88

Las caricias de Areté

Roma, julio de 187 a. C.

Emilia escuchaba atenta. La casa estaba en una calma tensa. Los esclavos se habían recogido en la cocina, Cornelia menor y Publio hijo dormían en sus habitaciones y sólo se escuchaba el murmullo de la conversación entre Publio y su hermano Lucio en el tablinium. Tenían mucho de que hablar. Como era previsible Lucio había venido en busca de consejo y su hermano le había recibido con los brazos abiertos asegurándole nada más entrar, confirmando el temor de Emilia, que él mismo le acompañaría al Senado a la mañana siguiente. Fue en ese momento cuando Lelio se despidió de ellos y cuando la propia Emilia se retiró a su dormitorio. Ella sabía que su marido estaba resentido con ella por su oposición a acudir al Senado y sabía que Publio no dormiría con ella aquella noche, como tantas otras desde que retornara de Asia. Nada era ya lo mismo entre ellos. Muchas cosas, muchos sentimientos se habían roto, pero quedaba la familia y había que preservarla de los ataques de Catón que sólo buscaba la destrucción completa de los Escipiones y los Emilio-Paulos, y para salvar a la familia Emilia estaba dispuesta a todo. Así que no lo dudó.

Las voces lejanas de su esposo y su cuñado le llegaban como un murmullo distante que resultaba incomprensible, pero que le indicaba que ambos permanecían en el tablinium. Emilia Tercia se levantó despacio y se sentó en la cama. Lo había meditado bien. Salió de la cama pero no se calzó las sandalias y así, con los pies desnudos sobre el frío suelo de piedra, se deslizó por el atrium sin ser vista por su esposo y su hermano que permanecían ocultos tras la pesada cortina del tablinium. Emilia alcanzó la puerta que daba acceso a las dependencias de los esclavos. Pasó por delante de varias habitaciones hasta llegar a la cocina, justo al final de la casa. Ésta estaba ligeramente excavada en el suelo de forma que el fuego de su chimenea pudiera usarse como horno desde el que se proyectaba el calor necesario para actuar de calefacción del resto de la casa al filtrarse por la red de conductos subterráneos que partían desde la cocina hacia el resto de dependencias de la domus. Emilia descendió las escaleras con tanto sigilo que se situó en medio de la estancia sin ser advertida por sus esclavos. Dos mujeres mayores cortaban verduras en una esquina; Laertes, el atriense[*], estaba limpiando con destreza un pollo recién sacrificado, y Areté, junto al fuego, al abrigo del calor y de la luz, cosía una túnica desgarrada de Cornelia menor. Emilia se detuvo junto a la chimenea. Su sombra alargada, proyectada por el fuego vibrante del lar, llamó la atención de Laertes que, sorprendido, se revolvió cuchillo en mano contra la aparición de alguien que no esperaba. Al identificar a la esposa del amo, el atriense, avergonzado y asustado por haber esgrimido un cuchillo contra su ama, dejó el utensilio de cocina sobre la mesa y se quedó quieto, fijos sus ojos en el suelo. Emilia miró a su alrededor, a las dos mujeres mayores y a Laertes, y todos, al verla allí, frente a Areté, comprendieron la orden sin necesidad de que el ama desplegara los labios. Los tres subieron la escalera y dejaron a la esposa y a la amante del amo de la casa a solas junto al fuego de la chimenea de la cocina. Nadie se sorprendió. Más tarde o más temprano la ira de la señora de la casa tenía que descender hasta la cocina.

Areté dejó de coser y se levantó despacio en señal de respeto, pero Emilia alzó su mano izquierda haciendo el gesto que la invitaba a volver a sentarse. Areté tomó de nuevo asiento en su pequeña sella y permaneció en silencio mirando al suelo. Emilia se volvió hacia las llamas del fuego. Temblaban como sobrecogidas por el fragor del calor que ellas mismas generaban.

—Mi marido te buscará esta noche, como tantas otras noches —dijo Emilia.

Areté no sabía bien qué responder. Desde que el amo la trajera a aquella casa desde Asia nunca había hablado con su esposa. Imaginaba el rencor y la rabia que debía sentir aquella mujer hacia ella y procuraba no alimentar aquel odio siendo lo más discreta posible y procurando evitar al ama en todo momento. Tampoco alardeaba Areté ante el resto de esclavos de la especial relación que mantenía con el amo, pero no podía negarse a satisfacer las ansias del señor de la casa. Ahora, ante las palabras del ama, Areté no sabía bien qué decir, así que guardó silencio, asustada.

Emilia agradeció que la muchacha permaneciera callada. Si había algo a lo que no había venido era a discutir o hablar tan siquiera con la amante extranjera de su esposo. No. Era otro el objetivo de aquella visita. Pero ¿la entendería bien aquella muchacha?

—¿Me entiendes bien cuando te hablo? —preguntó Emilia en latín volviéndose hacia la esclava.

—Sí, mi señora. —Areté llevaba suficiente tiempo en Roma y su natural predisposición a integrarse en el entorno que la rodeaba había hecho que aprendiera aquella lengua extraña con rapidez.

Emilia asintió un par de veces, como para autoconvencerse una vez más de que iba a hacer lo correcto.

—Mi marido quiere acudir mañana al Senado, ¿me entiendes?

Areté asintió.

—Bien —y continuó Emilia, de pronto, como un torrente—, pues no debe hacerlo. Mi esposo no debe acudir mañana al Senado. He intentado persuadirlo pero… —le costaba rebajarse a admitir la pérdida de influencia sobre su esposo y más ante su joven e impertinentemente hermosa amante; y es que Areté, a la luz de aquel fuego, estaba tan radiante que a Emilia se le revolvían las entrañas, pues era consciente de que esa luz que iluminaba la bella faz de Areté era la misma que descubría con impasible nitidez cada una de las arrugas de su propio rostro—, he intentado persuadirlo, te digo, pero no he podido. Como él vendrá a ti esta noche, eres tú quien debe convencerle de que no vaya al Senado mañana.

Areté abrió la boca y la volvió a cerrar. Nunca había intentado persuadir al amo de nada. Ella se limitaba a dejarse hacer y a mostrarse cariñosa y dulce con el amo. No sabría ni por dónde empezar, ni qué hacer ni qué decir.

—Lo entiendo, mi señora, pero… pero no sé cómo voy a poder hacer eso que me ordena…

Emilia la interrumpió con furia, pero conteniendo el volumen de su voz para que nadie la oyera más allá de las paredes de la cocina.

—Haz lo que sea que hagas todas las noches con él, pero convence a mi marido de que no vaya al Senado mañana o todo el rencor que vengo almacenando en mi pecho contra ti, te juro por todos los dioses, que lo descargaré contra tu frágil persona el primer día que me sea posible, y tanto tú como yo sabemos que mi marido está enfermo y que más tarde o más temprano te quedarás aquí, sola y sin su protección, a mi merced.

Areté abrió los ojos de par en par. Unos malditos ojos hermosos que irritaban aún más a Emilia y eso que la mirada no era desafiante, sino de miedo. Emilia inspiraba y espiraba aire con intensidad. Esperaba allí, en pie, descalza, tensa, la respuesta de una maldita esclava.

—Lo intentaré, pero no sé si podré conseguirlo —respondió Areté con un fino hilo de voz.

—¡Por Castor y Pólux, esclava, eres mucho más hermosa de lo que imaginas; dispones de armas que yo ya he perdido hace tiempo! Si no eres capaz tú de convencer a mi marido, nadie lo hará, y si acude mañana al Senado… —Emilia se detuvo, ¿qué podía entender aquella mujer de la política de Roma?

—¿Le matarán? —preguntó Areté con ingenuidad.

—Le matarán con palabras, que es una muerte aún peor, porque te dejan vivo para que presencies tu propia caída, eso harán sus enemigos. Es una trampa y él no lo ve, no lo ve… —Y Emilia se volvió hacia el fuego para ocultar las lágrimas de impotencia que emergían de sus ojos y que fluían cálidas por sus mejillas ajadas por el tiempo.

Areté se levantó despacio.

—Juro a mi ama que haré todo lo que pueda para que el amo no vaya mañana al Senado.

Emilia enjugó con rapidez las tibias lágrimas con la manga de su túnica, y dando la espalda a Areté dio media vuelta y ascendió por las escaleras sin decir nada. Ya se había rebajado mucho más de lo que había pensado como para encima dar gracias a aquella insufrible y hermosa esclava griega.

Publio entró en la habitación de Areté justo al empezar la segunda vigilia, bien entrada la noche, cuando ya todo el mundo dormía. Acababa de despedir a su hermano tras asegurarle que él mismo le acompañaría a la sesión del Senado del día siguiente y que estaría junto a él para apoyarle en todo. No le había dicho nada sobre los temores de Emilia. Seguía considerándolos exagerados y hasta ingratos: él debía estar junto a su hermano, como siempre había sido en su familia. Era cierto que aquello no era más que una consulta de los tribunos de la plebe, pero su no asistencia podría ser malinterpretada por todos, como si se alejara de su hermano y eso, sin duda, lo aprovecharía Catón para lanzarse sobre Lucio con todos sus secuaces y humillarle ante el resto de senadores y, si le era posible, incluso promover una acusación formal por malversación de fondos del Estado contra él por la campaña de Asia, y eso no iba a ocurrir; él no iba a permitir que eso ocurriera. Publio estaba seguro de que su sola presencia en el Senado sería suficiente para acallar las críticas y hacer que todos fueran muy cautos con las palabras que se pronunciaran.

Areté yacía, aparentemente dormida, bajo una manta de lana, en su lecho. La esclava disponía de una habitación para sí sola, con una pequeña ventana elevada que permanecía abierta durante las cálidas noches de verano para mantener una ventilación adecuada. Los esclavos solían dormir juntos en dos o tres habitaciones, pero Areté tenía un status[*] especial en la casa de Publio Cornelio Escipión. De ese modo el amo podía acudir a visitarla en cualquier momento y disfrutar de la muchacha y sus placeres en la discreción de aquella habitación. Publio, como Emilia había intuido, no tenía ganas de acudir aquella noche al dormitorio conyugal para encarar de nuevo los reproches y las dudas de su esposa. Tampoco era aquélla la primera noche que no iba a su dormitorio y Emilia estaba acostumbrada a esas intermitentes ausencias nocturnas. Publio evitó pensar en el dolor que aquello podría producir en su esposa y para ello se sentó en una pequeña sella frente al lecho de su amante y deleitarse así contemplando las sensuales curvas que la manta sugería bajo su suave tejido. Areté, como un felino de sueño ligero, abrió los ojos despacio. Al ver a su amo frente a ella no dijo nada y se limitó a sonreír.

Publio se sintió especialmente agradecido por aquella sonrisa. Eso era lo que le encandilaba de aquella muchacha. Él podía conseguir cientos de mujeres hermosas si lo deseaba, en la gran casa de la lena de Roma, en cualquier otro prostíbulo de lujo o comprando cualquier otra esclava complaciente, pero Areté, desde un principio, pareció mostrarse a gusto estando con él. Quizá fuera un sentimiento fingido, pero, en cualquier caso, era tan agradable, en medio de aquella noche de tensión y preocupación, encontrarse con una mujer tan hermosa y, al menos en apariencia, tan feliz de ser visitada por él, que Publio decidió abandonarse a esa mezcla de placeres físicos y sentimentales que suponía yacer con Areté.

La muchacha salió de la cama y se arrodilló ante él aún con la fina manta de lana cubriendo su piel a modo de capa que, partiendo del cuello, se deslizaba por su espalda. Ante un tirón que su amo hizo del tejido que cubría su cuerpo, la muchacha no dudó en, sin levantarse del suelo, deshacerse de la manta y quedar desnuda arrodillada ante su amo. Areté se ocupó entonces de acariciar las piernas de su señor mientras éste se levantaba y se desvestía. Cuando el amo quedó desnudo, la joven se centró en acariciar primero con sus pequeñas manos las grandes y fuertes manos de su señor y, luego, con dulces besos de su boca entreabierta, Areté hundió su rostro en el regazo de aquel hombre que la protegía, la poseía y, ella estaba segura, la amaba.

Pasaron pronto al lecho y en la cama la muchacha se afanó en proporcionar todo el placer del que era capaz a su amo y dueño. La mente de Publio se vaciaba de preocupaciones durante unos intensos minutos, mientras que, por el contrario, la cabeza de la muchacha bullía por dentro. En un principio había pensado en negarse a yacer con el amo para de esa forma chantajearle y conseguir que no fuera al día siguiente al Senado, pero enseguida desechó la idea por absurda: era una esclava y no podía negarse a yacer con su amo. Podía, eso sí, mostrarse menos complaciente, menos deseosa de hacer el amor con él, pero también abandonó esa idea. No. Areté comprendió que el camino debía ser diferente: primero complacería a su señor tanto o más que cualquier otra noche, luego, aprovechando la calma de su amo, intentaría influir en él. Más tarde. Al amanecer.

La noche pasó casi como por ensalmo. Por la pequeña ventana entraba sólo un leve resplandor que anunciaba la llegada de la hora prima, pero que, no obstante, era suficiente para despertar a Areté. A su lado yacía su amo, dormido y relajado. La noche había sido intensa en juegos amorosos. El amo se había mostrado más necesitado de caricias que de sexo y ella había sido generosa con las primeras y complaciente en lo segundo. Su señor estaba, sin duda, nervioso. Areté le contemplaba mientras el amo abría los ojos. Había llegado el momento de intervenir. La joven se levantó y se puso a respirar agitada en una esquina, sentada sobre la sella de la habitación, cubierta por su túnica, arropándose con los brazos, como si tuviera frío o miedo o todo a la vez.

—¿Qué te ocurre, mujer? —preguntó Publio mientras se incorporaba en la cama y buscaba su ropa para vestirse.

Areté, al principio, no articuló palabra. El amo insistió con vehemencia, ya levantado y poniéndose su túnica, pensando en que o bien iba a su dormitorio para ponerse la toga viril o bien hacía que otro esclavo se la trajera hasta allí para así evitar a Emilia.

—¿Qué te ocurre? Habla. No tengo tiempo para tonterías esta mañana.

—No es nada, mi señor. Es sólo un mal sueño.

—¿Un mal sueño? ¿Eso te asusta tanto? Estate tranquila que en esta casa nunca te pasará nada malo.

Areté asintió, pero en su faz permanecía la preocupación. Como observó que el amo no tenía tiempo para largas conversaciones fue directamente al grano.

—Mi temor no es por mí, sino por mi señor.

Publio cerró la puerta que acababa de abrir y no llamó al atriense como había decidido.

—¿Por mí?

—Sí, mi señor. —Areté habló con rapidez, como para sacudirse el propio miedo con el que hablaba—. He soñado que si el amo acude al Senado esta mañana algo terrible le ocurrirá. Mis sueños suelen cumplirse, mi señor. Es mejor que el amo no acuda al Senado.

Publio transformó la relajada expresión de su cara en un rictus tenso y despreciativo. Había pasado la noche con Areté precisamente para evitar este tipo de discusión absurda con su propia esposa y ahora su amante esclava le venía con los mismos miedos.

—Eso es una tontería. ¿Y cuándo has tenido tú sueños premonitorios antes?

Areté se dio cuenta de su fallo, pero procuró corregirlo lo mejor que pudo, de la única forma en la que se corrige una mentira: con otra aún mayor.

—Siempre, mi amo, pero como nunca eran sobre el amo nunca lo había comentado antes.

Publio la miraba con desconfianza. En su cabeza emergían los enemigos que le acechaban y el recuerdo de pasadas traiciones de esclavas aparentemente fieles a él o a sus mejores amigos venía a su mente como un caballo desbocado. Areté había hablado con alguien y estaba intentando convencerle para que no acudiera al Senado. El recurso del sueño era demasiado burdo.

Areté no necesitaba esperar la respuesta de su amo para saber que había fracasado por completo. Lo que no esperaba era haber despertado además viejos temores del pasado.

—¿Con quién has hablado, esclava?

La utilización de la palabra esclava y el tono casi gélido de su amo advirtieron a Areté de que no era momento de rodeos, pero, al mismo tiempo, no quería traicionar tampoco a su señora. No sabía qué decir. El silencio no pareció suficiente para su señor.

—¡Por Júpiter! ¡Habla, esclava! ¿Quién ha hablado contigo para pedirte que me persuadieras de no ir al Senado?

Areté abandonó la sella y se acurrucó en una esquina. Nunca había visto así a su amo. El señor siempre se había mostrado delicado, suave, amable con ella. Ni siquiera le había gritado ni una sola vez, y tampoco la llamaba esclava. Sin duda, su amo debía tener enemigos poderosos y algo había dicho ella inapropiado, pero no sabía qué podía haber sido ni cómo enmendar el error sin delatar a su ama, algo que tampoco deseaba hacer, pues eso sólo incrementaría aún más el rencor de la señora hacia ella y eso era un asunto que ya la preocupaba bastante como para hacer algo que lo empeorara, pero el amo se acercaba, enfadado, preguntando ya sin gritar, pues controlaba la voz para no llamar la atención del resto de la casa. La furia creciente estaba marcada en cada facción del rostro de su señor.

—¿Quién ha hablado contigo? Dime, ¿ha sido Catón o alguno de sus secuaces? Dime, ¿ha sido Catón? ¿Ha sido Catón?

Areté se acurrucaba aún más. Y, casi como un acto reflejo, cogió en su mano derecha la pequeña imagen del dios Eshmún que su padre le regalara antes de abandonar Sidón. Quizá el ama tuviera razón y ese Catón del que hablaba el amo fuera un enemigo terrible y estuviera dispuesto a hacerle daño al señor, pero ¿qué decir…? Una bofetada en medio de su rostro la hizo caer al suelo, derribada, sorprendida, aterrada. Nunca antes le había pegado el amo.

—Ha sido la señora, mi amo, ha sido la señora, mi amo… —Y retornó a la esquina para ahogar sus sollozos con su rostro vuelto hacia la pared, aterrorizada, esperando recibir nuevos golpes mientras volvía a cerrar los ojos y a aferrarse a su pequeña imagen del dios Eshmún. De pronto Areté sintió un tirón brutal en su cuello y la imagen del dios desapareció de su mano. Al alzar la vista, Areté vio que su amo había arrancado el colgante de su cuello rompiendo de un tiro el fino cordel de cuero.

—¿Qué es esto? —preguntó Publio mientras sostenía con una mano la imagen del dios con una serpiente y, al tiempo, mantenía la otra mano en alto dispuesto a abofetear de nuevo a Areté. La joven esclava lloraba mientras respondía.

—Es sólo la imagen de mi dios, del dios Eshmún, es mi dios, sólo mi dios… me lo dio mi padre… me lo dio mi padre… es todo lo que me queda de él… es sólo mi dios… una vez le recé a él para que el amo se recuperase… es sólo mi dios… un dios que cura…

Publio Cornelio Escipión bajó la mano con la que había estado a punto de abofetear a Areté por segunda vez. Se quedó en pie, mirando la palma abierta. Nunca hasta entonces había golpeado a una mujer. Miró la imagen de aquel dios extranjero y, despacio, se acercó a la muchacha y le devolvió el colgante. Areté lo cogió en sus manos y enterró a Eshmún entre sus dedos nerviosos y regó la imagen con sus lágrimas.

Mientras, el princeps senatus, el hombre más poderoso de Roma, también el que más enemigos había acumulado en su vida militar y política, se sentaba sobre el lecho de sábanas revueltas de la habitación de Areté. Era su propia esposa la que había hablado con la muchacha y él la había golpeado. Los sollozos de la joven esclava, medio ahogados, se esparcían por la habitación en la que había yacido con ella y en la que había recibido todas sus caricias y besos. Publio sacudió la cabeza en silencio. ¿Qué le estaba pasando? Traicionaba a su mujer y maltrataba a su amante. ¿En qué se estaba convirtiendo? ¿Qué sería lo siguiente? También había perdido la confianza de su hija pequeña. Y su hijo apenas hablaba con él. Lejano, siempre distante. Lo único bueno de todo aquello es que no había ningún sueño premonitorio.

—Las mujeres no deberíais inmiscuiros en política. Quizá eso sea lo único en lo que esté de acuerdo con Catón —dijo Publio mirando al suelo, hablando a sí mismo. Se levantó despacio y salió de la habitación. Areté se levantó y, aún algo temblorosa, se echó sobre la cama, se acurrucó y continuó llorando en silencio. No se trataba sólo del golpe del hombre de quien dependía, eso le preocupaba, sin duda, pero no tanto como el hecho de que acababa de traicionar al ama. Eso no podía traerle nada bueno. La puerta se entreabrió y la silueta de otro hombre corpulento se dibujó con la tenue luz que llegaba del pasillo. Areté reconoció la figura de Laertes y no sintió miedo. Sabía que gustaba a aquel hombre, como a cualquier otro, pero era alguien que se había mostrado considerado con ella y que no la miraba con envidia o con lujuria desmedida, como hacía el resto de esclavos de la casa.

—¿Estás bien? —preguntó Laertes en voz baja.

—Sí, estoy bien.

El atriense asintió y, sin decir más, salió de la habitación y cerró la puerta despacio. Areté se dio cuenta entonces de que era la primera vez que un hombre le hacía esa pregunta, desde que era niña y su padre le preguntaba aquello cada noche, antes de acostarla. Areté hizo un nudo a los extremos cortados del cordel de cuero y, rehecho el hilo del que pendía el colgante de Eshmún, volvió a ponerse alrededor del cuello la imagen de su dios.

Emilia vio a su esposo salir de la habitación de Areté desde el fondo del pasillo, oculta tras la cortina que daba acceso al atrium. Había oído también cómo Areté, tras un golpe seco, confesaba que era ella la que la había inducido a intentar detenerle, pero aquella traición de la esclava no era lo que le preocupaba. Enseguida, por un pasillo que acortaba el camino, sin pasar por el atrium, Emilia se metió en el dormitorio en espera de que Publio llegara. Se acostó y se tapó con las sábanas. No dijo nada mientras su esposo entraba, se hacía con la toga que debía ponerse para el Senado y salía con rapidez de la habitación. En cualquier otra ocasión ella misma le habría ayudado a ponerse bien la toga, pero en aquellas circunstancias, sabía que su marido estaría más cómodo con la ayuda y la compañía de Laertes. Emilia sabía que Areté había fracasado. Por dentro sintió una confusa mezcla de sentimientos: fracaso y satisfacción entrelazados, fruto del temor de verle partir hacia el Senado, junto con la inevitable alegría de saber que donde ella no triunfó tampoco lo conseguía la irritante hermosura de Areté. Era aquélla una muy pequeña victoria, pero una victoria al fin que la recompensaba de tanta traición: su marido acudía al Senado por puro convencimiento, porque estaba persuadido de que debía respaldar a su hermano. Aquél era un noble sentimiento. Quizá no era tan horrible constatar que su marido aún conservaba algo de nobleza en su corazón. La lástima era que esa misma nobleza era de la que Catón se estaba aprovechando para atacarle en público. Quizá al final no pasara nada y todo aquello fuera sólo una visión distorsionada y exagerada por parte suya. Los dioses decidirían. Emilia se levantó. Lo conveniente en cualquier caso sería hacer un buen sacrificio a los dioses Lares y Penates de la casa y rogar a ellos y al resto de dioses por la protección de su esposo, de su hermano, de toda su familia.