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La orden de Graco

Entre la plaza del Comitium y el foro de Roma, 15 de abril de 184 a. C.

Hora sexta

Lucio Cornelio Escipión salía de la plaza del Comitium arropado por una docena de amigos fieles a su causa. La idea era conseguir llegar a la domus de la familia al sur del foro antes de que le prendieran. La sentencia había sido de prisión. Los años estaban por determinar, pero en el Tullianum, las profundas mazmorras de Roma, era más fácil entrar que salir y los que al fin salían duraban ya poco después de haber sido consumidos por el hambre, la humedad y la oscuridad. Cayo Lelio había ido a buscar a su hermano antes de que empezara el juicio y Lucio Emilio había dejado el Comitium justo antes de la sentencia para, por otra ruta, preparar la casa de los Escipiones para que se le recibiera allí con suficientes hombres para resguardarle de los triunviros o los legionarios que Catón y Graco pudieran enviar a por él. Lucio Cornelio Escipión avanzaba a paso rápido, casi corriendo, en dirección al Argiletum. La multitud, que se había congregado por todo el centro de Roma al saberse que se estaba juzgando de nuevo a uno de los Escipiones, se hacía a un lado. Los legionarios aún no reaccionaban. Todo era muy confuso.

En el centro de la plaza del Comitium, Catón se levantó de su asiento ante la inactividad de Graco y se puso a su lado.

—Tienes que ordenar a los triunviros que prendan al acusado, no, me corrijo: al ya condenado. Hay un tribunal, una sentencia y un condenado y estás permitiendo que el condenado se escabulla por las calles de Roma. Tienes que ejercer tu autoridad y ordenar que le prendan antes de que se refugie en su casa. Se ha ido hacia el Argiletum. Hay que impedir que cruce el foro. Tenemos centenares de legionarios. Podemos apresarlo allí, pero has de dar la orden, maldito seas, por Hércules, eres el tribuno de la plebe y has de dar esta maldita orden. Eres el tribuno de la plebe, representas al pueblo y el pueblo ha de ver que su representante está de acuerdo con el juicio y con la sentencia o habrá una guerra civil, Graco, y sólo tú serás responsable.

Graco escuchaba a Catón sentado en su sella con la boca cerrada, la mirada perdida y respirando rápidamente. El censor de Roma, seguramente, llevaba razón, pero el juicio había sido tan rápido que Graco no había sentido que hubiera tenido suficiente tiempo como para prepararse para dar esa orden: encarcelar a uno de los Escipiones, al victorioso general de la campaña de Asia, al hermano de Africanus. Pero las pruebas habían quedado sin contestación. Lucio Cornelio, como en el pasado, tozudo igual que su hermano, no había explicado dónde fue a parar el dinero que pagó Antíoco y no habían presentado ninguna otra copia en alguna nueva tablilla de las cuentas de la campaña de Asia que el propio Publio destrozara en el Senado. El tribunal había condenado ya al acusado. Debía hacerse lo que pedía Catón y, no obstante, en lo más profundo de su ser sentía que aquello podía conducir a algo aún peor que el hecho de que un cónsul hubiera malversado fondos al final de una campaña pero, por otro lado, no se podía enviar un engañoso mensaje de debilidad de un Senado y de un tribunado de la plebe que permitiría que cualquier futuro cónsul hiciera lo mismo en próximas campañas. Catón seguía exigiendo que se diera la orden de prender a Lucio Cornelio. Graco miró hacia el Argiletum. Veía como la muchedumbre se movía de forma que se abría un pequeño pasillo que desaparecía nada más pasar Lucio Cornelio. A Graco le temblaban los labios, pero su mente mantenía su firmeza y miró a los triunviros que esperaban una orden suya. Tiberio Sempronio Graco se levantó despacio, dio un par de pasos de forma que Catón quedó a un lado, casi a su espalda, y, sin mirarle, hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza mirando al oficial que dirigía los triunviros del Comitium y al primus pilus, al centurión de mayor rango de una de las legiones urbanae, la que ya estaba estacionada en el interior de la ciudad. Ese leve movimiento de cabeza del tribuno de la plebe fue suficiente. Catón suspiró aliviado y los altos oficiales de la policía de la ciudad y de la milicia urbana partieron raudos a cumplir la orden recibida.

Lucio Cornelio Escipión llegó al lado norte del foro y entró en él sin dilación. Le llamó la atención que allí había mucha menos gente. Por el contrario, estaba atestado de legionarios. Los soldados, de momento, no se acercaban a ellos, pero Lucio andaba despacio y respirando casi entrecortadamente. La tensión se podía rasgar con una daga.

—No desenfundéis —dijo Lucio a los hombres que le acompañaban. Entre ellos estaba Marco, el veterano proximus lictor que sirviera tan bien a su hermano en Zama y luego a él mismo en Magnesia. No era hombre que se arredrara por estar rodeado de enemigos—. No desenfundéis —insistió Lucio—; lo último que necesitamos ahora es una provocación.

De pronto, desde el Argiletum llegaron más legionarios y triunviros corriendo.

—Han dado la orden —dijo Marco a Lucio.

Lucio asintió repetidas veces mientras seguían caminando para cruzar el foro. Estaban a la altura del Templo de Jano. Desde allí se veía ya el Templo de Venus. El último edificio importante por el que tenían que pasar antes de girar y enfilar por el Vicus Tuscus para llegar a su casa; estaban a punto de conseguirlo, pero los legionarios empezaron a moverse con rapidez y se situaron en gran número cortando el foro trazando una diagonal que iba de las tabernae veteres al Templo de Venus para terminar en las tabernae novae. Cruzar aquella línea se le antojaba a Lucio una tarea imposible. Había, al menos, doscientos legionarios en cuatro largas hileras. Lucio miró hacia atrás. Podrían retroceder, cruzar el resto del foro en paralelo a las tabernae veteres y salir por el Aequimelium. Luego ya se vería. Pero justo detrás de ellos, un centenar de nuevos triunviros acababa de tomar posiciones. El grupo de Lucio apenas eran veinte hombres. A una orden de los oficiales, tanto legionarios como triunviros desenfundaron los gladios. Los hombres de Lucio respondieron con el mismo gesto. El foro se vaciaba de gente. Todo el mundo corría hacia sus casas. Los ciudadanos del Comitium favorables a los Escipiones eran disuadidos a entrar en el foro por centenares de legionarios de las legiones urbanae que habían cortado todos los accesos.

El primus pilus que había recibido la orden de apresar al condenado se adelantó a sus hombres y, desde las proximidades del Templo de Venus, lanzó su petición al puñado de hombres que rodeaba a Lucio Cornelio.

—¡Tenemos orden de prender a Lucio Cornelio Escipión, condenado por el tribunal en causa extraordinaria! ¡Entregad al condenado y no se derramará sangre! ¡Resistid y moriréis todos!

Lucio miraba a su alrededor. Sus hombres, dirigidos por Marco, estaban apostados a sus espaldas y a ambos lados. Estaban allí dispuestos a todo, pero eran muy pocos. Tenían muchos más y muy buenos, pero estaban en Etruria, a días de viaje de allí.

—No tenemos ni una posibilidad —dijo Lucio a Marco.

—No, no la tenemos —confirmó el veterano oficial.

A Lucio le corroía la rabia y esa misma rabia le embotaba la mente. Lo sensato era entregarse, pero si lo hacía, le encarcelarían, y si le encarcelaban temía lo que pudiera hacer su hermano. Igual sería más prudente dejarse matar allí mismo, pero entonces era seguro que su hermano aún reaccionaría peor. Quizá, una vez en prisión, Publio pudiera negociar algún tipo de acuerdo para sacarle de la cárcel.

—¡Entregadnos al condenado de inmediato u ordenaré a mis hombres que vayan a prenderlo! —El primus pilus insistía desde lejos, en la confianza de verse apoyado por centenares de hombres cuando al condenado, a Lucio Cornelio Escipión, sólo le apoyaba una veintena de hombres.

Lucio se sentía como un maldito ingenuo. No tendría que haberse presentado al nuevo juicio. Habría tenido que salir de la ciudad, eso era seguro, pero entonces debería de haberse llevado consigo a toda la familia porque Catón, sin duda, los habría usado como rehenes. Todo había sido tan rápido… Ahí era donde Catón y su maldito perro faldero, Graco, les habían ganado la partida. Habían actuado con inusitada rapidez, en un momento inesperado y aprovechando la ausencia de Publio. Y ahora, hiciera lo que hiciera, y reaccionara como reaccionara, Publio llegaría tarde a todo.

—Arrojad las armas —dijo Lucio a Marco, primero en voz baja y luego, ante la inacción de los veteranos, repitió la orden en voz alta y clara, para que resonara en todo el foro y la oyeran también los legionarios que se estaban acercando—. ¡Arrojad todos las armas, por Hércules, arrojad las armas!

Marco se volvió hacia sus hombres y repitió la misma orden al tiempo que él mismo dejaba su espada en el suelo.

—¡Ya habéis oído al general! ¡Arrojad las armas!

Los veteranos, a regañadientes, pero disciplinados, dejaron sus espadas en el suelo. Las dagas se las guardaban porque nunca se sabía.

El gesto fue suficiente. Los legionarios detuvieron su avance. El primus pilus sonreía satisfecho. Aquel día Catón le estaría agradecido por los servicios prestados. Su carrera política empezaría a despegar pronto.

Lucio se dirigió a Marco por última vez.

—Dile a mi hermano que se tome tiempo, que no se deje avasallar, que nada ni nadie le haga tomar decisiones apresuradas. Dile que estaré bien. Dile… —y suspiró; no encontraba las palabras—, dile que se tome tiempo. —Y estrechó la mano de Marco, miró a los veteranos con aprecio, dio media vuelta y solo, desarmado y condenado, se dirigió hacia los legionarios que lo rodearon y lo escoltaron en dirección a la prisión de Roma.