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La victoria de Pérgamo

Pérgamo, Asia Menor. Febrero de 189 a. C.

Eumenes II de Pérgamo ascendía por la avenida que conducía a la gran Acrópolis de la capital de su emergente reino. Habían venido mercaderes, soldados, embajadas, prestamistas, mujeres de vida disipada, ciudadanos admirados y ciudadanos en busca de fortuna desde todos los rincones de los dominios bajo control de Pérgamo; desde los puertos, pesquerías y grandes olivares y viñedos al sur del Monte Ida, la misma zona de donde el ejército conseguía los mejores caballos, hasta de las minas de oro y plata de las regiones próximas y de las ciudades griegas de la costa o desde las poblaciones del valle del Caico. Y es que todo el mundo quería ver entrar al gran rey Eumenes II victorioso en la inmensa acrópolis de Pérgamo. Todos intuían que el mundo cambiaba y cambiaba para transformar a aquella gran ciudad que los gobernaba en el centro de poder, y de comercio, de toda Asia Menor. Eso significaba mucho dinero fluyendo por aquella emergente ciudad y eso, sin duda, atraía a todos los que habían acudido aquella mañana. Los vencedores tienen muchos amigos, los vencidos ninguno.

Pérgamo había sido construida a imagen y semejanza de Alejandría, pero extendida por la ladera de una montaña sobre la que se erigía la gran acrópolis, en lugar de edificada sobre el delta de un gran río. Por la ladera del monte estaban los templos, los inmensos mercados, las viviendas de los ciudadanos más poderosos y los grandes edificios públicos. Los visitantes que llegaban a Pérgamo por primera vez no podían evitar sorprenderse por el gran número de estatuas y bajorrelieves que decoraban todas las calles de la ciudad.

Eumenes II quiso disfrutar de su entrada lo máximo posible y que ésta, a su vez, impresionara a todos de un modo impactante, así que se detuvo un momento en el ágora de la ladera de la montaña, dando tiempo para que se concentraran allí todos los presos y estandartes que quería exhibir en su desfile ante el pueblo. Cruzó entonces las murallas antiguas de Atalo I y avanzó con la cabeza erguida y orgullosa sobre su caballo blanco entre el Santuario de Hera y el Gimnasio y siguió rodeando la acrópolis amurallada desfilando junto al Templo de Deméter. Ascendió y entró al fin en la gran fortificación de lo alto de la montaña y realizó un largo recorrido por el interior de la acrópolis que lo condujo por la Biblioteca, el inmenso Templo de Atenea y las gradas del gran teatro hasta detenerse frente a un altar levantado en tiempos antiguos en honor al dios supremo Zeus. Allí desmontó y elevó sus plegarias a Zeus al tiempo que hacía numerosas ofrendas y sacrificios de animales. Fue una celebración breve pero intensa. Al terminar, Eumenes se quedó mirando aquel viejo altar.

—Es pequeño —dijo—. Tendremos que construir uno mucho más grande para celebrar las futuras victorias. Pérgamo tiene que poseer el mayor de los altares en honor a Zeus del mundo entero. Lo construiremos —y un fulgor resplandecía en su mirada mientras se volvía hacia sus oficiales y consejeros que lo acompañaban en todo momento—, pero antes tendremos que conquistar el norte. Quiero las costas de Bitinia, quiero el comercio con el Ponto Euxino. A través de Pérgamo se distribuirán las riquezas de los países que rodean el Ponto Euxino y para ello tenemos que terminar con la rebeldía de Bitinia. Ése es nuestro objetivo próximo. Luego —y se volvió hacia el altar—, luego habrá tiempo para un nuevo altar y nuevas celebraciones. —Y se alejó del lugar caminando con decisión en dirección a su palacio. Quería mapas, quería un recuento de los soldados y jinetes y barcos de los que disponía y quería un plan de ataque contra Bitinia ya. Eumenes no era hombre de grandes pausas. Necesitaba acción.