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La última tarde de teatro

Literno, diciembre de 184 a. C.

Con el frío las fiebres regresaron y Publio sentía cómo su estado de salud se deterioraba por momentos. Una semana la pasaba postrado en la cama y la siguiente apenas si podía sentarse a ratos en el atrium. Los paseos en el bosque quedaron olvidados y los echaba de menos, como tantas otras cosas. Al final de sus días, empezó incluso a añorar el bullicio de Roma, de la misma Roma que le había despreciado. Echaba de menos el teatro, esas largas tardes de representaciones cómicas, trágicas, los actores en el escenario, y, en particular, las magníficas obras de Plauto. Plauto. ¿Qué sería de él? Pero, por encima de todo, echaba de menos poder ver a su hermosa hija pequeña, aunque sólo fuera para discutir. Sólo anhelaba sentir de nuevo el pálpito de la fortaleza de aquella muchacha, aquella sangre de los Escipiones que fluía por su joven cuerpo, que le retaba, que le desafiaba, eso no importaba; era el sentir que la fuerza de los Escipiones seguía viva, poderosa en la familia, lo que Publio echaba en falta. En medio de su tormenta de añoranza, Emilia apareció en el atrium con una sonrisa, un gesto cálido, sincero que había estado ausente en la faz de su esposa desde hacía tiempo. Él no la culpaba por su enfado, quizá rencor.

—Ha llegado un regalo para ti.

—¿Un regalo? —No sabía bien qué podía ser; sus hijos mayores habían venido de visita ya, tanto el joven Publio como Cornelia mayor, junto con su esposo; visitas que había agradecido en sumo grado; también estaban Lelio y Emilio Paulo y Flaminino. Al final, Emilia había tenido razón, y la nueva casa que Emilia había ordenado levantar, frente a la vieja villa, para albergar a todos los que venían a visitarles, se encontraba llena de amigos; no había nada más que pudiera consolarle mejor en su exilio que esas visitas; cualquier otro regalo o lujo era superfluo. Alguna vez habían intentado hacerle llegar joyas, vajillas de oro y plata, incluso manjares extraños y exóticos y, sin duda, muy caros, todo proveniente de clientes que querían agradecerle la ayuda de la familia especialmente en aquellos tiempos difíciles, pero todo aquello era material y el general, con palabras educadas en tablillas escritas de su puño y letra, lo rechazaba. Insistía una y otra vez en que ya se le había acusado en demasiadas ocasiones de vivir rodeado de lujos. No quería dar más argumentos a sus enemigos en Roma con una vida disipada en su exilio. De hecho hasta se negó al principio del destierro a que se construyera esa nueva casa de invitados. Publio aún recordaba aquella conversación con su mujer.

—¡Que vean todos cómo vivo, que vean todos cómo vive el que fue su mejor general y que lo cuenten en Roma! —había respondido él una y otra vez, despechado, a los ruegos de Emilia para poder levantar esa nueva casa, pero su esposa, tenaz, siguió insistiendo hasta dar con el argumento adecuado.

—No se trata de nosotros, sino de recibir adecuadamente a aquellos clientes que vienen desde Roma porque se consideran obligados a agradecerte la ayuda que nuestra familia les presta en la ciudad. No podemos alojar a esos ciudadanos en lugares indignos, eso iría en detrimento de nuestra imagen y todos asumirían que hemos perdido poder, más del que realmente hemos perdido. —Y Emilia añadió despacio—: Todos creerán al fin que Catón ha vencido.

Al final, la casa nueva se levantó, incluso con una compleja red de calefacción excavada en la tierra que no sólo daba calor, a través de conductos que partían desde un gran horno, a la propia nueva casa, sino también a la vieja residencia donde vivía el propio Publio y su familia. Pero aquel calor, en medio del invierno y las fiebres vino bien y el viejo general ya no dijo nada. Ahora todo aquello, aunque sólo hubieran pasado unos meses, parecía tan lejano, tan distante. Y ahora ¿un regalo? En aquellos meses de decadencia le parecía que todo lo que no fuera algo de salud era superfluo, innecesario, prescindible; por eso no entendía cómo su mujer podía pensar que algún regalo pudiera hacerle feliz hasta que, de pronto, el rostro del propio Publio se iluminó como Emilia no lo había visto resplandecer desde los tiempos en los que su marido la miraba con pasión.

—¿Es la pequeña Cornelia? —La voz del general vibraba conmovida—. ¿Ha venido la pequeña Cornelia a vernos? ¿A verme?

Pero la faz decepcionada de Emilia delató enseguida que aquél no era el caso. Emilia lamentó profundamente su niñería, su ingenuidad de haber querido presentar aquel regalo con misterio. Ahora, incluso lo que había preparado con tanto esmero le parecería aburrido e indolente a su esposo. Ella había escrito ya a su hija pequeña, rogándole que viniera, pero eso era algo prácticamente imposible, sujeta como estaba la muchacha a lo pactado con el Senado. La salud de Publio empeoraba casi cada día y no quería que su esposo no tuviera al menos la oportunidad de despedirse en persona de su hija pequeña, con la que, no sabía bien por qué, seguramente por lo que había pensado siempre, porque eran iguales, padre e hija, había una conexión especial, algo que nadie entendía bien, pero que estaba allí. Cornelia menor, por otro lado, era la persona quizá, sólo después de Catón, que más había contrariado a su padre, y, sin embargo, era para Publio un amor, una pasión particular, una debilidad infinita la que Emilia sabía que su marido sentía hacia su hija pequeña, de modo que cualquier cosa que hubiera hecho la joven siempre, al final, quedaba perdonada en el alma de su padre. Y, al fin y al cabo, la joven había aceptado un matrimonio pactado con uno de los más temibles enemigos de su padre para salvar a la familia del desastre total. Y eso después de haber rechazado a decenas de buenos candidatos durante los meses anteriores.

—No, no es Cornelia menor —respondió Emilia intentando mantener algo de alegría en su voz—; se trata de otra cosa, no tan maravillosa como una visita de nuestra pequeña hija, pero creo que te alegrará. Venga —añadió, y se acercó a su esposo para ayudarle a levantarse—; has de salir fuera. Todo está preparado fuera, frente a la casa.

Pero Publio, con una sacudida, se deshizo del intento de abrazo de su esposa para ayudarle a levantarse.

—¡Déjame en paz! Si no se trata de la pequeña, no hay nada que pueda hacerme mover de mi silla. Aquí estoy bien. —Y con voz más baja, mirando al suelo, ocultando alguna lágrima que estaba a punto de brotar repitió la misma frase—: Aquí estoy bien.

Emilia dio un paso atrás. No se vino abajo. Si su marido estaba a punto de llorar era que estaba más flojo, más débil que nunca. Con la paciencia de quien es traicionada varias veces a la semana y transige en silencio por respeto, por honor, ¿por amor?, volvió a hablar con sosiego.

—Están todos fuera esperando y está todo preparado. —Pero su marido se negaba y ni tan siquiera levantaba la cabeza para mirarla. Emilia lo intentó por última vez—. Se trata de un regalo de Plauto.

Publio Cornelio Escipión se pasó el dorso de la mano derecha por una mejilla para borrar toda huella líquida de sufrimiento o tristeza y levantó entonces, con lentitud, la cabeza.

—¿De Plauto? —preguntó con algo de incredulidad. El escritor había intercambiado con él alguna breve carta desde que comenzara el exilio, pero en ellas había referido que una salud débil también le impedía poder acudir a visitarle—. ¿Ha venido al fin… a verme? —Y Emilia sintió cómo, de nuevo, había tocado una vena sensible en su esposo. No había estado equivocada: Plauto era el único que podía ser aceptado como sustituto a una visita de la pequeña Cornelia.

—No exactamente —empezó a explicarse Emilia de nuevo, más animada al comprobar que había recuperado el interés de su esposo—, pero ha enviado a toda su compañía. Los ha enviado desde Roma para que representen aquí, para ti y para todos nuestros amigos, su última obra. Pensé que eso te gustaría y por eso no me opuse cuando me escribió proponiéndomelo. Espero haber hecho lo correcto.

Publio la miró algo perplejo. Aun después de tanto sufrimiento como le había proporcionado a su mujer en los últimos años, su esposa había buscado una forma de animarle en aquel humillante exilio. No podía despreciarle aquel regalo. Emilia interpretó bien la mirada de su esposo y se acercó de nuevo para ayudarle a levantarse. Esta vez, Publio colaboró y apoyó bien las piernas, tomó con la mano derecha su scipio y echó a andar apoyado en el hombro de su menuda pero siempre fuerte esposa. Cruzaron el atrium en cortos pasos, llegaron al vestíbulo y allí un esclavo les recibió con una manta en la mano que había ordenado preparar Emilia.

—Fuera, se la pondremos fuera, cuando le sentemos —dijo Emilia, y el esclavo asintió y les siguió con la manta.

En el exterior, Emilia había dispuesto que los actores contaran con todo lo que precisaran. Publio se sorprendió al ver un escenario de madera montado justo entre la domus vieja y la casa nueva de los invitados. Todo estaba dispuesto para iniciar la representación de la última obra que Plauto había escrito. El público estaba compuesto por todos los familiares del general. Allí estaba su hijo Publio, su hija mayor, Cornelia, con su marido, Publio Cornelio Escipión Násica, y su cuñado Lucio Emilio Paulo, y luego todos los amigos que estaban de visita esos días en la hacienda de Literno: Cayo Lelio, sentado a la derecha del solium que permanecía vacío frente a la escena en espera de que el propio Publio lo ocupase, y también habían llegado Flaminino, Silano, Acilio Glabrión, Marco y otros viejos oficiales y compañeros de armas de campañas pasadas. Habría una treintena de personas. Todas saludaron al general poniéndose en pie y a todos saludaba Publio con debilidad por la fiebre que parecía retomar el control de su cuerpo pero con la satisfacción de verlos allí. Sabía que habían venido por él y sabía que habían venido porque todos presentían, como él mismo, que su fin estaba cerca y, de corazón, agradecía que hubieran venido. Ahora se alegró de haber salido y de verlos a todos allí. La debilidad nos vuelve más vulnerables de lo que imaginamos y más aún a los que han sido poderosos y fuertes como ningún otro hombre. Sí, estaban todos los que le querían bien y habían sobrevivido a las guerras y a las insidias políticas, todos menos su pequeña Cornelia.

Mientras tomaba asiento ayudado por Lelio, Publio no podía dejar de pensar cuánto se había equivocado con Cornelia. Apretaba los labios mientras recordaba cómo llegó incluso a quemar aquella carta de su hija pequeña al comienzo de la campaña de Asia sin ni siquiera terminar de leerla. Ella, por el contrario, siempre la más rebelde, la más ingobernable de todas sus legiones, como le gustaba definirla a Publio en sus días de exilio, era la que se había sacrificado por él, por todos, por toda la familia, para evitar un derramamiento brutal de sangre. Incluso con aquel maldito pacto con Graco, con la posibilidad de que el resto de la familia participara en la política de Roma, pues el exilio sólo le era aplicado a su persona, había posibilidades de mantener la posición del clan en Roma, incluso de recuperar terreno. Y todo eso se había conseguido con la aquiescencia de la pequeña Cornelia. En ese momento, un actor se situó en medio de la escena y empezó a declamar el texto escrito por Plauto. Los pensamientos del general se detuvieron y se relajó. Sólo quería olvidar.

—Salvere iubeo spectatores optumos, fidem qui facitis maxumi, et vos Fides (…).

¡Salud al mejor de los públicos que tiene en tan alta estima a la Buena Fe y la Buena Fe lo tiene a él! Si he dicho la verdad, indicádmelo con un sonoro aplauso: así sabré ya desde el principio que estáis bien dispuestos para conmigo.

Y el actor calló un instante para que el público aplaudiera con fuerza. El cómico inclinó entonces su cabeza agradecido. Estaba nervioso, como el resto de los actores y es que, si bien aquél parecía un público entregado desde el principio, se encontraban ante el grandísimo Escipión de quien sabían todas sus hazañas, pero de quien sobre todo apreciaban que fue de los primeros en apoyar el desarrollo de su profesión, el teatro, en Roma. Era para todos aquellos jóvenes actores un momento único en su vida. Lo sabían y querían estar a la altura.

Les daba confianza saber que contaban con un texto del gran Plauto.

La obra comenzó pero a Publio le costaba concentrarse en la historia. Sus pensamientos vagaban en una dimensión distinta, más trascendente. Repasaba su vida. Sonrió para sí mismo: cuando él nació su padre estaba viendo una obra de teatro, ¿de Livio Andrónico? Ya no lo recordaba con claridad. Era premonitorio que ahora que estaba tan enfermo una obra de teatro viniera hasta él. El círculo de su existencia se cerraba. Se cerraba.

La obra de teatro avanzaba con gran rapidez. En pocas escenas quedó claro, para los que sí atendían, cuál era el eje sobre el que giraba toda la acción: el viejo Lisídamo quería acostarse con la más joven y hermosa de las esclavas de su mujer, para lo cual contaba con la colaboración de Olimpión, el atriense de la casa, con quien Lisídamo había planeado casar a Cásina, que era como se llamaba la joven esclava en cuestión, para así, con la cooperación de Olimpión poder acostarse con ella cuando quisiera, pero el hijo del propio Lisídamo, Eutinico, también deseaba con locura a Cásina y había conseguido el apoyo para su causa de Cleóstrata, su madre y esposa a su vez de Lisídamo. Cleóstrata, que no quería que de ningún modo su esposo se saliera con la suya, estableció un plan contrario: propuso que la joven Cásina se casara con Calino, escudero de su hijo, y así sería el hijo y no Lisídamo, su esposo, quien podría yacer con la esclava con la colaboración de Calino.

Publio, por un instante, en uno de los momentos en los que atendía a la representación, pensó que Plauto había retratado parte de lo que pasaba en Literno, pero aquello no era más que uno de los temas recurrentes en las comedias que escribían Plauto y otros escritores y, en Literno, no había competencia familiar por Areté. El general miró a un lado y a otro. Tanto Lelio, a su derecha, como Emilia, a su izquierda, parecían observar los acontecimientos que se relataban en el escenario de forma relajada. Y se divertían. Las risas venían de todas partes.

La obra proseguía con muchos cántica. Para Publio resultaba evidente que Plauto había cedido ante los deseos de un público, el romano, que disfrutaba sobremanera con esas partes cantadas y, con cada obra, Plauto había ampliado el espacio para esas secciones. Publio apreciaba más las partes habladas, pero era él sólo uno entre muchos y Plauto se debía a su público. Publio miraba con atención y escuchaba interesado el despliegue de peripecias que se presentaban sobre el escenario y, por momentos, al fin, después de muchos meses, consiguió olvidar, aunque sólo fuera por una hora, el dolor de la enfermedad y la humillación del exilio.

Hacia el final de la obra, cuando Lisídamo acababa de ser sorprendido por su esposa a punto de cometer adulterio y regresaba corriendo, habiendo olvidado su capa, al ser interrogado por su airada esposa, éste buscaba rápidamente una excusa para justificar dicha pérdida. Atribulado por la culpa y nervioso recurrió a la frecuente excusa de argüir que como estaban en el período en que se celebraban las bacantes[*], las fiestas en honor a Baco, donde la multitud deambulaba por las calles enardecida por el exceso colectivo cometido en el consumo de vino y donde todo podía pasar, como perder una capa, que él mismo había perdido esa prenda en medio del tumulto febril de aquella alocada fiesta.

Dice locuras a propósito, pues, por Castor, ya se acabaron los juegos de las bacantes —respondió otro de los personajes en escena a un cada vez más tenso Lisídamo.

Lo había olvidado. Pero, de todas formas, las bacantes —insistía Lisídamo empecinado en mantener la veracidad de su excusa.

¿Cómo que las bacantes? —preguntó con voz chillona el muchacho que representaba a Cleóstrata, la esposa indignada de Lisídamo.

Pues si ello no es posible… —replicaba Lisídamo intentando ganar tiempo para pensar en otra excusa que evitara confesar dónde había perdido realmente la capa. Publio, algo confuso, se volvió hacia Lelio.

—¿Qué es eso de que las bacantes no le valen de excusa? ¿Ya no se celebran las bacantes en Roma? —preguntó el viejo general a su veterano amigo.

—No —respondió Lelio en voz baja—. El Senado ha aprobado un senadoconsulto prohibiendo su celebración. Dicen que Catón está detrás. Ya sabes que no le gustan los tumultos de gente.

—Los tumultos de gente que él no puede controlar —precisó Publio mientras digería la información, y cerró los ojos de forma que no vio cómo Lelio asentía. A su vez Lelio no vio cómo el general mantenía los ojos cerrados.

Publio estaba agotado. La representación había estado bien, pero se le había hecho algo larga. La fiebre estaba subiendo de nuevo. Tenía algo de frío y se tapó, sin abrir los ojos, algo más las piernas con las mantas que le habían traído los esclavos siguiendo instrucciones de su esposa. A su alrededor escuchaba las frases de los actores en escena y las risas de todos aquellos que presenciaban la obra. Eran carcajadas de voces amigas que, como un arrullo constante, le sumieron en un sueño profundo en el que el general se abandonó sin ofrecer resistencia.

La escena quedó vacía, excepto por el actor que había dado comienzo a la representación quien, una vez más, situado en el centro del escenario, se acercó hacia el público y les dirigió las palabras finales de la obra.

Espectadores, os vamos a contar lo que ocurrirá dentro. —Y señalaba hacia el extremo de la escena por donde habían salido todos los actores—. Se descubrirá que Cásina es hija de nuestro vecino y se casará con Eutinico, el hijo de nuestro amo. Ahora vosotros debéis darnos con vuestras manos la merecida recompensa que nos hemos ganado…

Pero el actor interrumpió su discurso de despedida porque Emilia se levantó y se ubicó justo frente a la escena con la mano derecha en alto. El actor enmudeció y los ojos de todos se clavaron en ella, algunos temiendo lo peor.

—No ocurre nada, amigos —dijo ella con aplomo—, pero mi marido se ha quedado dormido y creo que es conveniente que le dejemos descansar. No hace frío, así que le dejaremos aquí, bajo los árboles, y os ruego que no aplaudáis y que sin hacer ruido tengáis la generosidad de honrar nuestra vieja domus con vuestra presencia. Hay comida y bebida preparada para todos. —Acto seguido se volvió hacia el actor que permanecía callado y quieto sobre el escenario—. Quizá sea ésta la única vez que tengas que concluir una representación sin aplauso alguno, pero vuestros servicios serán recompensados adecuadamente. Haré que os traigan comida y bebida abundante además de un pago adicional por vuestra actuación. Me consta que mi marido ha disfrutado con vuestra representación y el sueño que le embarga sólo debéis atribuirlo a la larga enfermedad que padece.

El actor se inclinó en una amplia y muy teatral reverencia.

—Un aplauso es pobre recompensa en comparación con satisfacer a la noble familia de los Escipiones —dijo como si continuara la representación.

Emilia asintió y sonrió. Aquel actor era un adulador, sin duda, pero era agradable oír palabras de halago hacia la familia que tan denostada había sido en los últimos años. Emilia se acercó a su esposo y se aseguró de que las mantas le cubrieran bien.

—¿Quieres que me quede con él? —preguntó Lelio, que se había esperado mientras el resto iba entrando en la domus de los Escipiones en Literno.

—No hace falta. Ya me quedo yo. Mi hija y mi hijo se ocuparán de atenderos a todos.

Lelio obedeció y se unió al resto de la comitiva que iba entrando en la casa vieja. Emilia se sentó junto a su esposo. El sol empezaba su lento descenso. Era una tarde agradable. Se escuchaban algunos pájaros en el bosque cercano. El aire era limpio. Se estaba bien allí, solos.