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Una pregunta furtiva

Roma, domus de los Escipiones, 16 de abril de 184 a. C.

Hora sexta

Areté no podía parar de pensar. Antes del atardecer dejaría Roma. Su amo, decían, iba al exilio, a una casa que tenía en el sur. Habían pasado unos días de mucho miedo y Areté vio expresiones en los rostros de quienes la rodeaban que le recordaron el terror de los ciudadanos de Sidón cuando las tropas del rey Antíoco asediaban la ciudad. Desde entonces no había visto aquel pavor en los ojos de los que estaban cerca de ella. Pero todo eso, igual de rápido que había venido, se había desvanecido. Roma era un lugar extraño donde entre ellos mismos podían crearse situaciones horribles que con igual facilidad podían disolverse en la nada. En Roma había encontrado cierta seguridad y el aprecio de un amo que la cuidaba bien, hasta que el ama empezó a intervenir. Ahora todo era más difícil. Ella había estado con muchos hombres que eran infieles con sus esposas, pero nunca había tenido que convivir con la persona que era traicionada. Areté se había esforzado en ser discreta, pero esos últimos años no se encontraba a gusto. El amo la seguía visitando para acostarse con ella, pero desde que fuera obligada por el ama a intentar influir en él, el amo ya no hablaba con ella con la misma tranquilidad. Se había roto algo entre ella y su amo que parecía irrecuperable. Y peor aún que todo eso: el amo estaba enfermo. Las fiebres que tuvo en Asia parecían volver. Una pregunta estaba clavada en la mente de Areté y no la dejaba dormir. Si el amo fallecía, ¿qué sería de ella?

Había albergado la esperanza de que la dejaran en Roma al servicio de los miembros de la familia que se quedaban allí. Sería una forma de alejarse de su intranquilo amo y de su celosa mujer. Areté comprendía el rencor de la esposa hacia ella y no se lo reprochaba, pero eso no solucionaba su problema: su ama no la quería y eso no era bueno. Pero todas sus esperanzas se habían desvanecido. El amo fue muy claro la última noche. Entró en la habitación pero no hicieron el amor. El amo estaba muy débil. Sólo hablaron.

—Areté, sabes que nos vamos de Roma, ¿verdad? —había preguntado el amo.

—Sí, mi señor.

Areté había visto al general mirando la habitación, las paredes limpias, sin adornos, la pequeña ventana por la que se filtraba la luz de la luna, la cama donde tantas noches había compartido con ella.

—Lo he organizado para que vengas con nosotros —continuó el amo—. A Emilia no le ha gustado, pero al menos en esta casa aún mando yo. —Y luego prosiguió mirando a la ventana, como si hablara consigo mismo—. En Roma no gobierno ya, pero en mi familia sí, es todo lo que me queda, así que vendrás con nosotros. Dejaremos esta Roma que ya no me aprecia. Partiremos antes del anochecer. No quiero pasar una noche más en esta ciudad ingrata. Prepárate.

—Sí, mi señor —respondió Areté. El amo se había levantado y sin mirarla salió de la habitación. No estaba enfadado con ella. Eso ya había pasado. En otro tiempo se hubiera quedado más rato y hubiera compartido con ella sus preocupaciones, pero ése era un tiempo ya perdido.

Areté se quedó a solas en su habitación tan sólo acompañada de sus pensamientos. Al día siguiente era la boda de la hija menor de la casa, la joven Cornelia, y el amo, el padre de la muchacha, en lugar de quedarse, partía de la ciudad obligado por las leyes, decían. Areté no podía comprender la forma de regirse de aquel pueblo, un pueblo extraño que, pese a sus costumbres, era capaz de influir en el mundo entero. Quizá por eso podían con todos, porque eran diferentes, pero sufrían tanto… Areté no tenía claro que aquellas personas a las que pertenecía disfrutaran de aquel inmenso poder que parecían tener o haber tenido sobre todo y sobre todos.

Se dio la vuelta en la cama y se acurrucó de lado mirando la pared. Dejó de pensar en política. Su mente retornó sobre sus problemas inmediatos. Le extrañaba que la esposa del amo no hubiera intentado aprovechar la ocasión para dejarla atrás. Entonces se dio cuenta de por qué no podía dormir. Temía que, como en el pasado, la señora volviera a la habitación para obligarla a inventarse un pretexto con el que tuviera que quedarse en Roma, pero eso era absurdo porque ella era sólo una esclava y no podía decidir sobre sus acciones. Areté estaba aturdida de tanto pensar, pero no podía dejar de hacerlo. En ese momento oyó un leve crujido que reconoció enseguida. La puerta de su habitación estaba abriéndose despacio. Areté abrió bien los ojos pero no se movió un ápice. Podía ser el amo que retornaba o podía ser el ama o podía ser alguien enviado por el ama para… ¿para matarla…? Areté se dio entonces la vuelta movida por puro instinto de supervivencia dispuesta a luchar. Ante ella, sentada en la pequeña sella de la habitación, estaba la figura de una mujer romana. La primera impresión de Areté fue la de que el ama había entrado a hablar con ella, pero rápidamente se percató de que aquélla no era una mujer mayor sino una romana mucho más joven.

—Soy Cornelia, Areté —dijo la hija del amo con voz baja, suave y algo nerviosa.

Areté se incorporó lentamente hasta quedar sentada en la cama rodeando sus piernas con los brazos y mirando a la joven hija de los amos que se iba a casar al día siguiente. Iba a tener una casa para ella sola, un hombre que la cuidara y decenas de esclavos que la atendieran y, sin embargo, parecía muy nerviosa, casi asustada. Decididamente no había quien entendiera ni a los romanos ni a sus mujeres.

Como la hija del ama no decía nada, Areté se sintió en la obligación de hablar. Sin moverse de la cama, abrazando sus piernas, cubierta por su túnica blanca que usaba de pijama, preguntó también en voz baja:

—¿Qué puedo hacer, en qué puedo ayudar?

Areté vio que había formulado la pregunta correcta. La joven romana se levantó, cerró bien la puerta de la habitación, se acercó a la cama y terminó por sentarse en el otro extremo.

—¿Vendrá mi padre hoy?

Areté no entendía bien el sentido de aquella pregunta, pero pronto se dio cuenta de que todo lo que quería la joven romana era asegurarse de que nadie las iba a molestar.

—No, no lo creo —respondió—. Ya ha estado aquí y parecía cansado. No creo que vuelva. Partimos en unas horas. Debe de estar muy ocupado. O quizá quiera descansar algo antes del viaje.

Cornelia asintió. Parecía satisfecha con aquella respuesta, pero de nuevo le costaba continuar. Al final, empezó a explicarse.

—Mañana me caso. Voy a vivir en otra casa, con otro hombre. —Pero una vez más la duda le pudo y calló de nuevo; Areté, por un instante, albergó la esperanza de que la joven fuera a reclamarla en su servicio. Sería la única persona a la que el amo no se la negaría. El amo tenía predilección por su hija pequeña, todos lo sabían; aunque no se hablaran en semanas o meses, pese a eso era su hija preferida, favorita incluso por encima del hijo varón de la casa, pero no, cuando la joven romana continuó, Areté se percató de que la muchacha no había pensado nunca en pedir algo semejante a su padre; era otro asunto el que la había llevado hasta allí—. Yo no he estado nunca con ningún hombre —continuaba la joven ama, y Areté comprendió todo y se relajó—. No he estado nunca con ningún hombre —repitió el ama, como si necesitara repetirlo antes de seguir con el resto de sus preocupaciones—, y es importante que sepa satisfacer a este hombre con el que me caso, es importante para mí y es importante para mi familia; es incluso importante para Roma. Mi matrimonio, Areté, tiene que funcionar o si no… —Y volvió a callar; miró hacia otro lado y luego hacia la ventana, y Areté se dio cuenta de lo parecidos que eran padre e hija, sólo que la hija había heredado, para su fortuna, las facciones suaves y redondeadas en el rostro procedentes de la faz de la señora, una mujer que en el pasado, todos le aseguraban, había sido muy hermosa; su joven hija era clara muestra de ello.

Areté, por fin, sabiendo que se movía por territorios que dominaba, se atrevió a hablar:

—La joven ama es una mujer muy hermosa. Cuando se es tan hermosa da igual no saber nada. —Areté, como el resto de esclavos, estaban al tanto de que el tribuno de la plebe Sempronio Graco iba a ser el marido de la joven Cornelia—. Los hombres de la edad del que va a ser esposo de la joven ama suelen saber suficiente.

Pero Cornelia negó con la cabeza.

—No, no es suficiente satisfacerle; he de conseguir que ese hombre, mi futuro esposo, me quiera. Yo no podría estar con alguien que no me quisiera y este matrimonio es sólo por política y tengo miedo de ser infeliz el resto de mi vida.

Areté frunció el ceño unos instantes. Observó a la joven ama, que lloraba en silencio mirando al suelo, sin emitir un solo sonido. Por las sonrosadas mejillas caían lágrimas mudas. Era algo que no había visto nunca. La joven ama estaba torturada por dentro y no dejaba que nadie lo supiera. Areté había oído que aquel matrimonio había sido la solución a todos los problemas de la ciudad y la joven esclava se daba cuenta de que ella había sido sacrificada en beneficio de no sabía bien qué y sintió una gran proximidad de espíritu hacia la muchacha. Al final, después de todo, sus vidas no eran tan diferentes. Ninguna de las dos podía decidir sobre sí misma. Areté se acercó un poco hacia la joven Cornelia y le preguntó con cuidado, casi con la dulzura de una hermana mayor:

—¿Por qué no preguntas al ama, a tu madre? Ella quiere mucho a sus hijas. Estoy segura de que te aconsejará bien.

—Ya he hablado con mi madre de todo lo que he podido, pero de la noche nupcial no quiere hablar. Me ha dicho lo mismo que tú. Que mi marido sabrá qué hacer, pero yo quiero saber también qué hacer, qué les gusta a los hombres cuando están a solas con una mujer, qué no les gusta, cómo comportarme. —Cornelia siguió hablando en voz baja pero veloz, como con rabia, exasperada por ese silencio con el que todos envolvían la maldita noche de bodas.

Areté se acercó aún más. No estaba segura, pero hizo la pregunta clave:

—¿Quieres a quien va a ser tu futuro esposo? Porque si le quieres, con tu hermosura y tu cariño, todo será muy fácil. Si no le quieres, eso ya es otra historia. Se pueden hacer cosas, pero es otro mundo.

Y Cornelia fue a responder y, de pronto, se sorprendió de que no tenía una respuesta que viniera con rapidez a sus labios y sintió entonces rabia de no saber cuáles eran sus sentimientos. Areté leyó con clarividencia en la expresión de su joven ama.

—No lo sabes. No pasa nada —continuó de forma tranquilizadora para la joven Cornelia—. He conocido muchos casos así. Unos luego funcionan bien y otros no. Eso no puedo decírtelo yo. No soy adivina, pero si lo que quieres es saber cómo agradar a un hombre cuando estés con él a solas, de eso sí que sé, y mucho. Si la joven ama quiere puedo darle consejos en eso.

Cornelia suspiró con un gran alivio. No tenía claros sus sentimientos hacia Graco, pero sabía que su obligación era agradarle. Si por lo menos sabía qué tenía que hacer, eso la ayudaría en todo aquel trance. Ya sabía todo lo que debía hacer en público, durante la boda, y ahora podría saber qué se esperaba de ella en privado.

Areté se acercó aún más, hasta que quedaron las dos jóvenes a tan sólo un palmo de distancia y Areté, hablando despacio, describió cosas de las que la joven Cornelia sólo había oído hablar entre cuchicheos en las peores calles de Roma y tan sólo de pasada. Areté habló con ella durante una larga hora y Cornelia escuchó con los oídos muy atentos y con los ojos muy abiertos. Ante ella se abría un mundo desconocido que la atemorizaba al tiempo que, sin saber por qué, la atraía inexorablemente.