Memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus
(Libro VII)
Aquí, en el sur, el tiempo parece casi haberse detenido. No hay nada que hacer. La enfermedad me consume cada día un poco más. Tengo que guardar días enteros en cama. La relación con Emilia está rota. Traer a Areté al exilio no ha ayudado, pero me siento débil y no he querido renunciar a los pocos placeres que aún me quedan. Tampoco he podido hacer mucho para recomponer mi relación con mis hijos. Cornelia mayor viene con regularidad y se muestra tierna, lo que agradezco sobremanera, es uno de mis pocos alivios, pero mi hijo sigue distante y yo continúo sin saber encontrar las palabras adecuadas para romper este muro que nos separa desde Magnesia, desde mucho antes. Y, lo peor de todo, la pequeña Cornelia, a la que debo la vida no sólo mía, eso es poco importante, sino la vida de todos sus hermanos, de Emilia, de toda nuestra familia, se ha tenido que quedar en Roma, rehén de un pacto que aborrezco, casada con un hombre al que he intentado destruir con todas mis fuerzas. Sí, es posible que haya cometido errores y que haya sido soberbio, pero padezco penalidades suficientes y dispongo de suficientes días para torturarme con la consecuencia de mis equivocaciones. Tras la batalla de Zama siempre pensé que tendría un futuro feliz. La vida es misteriosa, los dioses caprichosos y nosotros inconstantes. Todo se puede perder con pequeñas acciones que se van acumulando hasta levantar una montaña de errores que nos envuelven y nos atrapan como una telaraña de fracaso. Así me siento en este interminable exilio. A veces, cuando la fiebre arrecia con fuerza y siento la muerte acercarse, me siento feliz. No le veo sentido a seguir viviendo así. Sólo el hecho de haber tomado la decisión de escribir estas memorias ha podido dar algo de contenido a estos últimos días. Por eso me afano con diligencia ante esta tarea. Queda poco por relatar, pero importante.
El exilio tuvo una gran ventaja, inesperada, pero positiva: en medio de tanta penuria, como suele ocurrir, es cuando descubres si dispones o no de verdaderos amigos. E incluso allí donde todo parece roto, ves que germinan semillas de esperanza. Y el caso es que el destierro empezó de forma horrible. Aceleré mi obligada partida de Roma, una vez que liberaron a mi hermano, no ya sólo para cumplir con el breve plazo de horas que se me daba para salir, sino también para no tener que ser testigo de la forzada boda de la pequeña Cornelia con Graco. En aquellos días lo único que quería hacer era abandonar la ciudad para la que había luchado toda mi vida y hacerlo lo antes posible. No resistía ser víctima de lo que yo entendía era la mayor traición que Roma hubiera hecho nunca para con uno de sus generales.