El retiro del héroe
Literno, Campania. Mayo de 184 a. C.
Hasta Literno llegaron pronto noticias sobre cómo había sido la boda de la pequeña Cornelia. En el atrium de la villa de Escipión en Campania, en su obligado exilio lejos de Roma, una interesadísima Emilia escuchaba la descripción que Cayo Lelio se esforzaba por producir. Se trataba de la narración, muy limitada en detalles, de un guerrero incapaz de satisfacer en modo alguno la curiosidad femenina de una madre que quería saber todo sobre el vestido de su hija, sobre cuándo había sonreído o llorado o cerrado los ojos, que buscaba comentarios sobre los vestidos de las mujeres de la familia de Tiberio Sempronio Graco, que quería saberlo todo sobre cómo se había comportado el nuevo marido con su joven esposa, si habían seguido todos los ritos, pero el relato de Cayo Lelio, únicamente resultaba suficiente para los oídos incómodos de Escipión, que sólo deseaba saber de ese asunto lo mínimo necesario. A Publio le bastaba con confirmar que su hija no había sido maltratada ni humillada o despreciada durante el acto público. Más allá de eso, a no ser que su propia hija le escribiera con acusaciones hacia su marido en el terreno privado, Publio Cornelio Escipión no quería saber nada. Por el contrario, para su esposa, el relato de Cayo Lelio estaba completamente falto de toda la fuerza descriptiva que una madre busca de un evento tan importante en la vida de una de sus hijas.
A Emilia sólo le quedaba el consuelo de recibir una recreación más completa de la boda a través de alguna de las cartas que su propia hija, protagonista y testigo en la boda, pudiera enviarle en los próximos días.
—Imagino que mis palabras son muy torpes para describir una boda —se excusaba Lelio consciente del palpable desencanto plasmado en el rostro de Emilia—. Soy mejor refiriendo batallas que celebraciones, si es que siquiera mis palabras valen para eso. Realmente sirvo para poco más que para abatir enemigos en medio de una guerra.
—Cayo Lelio, excónsul de Roma —replicó Emilia esbozando una sonrisa amable ante el reconocimiento del veterano senador de su incapacidad para describir la boda de su hija—, vales para mucho más que para eso. Poco habría conseguido nuestra familia sin la ayuda constante y leal de un amigo tan fiel como nuestro querido Lelio.
Cayo Lelio inclinó su cabeza agradecido por el cumplido.
—¿Y batallas? —interrumpió entonces Publio Cornelio Escipión, ávido de noticias y deseoso de conducir la conversación hacia cualquier otro asunto que no fuera Roma, no porque no le interesara la boda de su hija, sino porque no quería saber nada que le recordara su humillante condición de exiliado y la boda de Cornelia era la prueba más tangible del terrible pacto que le había forzado a abandonar la ciudad del Tíber para siempre—, ¿sabe nuestro querido Lelio de alguna batalla interesante que haya tenido lugar recientemente? Aquí las noticias llegan escasas y cada vez pienso más que mis amigos en Roma tienen miedo de poner por escrito nada de relevancia.
—¿Entonces no sabes aún de la última victoria de Aníbal?
Publio se incorporó por fin de su solium. Lelio se sintió orgulloso de captar su atención. Desde que había llegado de visita, Publio había permanecido medio recostado en su butaca, distraído, como adormilado, envuelto en el calor de aquella tarde de primavera campana.
—Noticias de Aníbal. Esto sí es interesante. —Publio hablaba con un brillo especial en los ojos que Lelio reconoció enseguida: era el Escipión guerrero el que habría regresado a aquel atrium—. ¿Una victoria más de Aníbal? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Lo último que sabíamos —y miró a Emilia que, al contrario que su marido, tenía más habilidad para fingir interés en aquellas conversaciones que no le eran tan atractivas— era que Aníbal se había refugiado en Bitinia.
—Una victoria naval contra Pérgamo —anunció Lelio con rotundidad.
—¿Naval? —Publio volvió a apoyar su espalda en el respaldo de su butaca—. Eso es imposible; el rey Prusias no tiene flota con la que conseguir nada en el mar y menos aún contra la flota del rey Eumenes.
El escepticismo de Publio hizo feliz a Lelio. Tenía algo interesante que narrar. Incluso él, que se sentía siempre torpe con las palabras, consiguió hacer un resumen aceptable de la batalla entre la débil flota de Bitinia frente a la poderosa armada de Pérgamo.
—¿Serpientes? —preguntó al final del relato Publio sin ocultar su sorpresa y, por qué no, su satisfacción al ver que su viejo enemigo había sido capaz de conseguir una nueva victoria en un medio que le era incómodo, el mar, y además en completa inferioridad de condiciones—. ¡Serpientes! —Y Escipión golpeó con la palma de su mano su muslo derecho, justo allí donde tenía la cicatriz de la herida que Aníbal le infligiera en Zama, haciendo sonar una fuerte palmada que resonó en todo el atrium y que sobresaltó a Emilia—. ¡Por todos los dioses, lanzó serpientes contra los barcos enemigos! —Y tras una nueva palmada se deshizo en una interminable carcajada que lo llenó todo con una intensa felicidad que contagió tanto a su esposa como al propio Lelio—. ¡Ja, ja, ja, serpientes…! —Y los tres se unieron en una larga risa que duró varios minutos—. ¡Serpientes…! —repetía una y otra vez Escipión entre sollozos.
Lelio concluyó su relato explicando cómo había llegado una embajada del rey de Pérgamo describiendo el suceso y cómo Catón había avivado el miedo de todos los senadores por Aníbal, pues, según había dicho el censor de Roma, si Aníbal, sin nada, sin apenas ejército, sólo con un puñado de serpientes, era capaz de derrotar a la poderosa flota de Pérgamo, ¿qué podría intentar el general cartaginés si conseguía de nuevo reunir un ejército entre los diferentes estados de Asia Menor? Así, Catón, una vez más, había propuesto que, lo antes posible, en unas semanas, saliera una legión con la única misión de que el rey Prusias entregara Aníbal a Roma. Publio guardó silencio y no hizo comentarios.
Sacaron al fin la cena y Publio compartió la comida con Lelio y Emilia con más fruición de lo que era últimamente habitual en él, dado a ayunar casi todas las noches, sumido como estaba en un estado de desesperanza y tristeza. También bebió algo de mulsum, pero se retiró pronto, despidiéndose con efusividad de su viejo y gran amigo y posando su mano un instante en el hombro de su esposa. Su mujer fue a poner su mano sobre la mano de su marido, pero para cuando la mano de Emilia llegó al hombro, Publio ya la había retirado y se alejaba del atrium, cruzando el tablinium para dirigirse por un estrecho pasillo a una de las habitaciones posteriores de la casa donde Publio y Emilia tenían su dormitorio, aunque era posible que cuando ella fuera allí quizá no le encontrara en la cama. Emilia suspiró, Lelio miró para otro lado, y ambos, sin embargo, no pudieron evitar sonreír por dentro al escuchar cómo Publio volvía a reír mientras se aleja repitiendo una y otra vez la misma palabra.
—¡Serpientes! ¡Ja, ja, ja! ¡Serpientes! ¡Serpientes…!
Emilia se volvió hacia Lelio y le hizo una confesión en voz baja:
—No le he oído reír tanto desde Siracusa.
Lelio asintió. Intentaba recordar desde cuándo él no había visto a su amigo tan feliz, y sí, él también tuvo que remontarse a la cena de Siracusa en la que todos los oficiales terminaron riendo con Publio ante un humillado Catón. ¡Cómo habían cambiado las cosas!