La victoria de Publio
Roma, julio de 187 a. C.
Publio entró en su casa exultante. Desde el Senado hasta las mismísimas puertas de su domus había caminado entre los vítores de júbilo de sus amigos senadores y, al correr la noticia de que había solicitado un iudicium populi, a éstos se habían sumado centenares de personas que se arremolinaban a su alrededor para expresarle su apoyo. Publio sabía que eran muchos los ciudadanos que estaban hartos de las insidias de Catón contra él y toda su familia, pero al ver a todo aquel gentío a su alrededor, felicitándole y animándole con tanta efusividad, Publio Cornelio Escipión comprendió que su idea de exigir un iudicium populi había sido una jugada maestra que ni tan siquiera el ya fallecido Quinto Fabio Máximo hubiera podido superar. Estaba claro que Catón, al lado de su mentor, era tan sólo un aprendiz. Publio sabía que él no era, ni mucho menos, el político más hábil que había tenido Roma, y, sin embargo, en una sola sesión del Senado acababa de hacer tambalear toda la estrategia de Catón para derribarle. Sí, estaba exultante, feliz, no cabía en sí.
—¡Vino para todos! —espetó con cierto despecho a su mujer nada más entrar en casa. Y no le dijo más.
Emilia sabía que su marido estaba profundamente dolido con ella por haberle intentado retener aquella mañana y, más aún, por intentar hacerlo a través de Areté; una mañana que, a lo que se veía, se había tornado en victoria absoluta; sólo había que ver las risas, abrazos y palmadas que se daban en la espalda unos a otros todos los amigos de su marido. Emilia dio las instrucciones pertinentes a los esclavos y pronto el vino empezó a ser repartido entre los numerosos invitados. Cayo Lelio advirtió la confusión de Emilia y, aunque con una copa de vino en la mano, se acercó a la esposa de su gran amigo y le resumió todo lo ocurrido en el Senado.
—Ha estado soberbio, impresionante —apostillaba Lelio al terminar su explicación—. Tendrías que haber visto la cara de Catón cuando Publio les arrojó las tablas de las cuentas de la campaña de Asia y, más aún, cuando exigió el iudicium populi. Ha estado brillante. —A Lelio le lloraban los ojos mientras repetía esa misma palabra una y otra vez—. Brillante, por Hércules, brillante.
—Un juicio público —repitió para sí misma Emilia. El pueblo adoraba a su esposo. La idea era buena. Su marido había sido hábil y, sin embargo, su intuición le decía que aquello era sólo el principio de algo de lo que no acertaba a ver el final. Catón no se detendría porque la sentencia de un iudicium populi no fuera de su agrado. Cualquier otro sí, pero Catón no. Pero allí todo el mundo estaba feliz, y Publio, antes tan unido a ella, era casi un extraño con el que apenas compartía un lecho y ni siquiera todas las noches. Emilia dio media vuelta y se retiró a su habitación. Por el pasillo llegaba el ruido de la tremenda algarabía que los amigos de su marido creaban mientras las copas de vino se escanciaban por una decena de esclavos. Emilia miró al suelo. Ojalá la felicidad fuera el sentimiento adecuado para aquel día y, sobre todo, para el futuro.