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La pregunta de Spurino

Roma, julio de 187 a. C.

Estaba todo el mundo. El Senado bullía como pocas veces antes. A muchos les venía a la memoria las no tan lejanas tumultuosas sesiones durante la larga guerra contra Aníbal, cuando se debatió sobre el destino de las legiones V y VI tras la batalla de Cannae o cuando Fabio Máximo y Publio Cornelio Escipión se enfrentaron sobre la forma adecuada de conducir la guerra contra Cartago. Todos presentían que la nueva sesión podría alcanzar un grado de tensión similar. Sólo había una diferencia importante. Aquel día todos los bancos estaban llenos, no había huecos en las gradas de la Curia Hostilia. Durante la guerra de Cartago muchos senadores caían muertos y la Curia llegó a estar medio vacía por la ausencia de los patres conscripti caídos en el frente, pero desde entonces, en medio de la emergente opulencia de la victoriosa Roma, todos los senadores abatidos habían sido reemplazados por hombres de confianza de cada una de las dos facciones dominantes en el Senado: unos proclives a Publio Cornelio Escipión y su familia, donde primero familiares como los Násica y amigos como los Emilio-Paulos tenían una presencia preponderante con Publio Cornelio Násica, Lucio Emilio o Emilio Régilo, junto con Cayo Lelio, Acilio Glabrión, Domicio Ahenobarbo, Marco Fulvio Nobilior, Minucio Termo, Publio Aelio, Elio Peto o Cneo Manlio Vulsón, que completaban el nutrido grupo de fieles a los Escipiones ante cualquier ataque de la facción opuesta. Muchos de ellos habían sufrido en sus propias carnes las maniobras mortíferas de Catón y tenían claro que se alinearían con Escipión pasara lo que pasara. Frente a ellos, Marco Porcio Catón, junto al veterano Lucio Valerio Flaco y Spurino, había maniobrado para incorporar a las entrañas del Senado a muchos fieles a la vieja causa que antaño liderara Fabio Máximo y que ahora encabezaba el veterano Catón con osadía para arrinconar a los Escipiones e impedir que se hicieran con el control absoluto del Estado. Junto a estos fieles a Catón, la familia Sempronia, dirigida por el heroico y muy respetado Tiberio Sempronio Graco, emergía como un clan con cierto grado de independencia pero que con claridad, durante los últimos años, se decantaba cada vez con más intensidad a favor de los postulados de Marco Porcio Catón. Así, la familia Sempronia inclinaba la balanza claramente del lado de los que buscaban derribar a Publio Cornelio Escipión de su posición privilegiada de princeps senatus, por ser el senador más veterano de todos los presentes, además de ser el más valorado por un pueblo que no olvidaba, al menos de momento, que en los peores tiempos de la lucha contra Aníbal, fue él y nadie más que él quien surgió de entre todos los generales de Roma para conducirles a una victoria que todos daban ya por imposible.

En un atril, al fondo de la gran sala, en el centro del espacio entre las gradas de la Curia, el senador asignado como presidente de aquella sesión se afanaba en aclararse la garganta haciendo el máximo ruido posible en un vano intento por que los murmullos cesaran y de esa forma poder dar comienzo al debate. El presidente, en coordinación con el pretor urbano[*] y otras autoridades de Roma, había solicitado que, excepcionalmente, hubiera legionarios armados custodiando el Senado en previsión de lo que pudiera ocurrir, pese a que ello contraviniera la costumbre de no admitir hombres armados en el pomerium, en el corazón sagrado de la ciudad. A su derecha, en sendas sellae curulis, estaban los dos cónsules del momento, que no habían querido faltar a aquel encuentro. Ellos, técnicamente, eran los hombres más fuertes del Estado aquel año gracias a su reciente elección como magistrados supremos del gobierno del Estado y, sin embargo, ambos eran conscientes de que los dos poderes auténticos en liza aquella mañana, Publio Cornelio Escipión y Marco Porcio Catón, eran, en realidad, los hombres que regían con mano de hierro los destinos de Roma. Y, al mismo tiempo, todos interpretaban que tal era el poder de Africanus que el todopoderoso Catón sólo se había atrevido a instigar una pregunta incómoda para los Escipiones promovida desde fuera del Senado, lanzada por los tribunos de la plebe, por hechos relacionados directamente sólo con el hermano del intocable Publio Cornelio. Así, a la izquierda del presidente, sentados en sellae normales, de acuerdo con la modestia que se esperaba del cargo público de tribuno de la plebe, estaban los dos tribunos de ese año, leales los dos a Catón hasta la médula, Quinto Petilio y Spurino, a la espera de que el presidente pusiera orden y así poder presentar su pregunta diseñada en una villa muy próxima a Roma, rodeados de las plantaciones de vides y olivos de Catón y, para disgusto de Spurino, también rodeados de unos almacenes repletos de malolientes puerros. A Spurino, el más veterano de los dos tribunos y quien por ello estaba encargado de formular la pregunta directamente al Senado cuando se le concediera la palabra, le parecía que el olor a puerro aún no se le había ido de la toga viril que lucía, pero sabía que aquel olor del que se impregnaba su ropa siempre que iban a la villa de Catón era tan sólo un muy pequeño pago que debía asumir por estar conducidos por el más agudo de todos ellos en aquel enfrentamiento sin parangón en el pasado, pues nunca antes un senador de Roma había alcanzado el poder y el prestigio de Africanus y nunca antes había llegado el momento de intentar detener el ascenso imparable de un senador como aquél, de uno de ellos, que, no obstante, podía conducirlos hacia el inexorable retorno de la odiada monarquía.

—¡Atención! ¡Por todos los dioses, atención! —empezó a decir el presidente elevando el tono de su voz con gran potencia por encima de los interminables murmullos de los senadores—. Quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos ad vos, patres conscripti![*] —aulló para hacerse oír al fin al introducir la fórmula que marcaba la apertura de la sesión; las conversaciones se detuvieron y así pudo continuar presentando el asunto que los había reunido aquella mañana—. El Senado ha sido convocado hoy con motivo de una pregunta que los tribunos de la plebe, haciendo uso de la potestad que las leyes de Roma les confiere, desean plantear a uno de los miembros del Senado. Por ello, de forma extraordinaria, pero de acuerdo una vez más con las leyes de Roma, cederé el uso de la palabra al tribuno de la plebe más veterano para que plantee con toda libertad su consulta al Senado. Luego permitiré que quien lo desee de entre nosotros dé respuesta o respuestas, si es que hay diferentes opiniones, al tribuno. Por supuesto, es de esperar que quien sea directamente interpelado por el tribuno responda a la cuestión que se plantee.

Y el presidente de la sesión calló y se sentó en un asiento que había justo detrás de su estrado. El tribuno Spurino se levantó despacio y, dando un par de pasos, se situó en el centro de la gran sala de la Curia Hostilia. Se aclaró la voz una vez, carraspeando con fuerza, y, al momento, empezó a hablar.

—Doy gracias al presidente y doy gracias a todos los patres conscripti aquí congregados y doy gracias por encima de todo a los dioses de Roma por haber hecho entender al Senado de la ciudad que el asunto que aquí nos trae es de vital importancia, lo que vuestra presencia al completo llenando cada uno de los rincones de esta venerable sala no hace sino subrayar. Por todo ello, pese a mis dudas, me siento algo más confiado en que esta sesión contribuya a esclarecer hechos acontecidos en la pasada guerra contra el rey Antíoco de Siria. —Y aquí se giró por primera vez y lanzó una rápida mirada a los bancos donde Publio y Lucio se encontraban, en primera fila, acompañados de Lucio Emilio y Cayo Lelio y otros senadores amigos; como esperaba, Spurino no encontró miradas amigables en ese sector, así que, como para infundirse ánimos, se volvió hacia el lado opuesto de la sala, donde Marco Porcio Catón, que se había esforzado en que Tiberio Sempronio Graco se sentara a su derecha de modo que no hubiera dudas ante el resto de la alianza que les unía aquel día, se había acomodado a la espera de ver de qué modo recibían los Escipiones la pregunta del tribuno. Spurino continuó mirando a Catón mientras hablaba, pues sentía que necesitaba el apoyo de los leves asentimientos de cabeza del veterano enemigo de los Escipiones para mantenerse firme en su discurso—. Sea entonces. Referiré primero brevemente los hechos y, acto seguido, formularé mi pregunta. En el año 564 ab urbe condita, el senador Lucio Cornelio Escipión aquí presente, en calidad de magistrado consular cum imperium[*] dirigió la guerra contra Antíoco donde nuestras legiones salieron, como no podía ser de otra forma, victoriosas ante las desorganizadas tropas del entonces rey de Siria, guerra en la que acontecieron sucesos extraños, como el apresamiento y posterior liberación del sobrino del cónsul, sin que sepamos exactamente qué se negoció para conseguir esa liberación. —Aquí los murmullos emergieron de entre las filas de los senadores que rodeaban a los Escipiones, pero Spurino no había llegado al meollo del asunto que le había traído aquella mañana al Senado y sólo quería calentar el ambiente un poco, de forma que rápidamente siguió hablando elevando la voz para hacerse oír con claridad por encima del aquel murmullo—: Pero no es ése el tema que me ocupa hoy, sino que hoy me trae hasta los patres conscripti de Roma una pregunta que intenta aclarar la situación de las cuentas del Estado justo después de la victoria sobre Antíoco, y es que, es de todos sabido, se exigió al rey derrotado una serie de pagos en concepto de indemnización por los gastos que la guerra había ocasionado a las arcas de Roma y, si bien es cierto que algunos de estos pagos se ingresaron de forma efectiva en las arcas del Estado, no está tan claro qué ha ocurrido con alguna de las cantidades que el rey sirio entregó al cónsul Lucio Cornelio Escipión; en concreto… —los murmullos crecían de nuevo y Spurino, mirando al presidente en busca de apoyo, seguía hablando superponiendo su voz al murmullo y las increpaciones del presidente exigiendo silencio—, en concreto… en concreto a la magistratura que represento, es decir, al pueblo de Roma, le gustaría saber qué ha pasado con el primer pago de quinientos talentos de oro que el rey Antíoco entregó al cónsul en concepto de indemnización de guerra; eso, y no otra cosa, es lo que desearía que el excónsul respondiera con precisión y claridad ante el resto de patres conscripti de Roma.

Y con esas últimas palabras el tribuno dio tres pasos hacia atrás se sentó de nuevo en su asiento, eso sí, siempre recorriendo con su mirada a todos los senadores, empezando por su derecha, donde se encontraba un satisfecho Catón y terminando por su izquierda, donde un Lucio Cornelio Escipión serio, con los labios apretados, le miraba a su vez con rabia contenida. Spurino estaba contento. Sin duda, a ninguno de los dos Escipiones se les habían escapado las indirectas sobre la superioridad de las tropas romanas y su insistencia en que la victoria era algo cantado. Hasta cierto punto, de tanto pensarlo el propio Spurino estaba ya convencido de que así había sido. Y si por él hubiera sido, Spurino aún habría insistido más en ese punto de no ser porque Catón le había advertido que Graco había combatido allí y que era innecesario enfatizar más la cuestión de la posible superioridad del ejército romano de Magnesia. Eso sí, el mismísimo Catón fue el que le había sugerido que mencionara el suceso del secuestro y posterior liberación del hijo del Publio Cornelio justo antes de la batalla de Magnesia.

En el otro extremo de la sala, Lucio Cornelio, por fin, se volvió a un lado y susurró algo en el oído de su hermano. Publio negó con la cabeza y le respondió musitando cada palabra. Tenían una estrategia para defenderse y en ella estaba que Lucio no interviniera.

—Seguiremos según lo que pensamos anoche. Dejaremos a Lucio Emilio que intervenga ahora.

Emilio Paulo estaba algo más frío con los Escipiones en los dos últimos meses, especialmente con Publio. El hecho de que Publio Cornelio mantuviera aquella relación humillante con una esclava que se había traído de Grecia hacía daño a su hermana, pero Emilia no lo mencionaba y todo se llevaba con discreción, de forma que Lucio Emilio había decidido no intervenir en un asunto privado a no ser que su hermana se lo pidiera expresamente. En todos los matrimonios que perduraban había épocas mejores y peores. Y, en cualquier caso, ahora estaban en juego asuntos públicos donde la alianza estratégica entre los Escipiones y los Emilio-Paulos aseguraba una posición dominante en Roma para ambas familias. Eso era lo esencial esa mañana, más allá de los asuntos privados.

Lucio Cornelio Escipión, a regañadientes, pero siguiendo el consejo de Publio, permaneció sentado y observó cómo se levantaba el cuñado de su hermano y cómo éste solicitaba al presidente que se le concediera la palabra. El presidente así lo hizo, pero antes le recordó que su intervención debía circunscribirse al asunto planteado por el tribuno de la plebe.

—Así será, presidente —confirmó Lucio Emilio Paulo y, evitando mirar a Spurino, como si le pareciera una presencia extraña en aquella sala, se dirigió al resto de senadores con voz potente y clara—. Patres conscripti de Roma. Se ha mencionado en la Curia hoy el nombre de uno de los más insignes cónsules de Roma, Lucio Cornelio Escipión, alguien que ha extendido los dominios de Roma y la influencia de este mismo Senado más allá del Helesponto, más allá de lo que cualquiera de nuestros antepasados pudo ni tan siquiera soñar. Lucio Cornelio Escipión condujo una campaña ejemplar y lo hizo de forma brillante superando la dura prueba de tener que combatir en territorio hostil, justo allí donde nuestros enemigos son más numerosos. Primero tuvo que cruzar la siempre insegura Grecia y negociar con habilidad el paso de nuestras tropas por tierras de Macedonia para terminar combatiendo en el corazón de Asia contra un ejército que casi le doblaba en número. Y todo ello lo hizo con éxito, consiguiendo una impresionante victoria que engrandeció los recursos de las arcas del Estado de forma admirable, y aquí no me refiero a quinientos talentos, una cantidad insignificante, sino a miles y miles de libras de oro y plata, casi incontables, que se trajeron hasta aquí gracias a los esfuerzos de Lucio Cornelio Escipión. Eso es lo que yo sé y eso es lo que todos debemos tener siempre muy presente. Lucio Cornelio Escipión, como su hermano Publio Cornelio Escipión, no han hecho otra cosa sino engrandecer el poder de Roma cada día de su vida y, muy en particular, en cada batalla en la que, con gran riesgo de sus vidas, han participado exhibiendo un gran valor y unas insuperables dotes para el mando y la estrategia militar. Lucio Cornelio Escipión. Sí, yo repito ese nombre y cada vez que lo hago sólo siento orgullo de ser conciudadano de alguien que sólo me produce admiración y respeto. Eso y nada más es de lo que yo pienso que puede hablarse en el Senado cada vez que se menciona su nombre.

Y Lucio Emilio Paulo se sentó entre las voces de aprobación del nutrido grupo de senadores amigos de los Escipiones. En el otro extremo de la sala, Marco Porcio Catón era ahora quien se movía algo incómodo y miraba a Spurino a la espera de que éste reaccionara. No hizo falta mucho empeño para que el tribuno de la plebe se alzara de nuevo y, con la venia del presidente, retomara su posición en el centro de la gran sala del Senado de Roma.

—Todo eso que nos ha contado el senador Lucio Emilio Paulo es sabido y aceptado y no he entrado yo a cuestionar estos asuntos, pero mi pregunta, muy precisa, permanece en esta sala sin obtener respuesta, y la ley me protege, me ampara en este punto, y la ley misma exige que se me satisfaga con una respuesta clara. ¿Dónde están los quinientos talentos de oro que el rey Antíoco de Siria entregó a Lucio Cornelio Escipión como primer pago en concepto de indemnización por los gastos de la guerra de Asia? —Varios senadores de la facción de los Escipiones se alzaron de sus asientos e increparon al tribuno, que permanecía en el centro de la sala desafiante—. Repito, repito… —Y levantó la voz aún más para hacerse oír por encima del griterío general—. ¿Dónde están esos quinientos talentos de oro que pertenecen a Roma?

El presidente se levantó en su estrado.

—¡Silencio, senadores, silencio, patres conscripti! ¡Silencio por Castor y Pólux, silencio todos! —Las voces fueron callando muy poco a poco y, al fin, el presidente pudo hablar con cierto sosiego—. La pregunta la formula el tribuno de la plebe, pero me corresponde a mí evaluar, en calidad de presidente, si ha sido respondida o no y, a mi parecer, no ha sido satisfecha y debo rogar que el Senado dé respuesta a la misma para que el tribuno de la plebe encuentre la respuesta que exige de acuerdo con las funciones que las leyes de Roma le otorgan. Y exijo a quienes más saben de este asunto que respondan —concluyó el presidente mirando hacia el grupo de los Escipiones y sus amigos.

Fue entonces Cayo Lelio el que se alzó. Tenía asignado por los Escipiones el segundo turno en la respuesta si es que se llegaba a eso y parecía que así era.

—Todos me conocéis. He participado en innumerables campañas en todos los confines del mundo, siempre al servicio de Roma, y aunque he estado en muchas ocasiones al servicio de los Escipiones también lo he hecho al servicio de otros generales, y si hay algo que tengo claro es que tras una victoria legítima el general tiene derecho, por las costumbres de nuestros antepasados, a disponer del botín de guerra y distribuirlo entre sus oficiales y legionarios como considere mejor. Así ha sido siempre y no veo qué sentido tiene plantearse ahora qué ocurrió o dejó de ocurrir con una pequeña suma entregada a las legiones victoriosas de Asia justo tras la batalla de Magnesia. ¿Es que han cambiado ahora las costumbres? ¿Es que lo que hacían nuestros antepasados era inapropiado? ¿Es que el tribunado de la plebe ha de decirnos ahora, a los senadores de Roma, qué debemos hacer con el botín tras una batalla gloriosa para todos y que a todos, al fin y al cabo, trajo riquezas, incluido al pueblo de Roma, especialmente para el pueblo de Roma?

Y tras esa intervención, breve pero intensa, Cayo Lelio se sentó entre el reconocimiento de los senadores amigos de Escipión y los Emilio-Paulos. Lelio no era un gran orador, eso lo sabían todos, pero su experiencia militar era indiscutible incluso por sus enemigos, y la batería de preguntas con la que había concluido su sucinta intervención había estado bien. Mencionar a los antepasados siempre era eficaz pues removía las conciencias incluso de los más obtusos. Se veía que Lelio había adquirido mayor destreza en el Senado tras sus enfrentamientos con Catón durante el año de su consulado, justo mientras los Escipiones combatían en Asia.

Precisamente, Catón miró hacia Spurino una vez más. El tribuno apretó los labios, carraspeó y engulló la saliva sucia llevándose a sus entrañas algo más de rencor que le sirvió para, como un resorte, volver a alzarse y situarse de nuevo en el centro de la sala.

—Costumbre, sí, es que los generales victoriosos se queden con el botín de una campaña, pero los pagos en concepto de indemnización al Estado por los gastos ocasionados por la guerra, eso, eso, queridos patres conscripti, eso es dinero del Estado, dinero del pueblo de Roma, dinero de todos, y yo insisto en que quiero saber dónde están los quinientos talentos del primer pago de una extraña campaña donde se permitió huir a un rey que, curiosamente, había tenido hasta unos días antes de la batalla secuestrado al hijo del hermano del cónsul. Es una campaña extraña, con sucesos extraños y en la que las cuentas no están claras, y ya es hora de que se rindan esas cuentas —los murmullos, y algún improperio subido de tono, emergieron de nuevo entre las filas de los senadores proclives a favorecer a los Escipiones—, y ya es hora, repito, y lo gritaré si es necesario, que se aclaren las cuentas de esa campaña, porque si se ha hurtado dinero al Estado es un delito y nadie… —Los murmullos se transformaron en un torrente incontrolado de insultos e imprecaciones de senadores amigos de los Escipiones que se alzaban enfurecidos blandiendo sus puños en alto contra el tribuno de la plebe que, no obstante, obstinado, persistía en permanecer con el uso de la palabra vociferando ya no sus argumentos sino sus exigencias—. ¡Es hora, por Hércules, es hora de saber qué pasó en Asia! ¡Es hora de saber dónde está ese dinero y es hora de saber si Lucio Cornelio Escipión se ha quedado con dinero que no es suyo!

Cayo Lelio no resistió más y se levantó de su asiento y dio tres pasos hacia el centro de la sala. Emilio Paulo y dos senadores amigos más le detuvieron antes de que se acercara más al tribuno que se quedó quieto, aguardando un golpe. Sabía que un acto así sólo traería más problemas a los Escipiones. Spurino estaba exultante, se estaba cobrando con intereses, viendo el revoltijo en el que había sumido a los senadores amigos de los Escipiones, el desprecio y la humillación recibidas por el jefe del clan a su llegada victoriosa de África. Hacía años de eso, pero la venganza, cuanto más fría, más dulce.

El presidente llamó a los legionarios que custodiaban las puertas de la Curia Hostilia y ordenó que rodearan al tribuno de la plebe para protegerlo de cualquier otro posible intento de agresión. No sería extraño que hubiera puñales escondidos entre los presentes, y la sesión había alcanzado cotas de tensión desconocidas. El presidente miró entonces al princeps senatus buscando encontrar en la faz de Publio Cornelio Escipión muestras de querer, al menos, intentar controlar a sus partidarios, pero sólo encontró a un senador con una expresión gélida en el rostro que no dejaba de mirar fijamente hacia el otro extremo de la sala. El presidente se volvió entonces hacia el punto donde Escipión tenía clavados sus ojos y descubrió a Marco Porcio Catón, cómodamente reclinado en su banco esbozando un gesto completamente inusual en él: una amplia sonrisa.

Publio se volvió hacia su hermano.

—¿Has traído las cuentas?

—Sí, aquí están —respondió Lucio señalando unas tablillas de cerámica que tenía justo debajo del asiento—, pero no creo que sea buena idea…

—Dámelas —dijo Publio con sequedad—. Esto ha llegado demasiado lejos y vamos a pararlo ahora mismo. Spurino es una marioneta en manos de Catón y es estúpido hablar a través de intermediarios. ¿Quieren que rindamos cuentas? Hagámoslo. —Y tomó de las dubitativas manos de su hermano las tres tablillas de cerámica, pesadas y repletas de números, que resumían la contabilidad de la campaña de Asia. Lucio no pensaba que fuera buena idea hacerlas públicas. Los quinientos talentos, como todo el mundo sabía, se los habían quedado como parte del botín, pero habían ingresado miles y miles de libras de plata y oro y miles de talentos más que recibieron con posterioridad del rey Antíoco. Era discutible haberse apropiado de aquella maldita cantidad de quinientos talentos pero, como bien había dicho Lelio, era una costumbre arraigada en las legiones de Roma aunque no estuviera escrita en ningún sitio. Y era mezquino reclamar ese dinero a quienes tanto habían ingresado en las arcas del Estado. Pero sus enemigos engrandecían actos discutibles pequeños en un intento de transformarlos a los ojos de todos en una malversación general de fondos. Quizá su hermano quería hacer ver a todos, con las cuentas en la mano, que Roma salió ganando enormemente con aquella campaña, independientemente de adónde hubieran ido a parar aquellos malditos quinientos talentos, pero, en todo caso, la noche anterior nunca hablaron de exhibir las cuentas en público. Publio se estaba dejando llevar por un impulso.

Publio Cornelio Escipión se levantó de su asiento y, al instante, como cuando comandaba las legiones de Roma y se ponía al frente del ejército, todos los senadores que le apoyaban callaron por completo y tomaron de nuevo sus asientos en las gradas de la Curia Hostilia. Spurino, al verlo levantarse y avanzar hacia él, pese a estar rodeado por una veintena de legionarios armados, dio varios pasos hacia atrás hasta sentarse en la sella al fondo de la sala junto a la presidencia. Los legionarios le acompañaron y quedaron frente a ambos tribunos de la plebe dejando el espacio central de la Curia libre mientras rogaban a los dioses que el senador Africanus no se acercara más a ellos. Muchos no sabrían qué hacer. Tenían que defender a los tribunos de la plebe, pero ninguno se atrevía a desenfundar su espada contra el mejor de los generales de Roma. Publio, para alivio de los soldados, ni tan siquiera se dignó mirar a Spurino y a su improvisada y confusa escolta armada, sino que cruzó el espacio central de la gran sala del Senado hasta quedar en pie a tan sólo dos pasos de Catón de quien, eso sí, consiguió borrar la impertinente sonrisa que había exhibido durante el altercado que había tenido lugar.

—¿Queréis que rindamos cuentas de la campaña de Asia? —dijo Publio con potente voz mirando a la cara a todos y cada uno de los senadores que envolvían a Marco Porcio Catón—. Decidme, ¿queréis que rindamos cuentas de la campaña de Asia? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo y todos los dioses! ¿Es eso lo que queréis? —Al fin, algunos de los senadores interpelados por la furiosa mirada de Publio Cornelio Escipión empezaron a asentir, aún dubitativos, aún incluso con algo de miedo en las entrañas—. Sea pues. Aquí tenéis las malditas cuentas de la campaña de Asia en estas tres tablillas que rellenamos concienzudamente junto con el quaestor de aquel ejército consular. Aquí están cada una de las tres malditas tablas. —Y no había terminado la frase cuando arrojó las tres tablillas a los pies de un sorprendido Marco Porcio Catón haciendo que cada tabla se partiera, estallando y haciéndose añicos, repartiéndose las pequeñas porciones a los pies de los senadores enemigos de los Escipiones. El mismísimo Catón y hasta Tiberio Sempronio Graco, en un acto instintivo, levantaron sus sandalias del suelo para evitar ser golpeados por los pequeños pedazos de unas tablillas que habían quedado descompuestas ya para siempre, hechas mil pedazos—. Ahí tenéis las cuentas de Asia —apostilló Publio Cornelio Escipión con rotundidad—. Arrodillaos y leedlas si queréis. Para mí, esta sesión del Senado ha terminado. Aquí lo único que se busca es acusarme a mí y a mi hermano con infundios sin fundamento. Sólo buscáis ensuciar el buen nombre de mi familia cuando es la familia que más ha entregado a Roma, en plata, en oro, en esclavos, en territorios conquistados y todo ello pagándolo mi familia con la sangre de mis antepasados, muchos de ellos muertos en el campo de batalla por Roma, y ahora quienes se quieren arrogar el poder decisorio de Roma nos quieren eliminar. —Y aquí se detuvo un instante y miró a su alrededor. Era el momento clave. Ahora iba a darle la vuelta al ataque de Catón y ahora iba a contraatacar él—. Me hacéis una pregunta que es una pura infamia. Os responderé yo, pero no sólo de lo que me preguntáis sino de toda mi vida y de toda la vida de mi hermano, y os responderé en público. Exijo, demando —y se fue acercando poco a poco a los tribunos de la plebe hasta quedar a sólo un paso de Spurino, con dos tensos soldados entre ellos—, reclamo un iudicium populi para mí y para mi hermano. —Se levantó entonces una enorme ola de murmullos entre los senadores; en sus asientos los seguidores de Publio, su hermano, Cayo Lelio, Lucio Emilio asentían y sonreían satisfechos y perplejos al ver cómo Publio pasaba de defenderse a atacar con la ley en la mano, la misma ley que Catón se empeñaba en usar con subterfugios contra ellos—. Sí, exijo un iudicium populi ante los comicios centuriados, y se lo pido a los tribunos de la plebe que tienen la obligación de ampararme y promover dicho juicio; sé que los tribunos no tienen el ius agendi cum populo y que no pueden convocar a los comicios centuriados pero pueden pedirlo a los cónsules actuales, Emilio Lépido y Cayo Flaminio, y si los tribunos de la plebe no promueven este juicio y si los cónsules actuales no acceden a convocar a los comicios, si este juicio público que demando no se lleva a cabo, todo el pueblo de Roma sabrá no que no he querido contestar a una pregunta, no; lo que sabrá es que no se me deja defenderme en público, ante todos, para ser juzgado por todos, por todo lo que mi familia, mi hermano y yo hemos hecho por Roma. Iudicium populi —repitió, y levantó la voz y alzó los brazos y lo reiteró gritando con fuerza hasta que todos los senadores que le apoyaban se levantaron también y, en pie, gritaban unidos en una sola y aplastante voz:

Iudicium populi, iudicium populi, iudicium populi!

El presidente se levantó e intentó hacerse escuchar por encima del griterío que provenía de las filas de los seguidores de Publio Cornelio Escipión, pero era un esfuerzo vano e inútil. Ante la tremenda algarabía varios de los legionarios de las legiones urbanae, apostados a las puertas del edificio de la Curia Hostilia, entraron confundidos, pensando que la peor de las batallas se había desatado entre los senadores, pero al comprobar que sólo se trataba de gritos y que el presidente les indicaba que salieran de la sala, retrocedieron y dejaron a los senadores de Roma a solas para que dirimieran sus diferencias. En el interior sólo permanecieron los soldados que protegían a los tribunos de la plebe.

Por su parte, Publio Cornelio Escipión, sin esperar respuesta de nadie, ni de los tribunos de la plebe, ni de los cónsules aludidos, ni de Catón, sin mirar atrás, con el aplomo de quien resistió en el pasado la acometida de los más poderosos ejércitos enemigos, sin aguardar a que el presidente corroborara su decisión de dar por finalizada aquella sesión, algo que éste no había hecho de forma oficial, se dirigió a la gran puerta de la Curia y por ella desvaneció su figura seguida por su hermano Lucio y por Emilio Paulo, Cayo Lelio y una veintena más de sus más fieles amigos, que cruzaron entre el medio centenar de sorprendidos y cada vez más confundidos legionarios que no dudaron en hacerse a un lado y abrir un amplio pasillo para dejar que el princeps senatus, el mejor general de Roma, pasara tranquilo y sin ser molestado junto a sus seguidores.

En el Senado quedaron aún varias docenas de senadores amigos de los Escipiones pero que dudaban y no se atrevían a salir sin que el presidente levantara la sesión de forma efectiva y, por supuesto, todo el grueso de los senadores fieles a la causa de Marco Porcio Catón.

Nadie sabía bien qué hacer. El presidente estaba perplejo. Era a él y no a un senador cualquiera a quien le correspondía decidir cuándo se daba por terminada una sesión. Ni siquiera el princeps senatus podía hacer tal cosa. Los privilegios de Publio Cornelio Escipión como princeps senatus eran muchos, entre ellos y, quizá el más importante, el derecho de poder intervenir en cualquier momento en cualquier reunión del Senado, pero no le competía dar término a una sesión. Tenía derecho a pedir un iudicium populi si se sentía acosado por otros senadores, pero no podía dar término a una sesión del Senado. Eso no. Todos se miraban entre sí y, al final, como Catón esperaba, las miradas, incluidas las de Spurino y Quinto Petilio y los cónsules de aquel año y la del propio presidente de la sesión empezaron a centrarse en su persona. Catón esperó sin prisas el tiempo que consideró suficiente hasta que, en medio del silencio más absoluto, con un presidente que aún no se había repuesto de la espantada de los Escipiones y con los tribunos clavados en sus asientos, decidió levantarse despacio, mirar a todos los senadores para, de pronto, arrodillarse ante todos como si de un mendigo muerto de hambre se tratara y empezar a recoger con sus manos los diminutos pedazos de cerámica de las tablillas con las ya irrecuperables cuentas de la campaña de Asia y, como si de mendrugos de pan se tratara, los fue acumulando, siempre de rodillas, en la mano izquierda, para, por fin, alzarse despacio y pasear sus ojos por las gradas donde los senadores, perplejos, no dejaban de observarle atónitos, mudos, expectantes. Catón sabía que Publio había puesto en marcha algo que ya ni él mismo podría detener, un iudicium populi, y no tenía nada claro que fuera a ser capaz de conseguir que los Escipiones fueran condenados cuando era el pueblo el que actuaría de tribunal; sí, Catón estaba seguro de haber perdido una batalla, pero a fin de cuentas todas las batallas debían lucharse y ya se vería en su momento. Ahora le quedaba, no obstante, intentar dejar una impronta, una marca imborrable que permaneciera indeleble en la mente de los senadores que le apoyaban y en la de los senadores que aún estaban dudando, indecisos. Era el momento de subrayar la soberbia de Escipión, el momento de acrecentar el miedo a que Publio se proclamara rey atropellando los derechos de los allí presentes. No quedaba más. No era mucho en ese momento y de poco valdría en el iudicium populi, pero Catón ya pensaba en sembrar para más largo tiempo, más allá de aquel maldito juicio público al que Escipión los había abocado a todos.

—Yo ya me he arrodillado y recogido las cuentas, lo que ha quedado de ellas, lo que se ha dignado ofrecernos Escipión. He obedecido a ese hombre al que todos tanto admiráis. La cuestión es ahora, patres et conscripti, ¿cuándo vais a arrodillaros vosotros también? —Y calló un momento dejando que sus palabras penetraran en los oídos de los presentes e hicieran mella en el orgullo que todo senador de Roma alberga en lo más profundo de su ser—. ¿Cuándo, patres et conscripti, vais a tardar en arrodillaros ante la todopoderosa familia de los Escipiones? —Y añadió con un tono entre jocoso y triste—: Yo ya lo he hecho. No es doloroso. Es… es… —volvió a crear una larga espera en la que todos abrían cada vez más los ojos y los oídos y hasta dejaron de respirar casi sin saberlo—, es simplemente humillante. Pero nada más. Hubo un tiempo en el que en Roma todos se arrodillaban ante un rey. Se trata sólo de volver a ese tiempo. Nada más. Es sencillo. Pero ¿cuánto tardaréis vosotros en arrodillaros? —Y levantó la mano izquierda con los trozos de cerámica de las tablas y, a medida que la levantaba, dejaba escapar entre los pliegues de los dedos arenilla de barro y pequeños pedazos que resonaban como gigantescas rocas al chocar contra el suelo en medio del más solemne de los silencios—. Así rinde cuentas Publio Cornelio Escipión: haciendo añicos las tablas de la campaña de Asia. ¿Cuánto esperaréis antes de reaccionar? Quizá ya sea tarde y muy pronto todos seamos despedazados igual que estas tablas. Quizá mañana mismo nos convirtamos todos en añicos diminutos, en pequeñas teselas de lo que un día fuimos: senadores de Roma. No. Ya sólo seremos esto: pequeños guijarros triturados por el poder omnipotente de Publio —y esperó un segundo— Cornelio —y aguardó un segundo más al tiempo que dejaba caer los últimos pedazos de las destrozadas tablas sobre el suelo del Senado— Escipión.

Y el cognomen[*] del princeps senatus retumbó como una sentencia de muerte. Sólo faltaba decidir quién debía ser el sentenciado: ¿ellos o el que llamaban mejor general de Roma? Catón tomó de nuevo asiento, con parsimonia. No había prisa. Sabía que aquella sesión que Publio había dado por terminada era una semilla que, más tarde o más temprano, germinaría si se la regaba con esmero y paciencia. Y si había algo que Catón tenía era paciencia.