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Un mensaje difícil de entregar

Roma, 16 de abril de 184 a. C.

Segunda vigilia

Aún no había amanecido. De hecho faltaba aún mucho para el nuevo día. Plauto miraba a un lado y a otro de la calle. El Clivus Victoriae estaba desierto. Al fondo se veía un grupo de legionarios de las legiones urbanae apostados frente a la casa de Tiberio Sempronio Graco, tribuno del pueblo. Roma estaba en una calma tensa. Era una noche de nervios y podía convertirse en una vigilia sangrienta. Tras la detención y encarcelamiento de Lucio Cornelio Escipión las calles se habían vuelto más peligrosas que de costumbre. Uno de los triunviros que había enviado el tribuno para escoltarle en su trayecto desde su casa en el Aventino le indicó que no se detuviera.

—Por Hércules, el tribuno quiere verte enseguida. No podemos hacerle esperar.

Plauto asintió y reinició la marcha. Hacía tiempo que no sentía miedo. A sus sesenta y cinco años había conocido la guerra, el hambre y la esclavitud. Pero también había gozado de ciertas comodidades y lujo tras el éxito de sus obras. No tenía miedo, pero sí preocupación. Se consideraba a sí mismo un ser débil, cansado por los años. En la vejez no encontraba fuerzas para la gallardía o para heroicidades. Seguramente, y esto le atormentaba, en esta etapa de su vida, no se habría atrevido a interceder por Nevio como hizo en el pasado. Ahora, cada día, todo le costaba más esfuerzo, incluso escribir, aunque mantenía una muy notable fluidez en la redacción de sus nuevas obras que lo mantenían apegado a la vida, a la vida de escritor, de actor, al escenario, pero alejado de la vida real, de la política, de las nuevas guerras, de la constante lucha por el poder. Recibió la noticia del encarcelamiento de Lucio Cornelio Escipión sin sorpresa. El acoso de Catón a los Escipiones había ido en aumento en los últimos años y era conocido por todos. Tampoco sintió Plauto indignación. Eran luchas que no iban con él, pero sintió algo de lástima. Escipión, Publio Cornelio Escipión, le había ayudado en el pasado, en dos ocasiones. La segunda vez demasiado tarde, pero, al menos, hubo voluntad de ayuda. No podía sentirse alegre de que Catón triunfara al encarcelar al hermano de alguien que le ayudó en el pasado, pero ¿qué podía hacer él? ¿Quién era él, un modesto escritor en medio de la tumultuosa confrontación por el poder en Roma entre las poderosas familias senatoriales? Él era una hormiga, un ser insignificante, un torrente de palabras que entretenía a Roma, pero ni tenía soldados, ni legiones, ni apoyos políticos. De hecho, en su proceso de acomodamiento al poder había reducido las críticas veladas en sus obras contra el Senado, reducía los diálogos y aumentaba los cántica. Ya no se atrevía a indisponerse contra los patricios y menos aún contra el emergente Catón. Un día, estaba seguro, Catón prohibiría el teatro, aunque eso le hiciera impopular entre los romanos. Plauto albergaba la esperanza de estar ya muerto cuando llegara ese triste momento. En medio de toda aquella locura de acontecimientos, el tribuno del pueblo, Tiberio Sempronio Graco, había enviado a una patrulla de triunviros para sacarle de la cama y hacerle venir a su domus en el Clivus Victoriae.

Las puertas de la casa del tribuno del pueblo se abrieron de par en par y los legionarios que las custodiaban hicieron un pasillo por el que sólo Plauto pasó. Los triunviros quedaron fuera. Las puertas se cerraron de golpe. Se encontró solo en un pequeño vestíbulo. Un esclavo salió de una puerta lateral y le señaló el atrium que se adivinaba al fondo del vestíbulo. Plauto entró y allí, sobre una cathedra[*], encontró al tribuno del pueblo. Tiberio Sempronio Graco no se levantó ni le ofreció nada de beber. Era conocido por todos que era un hombre que no se andaba con rodeos, ni en el campo de batalla ni en la política.

—Te he hecho llamar porque necesito que entregues un mensaje.

Plauto avanzó un poco hasta quedar a cuatro pasos del tribuno.

—¿Un mensaje? —preguntó Plauto confundido—. Estoy seguro de que el tribuno puede encontrar gente más fuerte y más veloz con la que entregar mensajes. Lo digo con respeto, pero es que mis huesos no son los que eran y nunca fui un gran soldado…

El tribuno levantó la mano y Plauto calló. Sabía cuándo era momento de escuchar.

—No es tan sencillo, Tito Maccio Plauto. Este mensaje ha de ser entregado allí donde no se me recibe, allí donde no se recibe a nadie que lleve un mensaje mío. A ti, en cambio, te abrirán las puertas. Una vez dentro dirás lo que voy a explicarte.

Plauto asintió, aún sin entender bien, y, a continuación, realizó la pregunta esperada:

—¿A quién debo entregar este mensaje?

—A Publio Cornelio Escipión —respondió directo el tribuno.

Plauto se quedó en silencio, quieto, ponderando. Estaba claro: el tribuno del pueblo quería comunicar con un enemigo político, pues todos sabían que Graco, durante todo aquel tiempo, había estado al lado de Catón en su persecución y acoso constante contra los Escipiones. Era lógico que ni Graco ni nadie enviado por el tribuno pudiera ser bienvenido en casa de los Escipiones y más aún después del encarcelamiento de Lucio Cornelio y de algunas de las reyertas que habían tenido ya lugar en las calles de la ciudad entre seguidores de los Escipiones y legionarios dirigidos por el Senado. El tiempo de las palabras parecía haberse agotado.

—En cuanto mencione tu nombre —empezó Plauto—, Publio Cornelio me arrojará de su casa.

Graco sonrió.

—Es muy posible. No he dicho que tu misión sea fácil. Pero antes de que me juzgues quizá debieras oír el mensaje que quiero que entregues.

Plauto inclinó su cabeza en señal de aceptación. El tribuno fue claro y preciso, y con las palabras justas condensó un mensaje en parte humillante para los Escipiones, en parte esperanzador. Un mensaje complejo. Un mensaje difícil de entregar, peligroso de exponer, delicado de explicar. Plauto escuchó atento y en silencio. No interrumpió al tribuno hasta que éste hubo terminado.

—Publio Cornelio no aceptará los términos de tu propuesta, tribuno —respondió, al fin, Plauto.

Tiberio Sempronio Graco se levantó entonces despacio de su cathedra y avanzó hacia el escritor.

—No te he hecho venir para saber tu opinión sobre el mensaje. Eres sólo una herramienta, no quien decide. Y ya sé que es un pacto complicado el que planteo; si fuera algo sencillo podría haber enviado a cualquiera de los legionarios de las legiones urbanae a mi mando o a un triunviro o a otro tribuno, pero no es un mensaje sencillo. Tito Maccio Plauto, no te he llamado para que simplemente entregues este mensaje a Publio Cornelio Escipión: te he llamado para que le convenzas de que lo mejor es aceptar el pacto que le propongo. Eres escritor, para muchos el mejor de toda Roma. Eres quien mejor sabe utilizar las palabras en toda la ciudad y seguramente uno de los que mejor sabe utilizar las palabras en todo el mundo; sé que es muy difícil persuadir a Publio Cornelio Escipión de que acepte este pacto, pero sé también que si hay alguien que puede hacerlo, por todos los dioses, ese alguien eres tú, Tito… Maccio… Plauto.

El escritor dio un paso atrás y miró al suelo.

—Supongo que no puedo negarme a ser tu herramienta, a entregar este mensaje.

—Supones bien —respondió Graco, pero de pronto cambió el tono de su voz y con un timbre más conciliador, tomando de nuevo asiento, intentó implicar el alma de su interlocutor en la misión que le estaba encomendando—. Pero piénsalo bien, piensa bien en lo que he propuesto. Es la mejor de las salidas para lo que está ocurriendo en Roma. Cualquier otra opción conduce a la guerra civil, a la muerte y la sangre y el terror por todas partes y, desde luego, nada de obras de teatro en mucho tiempo, quizá para siempre. Todos estamos esta noche en un lado o en otro. Y si esto se inicia no habrá compasión para con el bando perdedor. Sé que has visto mucho dolor en tu vida, sé que has sufrido mucho en tu vida, pero no has visto aún lo peor. La sangre teñirá de rojo la Cloaca Máxima y las riberas del Tíber tendrán un fango ennegrecido por los cadáveres en descomposición. Pero estamos aún a tiempo de detener esto. Catón está llevando a Publio Cornelio Escipión al límite. Por eso ha ordenado encarcelar a su hermano. Sabe que la reacción de Publio Cornelio será bestial. Mi pacto es la única salida. En más de una ocasión, ese hombre te ayudó en el pasado, ¿no crees que entregarle mi mensaje es la forma de devolverle parte de lo que él te dio en el pasado? Piénsalo, Tito Maccio Plauto, por Hércules y por todos los dioses, piénsalo bien. Por el bien de Roma, por el bien de todos, por el tuyo propio, piénsalo bien pero piénsalo rápido y decide. Si no vas a su casa a entregar este mensaje convencido de que es lo mejor para todos, será mejor que no vayas, porque si detrás de tus palabras no está tu confianza no podrás persuadirle. Tito Maccio Plauto, mírame a los ojos y dime a la cara que mi pacto no es la solución. Si me dices eso te dejaré marchar. Los triunviros te escoltarán de regreso a tu casa, pero eso sí, luego cierra puertas y ventanas y tápate los oídos porque la matanza empezará en pocas horas.

Plauto levantó los ojos del suelo y encaró la mirada profunda y tensa del tribuno de la plebe. Sabía de la vehemencia con la que Tiberio Sempronio Graco defendía sus opiniones y comprendió aquella noche cómo el tribuno era de los pocos que podría atreverse a alzarse en el Senado y hacer oír su voz en contradicción con los planteamientos de prácticamente cualquiera, de Publio Cornelio, pero…

—¿Puedes realmente cumplir con tu parte del pacto? —preguntó Plauto.

—Puedo.

—¿Incluso en contra de Catón? —insistió Plauto en sus dudas.

—Contra el mismísimo Catón si es necesario. Si Publio Cornelio Escipión acepta mi pacto sé que tengo la fuerza, la energía y los apoyos suficientes para que el Senado apruebe mi plan. Incluso si Catón se opone, incluso entonces te prometo que conseguiré ganar la votación, esa maldita última votación. La ganaré, Plauto, te juro por todos los dioses que la ganaré.

Plauto apretaba los labios con fuerza. Era cierto que con el encarcelamiento de Lucio Cornelio, Catón estaba empujando a los Escipiones a la lucha armada y que todos temían la peor de las reacciones por parte del clan y que si el propio Publio tomaba las riendas, estaban al borde de una guerra civil. Todo eso era cierto y la guerra siempre era el peor de los mundos posibles. Cualquier otra cosa era mejor. Plauto estaba convencido.

—De acuerdo, entregaré tu mensaje —dijo, y vio como Graco relajaba los músculos.

—Sea —dijo el tribuno, y sin ofrecer ni un vaso de agua se levantó y salió por el vestíbulo escoltado por varios legionarios. Plauto no le culpó por su endeble hospitalidad. Aquel hombre estaba buscando la forma de evitar el mayor de los desastres. No era el momento para delicadezas. Estaba claro que tenía que ocuparse de todo lo necesario para poder cumplir con su parte del pacto, por si, aunque el escritor seguía viéndolo imposible, Escipión, al final, aceptaba. El esclavo que le había recibido al principio reapareció de nuevo y le condujo a la puerta principal. En pocos minutos Plauto se reencontró en el Clivus Victoriae. Los triunviros que le protegían se hicieron a un lado; todos, él incluido, se pegaron a una de las paredes de una de las casas de la calle para dejar pasar a varios manípulos de las legiones urbanae que, en dirección noroeste, marchaban hacia el foro. ¿Quién los habría hecho llamar, Catón, Graco… los Escipiones? En cuanto las tropas dejaron libre la calle, los triunviros reiniciaron la marcha hacia el sur, de regreso al Aventino, pero Plauto los detuvo.

—No —dijo con voz decidida—. Vamos hacia el foro. Vamos a la domus de Publio Cornelio Escipión. —Los triunviros se quedaron blancos. No era el día para ir de visita a aquella casa, pero tenían órdenes estrictas del tribuno de la plebe de escoltar a aquel hombre allí donde éste decidiera marchar—. A casa de Escipión, he dicho. —Y no esperó respuesta alguna. Plauto emprendió el camino hacia el foro. Los triunviros tragaron saliva y le siguieron. Si le pasaba algo a aquel hombre el tribuno en persona les sacaría las entrañas con sus propias manos. Eso había dicho. Y el tribuno era hombre de palabra. Nerviosos y maldiciendo su suerte siguieron a aquel loco que los conducía a una muerte segura.

Tito Maccio Plauto caminaba persuadido sobre lo que debía hacer. Graco llevaba razón y le había convencido y a cada momento que pasaba estaba más seguro de que el mensaje que llevaba era la única salida para evitar la guerra total en las calles de Roma. Sabía lo que debía hacer y tenía casi todas las palabras que debía decir, pero la duda le corroía por dentro: ¿serían sus palabras suficientes para persuadir al que había sido el hombre más poderoso del mundo? No las tenía todas consigo. Necesitaba un aliado, pero ¿quién? No había hombre capaz de doblegar la voluntad de Escipión, no lo hubo en campo de batalla y no lo había en Roma. Plauto, a cada paso, comprendía mejor que ni todas sus palabras juntas lograrían convencer al general de generales. De súbito su mente se encendió: necesitaba un aliado, pero éste no podía ser un hombre.