Un extraño vacío
Roma, abril de 184 a. C.
Emilia y su hija Cornelia menor vieron cómo su padre salía de casa tras una fría despedida. Emilia sabía que su marido estaba iracundo por la enésima negativa de Cornelia a contraer matrimonio con Flaminino, uno de los grandes aliados de la familia con el que Publio quería estrechar lazos.
—¡Por todos los dioses! —había exclamado Publio incrédulo por la persistente negativa de su hija menor—. ¡Es el liberador de Grecia y me consta que quiere a la familia y hasta incluso que te quiere como mujer de forma personal! —Esto último lo había dicho su marido mirándola a los ojos en una clara petición de ayuda para que intercediera en favor de esa propuesta de matrimonio, pero ella había callado y su silencio se había traducido en un mayor enfado de Publio que, aún más enfurecido que al principio, había optado por salir de la domus sin añadir nada más, sin desearles que tuvieran una buena semana mientras él se ausentaba de Roma, como cada primavera, para visitar a sus veteranos de las campañas de Hispania y África en Etruria.
Las dos mujeres habían quedado a solas en el atrium, reclinadas cada una sobre un triclinium diferente, negándose ambas a probar bocado del excelente desayuno que, repartido en varias bandejas de fruta fresca, queso, pan, leche y pasteles de pistachos, nueces, avellanas y almendras, estaba expuesto ante ellas en tres pequeñas mesas.
—Alguna vez tendrás que aceptar un esposo, Cornelia —dijo al fin la madre—. Si no quieres a Flaminino, no discutiré contigo, pero sea Flaminino u otro, más tarde o más temprano tienes que aceptar casarte con alguien y tendrá que ser con alguien que defienda nuestros intereses en el Senado.
—Lo sé, madre. Supongo que pronto padre me ofrecerá al propio Lelio, viudo y con un hijo ya —respondió Cornelia con cierto despecho. No tenía nada contra Lelio, pero no se veía con alguien que podía ser su abuelo. Tampoco le importaba la diferencia de edad, cuando pensaba con ello en detalle. La verdad es que no sabía qué le pasaba, pero no quería casarse con nadie. Era quizá la única rebeldía que podía ejercer y había decidido ejercerla con obstinada perseverancia. Se sentía humillada por la forma en la que su padre la despreció por su intercambio de cartas con Graco y, aunque tampoco pensara que sintiera nada especial por aquel hombre, le dolía que su padre hubiera estado dispuesto a dejar morir en una batalla a alguien por el que ella había intercedido. A veces anhelaba que la hubieran elegido de niña para servir como vestal[*]. Se le antojaba que toda una vida al servicio del fuego de Vesta era mucho más sencilla que la constante presión a la que estaba sometida para contraer matrimonio.
—No, tu padre nunca te ofrecerá a Lelio. Tu padre, y no le critico, quiere que los matrimonios de sus hijos sirvan para afianzar nuevos lazos, nuevas alianzas. Lelio es un aliado de por vida. No sé ya a quién tendrá en mente, pero sólo te digo que cada año que pasa, tu negativa será más insostenible. Como ves no le he apoyado con lo de Flaminino porque no quiero que seas infeliz, pero deberías pensar en alguien que te gustara y que pudiera ser aceptado por tu padre. Puedo entender que no aceptes lo que te propone, pero entonces tú debes ayudar con alguna alternativa. Estoy dispuesta a ayudarte, pero debes decirme dónde debo buscar o a quién.
Cornelia menor agradeció las palabras que, con afecto sincero, le había dirigido su madre. Y quiso dar respuesta a su petición, pero cuando miró en su interior no encontró más que un vacío extraño. No había nadie en su mente que pudiera satisfacer los objetivos que su padre tenía para un matrimonio suyo. Se sintió aturdida y rompió a llorar. Su madre se acercó y se sentó junto a ella. No dijo nada, tampoco la abrazó, pero se sentó junto a ella y junto a ella permaneció hasta que las lágrimas se secaron y, por fin, ambas mujeres, sin demasiada gana, compartieron algo de fruta y pan.