfriado el ambiente y se estaba bien a la luz del sol. Areté se aproximó mirando al suelo. Esperaba una condena ejemplar. Tenía miedo a miles de cosas: tenía miedo al dolor, a los castigos físicos, a los latigazos; tenía miedo a ser vendida de nuevo, algo muy probable, y eso después de un duro castigo; tenía miedo a morir. La vida la había conducido por caminos extraños en los que nunca pudo decidir sobre su destino. Ahora se daba cuenta de que había disfrutado de unos años de paz al lado de su amo ya muerto. En años de relación sólo había recibido una bofetada. Cualquier otro esclavo lo consideraría una bendición. Y la esposa se había mantenido al margen durante todo aquel tiempo. Seguramente, sus baños con vinagre para evitar quedar embarazada ayudaron algo, o quizá la enfermedad del amo le había dejado demasiado débil para poder dejar encinta a nadie ya. En todo caso estaba mejor así. Un hijo lo habría complicado todo aún más. Areté estaba turbada: hacía tiempo que había concluido que su comportamiento discreto no sería suficiente para reblandecer el ánimo airado de una patricia romana obligada a ser testigo de la infidelidad de su marido día tras día, noche tras noche.
—De rodillas, esclava.
Areté escuchó la voz de su ama, y los pensamientos que la aturdían se desbarataron mientras clavaba sus rodillas en la fría piedra del atrium y con una mano apretaba entre sus dedos la pequeña imagen del dios Eshmún que colgaba de su cuello. Areté cerró los ojos e imploró en silencio al dios que siempre la había protegido para que no la abandonara ahora, en su momento de mayor terror.
Emilia Tercia la miraba como quien observa un animal curioso. Llevó entonces su mano arrugada por los años y seca por los disgustos de los últimos acontecimientos de su vida a la barbilla de la joven que se humillaba ante ella y forzó que la muchacha alzara su rostro. La esclava dejó que su ama le levantara la cara, pero mantuvo sus ojos mirando hacia un lado.
Emilia Tercia admiró el contorno suave de aquellos pómulos ligeramente dorados por el sol, los labios carnosos y húmedos, los ojos, girados hacia el vacío del atrium, grandes, oscuros, profundos, rodeados de pestañas largas y, a la vez, a través de su piel seca sintió la suavidad de la joven piel de la esclava. Sin duda, aquélla era una muy hermosa mujer. Al menos, su marido había tenido la mínima decencia de ser infiel con una mujer hermosa. Otra cosa habría sido aún más humillante.
—¿No te atreves ni a mirarme? —preguntó Emilia apartando su mano y permitiendo así que la esclava pudiera, de nuevo, bajar el rostro.
—No quiero ofender a mi señora. —La respuesta de Areté era humilde pero intrépida. No había admitido tener miedo, pero la razón expuesta era inevitable que resultara del agrado de su ama. Emilia Tercia se quedó pensativa. ¿Sería además inteligente aquella esclava? Le vino a la memoria Netikerty, la que fuera esclava egipcia de Cayo Lelio: muy hermosa también, y dócil sólo en apariencia, pues luego resultó ser astuta y hábil más allá de lo imaginable. ¿Era Areté otra Netikerty?
—Hubo un tiempo en que pensé en que te daría muerte en cuanto tuviera ocasión —empezó Emilia Tercia; Areté tragó saliva sin levantar la mirada de las losas del suelo—; y también pensaba en ese tiempo que ni eso me satisfaría lo suficiente; entonces pensé en torturarte primero. ¿Qué piensas de esto, Areté? Me interesa saber qué tienes que responder a lo que estoy contando.
Areté estaba como petrificada, encogida por el pavor y los nervios. Sin alzar la mirada habló al suelo, pero su voz salió con una claridad sorprendente y el tono era suave y agradable para los sentidos. Emilia la escuchó y se dio cuenta de que nunca antes se había detenido a apreciar la dulce voz de aquella esclava. Era, sin lugar a dudas, un ejemplar único de mujer. Casi una sirena.
—Sé que mis acciones han ofendido a mi señora más allá de todo lo posible y sólo puedo decir que nunca he hecho nada en todos estos años al servicio de la señora que haya sido por mi elección…
—No mezcles a mi marido en todo esto. —Se levantó Emilia indignada y a punto estuvo de abofetearla—. No te atrevas ni a mencionar su nombre en mi presencia.
—No, señora —respondió Areté, y guardó silencio. Durante unos instantes sólo se escuchaba el canto de los pájaros que se cobijaban del frío en los árboles próximos a la domus. Emilia se volvió a sentar. Se sentía incómoda. La muchacha sólo había dicho la verdad, pero es que la verdad era tan hiriente… Era cierto: Areté se había acostado con su marido porque su marido así lo deseó. Emilia suspiró un par de veces hasta encontrar un punto de sosiego en su ánimo. Debía hacer lo justo, no importaba si eso era doloroso.
—Mi marido me pidió que no te castigara —dijo Emilia, pero en voz muy baja, casi como un rumor que lleva el viento. Areté, por primera vez, alzó el rostro y miró un instante a su ama, pero allí sólo encontró una gélida mirada de respuesta y la muchacha volvió a mirar hacia el suelo sin atreverse ni a moverse ni a decir nada. Emilia continuó hablando, despacio, con un fino hilo de voz, como si estuviera sola—: Hemos de reducir gastos. Las exequias de mi marido han costado mucho dinero y los ingresos de la familia se han reducido, especialmente después de que Lucio tuviera que hacer frente a los pagos que le exigió el Senado por la campaña de Asia. No podemos permitirnos dos casas. Vamos a cerrar esta villa. A Laertes le he manumitido esta misma mañana. Nos ha servido bien durante años. Merece ese premio. Así lo quería mi marido. Y también le he dado una importante cantidad de dinero para que pueda adquirir unas tierras en Campania y vivir bien. Se lo ha ganado. Nunca le agradeceré lo suficiente que protegiera a mi pequeña Cornelia en el foro Boario. Hemos liberado algunos otros esclavos y otros nos los llevamos a Roma, pero ¿qué hacer contigo, Areté? ¿Qué debo hacer contigo?
—Puedo trabajar en las cocinas y le juro a mi señora que nunca me verá. Siempre me ocultaré. Será como si no existiera, mi señora. —En la voz de la joven estaba implícita la súplica, pero Emilia negaba abiertamente con la cabeza.
—No. El solo hecho de saber que duermes bajo el mismo techo me revolvería las entrañas.
Areté calló. No se le ocurría nada más que sugerir. Sólo le restaba arrastrarse ante la señora y rogar por su vida. De pronto, una pregunta inesperada:
—¿Qué es eso? —inquirió Emilia con curiosidad señalando el pequeño amuleto que colgaba del cuello de la joven y que Areté apretaba entre los dedos de su mano derecha.
—Es una representación de Eshmún, mi dios —respondió Areté entre asustada y nerviosa.
—Déjame verlo. —Y Emilia estiró su brazo con la palma abierta hacia arriba. Areté dudó un instante, pero no era momento para supersticiones. Nunca se había quitado aquel amuleto desde que era niña. Se bañaba con él, hacía el amor con él, dormía con él. Sólo el amo se lo arrancó una vez del cuello, pero se lo devolvió enseguida. Pero en ese momento no era inteligente negarle nada a la señora. Areté supuso que ésa era la forma en la que su dios le decía que la iba a abandonar. La muchacha tomó el cordel de cuero del que colgaba la imagen de Eshmún y se la sacó por encima de la cabeza para depositarla en la palma abierta de su ama. Emilia cerró sus dedos arrugados sobre la imagen y cerró los ojos y, para su sorpresa, sintió una extraña paz en su interior.
—¿Crees en este dios? ¿Le rezas a menudo?
—Todos los días, mi señora. Sí, creo en él. Siempre me ha protegido.
Emilia abrió los ojos, observó con atención la imagen del dios y volvió a extender el brazo con el colgante en la palma de su mano.
—Es tuyo. Cógelo —dijo Emilia, y Areté recuperó la imagen de Eshmún y se la volvió a poner en torno a su cuello con rapidez.
—Te han comprado —descargó Emilia con una sequedad y una frialdad recuperadas.
Areté no se atrevió a preguntar quién era su nuevo amo. Estaba contenta con saber que no iba a morir, pero Emilia le aclaró las circunstancias de su venta:
—Laertes me ha ofrecido todo el dinero que le había entregado por sus servicios todos estos años y me lo ha ofrecido a cambio de tu vida. Está claro que causas una honda impresión en todos los hombres que te rodean, Areté, y queda patente que tu dios sigue protegiéndote. Por supuesto, me he negado a aceptar recibir dinero por ti. No quiero nada que pueda venir de ti. Si Laertes te quiere eres suya a cambio de nada. Ése es mi precio. Nada. Ahora eres su esclava. Lo he puesto todo por escrito. Él tiene todos los documentos. Ya está. Eso es todo. Ahora levántate. Sal de aquí y no vuelvas nunca jamás a cruzarte en mi vida. Con un poco de suerte conseguiré olvidarte algún día. —La muchacha se levantó despacio y Emilia vio que la joven quería decir algo, pero ella se mostró tajante—. No quiero oír más tu voz. Sal de aquí antes de que cambie de opinión. Si quieres hacer algo por mí reza a tu dios que tanto poder parece tener para que borre de mi memoria tu imagen, tu voz, tu vida entera. Rézale para que llegue un día en el que al acostarme pueda sentir que nunca exististe y que sólo fuiste un mal sueño.
Areté asintió. Se inclinó ante la majestuosa matrona romana, dio media vuelta y, sigilosa, como si temiera que sus pisadas pudieran despertar el rencor dormido en el corazón de su ama, salió del atrium hacia un nuevo y desconocido destino en manos de otro hombre. Areté tenía frescas en su mente las miradas intensas de Laertes y estaba segura de que sería feliz junto a aquel hombre que había estado dispuesto a darlo todo por ella. Habían hablado poco, pero si había algo que Areté había aprendido bien era a valorar la valía o la estupidez en un hombre. Laertes era un compendio de virtudes para ella: Laertes era fuerte pero no violento, se había desenvuelto con inteligencia a las órdenes del amo, pero sin ser nunca adulador. Con toda seguridad Laertes la deseaba, pero eso era común a todos los hombres y si algo sabía Areté era que el deseo bien satisfecho de un hombre bueno generaba enormes dosis de agradecimiento. Eshmún, tal y como había dicho el ama, por alguna extraña razón, quizá por la fuerza de la oración de su padre, seguía protegiéndola. Areté, a solas de regreso a su humilde habitación, se arrodilló, cerró los ojos, asió con ambas manos su colgante y musitó palabras que dirigió a su dios y a los espíritus de los que la habían dejado.
—Gracias, Eshmún. Gracias, padre.