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El amanecer en Asia

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a. C.

Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma con mando sobre las legiones desplazadas a Asia, observaba desde lo alto de su caballo la posición de las tropas enemigas. Se había montado en el animal para tener mayor visibilidad y poder analizar mejor los últimos movimientos de tropas del rey sirio. Alrededor del cónsul se encontraba todo su estado mayor a la espera de recibir las últimas órdenes. El despliegue de la inmensa fuerza del ejército enemigo se estaba acelerando, de modo que Lucio se dirigió a los suyos con rapidez.

—¡Tomad posiciones ya, y que todos los dioses nos protejan!

Silano, Domicio y Graco obedecieron y partieron a caballo hacia los puestos que tenían asignados: Silano se dirigió a la vanguardia del centro del ejercito, mientras que Domicio y Graco cabalgaron hacia el ala izquierda. El ala derecha quedaba bajo el mando de Eumenes, el rey de Pérgamo, que se les había unido durante la noche. Lucio se mantuvo en la retaguardia para dirigir todas las maniobras. Junto a él se había quedado Marco, quien ya fuera proximus lictor de su hermano en Zama y que ahora acompañaba a Lucio en Asia. Su experiencia le sería muy útil durante la batalla. Marco presenció la carga de los elefantes cartagineses en África y sabría detectar si el enemigo repetía los mismos movimientos que en Zama.

—¿Dónde ves los elefantes, Marco? —preguntó Lucio desmontando del caballo.

El proximus lictor escudriñaba con minuciosidad el horizonte donde se organizaba el enemigo. La luz del amanecer era aún escasa y los movimientos de las tropas enemigas se realizaban en medio de la extraña bruma del amanecer.

—Están en el centro, eso es claro —dijo Marco en respuesta a la pregunta del general—, pero no tengo claro que estén avanzados a la infantería… veo allí unos elefantes, y allí otros… pero parece que estén diseminados, como intercalados entre los soldados de la falange. Es una formación extraña.

—Eso me ha parecido, Marco. No es la misma formación que en Zama, ¿verdad? Piensa la respuesta porque es importante.

El proximus lictor volvió a mirar hacia el horizonte y, al cabo de un instante, sacudió la cabeza con seguridad.

—No, mi general, no están como en Zama y no están avanzados a la infantería. No, esto no es Zama.

—Bien, sea —respectó Lucio adelantándose a sus lictores, caminando en pequeños círculos, mirando al suelo, meditando, hablándose a sí mismo—, sea, no es como en Zama. «Si los elefantes no están adelantados es que Antíoco no sigue el consejo de Aníbal», eso dijiste, hermano, eso dijiste, sea pues. —Y se detuvo y miró al proximus lictor quien, a su vez, le observaba con una mezcla de respeto y preocupación, pues en el fondo todos lamentaban que el gran Publio no estuviera al mando y que en su lugar sólo estuviera su hermano, pero albergaban la esperanza de que aquella familia de los Escipiones fuera especial y confiaban en que quizá el cónsul se revelara en aquella batalla como alguien digno de ser hermano de Africanus, o quizá, el propio Africanus había sugerido al cónsul cómo acometer aquella lucha que se cernía sobre todos ellos—. Hoy no combatimos contra Aníbal, Marco. Hoy luchamos sólo contra Antíoco. Tenemos una posibilidad y hemos de aprovecharla. Los catafractos del rey sirio están en su ala derecha, ¿verdad, Marco?

—Sí, mi general. Ahí han concentrado lo mejor de su caballería acorazada.

—Exacto, exacto. Rápido, por Júpiter, ordena que trasladen la mitad de las turmae de nuestra izquierda hacia la derecha. Hemos de concentrar nuestras fuerzas a nuestra derecha, junto con la infantería de Pérgamo y destrozar los carros escitas. O destrozamos los carros escitas de su ala izquierda o los catafractos de su ala derecha. Con todo no podemos, son demasiados, Marco. —Y se acercó al proximus lictor, le puso la mano en el hombro y le habló en voz baja, como quien conversa con un amigo—. Mi hermano dijo que fuéramos a por los carros escitas, ¿tú qué harías, Marco?

El proximus lictor se estremeció ante la responsabilidad de aquella pregunta y replicó lo más sensato que se le ocurrió.

—Su hermano, mi general, es un cónsul invicto. Yo haría caso al criterio de Publio Cornelio Escipión.

Lucio tenía tomada la decisión, pero necesitaba oír que alguien confirmaba en voz alta lo que iba a ordenar en unos instantes y se sintió satisfecho con aquella respuesta, cabeceó un par de veces en señal de afirmación y respondió con determinación.

—Eso haremos, Marco, eso haremos. Ahora rápido, esas turmae, las necesitamos contra los carros escitas, corre, Marco, corre. —Y vio al proximus lictor alejarse unos pasos para trasladar las órdenes del cónsul a varios jinetes que partieron en direcciones opuestas para informar a los tribunos Domicio, Graco y Silano y al propio rey de Pérgamo. Lucio no necesitaba del consejo de Marco para gobernar aquella batalla, pero sabía de las dudas de todos hacia él, igual que sabía que junto con aquellas órdenes el proximus lictor transmitiría a todos que aquél era el plan de Africanus y que pronto todos y cada uno de los legionarios de su ejército se sentirían bajo el mando no ya de él, sino del propio Africanus. Eso inyectaría más confianza y un valor extraordinario, que era lo que necesitaban. Lucio no se sintió herido por estar seguro de que para ganar aquella batalla tuviera que recurrir a admitir ante todos que seguía las instrucciones de su hermano. A fin de cuentas, ésa era la realidad. Sólo quedaba por dilucidarse si el plan de Publio sería realmente suficiente para sobreponerse a un ejército que les doblaba en número, armado hasta los dientes con guerreros de todo el Imperio seléucida y otros reinos enemigos de Roma y protegido por su temible caballería de catafractos.

Marco regresó y se dirigió al cónsul, que meditaba examinando los movimientos del enemigo: los carros escitas se estaban posicionando en primera línea del ala izquierda siria.

—Mi general, las órdenes han sido ya transmitidas. —Un pequeño silencio cargado de dudas, hasta que Marco se atrevió a pronunciar lo que le corroía por dentro—. Los tribunos Domicio y Graco, nuestra ala izquierda, lo van a tener difícil.

—Sí, Marco. Lo van a tener muy difícil —respondió el cónsul sin mirar atrás—. Esto es una guerra, no un desfile.

Marco asintió y retrocedió dejando al cónsul a solas con su conciencia.