Iudicium populi: primer día
Roma, 17 de octubre de 187 a. C.
Año 567 desde la fundación de la ciudad
Hora sexta
Era el día señalado para el juicio público de Publio y Lucio Cornelio Escipión. Más de diez mil personas se habían congregado en la gran plaza del Comitium de Roma y, en el foro, la gente se apiñaba desde el Templo de Vesta hacia el oeste y el norte en un vano intento por encontrar espacio en la completamente atestada plaza frente a los Rostra, pero en el Comitium ya no cabía ni un alma. Los prestamistas de las tabernae veteres y los charcuteros de las tabernae novae[*] habían cerrado todos sus puestos de cambio de moneda y de venta de carne por miedo a que en el tumulto los ladrones aprovecharan para robarles su mercancía o su dinero. Y seguía viniendo gente desde el norte por el Argiletum[*] y desde el sur por el Aequimelium, el Vicus Tuscus y el Clivus Victoriae. Llegó la hora sexta, el mediodía y, al fin, el pregonero pronunció con fuerza los nombres de los acusados ante la muchedumbre de personas que se arracimaban en la gran plaza.
—¡Lucio Cornelio Escipión! ¡Publio Cornelio Escipión!
Sin embargo, nadie respondió a la llamada. Justo bajo los Rostra, los seis inmensos espolones de las naves que los romanos apresaron en el año 338 a. C., tras el triunfo de Maenio sobre los antiates, desde donde los oradores se dirigían al pueblo reunido en la gran explanada del Comitium, se encontraban sentados y a la espera de la llegada de los acusados el presidente de aquel juicio, el tribuno de la plebe Spurino y, junto a él, el otro tribuno, Quinto Petilio, y, sentados detrás de ellos, se podía ver la cara de rasgos afilados y el cuerpo enjuto, puro nervio, de Marco Porcio Catón, rodeado de sus más fieles seguidores. Tiberio Sempronio Graco había optado por una posición más discreta, algo más retrasado, pero claramente ubicado entre los senadores que apoyaban la política acusatoria de Catón y Spurino contra los Escipiones.
Los cónsules de aquel año, Emilio Lépido y Cayo Flaminio, también habían acudido aquella mañana al Comitium, al igual que el pretor peregrino[*] y el pretor urbano y todos los ediles de la ciudad en funciones durante aquel período: Cornelio Cetego, Postumio Albino, Furio Lusco o Sempronio Bleso. En suma, todas las autoridades de Roma querían estar presentes. Nadie quería perderse aquel juicio. Sólo estaban ausentes los pretores y promagistrados que por obligación militar debían mantenerse en sus puestos en las diferentes provincias vigilando las fronteras del creciente poder de Roma. De esa forma, los presentes en el Comitium sabían que podían dirimir sus diferencias internas en la seguridad de que la ciudad y sus dominios estaban perfectamente controlados. Otra cosa era la seguridad dentro de las mismas murallas de Roma: se estaba juzgando a dos de los hombres más populares de la ciudad y Catón veía con ojos nerviosos cómo los legionarios de las legiones urbanae habían llegado demasiado tarde al Comitium y sus accesos. Según la información que le habían proporcionado, había tal tumulto de personas que los legionarios no habían podido llegar hasta el final del Argiletum, y la mayoría se había tenido que quedar concentrada en la Puerta Carmenta y la Puerta Fontus[*]. Estaba claro que todo el espacio del Comitium, la explanada entre el edificio de la Curia y los Rostra y el Senaculum, estaba completamente en manos del pueblo, el mismo pueblo que debía juzgar a los acusados. Catón ya tenía pocas esperanzas en aquel iudicium populi, pero con la ausencia de las legiones urbanae, aún menos.
El pregonero repitió por tercera vez el nombre de los acusados. Sólo la ausencia de los mismos podía traer un rayo de esperanza para Catón. La incomparecencia podría tener consecuencias legales muy duras para los Escipiones, pero la tibia luz que creía encontrar Catón se desvaneció de inmediato.
—¡Lucio Cornelio Escipión! ¡Publio Cornelio Escipión! —dijo el pregonero y, de pronto, entre grandes aclamaciones del pueblo, por un estrecho pasillo que se abría a su paso, las figuras erguidas, fuertes y decididas de los dos acusados avanzaban con seguridad hacia el centro de la gran explanada. Se situaron justo frente al pregonero, al lado de los tribunos de la plebe y tomaron asiento, por indicación de Spurino, en unas sellae que se habían dispuesto para ambos frente a sus acusadores. Los dos hermanos no dijeron nada, tomaron asiento y esperaron, al abrigo de familiares y amigos, a que Spurino empezara su discurso. Lelio, Emilio Paulo y toda una pléyade de senadores y clientes de toda condición se abigarraban junto a los dos Escipiones conformando un bastión de irreductibles dispuestos a defender a los acusados contra cualquier tropelía que pudieran intentar los tribunos de la plebe manipulados por Catón. Sabían que el pueblo, en su gran mayoría, estaba con ellos y se sentían seguros. Catón, por su parte, era consciente de aquella realidad y tenía claro que aquel día sólo podía callar y observar. Esa mañana averiguarían todos hasta qué punto el pueblo le era fiel a Publio Cornelio Escipión. Las miradas de Catón y de Publio se cruzaron unos instantes. Ninguno de los dos cedió en aquel pulso silencioso. Había movimiento entre los ediles de Roma y la silueta de uno de ellos se interpuso interrumpiendo la confrontación de miradas por un instante. Cuando el edil se sentó por fin, Catón, que había mantenido sus ojos clavados en la misma dirección descubrió a su oponente hablando con su hermano de forma animada. No parecían nada preocupados. Catón bajó al fin la mirada. Todo aquello era una tremenda equivocación. Pero ya estaba en marcha. Suspiró. No quedaba ya nada más que seguir con ello.
Spurino se levantó y se situó en el centro del Comitium, pero más próximo a los Rostra que a la Curia y empezó su discurso.
—Se cita aquí a todo el pueblo de Roma para dirimir si los acusados Lucio Cornelio Escipión y Publio Cornelio Escipión han hecho un uso indebido de su poder para apropiarse de dinero procedente de la campaña de Asia, dinero que el rey Antíoco había pagado a Roma como indemnización por la guerra que él provocó contra nosotros. —Lucio y Publio se miraron entre sí y sonrieron, pues, al igual que todos sus seguidores, se daban cuenta de que Spurino, ante el pueblo reunido en el Comitium, evitaba mencionar la irrisoria cantidad, los quinientos talentos, objeto del inicio de aquellas acusaciones, y es que sabían que todo el pueblo era buen conocedor de las enormes sumas que ambos hermanos habían traído a Roma; ésa era la primera de las manipulaciones de Spurino, pero ambos estaban convencidos de que vendrían muchas más antes de que terminara de hablar. En efecto, el tribuno de la plebe continuó su parlamento retrotrayéndose al pasado para traer a la memoria viejas acusaciones, ya juzgadas, y acumularlas en su feroz ataque contra los Escipiones—. Y es que debemos recordar todos —continuaba Spurino— que ya en el pasado Publio Cornelio Escipión se ha visto envuelto en situaciones de abuso de poder que, lo mínimo que pueden calificarse es de escandalosas: me refiero a su ilegal actuación en Locri, donde intervino con legiones que no estaban asignadas a terreno itálico en una ciudad amiga de Roma, donde puso como gobernador de la ciudad al nefasto Pleminio, cuyas actuaciones, conocidas por todos, sumieron a la ciudad en el horror más absoluto. No contento con ello, Publio Cornelio Escipión, junto con su hermano, vivió durante meses rodeado de escritores, artistas y malas amistades de toda condición en Siracusa, en lugar de concentrarse en preparar a las tropas para la defensa de Roma, dilatando su desembarco en África, de modo que el número de víctimas que Aníbal causaba en Italia creció de forma innecesaria —se escuchaban murmullos y algunos gritos despectivos hacia el tribuno, pero Spurino prosiguió con contundencia—, y debemos recordar al fin, que uno de los dos acusados, nuevamente Publio Cornelio Escipión, llegó a ser aclamado como rey por los iberos no hace mucho tiempo. ¿Es posible que quien ha escuchado ese título para dirigirse a su persona se haya acostumbrado tanto a él que desee hacer realidad lo que sería traición a Roma: erigirse en un nuevo rey y en consecuencia…? —Pero aquí los gritos de muchos de los presentes en la gran plaza pública de Roma hicieron imposible que Spurino continuara con sus acusaciones hasta que pasaron, al menos, un par de minutos y se restableció una mínima calma entre la multitud congregada en el Comitium. Spurino, no obstante, testarudo, o tenaz, según se mire, retomó su discurso justo donde había sido interrumpido y repitió su pregunta desde el principio—. ¿Es posible que quien ha sido aclamado como rey se crea ya rey de todos y, en consecuencia, se crea con el derecho de apropiarse de las indemnizaciones de guerra que pertenecen a los ciudadanos de Roma? Y más aún, más aún, insisto: ¿qué se pactó entre los Escipiones y el rey Antíoco de Siria para que Publio Cornelio Escipión recuperara sano y salvo a su hijo? —Y de nuevo un torrente de bramidos e insultos descargó con vehemencia sobre la impasible figura del acusador, un tribuno de la plebe que, impertérrito, permaneció firme sin dejarse intimidar por la multitud que pronunciaba todo tipo de juramentos contra él y su familia. Al cabo de unos minutos se redujo el clamor y Spurino aprovechó el pequeño receso en el que el gentío parecía estar reuniendo fuerzas para volver a proferir insultos contra su persona para hacerse oír una vez más con fuerza y proseguir con su discurso—. De eso, pues, se acusa a los dos Escipiones aquí presentes: de malversación de fondos y de pactar con un enemigo de Roma para conseguir beneficios particulares sin tener en cuenta el bien superior del Estado. —La gente volvía a gritar; sin embargo, Spurino, que era consciente de que había llegado hasta donde podía llegarse en aquellas circunstancias poco propicias para sus propósitos, incluso quizá hubiera ido ya más allá de lo razonable, decidió terminar su parlamento de forma conciliadora, como quien aparentemente se retira ante un enemigo superior, pero que, sin duda, permanece emboscado, a la espera del mínimo descuido de su víctima—. Ambos acusados han solicitado un iudicium populi para defenderse y, como Roma es generosa en sus leyes y firme en cumplirlas, incluso con quien más quizá esté haciendo por terminar con las mismas leyes que le amparan, pero no seré yo quien cuestione la aplicación de las leyes de Roma, estos acusados tienen ahora el derecho, el privilegio de hablar y defenderse, si es que es posible defenderse ante tamaños despropósitos, pero tienen ese derecho y ese derecho les reconozco. Que hablen ahora los acusados o quienquiera de entre sus amigos que desee defenderlos y que se atreva a negar lo que aquí he dicho.
Y Spurino calló, volvió sobre sus pasos y se sentó junto a Quinto Petilio. Spurino sintió una palmada seca sobre su hombro derecho.
—Has estado bien —le dijo Catón al tiempo que retiraba su mano de la espalda del tribuno. Y Catón así lo pensaba. Spurino, en las circunstancias en las que se encontraban, había hablado bien, pero estaba seguro de que la respuesta demagógica de los Escipiones, y de los partidarios de los Escipiones, ante una audiencia entregada, podría revertir todos los argumentos expresados. ¿Quién hablaría primero: Lucio o Publio? Eso, Catón estaba seguro, era determinante. Si lo hacía Publio es que estaban completamente seguros de su victoria. Si era Lucio o cualquier otro de sus correligionarios, es que aún había margen para derrotarles.
Hora séptima
Como ocurriera en la última sesión del Senado, no fue ninguno de los acusados el primero en intervenir por la defensa, sino uno de sus más fieles apoyos: Cayo Lelio fue quien abrió el turno de réplica, quien, como ya hiciera en el Senado, expuso una gran serie de razones en defensa de la inconmensurable contribución de los Escipiones a la vida pública de Roma en general y, en particular, a las arcas del Estado tras sus victoriosas campañas en todos los confines del mundo, en Hispania, África o Asia. A esta argumentación defensiva respondió primero Spurino y luego el segundo tribuno, Quinto Petilio, enfatizando de nuevo la ausencia de respuestas precisas a las preguntas planteadas. A partir de ahí el debate se dilató en el tiempo, enquistándose en una interminable sucesión de réplicas y contrarréplicas donde Násica, Lucio Emilio Paulo, de nuevo Lelio y otros defensores de los Escipiones reiteraban argumentos conocidos por todos los senadores pero que Catón comprendió que no buscaban sino subrayar ante el pueblo reunido allí la enorme dimensión de las pasadas contribuciones de los Escipiones en el pasado reciente, de forma que las acusaciones, por tremendas que éstas fueran, circunscritas en el contexto de los servicios prestados por los acusados, quedaban reducidas y más fácilmente perdonables ante un pueblo siempre deseoso de tener héroes en los que verse reflejado.
Hora undécima
Catón, para su sorpresa, veía que el debate no daba un vencedor claro, pues si bien los senadores amigos de los Escipiones defendían bien la causa de estos últimos, Spurino parecía haber acertado con su pertinaz repetición de las acusaciones específicas: malversación y querer proclamarse rey; había fundamento para la primera y no para la segunda, pero eso era secundario pues el público congregado en el Comitium permanecía allí, en silencio, escuchando de forma atenta todo lo que se decía sin, por el momento, dar muestras claras de decantarse por unos o por otros. Publio no había intervenido. Catón estaba seguro de que el princeps senatus se reservaba para el final, pero no entendía bien por qué. Si hubiera intervenido a mitad o al principio del debate, ya todo aquello podría haberse terminado. Catón estaba seguro de que el pueblo se decantaría a su favor. ¿Qué pretendía Escipión retrasando tanto su intervención?
Al fin, en efecto, el propio Publio Cornelio Escipión se levantó de su asiento y dio comienzo a su parlamento. Y empezó sonriendo.
—Tan pequeñas, tan pobres son las acusaciones que tienen contra mí y contra mi hermano que el tribuno de la plebe ha tenido que retrotraerse al pasado, a sucesos ya juzgados y resueltos, por cierto, siempre de forma favorable hacia mi persona y a la de mi hermano; hasta allí ha tenido que retroceder el tribuno para poder acumular un conjunto de acusaciones que pudieran dar cierta entidad a esta absurda nueva acusación. —Spurino se levantó como un resorte e hizo ademán de hablar, pero Publio, sin mirarle, se limitó a levantar su mano izquierda mientras miraba fijamente hacia el pueblo congregado en el Comitium—. Yo he escuchado en silencio al tribuno de la plebe durante largas y aburridas horas —risas entre parte del público— y ahora exijo el derecho que la ley me otorga de hablar, sin ser interrumpido, para hacer frente a cada una de las acusaciones expuestas y de poder hacerlo durante todo el tiempo que estime necesario. —Aquí Publio dejó de sonreír y transformó su faz en un rostro serio y concentrado mirando al presidente del juicio, que cabeceó a modo de asentimiento; Escipión continuó hablando—: Son graves, muy graves las acusaciones que se me imputan, pero todas ellas, especialmente las más graves, como ya he dicho, son del pasado. Las acusaciones del presente son menores, luego también me referiré a ellas, pero ya que es hasta el pasado hasta donde el tribuno ha decidido llevar este juicio, hablaré entonces del pasado con precisión y no con las ambigüedades y tergiversaciones con las que se ha descrito mi larga lista de servicios prestados al Estado. Vayamos pues hasta Hispania. Una Hispania que conquisté para Roma con sólo dos legiones cuando los enemigos poseían el triple de fuerzas; una Hispania hasta donde tuve que desplazarme sin tan siquiera el título de magistrado consular porque la ley, y lo respeto, no lo permitía; pero, sin embargo, nadie se atrevía a acudir a la temida Hispania como cónsul donde nuestras tropas habían sido masacradas y donde la sangre de mi familia, de mi padre y de mi tío había sido vertida en defensa de Roma. Agradezco que al menos el tribuno haya dejado fuera de su larga serie de acusaciones a mi padre y a mi tío. Al menos ellos sólo se retorcerán en sus tumbas por la forma en que algunas de las autoridades de la ciudad tratan a sus hijos y sobrinos, y verán, espero que con algo de alegría, que ellos, al menos, quedan ya fuera del alcance de las maquinaciones de los enemigos de nuestra familia. Siempre he llorado y lamentado infinitamente la pérdida de mi padre y de mi tío. Hoy, sin embargo, es el primer día en el que me regocijo en que estén muertos. —Y aquí Publio Cornelio Escipión hizo una larga pausa dramática en la que se empapó del completo silencio que había conseguido crear entre la multitud, en especial, al recordar la heroica muerte de su padre y su tío—. Sí, me alegro de que estén muertos para que no tengan que pasar por la vergüenza de ver cómo Roma es capaz de llevar a juicio a dos de los generales que más dinero, más esclavos y más poder han traído a la propia Roma. Sí, me alegro mucho de que hoy mi padre y mi tío estén muertos. Quizá sólo por eso merezca para mí la pena este juicio. Por fin, ya podré vivir sin lamentar tanto su muerte. —Y miró al cielo mientras continuaba hablando—. No volváis vuestros ojos hacia Roma, nobles progenitores, no lo hagáis al menos mientras dure este vergonzoso juicio. Mantened en la memoria la Roma en la que crecisteis, la Roma noble de nuestros antepasados y cerrad vuestros ojos hasta que este iudicium populi haya terminado.
Y volvió a callar unos instantes. Catón apretaba los dientes. Escipión era un demagogo aún más peligroso de lo que nunca había imaginado. Más aún. Se estaba convirtiendo en un histrión embebido en su soberbia y seguro de su victoria. Catón sabía que Publio iba a ganar ese juicio público, pero su actuación sólo le hacía ver con claridad la absoluta necesidad de que habría de volver a arremeter contra él lo antes posible.
—Pero dejemos a mi familia a un lado —reemprendió así Publio el discurso con fuerza, como alejando de su lado el dolor que le producían sus familiares caídos en combate—. Hispania, sí. Sea. En Hispania conquisté Cartago Nova, inexpugnable para todos, y, sin embargo, yo la conquisté en seis días. ¡Seis días, por Hércules! En seis días y sin que nadie me abriera las puertas de la ciudad. —Muchos de los presentes, sobre todo los más veteranos, entendieron enseguida que aquello era una comparación con la forma en que Fabio Máximo, mentor de Catón, había conseguido reconquistar la traidora Tarento—. Seis días en los que mis hombres, por puro valor, consiguieron conquistar sus murallas. Sé que luego, por el contrario, ante nuestro admirado Catón —y se volvió a mirarle directamente; todos estaban pendientes de aquel cruce de miradas, de odios, de destinos, pues toda Roma sabía que aquel juicio era sólo un pulso entre aquellos dos hombres y las dos formas diferentes que cada uno tenía de ver el crecimiento y el fortalecimiento de Roma, Escipión abriendo la ciudad al mundo y Catón aferrándose a las tradiciones más conservadoras—, ante nuestro admirado Catón —repitió elevando la voz para hacerse oír por encima de los murmullos de sus enemigos— no se levantaban ya murallas que conquistar en Hispania, pues los iberos las destruían en cuanto se acercaba él, algo de lo que él se atribuye todo el mérito, pero, me pregunto yo, ¿a quién tenían miedo los iberos: a Catón o a las legiones romanas? Pues, sin duda, aún recordaban que yo, con sólo dos legiones masacré las fuerzas cartaginesas que me triplicaban en número y que todos aquellos iberos que se aliaron con los cartagineses acabaron muertos bajo las sandalias de mis soldados. En Hispania se teme a Roma y se la teme no por Catón, quien, en cuanto encontró una sola ciudad que mantuvo sus murallas, una ciudad llamada Numantia, no dudó en pactar entonces y hacer retroceder a nuestras legiones —la alusión a Numantia sentó especialmente mal entre los partidarios de Catón, que se revolvieron contra Escipión con más amenazas e insultos, pero la enérgica voz de Escipión parecía poder con todos ellos y, a pleno pulmón, conseguía hacerse escuchar por todo el pueblo congregado en el Comitium—; no, no os engañéis ninguno; en Hispania se teme a Roma no por Catón, sino por mi padre, por mi tío y por mí mismo; en Hispania se teme y, sobre todo, se respeta a Roma por los Escipiones. —Y dejó de mirar a Catón y se volvió hacia el pueblo con los brazos abiertos y el pueblo en masa le aclamó y le vitoreó delante de sus acusadores, de los magistrados de aquel año, de los pretores y de los senadores amigos de Catón que, nerviosos, se movían en sus asientos, cada vez más incómodos, disgustados, incluso algo temerosos. Pero Escipión volvió a mirar hacia el cielo en el que todos veían una señal indudable de que estaba recordando de nuevo a su padre y a su tío y retomó la palabra para continuar refiriendo el resto de sus éxitos en Hispania, describiendo la espectacular toma de la colina de Baecula y la brutal batalla de Ilipa. Catón, con el brillo especial en los ojos de quien acaba de comprender la estrategia del enemigo, se dirigió entonces en voz baja a Spurino.
—No mira al cielo en honor a su padre o a su tío.
Spurino se volvió hacia Catón con la frente arrugada.
—Entonces ¿por qué mira al cielo?
Catón suspiró al tiempo que sacudía la cabeza.
—Mira al sol.
—¿Al sol? —preguntó Spurino sin entender todavía.
Catón se contuvo. Estaba rodeado de inútiles. Así sería difícil doblegar a Escipión. Respondió y luego inhaló aire con profundidad.
—Escipión está alargando su discurso deliberadamente. Quiere conservar el uso de la palabra hasta la caída del sol.
Por fin Spurino pareció comprender.
—Entonces, según la ley, tendremos que posponer el juicio un día, bueno, dos, ya que la ley estipula que debemos dejar un día de margen entre una sesión y la siguiente y entonces…
—Y entonces estaremos en el aniversario de la victoria de Zama —concluyó Catón mirando al suelo.
Escipión, ajeno a la conversación entre Spurino y Catón, seguía centrado en su objetivo. El sol caía ya por el horizonte y las sombras que las columnas del senaculum y la Graecostasis proyectaban sobre el suelo del Comitium eran cada vez más alargadas. Publio se sintió seguro. Aún tenía mucho que decir y quedaba ya poco tiempo para hablar.
—Pero dejemos Hispania, a la que abandoné perfectamente conquistada y pacificada por una compleja red de pactos con los iberos de la región que otros han desbaratado para intentar imponer Roma en aquella inmensa región sólo por las armas. Algo que, sin duda, Roma podrá hacer, pero que, por ese camino, lo que podíamos haber conseguido en tan sólo unos años de negociación y sólo algún enfrentamiento, se tendrá que conseguir ahora batalla a batalla, guerra a guerra en una interminable serie de conflictos bélicos que desangrarán la juventud de Roma, pero, sea, ése es el camino que ha elegido Catón y muchos de los que le han seguido en el gobierno de Hispania; pero divago: la estrategia equivocada, creo yo, para pacificar Hispania no se juzga aquí. Volvamos a las insidias lanzadas contra mí por el tribuno de la plebe: una vez más se me vuelve a acusar de mi supuesta vida disipada en Siracusa. ¡Por todos los dioses! ¡Si el Senado me dio las legiones V y VI, unas legiones malditas[*] para todos y yo las transformé en dos máquinas de guerra que arrasaron África! Ya me gustaría a mí que todos los que llevan una vida disipada en Roma combatiesen como aquellas legiones. Entonces Hispania sería nuestra en dos días, y África y Egipto y Asia y el mundo entero. —Y la gente estalló a reír; todos eran conscientes de que había muchos en Roma que no vivían precisamente vidas modelo en lo referente a la austeridad y el autocontrol; Publio estaba exultante; tenía al pueblo en un puño; más aún: Publio estaba disfrutando—. Se me acusa de mala vida en Siracusa y conseguí salir de allí con dos excelentes legiones, y además… ésta ya es una acusación inaceptable, pues el propio Senado ya envió en su momento una embajada a evaluar lo que ocurría en Siracusa y ellos mismos aprobaron todas mis acciones. —El público asentía; Publio decidió pasar por alto el asunto siempre complejo y delicado de Locri, un posible error político aunque fue un éxito militar, pero siempre difícil de explicar y justificar, y lo esencial era que el sol estaba rayando ya el horizonte—. Queda entonces el asunto de los quinientos talentos de Antíoco —reinició así Publio su parlamento—. ¡Quinientos talentos! Yo que traje más de cien mil libras de plata, o mi hermano que trajo una cantidad aún mayor además de centenares de colmillos de marfil y miles y miles de tetracmas, cistóforos y filipos de oro y qué sé yo cuántos innumerables objetos más de oro y plata, ¿a nosotros? ¿A nosotros se nos acusa de escatimar dinero al Estado? ¿A nosotros? ¿A nosotros que somos los que más hemos contribuido a las arcas de Roma, a nosotros se nos acusa de robar a Roma? ¿Se nos acusa a nosotros, a Lucio, mi hermano, y a mí mismo, de enriquecernos con la guerra? Y pregunto yo… —y se volvió decidido hacia Spurino que, instintivamente reclinó su espalda hacia atrás de forma defensiva—; pregunto yo, ciudadanos de Roma, pregunto yo, patres conscripti, pregunto a todos, a los magistrados aquí presentes, a los pretores, a los censores, a todos cuantos han venido aquí a ver este iudicium populi. Pregunto yo, ¿cuánto dinero ha traído Spurino a Roma? —Y calló y primero hubo un silencio y, de pronto, carcajadas entre los seguidores de Escipión, carcajadas que pronto se extendieron por todo el Comitium y es que Spurino aún no había sido ni pretor ni cónsul y no había participado en ninguna campaña militar de forma destacada de forma que nunca había traído nada de plata u oro a Roma, ni esclavos, ni anexionado territorios ni nada que se le pareciera. La comparación entre acusador y acusado resultaba, cuando menos, grotesca.
Las carcajadas de la muchedumbre recordaron a Catón las mismas carcajadas con las que se rieron de él en Siracusa los oficiales de Escipión. Una vez más volvían a reírse de él, y ahora del pobre estúpido de Spurino, pero la vida era larga y, sí, una vez más, estaba perdiendo aquella batalla, la diferencia era que, una vez más, Escipión caería víctima de su único error: no aniquilar al enemigo cuando puede. Y ahora, en esa misma plaza podría, pero no lo haría, como no lo hizo con los iberos, como no lo hizo con Aníbal y como no lo hizo con Antíoco. La solución estaba en ser más tenaz que los iberos, que Aníbal y que Antíoco juntos. En esas meditaciones estaba concentrado Catón cuando vio a Spurino levantarse, tomar la palabra y hacer lo único que se podía hacer en aquellas penosas circunstancias.
—El sol ha caído en el horizonte. Según las leyes de Roma el proceso debe interrumpirse y proseguir pasado mañana tras la preceptiva jornada de pausa.
Publio Cornelio Escipión le miró con la condescendencia de quien observa al enemigo abatido, herido y huyendo. No respondió nada. No hacía falta. El silencio era su mayor desprecio. El general más poderoso de Roma, invicto, dio media vuelta y, rodeado por su hermano, Lelio, Emilio Paulo y todos sus familiares y amigos, salieron de la plaza del Comitium entre los vítores y aclamaciones de un pueblo entregado. En dos días terminaría con aquella farsa y pondría fin, para siempre, a las constantes insidias de Catón y sus secuaces. Y sonrió para sí. En una sola cosa estaba de acuerdo con el maldito Catón: era cierto que cada vez se sentía más seguro en Roma.