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La retirada de Africanus

Campamento general romano en las proximidades de Elea, Asia Menor. Principio de diciembre de 190 a. C.

Atilio estaba seriamente preocupado por la salud de Publio Cornelio Escipión. No sabía ya bien qué más hacer. Había visto esos ataques de fiebre tumbando al gran general en otras ocasiones, pero a los pocos días remitían; sin embargo, esta vez llevaban una semana y la fiebre no bajaba y el general estaba más débil que nunca. Por otra parte estaba el trabajo de ocuparse de los heridos que aún había de las grandes batallas navales del verano y los nuevos heridos que llegaban de los enfrentamientos de las patrullas de reconocimiento que se adentraban hacia el sur de la región. Todo se complicaba, como siempre, en una campaña militar. Por otro lado, Areté era una gran ayuda, físicamente al estar constantemente limpiando heridas y vendando brazos y piernas de los legionarios, y una ayuda psicológica porque si había algo que animaba el corazón de un hombre era ver a esa hermosa mujer trabajando junto a uno. Atilio era un hombre de talante generoso por naturaleza y estaba agradecido a la confianza que habían depositado en él los Escipiones, empezando por el muy enfermo Africanus, por eso no dudó en darle la mejor medicina de la que disponía en aquellos momentos. Sabía lo que esa decisión implicaría; sabía que en cuanto el general la viera, Areté desaparecería de su alcance, pero Atilio pensaba que era lo mejor. Los legionarios la miraban con ojos demasiado lujuriosos y él no podría protegerla siempre. Su naturaleza se sobrepuso a su egoísmo, en una decisión que ni él mismo pudo entender. Quizá los dioses de aquella joven la protegían de una forma especial.

—Quiero que te encargues de cuidar al general enfermo, a Africanus —dijo Atilio—. Necesita a alguien que sepa cuidar bien a un enfermo y yo no puedo estar constantemente a su lado desatendiendo a todos los legionarios heridos en combate. Estoy seguro de que al propio general le parecería mal. Además, de lo que se trata es de controlar la fiebre con paños fríos, de darle mucha agua, caldos, infusiones y de estar atentos. Si empeora me llamas.

Areté le miró intrigada, pero no discutió. Atilio la había tratado bien y había cumplido su pacto: desde que llegara al campamento, pese a estar siempre rodeada de hombres, protegida por el médico, nadie la había tocado. Si Atilio quería que cuidara del general, lo haría. Ayudaría en lo que pudiera.

Cuando Publio Cornelio Escipión padre vio a la hermosa Areté comprendió lo que iba a ocurrir. La fiebre remitió en un par de días y con las fuerzas algo recuperadas el precioso cuerpo de la esclava del médico resultó demasiado tentador como para contenerse. La falta de relaciones sexuales en los últimos meses, la distancia que sentía con respecto a Emilia en su ánimo y la debilidad de la enfermedad hicieron el resto: Areté terminó acostándose con el general de generales todas las noches. Atilio los descubrió en una de sus visitas nocturnas. No los despertó. El general había mejorado. Eso era lo esencial.

Pero la recuperación fue temporal. A los pocos días, una vez más la fiebre tumbó por completo a Publio. Ni las caricias sosegadas de Areté ni el regreso de su hijo que había estado preso por el enemigo parecían ser suficientes para detener aquel brutal nuevo ataque de la enfermedad. El general llevaba toda la noche sin apenas dormir. Publio se recostaba de lado en el lecho, encogido por el frío de la fiebre. Las mantas no parecían ser nunca bastantes. No tenía fuerzas ni para yacer con Areté y eso que ella, siempre preciosa, atractiva, sensual, se movía por la tienda trayendo agua, paños frescos que ponía en su frente, sentándose a su lado y acariciándole. Publio le rogó que hablara. Le gustaba oír su voz cálida en medio de aquella agonía que lo tenía atenazado, encadenado a una cama cuando las legiones debían batirse en una batalla mortal en pocos días, quizá el próximo amanecer. Faltaba poco para el alba. Areté hablaba de los barcos con los que se entretuvo tantos años, viéndolos salir y entrar en el puerto de Abydos cuando trabajaba para la vieja anciana de aquella casa del puerto.

—Llama a mi hermano, al cónsul —dijo Publio con un hilillo de voz.

Areté interrumpió su relato y asintió. Se levantó y se asomó por entre la tela de la entrada de la tienda. No tenía que hacer más. En el exterior una guardia personal de una docena de legionarios custodiaba la tienda del más admirado de sus generales. La petición de Areté fue transmitida con velocidad por un mensajero y en un momento la silueta recia de Lucio Cornelio Escipión irrumpía en la tienda de su hermano.

—Voy a seguir el consejo de Atilio —empezó Publio—, y el tuyo. Haré caso al médico y me retiraré a Elea. Atilio dice que el aire del mar me vendrá mejor que este viento.

—Perfecto —respondió Lucio moviendo la cabeza con energía de arriba abajo—. Es lo mejor, hermano. Aquí te estás consumiendo.

—Consumiendo, sí. Me ha costado entenderlo, pero eso es lo que está esperando Antíoco. Que me consuma. Sabe que estoy enfermo. Sus embajadores le informarían y sabe que si no atacamos eso confirma mi enfermedad. Aníbal ya le habrá instruido en mi forma habitual de actuar que no es otra sino atacar enseguida, como hice en Hispania, en Cartago Nova o Baecula y en tantos otros sitios. Sólo me he demorado cuando las cosas no iban bien para nosotros, como cuando nos rodearon los númidas y los cartagineses en el norte de África. Aníbal sabe todo esto, Lucio, y se lo habrá comentado a Antíoco. Cada día que pasa es un día en el que el rey sirio se siente más seguro. Esto no puede, no debe seguir así. ¿Me entiendes?

—Sí. Pero no hables tanto. Estás demasiado débil. Lo organizaré todo para que vayas a Elea escoltado por varios manípulos.

—No demasiada escolta, Lucio. Necesitas a todos los hombres de los que puedas disponer. ¿Cuántos son… el enemigo? ¿Cincuenta mil? ¿Sesenta mil? Me lo has dicho muchas veces, pero la fiebre me nubla el recuerdo de las cifras…

—Hemos calculado más bien sesenta mil, pero seguramente serán más al final. Siguen llegando más tropas desde Apamea.

—Nos doblan en número, Lucio, por lo menos nos doblan. No puedes prescindir de tropas.

—Algunos infantes de Antíoco son levas recientes… —argumentó Lucio buscando palabras de ánimo.

—Es cierto, pero los catafractos, los dahas, los falangistas seléucidas, los argiráspides, todos éstos son unidades de élite. Tenemos un enemigo muy poderoso, Lucio, y lo peor de todo, nos supera en caballería. Lo tenemos mal, Lucio, por Júpiter y por todos los dioses, lo tenemos mal —y elevó el tono de su voz—, y yo aquí retorcido como un animal herido… ¡Por Hércules! —E intentó ponerse en pie sin conseguirlo pues al alzarse sintió un mareo y tuvo que sentarse de nuevo ayudado por Areté. Publio retomó la conversación alicaído, mirando al suelo, mientras Areté se separaba de él—. Déjanos solos, Areté —añadió el general enfermo, y la muchacha salió por la puerta de la tienda. Publio continuó hablando en voz baja—. No puedo ni levantarme. Valiente ayuda te has traído de Roma. Un hermano enfermo, un sobrino al que secuestra el enemigo… mejor te habría ido con Lelio. Nos vendría bien tener aquí a Lelio.

Lucio asintió sin decir nada. Sentía que su propio hermano quería decir que él mismo se sentiría más tranquilo si al mando no estuviera él, Lucio, sino el propio Lelio. Pero quizá no fue eso lo que quería decir. En cualquier caso, Lelio estaba muy lejos de allí, en la distante Roma.

—No te valdré para mucho ya, pero he pensado un plan —dijo el debilitado Publio con un destello inusual en sus ojos que su hermano reconocía de otras veces.

—Un plan de los tuyos nos vendría bien, hermano.

Publio levantó su mirada del suelo y miró fijamente a Lucio.

—Es una locura, pero puede surtir efecto. ¿Te atreverás a seguir mi plan, hermano?

Lucio acercó una sella y tomó asiento junto al lecho de su hermano.

—Me atreveré, por Júpiter, ya lo creo que lo haré.

—Sea. Escucha entonces. Llevo días pensando en la caballería acorazada de Antíoco y en la conversación que mantuve con Escopas en Grecia. Escopas es el único strategos griego que ha sobrevivido a una embestida de esa caballería blindada. ¿Recuerdas sus palabras, Lucio? Dijo que hoy día era imposible derrotar a una caballería de ese tipo. Dijo que eran invencibles.

—Pero no es así, ¿verdad? —interrumpió Lucio con ilusión, esperando la solución que, sin duda, su hermano habría encontrado para aquel problema aparentemente irresoluble.

—No, Lucio. Escopas en eso tenía razón: son invencibles. Invencibles —Publio vio como Lucio inspiraba aire para ocultar su decepción—; pero no todo está perdido. Alejandro, Alejandro Magno y lo que hizo en Gaugamela es la respuesta. El viejo Tíndaro, Lucio, ¿te acuerdas del viejo Tíndaro?

Lucio arrugó la frente mientras hacía memoria. Tíndaro había sido su anciano tutor, el pedagogo griego que su padre contratara cuando eran unos niños y que los educó en filosofía, literatura, historia y, de cuando en cuando, en estrategia militar.

—Tú siempre atendías más que yo al viejo Tíndaro —respondió Lucio con resignación. No veía qué sentido tenía aquella conversación.

Publio no se sintió molesto. Se limitó a hacer memoria, a recordar palabras lejanas de un pasado ya inexistente, de momentos en los que escuchaban a un anciano pedagogo junto al impluvium en el atrium de la domus de Roma. Al hablar a Publio le parecía que volvía a escuchar el discurrir del agua en el impluvium, las voces de su padre y su tío hablando en el tablinium, su madre cruzando el atrium acompañada de esclavas en dirección a la cocina, una tarde lejana, perdida, repleta de luz de atardecer, del olor fresco de las hojas recién nacidas en las copas de los árboles.

—Tíndaro nos explicó el avance de Alejandro por Asia. Ahora estamos en Asia, hermano. Es bueno recordar sus palabras. El mayor enemigo con el que se enfrentaba la falange macedónica de Alejandro eran las caballerías acorazadas bactriana y escita que poseía Darío. Hemos aprendido a luchar contra las falanges y sabemos doblegarlas con la maniobrabilidad de las legiones manipulares, Lucio, e incluso tenemos estrategias ya probadas para afrontar las cargas de los elefantes, pero seguimos sin poder doblegar una embestida de una caballería de catafractos. Seguimos igual que Alejandro, pero, sin embargo, Alejandro supo cómo solucionar el asunto, o mejor, cómo evitarlo. Tenemos que repetir Gaugamela. No de la misma forma, pero sí de modo parecido. —Y repetía una y otra vez—: Tenemos que repetir Gaugamela.

Su hermano empezó a desesperarse un poco.

—Pero ¿cómo, Publio, cómo? ¡Por todos los dioses, dime cómo y lo haré, te juro que lo haré!

—A Darío le gustaba estar próximo a su poderosa caballería de catafractos y sabemos que a Antíoco, como todos los soberanos de esta inmensa región, le gusta hacer lo mismo. Antíoco combatirá junto a los catafractos y los situará en un ala. En la otra ala pondrá a sus jinetes mercenarios y quizá a los carros escitas y todo tipo de tropas para compensar la ausencia de sus catafractos de élite. Eso es lo que hará. Y nosotros haremos lo mismo que hizo Alejandro en Gaugamela con la caballería bactriana y escita.

Lucio, que se había echado hacia delante en la sella para escuchar a su hermano que seguía hablando en voz baja, se inclinó aún un poco más para escuchar mejor. Empezaba a recordar las palabras de Tíndaro y, por fin, comenzaba a vislumbrar el sentido del plan de Publio.

—¿Lo ves ahora?

—Sí —respondió Lucio—, pero el que haga de Alejandro, en este caso, puede morir. Es una misión suicida.

—Siempre hay sacrificios. En todas la batallas. En Zama perdí a mis mejores oficiales, Lucio. Y aquí… aquí… siempre tenemos a Tiberio Sempronio Graco. Y Domicio Ahenobarbo, el jefe de nuestra caballería. A Domicio le puedes explicar el plan. A Graco… no es necesario. Sólo tú y Domicio debéis conocer el plan exacto. A Eumenes de Pérgamo lo situaremos en la otra ala, con el grueso de la caballería. Es ahí donde debemos ganar la batalla.

—¿Por qué no Domicio en esa otra ala?

—No, Lucio, no. Necesitamos a alguien que sepa del plan para poder llevarlo a efecto. Eumenes, por su parte, sabe que lucha por su supervivencia. Si Antíoco nos derrota, Roma perderá dos legiones y a unos cuantos generales, pero Roma seguirá viva, intacta y fuerte y con capacidad de regresar, pero para cuando volvamos, si lo hacemos, si el Senado vuelve a enviar más legiones, para entonces Eumenes sabe que de Pérgamo no quedará nada. Sin nuestro apoyo, Pérgamo será arrasado por Antíoco. Eumenes sabe esto y luchará con la furia del que se sabe acorralado. Eumenes destrozará el ala del ejército enemigo frente a la que le situemos, pero no podemos perder la fuerza de esa furia por la supervivencia haciéndola arremeter contra el muro de los catafractos. Los egipcios también luchaban por defender su tierra y fueron aplastados en Panion. No, lo infranqueable debe ser acometido de forma diferente, y debemos dejar que Eumenes encuentre la forma de destrozar la otra ala.

—Sea —dijo Lucio volviendo a asentir repetidas veces con la cabeza—. ¿Y en el centro? Están los elefantes asiáticos. Tienen muchos más que nosotros. Y mejor entrenados.

—Sí —respondió Publio con cierto tono cansado; aquella conversación estaba agotando sus escasas últimas fuerzas—. El centro es cosa de Aníbal. Falta saber si Antíoco al fin seguirá sus consejos o no. Según haga deberás actuar de una forma u otra.

—¿Y cómo sabré si Antíoco ha seguido el consejo de Aníbal?

—Lo sabrás —dijo Publio mientras se volvía a tumbar en la cama. Los escalofríos regresaban—. Dame las mantas, Lucio, las mantas… —Y su hermano estiró de las mismas para taparle—. Lo sabrás… Lucio… lo sabrás. Sólo tienes que fijarte en una cosa… en un detalle… —Pero la voz era cada vez más débil. Lucio se agachó hasta poner su oreja junto a los labios de su hermano. Publio susurraba las palabras. Lucio escuchaba atento, con los ojos bien abiertos y los puños cerrados.

Cuando Publio hubo terminado, Lucio asintió una vez más, despacio pero firme. Publio cerró los ojos. Su hermano se levantó e iba a llamar a la esclava Areté cuando la débil voz de Publio captó de nuevo su atención.

—Queda una cosa, hermano…

Lucio volvió a sentarse junto al enfermo.

—Dime, Publio.

—El muchacho… debe combatir… no podemos… después de todo lo ocurrido, retenerlo en la retaguardia… los legionarios… la caballería… todos han de ver que mi hijo combate. Ponlo en el centro.

—¿Donde los elefantes? —preguntó Lucio sorprendido.

—En el centro, donde los elefantes, sí, Lucio… en esta batalla donde no hay que estar es en las alas… Silano… me fío de él… dale el centro… él combatió en Zama. No te defraudará. El muchacho estará bien con él…

Publio dijo aún un par de frases, pero Lucio, aunque se agachó y pegó el oído a los labios del enfermo, no acertó ya a entenderlas. Pensó que no era importante. Lo esencial ya estaba dicho: el plan de ataque, cómo actuar contra los catafractos, la cuestión de si Aníbal dirigiría o no las tropas y dónde situar al joven Publio. La fiebre había producido de nuevo mucho sudor y parecía que Publio se hubiera dormido. Lucio salió de la tienda y llamó a Areté. La esclava reemplazó al cónsul. Lucio vio la forma delicada en la que aquella esclava trataba a su hermano y comprendió lo que estaba pasando allí más allá de la enfermedad, pero no era tiempo para asuntos familiares. Era cónsul de Roma y tenía una gran batalla que dirigir en la que se jugaban prestigio, gloria y la propia vida de miles de romanos.

Dentro de la tienda, el general enfermo movía nervioso, de un lado a otro, la cabeza. Areté secó el sudor primero con una toalla y luego puso otro paño húmedo y fresco sobre la frente. Aquello pareció aliviar un poco al general que dejó de mover la cabeza de forma brusca. Entonces entreabrió los labios. Parecía que el amo quería decir algo. Areté acercó su rostro a la boca del general.

—Si el muchacho le hace caso… estará bien si le hace caso… a Silano… le tiene que hacer caso… —Y no entendió más. Areté no comprendía bien el sentido ni el alcance de aquel mensaje. No parecía ninguna instrucción militar. Pensó en llamar al hermano del general, pero el cónsul tenía muchas ocupaciones y creyó que sería inoportuno molestarle por una frase sin sentido pronunciada por su hermano enfermo en medio de los delirios provocados por la fiebre. Areté no pensó más en ello y, en su lugar, rezó a Eshmún por la recuperación de aquel general romano. Así, la frase quedó allí, como muerta, entre aquellas paredes de tela, absorbida por el aire seco del corazón de Asia.

Antíoco III se mostraba remiso a combatir. Se había atrincherado cerca de Magnesia, entre los ríos Hermo y Frigio, en una amplia llanura donde el rey estaba convencido de que dispondría de bastante espacio en caso de que al final los romanos le obligasen a entrar en combate, además de tener toda el agua necesaria para sus tropas.

Antíoco había probado el amargo brebaje de la derrota contra las legiones en las Termópilas, en Grecia, y no quería tomar un segundo vaso de aquella bebida. Sus generales, empezando por su siempre impaciente hijo primogénito, Seleuco, querían expulsar a los romanos de inmediato, pero el rey sabía que el tiempo corría a su favor. En Grecia, al otro lado del mar, fueron ellos, su ejército el que sufrió las complicaciones de abastecimiento al tener desplazadas las tropas más allá del territorio que controlaban, mientras que los romanos se vieron ayudados por múltiples pueblos aliados en un terreno donde podían hacer llegar suministros tanto por mar como por tierra. Ahora las cosas habían cambiado: eran los romanos los que se habían adentrado en territorio dominado por Siria y él, Antíoco, era quien tenía más aliados y más recursos en la zona, por eso cuando su hijo Seleuco o su sobrino Antípatro le interpelaban para saber cuándo iban a atacar a las legiones, Antíoco respondía siempre de la misma forma:

—Dejemos que los dioses hagan llegar el invierno a nuestra tierra. Entonces los vientos del mar y el barro de los caminos impedirán el abastecimiento de los romanos, entonces les atacaremos.

Seleuco y Antípatro y el resto de generales acataban el deseo del rey, pero con rabia, y si de ellos dependiera, atacarían sin más dilación. Antíoco lo sabía, pero él era el rey, el emperador desde la India hasta aquel mar y, en cuanto expulsara a los romanos, volvería a atacar Grecia hasta reconstruir el imperio que una vez fue. Además, Publio Cornelio Escipión estaba enfermo. No estaba clara la gravedad de aquella enfermedad, pero estaba seguro de que el frío no ayudaría a que el enfermo mejorara. Antíoco III sonrió en la soledad de su gran tienda en el centro del gigantesco ejército del Imperio seléucida. El invierno, el invierno, por Apolo, el invierno era la respuesta.

Lucio veía cómo el carro que trasportaba a su hermano enfermo se alejaba en dirección al sur. Pronto los jinetes de la escolta que había asignado para que le protegieran en su marcha hasta Elea impidieron al cónsul ver más la silueta del carruaje. Lucio dio media vuelta y se dirigió a Domicio, Graco y Silano, que le aguardaban a unos pasos de distancia.

—Es el momento de avanzar hacia Magnesia —dijo el cónsul con decisión—. No podemos permitir que el invierno más crudo nos sorprenda antes de la gran batalla. Tenemos suerte de que se haya retrasado su llegada, pero está ahí, muy cercano. Enviaré mensajeros a Eumenes para que su ejército se una a nosotros allí mismo, en Magnesia.

Todos asintieron. Silano planteó, no obstante, una duda.

—Eso es cierto, cónsul, pero ¿cómo haremos para forzar al rey a entrar en combate? Además, Magnesia no es un sitio… —aquí Silano se calló, pero el cónsul le indicó con un gesto de la mano derecha que finalizara su comentario de modo que el experimentado tribuno, veterano de Zama, se aventuró a decir en voz alta lo que todos pensaban—. Es que Magnesia es una llanura amplia y eso favorece a las tropas enemigas, que podrían desbordarnos por las alas con facilidad, al ser más numerosas. En las Termópilas le derrotamos en un lugar estrecho y yo creo… creo que el rey sirio lo sabe. Por eso ha acampado en la llanura de Magnesia.

—Eso es cierto, Silano, es cierto. —Y Lucio se explicó mirándolos a todos, a cada uno unos segundos, buscando su complicidad, su implicación en la decisión que estaba tomando—. Eso es cierto, pero el rey también sabe que somos nosotros los que estamos ahora realmente lejos de nuestras fuentes habituales de aprovisionamiento. Roma, los aliados griegos, todo queda más allá del Helesponto, demasiado lejos. Ya, ya sé que me diréis que tenemos la ayuda de Pérgamo y yo os digo que es verdad, y que sin su ayuda y sin el aprovisionamiento que nos ha proporcionado primero Filipo, a regañadientes pero de forma efectiva —aquí miró a Graco, que agradeció con un leve gesto el reconocimiento del cónsul hacia su negociación con el rey de Macedonia— y sin la ayuda de Pérgamo no habríamos aguantado hasta la fecha. Pero ¿por cuánto tiempo más podrá ayudar Pérgamo a unas legiones que no consiguen nada? ¿Queréis que averigüemos hasta dónde llega la paciencia del rey Eumenes?

—El rey tendrá que esperar —intervino Domicio—. No tiene nadie que le ayude y sabe que si nos retiramos Antíoco arrasará su ejército y se apoderará de Pérgamo y todos sus territorios.

—Sí, es verdad —concedió Lucio—, pero Eumenes quiere combatir ahora, y ése es un deseo que insufla valor suplementario a sus tropas y es algo que debemos aprovechar. Si llega lo más frío del invierno y hemos de esperar sin combatir, las legiones que han venido en su ayuda serán más una carga que una ayuda. No, el paso del tiempo juega siempre a favor del enemigo y es algo que no podemos consentir. ¿Que cómo haremos para forzar a Antíoco a combatir? —Aquí Lucio miró a Silano—. Acamparemos tan cerca de sus fortificaciones que hasta nos huelan el aliento. Y sé dónde acampar. He hablado con mi hermano. Le he explicado con detalle la situación de las fortificaciones del ejército seléucida, la posición de los ríos, la amplitud de la llanura y Publio me ha dicho cómo resolver el problema o, al menos, cómo mitigarlo. Y tengo un plan de ataque, su plan de ataque, que seguir. Publio Cornelio Escipión es un general invicto. Ni tan siquiera Aníbal pudo con él en la mismísima África. Estoy seguro de que si seguimos su plan, una vez más, las legiones de Roma saldrán victoriosas, pero necesito de vuestro apoyo para ejecutar el plan, sin vuestra ayuda nada será posible.

Una vez más el cónsul escrutó la faz de cada tribuno, de Domicio Ahenobarbo, de Silano y de Tiberio Sempronio Graco. Los tres asintieron.

—Sea, por Castor y Pólux —concluyó el cónsul— partamos hacia Magnesia.

Graco fue el primero en salir, a continuación Silano, pero cuando Domicio iba a abandonar la tienda del praetorium Lucio le llamó.

—Domicio, espera un momento. —Ahenobarbo giró sobre sí mismo y entró de nuevo en la tienda del cónsul.

—Hay algo que debes saber sobre la batalla —dijo Lucio con un vibrar especial en su voz.

Domicio Ahenobarbo era un combatiente experimentado. Sabía detectar cuándo un superior tenía que dar malas noticias.

—En el plan de ataque que ha diseñado mi hermano… —Pero el cónsul se detuvo.

—Sí, mi general, ¿cuál es el problema? —Lucio se explicó sin más rodeos.

—Tú y Graco comandaréis la caballería del ala donde se concentren los catafractos del rey Antíoco; la otra ala se la dejaremos a Eumenes mientras yo me hago cargo del centro.

—De acuerdo —respondió Domicio empezando a ver en dónde podía estar la dificultad que preocupaba al cónsul. Los temidos catafractos iban a quedar frente a ellos, pero seguro que Publio Cornelio Escipión habría ideado algo para hacer frente a la carga de aquella terrible caballería enemiga cuya terrorífica fama había cruzado todas las fronteras del mundo conocido. Domicio se quedó en pie, en silencio, frente al cónsul, esperando alguna sugerencia, alguna estratagema con la que afrontar aquel encargo, pero el cónsul callaba. Domicio no se resignaba y preguntó—: Seguro que el hermano del cónsul… seguro que el gran Africanus habrá pensado en algún modo de derrotar a esos malditos catafractos, igual que diseñó la forma de enfrentarse a los elefantes, ¿no es así, cónsul?

Lucio Cornelio Escipión tragó saliva antes de dar la misma respuesta, con las mismas palabras, que había escuchado en boca de su hermano enfermo la noche en la que éste le explicó el plan de ataque.

—Domicio Ahenobarbo, te seré sincero: contra los catafractos no hay nada que hacer. Están demasiado bien protegidos, demasiado bien entrenados y son tan fuertes que ninguna caballería del mundo puede derrotarles.

Domicio miró al suelo. Puso los brazos en jarras. Se llevó la mano derecha al pelo de la cabeza. Se rascó con saña. Volvió a poner la mano en jarra, al igual que la izquierda, y volvió a preguntar:

—Entonces… ¿no hay nada que hacer?

El cónsul dio la explicación definitiva.

—No… es decir… no en esa ala.

Domicio Ahenobarbo asintió una sola vez muy lentamente repitiéndose a sí mismo en voz baja las palabras que acababa de escuchar.

—No… en… esa… ala.

Lucio sabía lo que estaba pidiendo a aquel hombre y Domicio estaba digiriendo la orden. Se trataba de un patricio veterano y disciplinado. El cónsul tenía la autoridad suprema, estaban en territorio enemigo ante unas fuerzas que les superaban notablemente en número pocos días antes de una batalla decisiva. El plan estaba diseñado por el mejor general de Roma, que aunque estuviera ahora alejado de allí y enfermo, conocía mejor que nadie a Aníbal, el terrible asesor del enemigo. Había que aceptar el juicio del que más sabía y la orden de quien tenía el mando. No quedaba más que hacer.

—Esto que se me ordena es prácticamente una devotio[*] —dijo Ahenobarbo siempre con los brazos en jarras, detenido próximo al umbral de la tienda del praetorium.

—No hay que resistir hasta el final. Sólo todo lo posible. El centro y la otra ala necesitaremos tiempo. Cuanto más nos deis mejor.

—Está claro —respondió Domicio y bajó los brazos—. Se hará como ordena el cónsul. Confío en la experiencia de Publio Cornelio Escipión, pero ¿por qué no situar al rey de Pérgamo frente al rey Antíoco y sus mejores catafractos?

Lucio temía que esa pregunta llegara.

—Porque un sacrificio como el que estoy pidiendo sólo se le puede pedir a quienes tenemos más confianza. Tanto mi hermano como yo sólo nos fiamos de ti para que nos consigas el máximo tiempo posible. Tu campaña de hace un par de años contra los boios nos demostró tu valor en combate. Además, he de avisarte que pienso concentrar la mayor parte de la caballería romana reforzando a Eumenes y su propia caballería. Tendrás pocos efectivos para luchar contra los mejores jinetes del mundo.

Domicio levantó la mano y miró al suelo.

—Creo que prefiero no saber más. Cuanto más me cuentas, menos me gusta. Es una orden y la cumpliré. —Iba a marcharse, pero una duda le vino a la mente y pensó que era mejor resolverla antes de partir. Levantó la mirada y encaró de nuevo al cónsul—. ¿Graco sabe algo de todo esto?

El cónsul negó con la cabeza.

—Entiendo —respondió Domicio—. ¿Puedo o debo informarle, ya que va a compartir el mando conmigo en esa ala?

Lucio había recibido instrucciones precisas de su hermano en el sentido de que Graco no supiera nada de todo aquello, y en su momento le había parecido bien, pero en el instante de trasladar aquella última instrucción, el cónsul comprendió que aquello era excesivo.

—Actúa según tu criterio, Domicio —respondió, al fin, Lucio—. Graco estará subordinado a ti. Tú tendrás el mando efectivo en ese sector de la batalla.

—Por Hércules, yo creo que cuando alguien cabalga hacia su muerte tiene derecho a saberlo —espetó Domicio con cierta exasperación.

—Obra según tu criterio, entonces —repitió el cónsul.

—De acuerdo. Domicio Ahenobarbo, tribuno de las legiones de Asia, se retira, cónsul de Roma. Que los dioses tengan a bien conceder una victoria a Roma. Incluso si no consigo sobrevivir, espero que sea una gran victoria.

—Lo será —respondió Lucio con lo que pretendía ser convencimiento que quedó más bien en una pose forzada.

Domicio Ahenobarbo dio media vuelta y cruzó el umbral del praetorium, pero estaba convencido de que sería la última vez que asistiría a una reunión de un estado mayor. Lucio salió y lo vio alejarse con la cabeza alta, con gran dignidad y aplomo. Publio había sido muy preciso, incluso cuando sólo podía susurrar: «Ahenobarbo es un gran oficial. Actuará con disciplina y te dará tiempo. En tus manos estará, hermano, no desaprovechar el sacrificio de un hombre de su talla». Lucio, de pronto, se sintió muy pequeño, muy incapaz, demasiado débil para llevar a término con la precisión necesaria el osado plan de ataque que había diseñado su hermano. Él no era Publio. Era imposible que él consiguiera nada. Quiso llorar de pura rabia, de pura impotencia, ¿quién era él para mandar a grandes hombres a la muerte?, pero estaba rodeado de los lictores que, sin mirarle, le miraban. Dio media vuelta y entró de nuevo en el praetorium. Se sentó en la sella curulis del cónsul de Roma, apretó los puños y se juró seguir adelante por el orgullo de su familia, por su hermano enfermo, por Roma.