El regreso del gran rey
Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a. C.
Antíoco agitaba sus brazos intentando insuflar energía a sus catafractos, pero los caballos estaban exhaustos por el largo combate y la gran distancia que habían recorrido en persecución de la caballería romana. El rey sabía que sus jinetes blindados habían prácticamente aniquilado a los caballeros romanos de esa ala y ahora lo esencial era regresar cuanto antes al corazón de la batalla para cargar contra la desprotegida retaguardia romana, pero los catafractos sólo podían retornar al paso. El rey, exasperado, decidió adelantarse y azuzando su caballo negro se lanzó a un trote que, al momento, transformó en un raudo galope. Tras él, como una flecha, partieron los jinetes reales de la agema. La infantería de apoyo también incrementó su marcha a un paso ligero que le permitía, al menos, marchar por delante de los propios catafractos.
—Hemos de superar esas colinas —se repetía entre dientes Antíoco a sí mismo una y otra vez, a medida que se alejaba del río Frigio y se distanciaba, seguido por la agema, del ralentizado avance de los catafractos.
Al cabo de un rato, que se le hizo eterno —no podía entender que se hubieran alejado tanto del campo de batalla—, consiguió su objetivo, pero el espectáculo que vio al ascender por las colinas no era el que había esperado: el ejército romano ya no estaba allí cerca, sino que había cruzado toda la llanura y combatía contra una extraña maraña de guerreros, confusa y sin formación, en donde debía encontrarse lo que era su magnífico ejército imperial. Si miraba hacia la derecha, en el horizonte, se vislumbraban decenas de carros escitas volcados y un mar de cadáveres que atestiguaban que la carga de Antípatro había devenido en un auténtico fiasco. Y no se veía muestra ninguna de la caballería de Seleuco o de su numerosa infantería y, para colmo de desgracias, ¿dónde estaba la falange y los elefantes que dirigían Filipo y Minión?
—¿Dónde… dónde está mi ejército? —Dicen que acertó a decir el gran rey según narraron los oficiales de la agema años después, cuando ya no prestaban servicio al rey y el imperio languidecía ante la emergente potencia de Pérgamo, Rodas y otros estados aliados de Roma—, ¿dónde está mi ejército? —repitió la pregunta con más fuerza—, ¿dónde está mi ejército? —gritó desesperado, incrédulo, Antíoco III de Siria, emperador de todos los reinos seléucidas, con lágrimas en los ojos—, ¿dónde está mi ejército? —Pero sus preguntas se perdieron en la brisa de un viento que soplaba desde el sur y que parecía llevárselo todo consigo.