La venganza de Catón
Roma, diciembre de 185 a. C.
A finales de 185 a. C., los senadores se reunían en pequeños grupos entre las columnas del senaculum, junto a la plaza del Comitium, un rato antes del inicio de una nueva sesión. En una esquina, Marco Porcio Catón, rodeado por su primo Lucio Porcio Licino, y por los senadores Quinto Petilio y Spurino, siempre fieles a su causa, hablaba en voz baja.
—Con el nuevo año pondremos en marcha la definitiva caída de Escipión —anunció, y no dijo más. Sus tres interlocutores se miraron entre sí. Todos compartían el temor ante la imparable popularidad de Publio Cornelio Escipión y de todo su clan, pero esa misma popularidad hacía completamente impracticable un nuevo ataque contra su persona.
—Cualquier iudicium populi —comentó Spurino, a quien aún le escocía el ridículo que protagonizó en el pasado reciente al haber actuado como acusador de Escipión—, está abocado al fracaso. Catón, sabes que tienes mi apoyo eterno, pero, por Castor y Pólux, no es buena idea que nos pongamos una vez más en situación de que ese maldito Escipión nos humille de nuevo.
Quinto Petilio y Lucio Porcio asintieron. Catón no pareció contrariado. Esperaba reticencias, pero llevaba dos años meditando un contraataque adecuado y lo tenía todo pensado, calculado, planificado. Sus amigos, sin embargo, y era lógico, necesitaban saber más.
—En el pasado cometimos varios errores importantes —empezó Catón; los otros senadores se acercaron si cabe aún más—. Para empezar, yo me equivoqué al atacar a Lucio en el Senado, pues así posibilité que el propio Publio se implicara y promoviera un iudicium populi. Ahí nos ganó Publio Cornelio, pero eso no se repetirá. Actuaremos con más habilidad: primero, nos aseguraremos de que no haya un nuevo iudicium populi y, en su lugar, promoveremos un nuevo proceso, no, tampoco eso es exacto: en realidad, pediremos al nuevo tribuno de la plebe que salga electo con el nuevo año que se concluya el iudicium anterior que quedó sin sentencia, y da igual que nos arrojara aquellas quinientas monedas: ahora exigiremos las cuentas de toda la campaña, pero lo organizaremos de forma que no será ante el pueblo ante quien se le juzgue y ante quien se proponga la sentencia, sino ante un tribunal extraordinario. —Y guardó un segundo de silencio antes de ser más preciso—. Eso es: juzgaremos a Lucio Cornelio Escipión por malversación en su campaña de Asia pero en una causa extraordinaria.[*]
Por puro instinto, los tres senadores que escuchaban a Catón dieron un pequeño paso hacia atrás. Las causas extraordinarias, con tribunales especiales de magistrados consulares, pretores y senadores se habían utilizado ocasionalmente en el pasado reciente, pero eran siempre muy polémicas y, desde luego, nunca se había promovido una causa de ese tipo contra alguien tan poderoso. Catón leyó con claridad las dudas reflejadas en los rostros nerviosos de sus colegas.
—Creedme, por Hércules, es el único camino. Sé que es difícil —continuaba Catón como encendido; eran palabras que tenía guardadas durante meses y las estaba poniendo de pronto todas juntas y en voz alta y las escuchaba y se sentía bien, con ganas, seguro, y sabía que pronto sus colegas compartirían su forma de ver las cosas; había pensado mucho más, cada detalle, cada pequeña pieza del nuevo, complejo y definitivo ataque contra los Escipiones—. Es difícil pero puede hacerse. No podemos controlar al pueblo con discursos, pero podemos controlar el resto del Estado. Lo he pensado detenidamente: necesitamos controlar al menos una magistratura consular, el tribunado de la plebe y la censura. En el fondo, el Senado es más proclive a nuestra forma de ver las cosas, pero le temen, temen a Escipión por el poder del pueblo, pero si manejamos bien nuestras armas, el Senado votará a favor de una causa extraordinaria, sobre todo si el tribuno de la plebe, el representante máximo del pueblo, la acepta. Puede hacerse y debe hacerse. Ah, y hay algo más. Algo muy importante. —Un nuevo breve silencio en el que, de nuevo, los tres interlocutores se aproximaron para escuchar bien la sibilante voz de Marco Porcio Catón—. Todo esto lo haremos con rapidez, en pocos días y aprovechando la ausencia de Publio Cornelio Escipión. Suele ausentarse en primavera cuando acude a Etruria a visitar a sus veteranos de Hispania y Zama. Aprovecharemos esos días para juzgar a su hermano, sentenciarlo y encarcelarlo. Cuando Escipión regrese ya será tarde y tendrá que aceptar la autoridad del Senado y el proceso de la causa extraordinaria o enfrentarse contra todos nosotros, pero para entonces tendremos a los legionarios de las legiones urbanae apostados por toda la ciudad. Además, aunque son muchos los que siguen a Escipión, también hay multitud de ciudadanos en el pueblo de Roma que temen el regreso de la monarquía y que ven en la popularidad de Escipión un peligro mortal para el Estado. Si el Senado se mantiene firme, el pueblo, al final, se dividirá. Serán unos días duros, pero sin recursos suficientes para oponerse; Publio Cornelio Escipión tendrá que someterse. Pasado un tiempo, podremos incluso considerar juzgarle a él también por sus desplantes al Senado, en el pasado iudicium populi y también por sus extrañas negociaciones en Asia para salvar a su hijo, pero lo primero es encarcelar a su hermano. Además, si conseguimos encarcelar a Lucio Cornelio, su hermano Publio se sentirá con las manos atadas. Si promueve cualquier ataque contra el Estado le amenazaremos con ejecutar a su hermano. Conozco a Publio bien. Eso le desarmará. A diferencia del rey Antíoco, al que le faltaron agallas cuando apresó a su hijo, Escipión sabe que yo soy muy capaz de dar la orden de que ejecuten a su hermano.
Un nuevo silencio continuó al intenso parlamento de Catón. Una vez más fue Spurino el que intervino para aclarar varias dudas que todos compartían: el plan de Catón pasaba por controlar las principales magistraturas y puestos de gobierno de Roma en las próximas elecciones, pero, exactamente ¿cómo?, ¿quiénes?
—¿En quién has pensado para el consulado?
—En Lucio Porcio —respondió Catón señalando a su primo. Lucio Porcio asintió. Eso ya lo había hablado con Catón. Hasta ahí sabía él. El resto era nuevo. Spurino y Quinto Petilio asintieron en conformidad con la elección del candidato para el consulado. El primo de Catón era del núcleo duro. Era de fiar. Y sabían que con los apoyos que tenían en el Senado era factible conseguir al menos una de las dos magistraturas consulares para él.
—¿Y para censor? —continuó Spurino.
—Yo mismo —respondió Catón con rapidez—. Hace cinco años fueron a por mí, me temían y consiguieron que Flaminino me desbancase, pero ahora están confiados. Es posible conseguir la censura. No me atacarán con tanta fiereza. Llevo dos años muy callado. No están atentos y hay que aprovecharse.
—Sea —concedió Spurino—, supongamos que conseguimos uno de los dos consulados y el cargo de censor, que es mucho suponer, pero ni Quinto ni yo podemos ocuparnos del tribunado de la plebe. El pueblo nos detesta desde el maldito iudicium.
—Lo sé —confirmó Catón—, pero tengo el candidato perfecto.
Los tres le miraron expectantes. Catón pronunció tres palabras.
—Tiberio Sempronio Graco.
Spurino saltó.
—Graco es inconstante. También lleva estos dos años muy callado y no nos apoya siempre en todas las votaciones. Va por libre. Es peligroso.
—Todo eso es cierto, pero no lo es menos que en el fondo de su alma alberga el más profundo rencor contra Publio Cornelio y toda su familia. La gens Cornelia y la gens Sempronia se odian desde que el padre de Publio Cornelio compartiera consulado con uno de los Sempronios y discutieran antes de la batalla de Trebia. Desde entonces no ha habido reconciliación posible. Graco no es uno de los nuestros exactamente, pero podemos hacer uso de sus rencores del pasado, y Graco, por encima de todo, es hombre de ley. El iudicium populi quedó inconcluso y él aceptará que se promueva un nuevo proceso para concluirlo y también puede aceptar la causa extraordinaria. Lo ha hecho en votaciones recientes en otros casos. O puede que se abstenga. Eso nos bastaría. Sea como sea, es muy popular y el pueblo le votará y los Escipiones tendrán que aceptarlo como tribuno de la plebe, pues los últimos tribunos han sido de los suyos. Han de ceder algo de cuando en cuando, aunque sólo sea para guardar las formas. Por otro lado, es cierto que si llegamos a encarcelar a Lucio Cornelio Escipión, es posible que entonces Graco dude, pero para entonces ya me ocuparé yo personalmente de que tenga las ideas claras. Os lo prometí en el pasado y es una promesa que pienso mantener. Sé que pensáis que lo había olvidado, pero yo nunca olvido nada.
Spurino y Quinto Petilio recordaron aquella promesa que Catón realizara hacía dos años en la puerta de su gran hacienda, con un Graco próximo a ellos, pero ajeno a sus maquinaciones. Los tres senadores que escuchaban atentos querían preguntar cómo pensaba Catón asegurarse la fidelidad de Tiberio Sempronio Graco a su causa, pero los tres tuvieron miedo y ninguno se atrevió a formular la pregunta. En cualquier caso, los tres se alegraron de no ser Graco.
—La sesión va a empezar —dijo Catón haciendo que sus compañeros volvieran del trance en el que se habían sumido meditando sobre aquellos planes—. ¿Estáis conmigo o no?
—Lo estamos —respondieron los tres a un tiempo.
Fue una de esas contadas ocasiones en las que los tres vieron a su colega esbozar un amago de felicidad en su faz mientras respondía y empezaba a echar a andar en dirección a la Curia.
—Esta vez lo conseguiremos. Esta vez sí.
Catón, con su primo Lucio Porcio a su lado primero y, a continuación, Quinto Petilio y Spurino cerrando el grupo, se encaminó hacia el edificio del Senado. Spurino se alegraba de que al menos aquella vez las explicaciones habían sido lejos del maldito olor a puerros de la finca de Catón. Hasta el propio Catón olía a puerros en ocasiones, cuando había pasado una mañana en la finca, pero aquel día no y eso le pareció un buen presagio.