Camino de la cárcel
Frente al Tullianum, 15 de abril de 184 a. C.
Hora décima
Nadie se interpuso. Publio, Lelio y Silano y el resto de veteranos pudieron entrar al galope por la puerta Fontus, al norte de la ciudad. Las turmae de las legiones de la ciudad les seguían, pero sin acercarse demasiado. Los caballeros de Escipión tuvieron que ponerse en fila de a cuatro para poder pasar por la puerta y luego para avanzar por las calles que les llevaban hacia la cárcel. Puertas y ventanas estaban cerradas y no se veía un alma en la calle que no fuera un legionario de las legiones urbanae, pero, de nuevo, sin intervenir. Todo iba bien, aunque sabían que estaban entrando armados en el pomerium sagrado del centro de Roma. Pero para todos ellos su acción estaba justificada: había empezado Catón queriendo encarcelar al hermano del general y allí estaban también los legionarios de la ciudad, armados hasta los dientes.
—Demasiado fácil —dijo Lelio, al ver que nadie se interponía en su camino.
Silano asintió, pero Publio no hizo ningún gesto. Los caballos avanzaban al paso. El ruido de los cascos de los quinientos jinetes era lo único que se escuchaba rebotando en las paredes de las casas que se levantaban a ambos lados. El caserón que daba acceso al Tullianum quedó a la vista custodiado por un grupo de legionarios. Las mazmorras de Roma eran grandes, pero subterráneas. Sólo se veía un pequeño edificio de piedra que era su acceso directo. El resto quedaba sumergido en las malolientes entrañas de la ciudad, a oscuras, sin luz, lleno de humedad y de tiempo perdido por hombres olvidados, juzgados en causas que ya nadie recordaba. Era un mal sitio para entrar del que muy pocos salían con vida. Y del que ninguno que hubiera estado quería hablar.
—¡Por Hércules, ahí están! —dijo Publio señalando hacia delante. Un centenar, no, más, dos, trescientos, cuatrocientos, seiscientos legionarios avanzando en formación, manípulo a manípulo hacia el Tullianum que ahora quedaba entre los veteranos a caballo de Publio y los manípulos de la legión que se aproximaban. Publio abrió entonces la boca, pero no dijo nada. Silano puso palabras al silencio del general.
—Llevan a Lucio delante, con el primus pilus.
Publio, sin decir nada a nadie, azuzó el caballo y echó a galopar. Lelio reaccionó con rapidez.
—Silano, quédate aquí con los hombres. Envíanos una docena de jinetes de refuerzo, pero retén al resto. —Y partió para seguir la estela del caballo de Publio.
Craso, el primus pilus de la primera legión vio a uno de los jinetes que descendían por la calle avanzar al galope contra ellos. Fue entonces cuando lamentó haber transigido con la petición del apresado, Lucio Cornelio, que había solicitado poder despedirse de su familia antes de ingresar en prisión. Eso les había retrasado un par de horas. Ahora que veía a los jinetes de los veteranos de los Escipiones frente a él ya no estaba seguro si todo no habría sido una estratagema del preso para ganar tiempo. En todo caso, ya no se podía deshacer lo hecho.
—¡Esperad! ¡Que nadie arroje un pilum! —gritó Craso a los legionarios de los primeros manípulos. Y luego, en tono más neutro, se dirigió a sus oficiales—: Veremos primero qué quieren antes de atacar.
Los oficiales asintieron. Aquello parecía prudente, especialmente, cuando, al instante, todos reconocieron la inconfundible figura de Publio Cornelio Escipión, Africanus, ante ellos. Los que más palidecieron fueron el pequeño grupo de triunviros que, por orden de Graco, custodiaban al condenado.
—Ese hombre que lleváis allí esposado es Lucio Cornelio Escipión, mi hermano —dijo Publio con seriedad, sin gritar, firme, desde lo alto de su caballo.
Nadie se atrevía a responder hasta que el primus pilus tomó la iniciativa.
—Sea quien sea ha sido condenado por un tribunal y tenemos la orden de encarcelarlo.
Publio bajó de su caballo. En ese momento llegaron junto a él Lelio y la docena de jinetes que había enviado Silano de avanzadilla para que escoltaran al general. Publio dio las riendas de su caballo a uno de los veteranos y avanzó, despacio, hacia el primus pilus. Si hubiera mirado a su hermano se habría dado cuenta de que éste negaba con la cabeza. Publio se detuvo a tres pasos escasos de Craso.
—Escúchame, legionario —dijo Publio con voz grave, casi siniestra—; si quieres seguir vivo antes de que caiga la noche, entrégame a mi hermano ahora mismo. Si lo haces así, olvidaré que lo prendiste, olvidaré todo esto y me esforzaré por olvidar tu rostro.
El primus pilus tragó saliva. Esperaba algo parecido. Él no sentía afecto especial ni por Escipión ni por Catón y sólo quería sobrevivir y, sobre todo, ascender, por eso su calculada respuesta era fruto de su percepción sobre quién era más fuerte en aquellas circunstancias. Quinientos jinetes no tenían nada que hacer contra dos legiones y todos los triunviros de la ciudad. Ni siquiera el que antaño fuera el mejor general de Roma podría contra Roma misma entera.
—Tengo órdenes de encarcelar al condenado, general —respondió Craso y, en una reacción que denotaba inteligencia y precaución, dio un par de pasos atrás. Hizo bien porque Publio tenía la mano en la empuñadura de la espada y estaba ponderando el efecto sorpresa que tendría si atravesaba allí mismo al centurión en jefe de la primera legión, pero el retroceso del primus pilus hacía que ese ataque fuera imposible.
—Tengo quinientos jinetes que no permitirán que lleguéis a la prisión con mi hermano.
Fue entonces el primus pilus quien se movió con rapidez hasta situarse detrás de los triunviros que custodiaban a Lucio Cornelio.
—Yo creo que sí podremos ingresar a nuestro prisionero en la cárcel, general —dijo el centurión, y sacó de debajo de la coraza una daga que, para sorpresa de todos, puso de inmediato en el cuello de Lucio Cornelio Escipión, apretando tanto, que hizo un pequeño corte al excónsul por el que empezó a brotar un hilo de sangre—. Si no nos dejáis pasar, si no os retiráis hasta la puerta Fontus, ejecutaré al prisionero aquí mismo.
Publio Cornelio Escipión no se alteró. Giró el cuello despacio hacia sus hombres y levantó la mano izquierda indicando que retrocedieran. Su escolta obedeció al instante. Sólo Lelio se quedó junto al general.
—Di a Silano que los hombres retrocedan hasta la puerta Fontus, sin discusión, e id todos a la puerta Carmenta. Allí nos veremos —ordenó Publio. Lelio asintió. Parecía, sin duda, lo más sensato, y montó sobre su caballo y partió hacia donde estaba Silano. El general se quedó en pie, tenso, serio, firme, en medio de la calle, acompañado por la pequeña escolta que estaba veinte pasos por detrás de su posición.
—Escúchame, primus pilus —respondió Publio con un controlado tono sereno—; mis hombres van a retroceder hasta la puerta Fontus, pero te concedo una última oportunidad: puedes cumplir las órdenes que has recibido o deponer tu actitud y entregarme a mi hermano ahora. Si no lo haces, nada habrá ya que pueda hacerme olvidar tu rostro, soldado. Y te aseguro que al amanecer mi hermano estará libre y tú muerto.
El centurión no respondió nada y mantuvo el puñal afilado en el cuello de Lucio Cornelio. Los jinetes de Escipión se retiraban de las proximidades de la cárcel y Craso, con el prisionero agarrado por la espalda y el puñal al cuello, echó a andar.
—¡Te sacaré de la cárcel, hermano, te sacaré de la cárcel aunque sea lo último que haga en esta vida! —gritó Publio para que Lucio le pudiera oír mientras se alejaba cogido por el primer centurión de las legiones urbanae y rodeado por los triunviros de Graco.
—¡Cuida de la familia! ¡Cuida de la familia! —gritó Lucio hasta que el puñal volvió a rasgar su cuello y el centurión le ordenó callar.
Publio Cornelio Escipión se hizo a un lado de la calle junto a sus hombres mientras los manípulos de la primera legión pasaban ante él gobernados por un loco.
—Vamos allá —dijo, y montó sobre su caballo y sus veteranos le siguieron, todos trotando en dirección a la puerta Fontus. Publio sólo pensaba ahora en reunirse con el grueso de sus hombres y planificar el ataque contra Catón. Hablaba para sí mismo—. Esto no ha hecho más que empezar. Sólo es el principio. El principio.