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La decisión de Aníbal

En las proximidades de Magnesia. Lidia, centro de Asia Menor. Noviembre de 190 a. C.

Publio hijo estaba sentado en un amplio asiento que le habían traído sus nuevos guardianes. Ahora estaba custodiado por soldados cartagineses, veteranos de las campañas de Hispania, Italia y África que habían seguido a su gran general por todos los confines del mundo. Publio hijo había detectado en las miradas de aquellos guerreros la lealtad plena con la que seguían a Aníbal. Miradas. Eso le devolvió a la memoria el rostro de Afranio, con aquellos ojos henchidos de asombro al verse herido de muerte por la espada de Aníbal. Aquella última mirada de Afranio, repleta de perplejidad al no entender cómo después de desvelar la identidad del hijo de Escipión se le pagaba con la muerte, persistía en la mente del joven Publio con una viveza casi infernal, pues era el recordatorio de lo próxima que había sentido la muerte. Además, no era sólo cuestión de haber estado a punto de morir, sino el hecho de no haber sido capaz de mirar de frente a su oponente en el momento culminante. Sí, ante el avance de Aníbal, él, Publio Cornelio Escipión, hijo del gran Africanus, había cerrado los ojos. Sólo un instante después, al escuchar el grito ahogado de Afranio y al no sentir dolor alguno, los volvió a abrir, para ser testigo de cómo Aníbal extraía con una lentitud estudiada su espada de entre las entrañas partidas del decurión romano que le acababa de traicionar.

—Nunca me han gustado los traidores ni los desertores —había dicho Aníbal mientras limpiaba la sangre de Afranio del arma restregando la espada contra el costado del propio decurión abatido cuando éste aún se retorcía de dolor en medio de su agonía—. No, por Baal que nunca me han gustado los traidores. —Y continuó hablando dando la espalda al estupefacto hijo de Publio para dirigirse a Maharbal—. Los hemos utilizado, eso es cierto, sobre todo en Italia, ¿recuerdas aquel romano, Maharbal, Décimo creo que se llamaba, el que quería abrirnos las puertas de…, es curioso, ahora no recuerdo la ciudad, tras la muerte de Marcelo?

Maharbal asintió pero con el rostro serio. No tenía claro aún a dónde quería llegar su general ni cuál era la determinación que había tomado sobre el hijo de su gran enemigo.

—Lo recuerdo, sí. Murió como corresponde a un traidor —respondió el veterano oficial púnico.

—Sí, solo y con sufrimiento. Y, por encima de todo, sin ver cumplidas sus expectativas de recompensa. Los traidores nunca las merecen.

El joven Publio recordaba cómo había asistido a aquel debate entre Aníbal y su oficial de confianza mientras Afranio languidecía en el suelo sobre un creciente charco de sangre, gimoteando como un carnero que agoniza durante su sacrifico ante el altar de un templo. Aníbal no dijo más, sino que salió de la tienda sin ni siquiera mirar atrás. Dos guerreros púnicos entraron y se llevaron, arrastrándolo por los pies, el cuerpo de Afranio que con temblores en las manos aún daba muestras de no haber muerto del todo.

Dejaron a Publio hijo a solas unos minutos, a solas con su sorpresa y su confusión, a solas con la tremenda losa de no saber qué iba a ser de él ahora, a solas a la espera de seguir el camino de Afranio o de, aún algo peor, de transformarse en moneda para chantajear a su tío, el cónsul, y, así, avergonzar a su padre. Fue entonces cuando pensó por primera vez en quitarse la vida. Y lo hizo a conciencia. Examinó la tienda con minuciosidad, pero no había lugar donde colgarse, ni cuerda con la que hacerlo. Le habían arrebatado sus armas y no tenía nada con que poder cortarse las venas. Tenía claro que aquél era el único camino honorable que le quedaba después de haber cometido la infinita estupidez de, primero, ponerse en peligro, y luego dejarse atrapar como un jabalí en medio de una caza.

Pasaron los días, tediosos, largos, cargados de desesperanza y culpa, y las noches en vela, incapaz de dormir más de dos horas seguidas, reconcomido por la angustia y la frustración. Se le traía comida con regularidad y el joven Publio la tomaba con la esperanza de que estuviera envenenada, pero su deseo nunca se veía satisfecho, hasta que un día las pieles que cubrían la entrada a la tienda se abrieron de par en par y la figura ya conocida por él del mayor enemigo de Roma se recortó de nuevo en el umbral, proyectándose la larga sombra de Aníbal hasta el corazón mismo de aquella improvisada prisión.

El general cartaginés entró al interior de la tienda al tiempo que el joven Publio se levantaba del suelo. Ambos quedaron así a escasos dos pasos el uno del otro. Tras Aníbal entraron Maharbal y media docena de fieles guerreros púnicos que los escoltaban, aunque Publio hijo no tenía muy claro que ninguno de aquellos dos veteranos líderes púnicos necesitara de escolta alguna para cuidarse.

—Tengo órdenes del rey Antíoco de devolverte sano y salvo de regreso con las legiones de Roma —dijo Aníbal sin dar rodeos. El rostro del joven Publio, no obstante, no transmitió alivio sino que su frente arrugada y su boca cerrada con fuerza trasladaban al que le observaba que aquel joven había sentido preocupación al escuchar aquellas palabras en lugar de alivio. Aníbal supo interpretar con acierto los pensamientos de su prisionero—. Si lo que hunde tu ánimo es que tu padre haya cedido o prometido algo a cambio de tu vida, ése no parece ser el caso. Parece que aquí todos tienen un miedo exagerado a tu padre.

El joven Publio relajó entonces las facciones de su rostro. Aníbal, no obstante, no parecía dispuesto a dejar que las cosas fueran tan simples.

—Te preocupas por lo que pueda haber hecho o no hecho tu padre, joven oficial romano, cuando lo que realmente debería preocuparte ni siquiera parece pasar por tu mente.

Publio hijo retrocedió instintivamente un paso. Sus talones tropezaron con el poste de la tienda. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero supo mantenerse en pie.

—Lo que debiera preocuparte, hijo de Publio Cornelio Escipión —continuó Aníbal con cierta satisfacción al ver cómo retrocedía el vástago de su gran oponente en el campo de batalla—, lo que debería preocuparte es si yo voy a obedecer las órdenes del rey Antíoco o no.

Publio hijo comprendió entonces la nueva situación. Aníbal tenía instrucciones, pero Aníbal no era hombre que se dejara mandar con facilidad. Si no estaba convencido de hacer algo no lo haría sin importarle quién hubiera ordenado lo contrario o las consecuencias de su negativa a obedecer. El joven se apoyó en el poste y habló mirando al suelo, pero no humillado. Estaba pensando con intensidad.

—¿Y qué ha decidido Aníbal sobre mí? Si ha decidido matarme, ésa me parece una muerte digna. Mi tío abuelo ya murió a manos de tu hermano en Hispania. Al menos en la muerte, ya que no en vida, podré superar a mis antepasados. Y si, por el contrario, has decidido dejarme libre, no porque obedezcas a Antíoco sino porque así lo has decidido tú mismo, será que Aníbal tiene esa nobleza que he intuido siempre que mi padre me hablaba de ti.

Fue en ese momento cuando el general cartaginés se relajó también. Por fin estaban hablando el uno con el otro sin que el rey Antíoco importara. Ahí era donde quería llegar él. El que tenía delante de él era el hijo de Publio Cornelio Escipión, el único general que había sido capaz de derrotarle con claridad en una batalla. Quería saber más de él, de su padre, de su familia. Lástima que no hubiera tiempo. Nunca había tiempo para las cosas importantes.

—Eres bueno con las palabras, hijo de Escipión. No sé si serás bueno en el campo de batalla, pero eres listo eligiendo las palabras. Quizá en eso seas más hábil que tu padre; quizá ésa sea tu arma y no la espada. Pero en todo caso, no seré yo quien te niegue la posibilidad de luchar en la futura batalla. —Y aquí calló por unos instantes en los que rodeó al muchacho, observándole desde todos los ángulos, hasta detenerse de nuevo frente a él—. Los romanos sois gente extraña. Por Tanit, cualquiera hubiera pensado que te enfurecerías contra tu padre al saber que éste no había aceptado negociar para salvar tu vida. Sin embargo, te lo comento y eso te hace feliz. Me resulta complicado entenderos, a ti, a tu padre, a Roma. Sois los primeros que veo que no negocian cuando el enemigo tiene como rehén a uno de sus más próximos. En Iberia, tener rehenes siempre era un salvoconducto para obtener cesiones de los celtas y los iberos de la región. Con vosotros, sin embargo, ni siquiera esto parece funcionar. Me pregunto qué pasaría si te matase aquí y ahora. —El muchacho iba a responder, pero Aníbal continuó hablando y el joven Publio consideró, con acierto, que era mejor no interrumpir al cartaginés—. Sé que si lo hiciera no conseguiría nada. Lo útil sería retenerte; sé que con eso debilitaría realmente la posición de tu padre, pero no tengo fuerzas suficientes con las que mantenerte en custodia frente a las tropas de Antíoco. ¿Matarte ofuscaría la mente de tu padre? No lo sé. No lo tengo claro, pero, en cualquier caso, sería rebajarse. Esta misma mañana te escoltará una patrulla que te conducirá hacia el norte, hacia el mar, cerca de las posiciones que los romanos mantienen en Abydos. Allí te liberarán. —Aníbal se agachó entonces para hablar en voz baja, casi al oído de Publio hijo—. Dile a tu padre que le espero pronto en el campo de batalla. Dile que yo no necesito, que no quiero rehenes para saber quién es mejor en el combate. Dile que le espero en el campo de batalla y dile que no falte a la cita. Dile que aún tiene anillos que recuperar.

Y se irguió de nuevo, dio media vuelta y desapareció de la tienda dejando al joven Publio de nuevo a solas, esta vez con una sensación extraña de no saber si estaba en la antesala de su liberación o acercándose a ser testigo de la próxima derrota de su padre en el campo de batalla o, quizá, de ambos acontecimientos a la vez. La seguridad de aquel general cartaginés era embriagadora y, sin duda, hechizaba a los que le seguían y, con toda seguridad, despertaba una oscura sensación de derrota en los que sabían que debían combatirle. Era cierto que su padre le había derrotado una vez, en Zama, pero de eso hacía años y el joven Publio no estaba convencido de que su padre retuviera en su ser las suficientes energías como para repetir la hazaña. Aníbal tenía más edad que su padre, pero el cartaginés parecía retener en su cuerpo una vitalidad sólo propia de un dios.

Aníbal y Maharbal caminaban por el campamento sirio establecido en las proximidades de Magnesia.

—Es cierto que es extraño que Escipión no aceptara negociar cuando la vida de su hijo estaba en juego —dijo Maharbal interesado por saber más de lo que Aníbal pensaba sobre ese asunto.

—Cierto —reafirmó Aníbal—. Es muy peculiar. Como le dije al hijo de Escipión, los romanos son gente extraña. Si yo hubiera estado en la situación de Escipión y el enemigo retuviera a mi hijo, no habría dudado en ceder todo lo que hubiera sido preciso para recuperar a mi hijo con vida.

Maharbal sabía la profunda decepción que Aníbal sentía por no haber podido ser padre, por eso calló y no hizo comentarios a las palabras de Aníbal. De cualquier forma, el general parecía tener un enorme cariño a su esposa y nunca hablaba del tema de los hijos. Ése era un asunto privado en el que Maharbal no entraba. Imilce había quedado en Antioquía, a salvo del frente de guerra en espera del desenlace de aquella campaña militar. Aníbal había dejado media docena de veteranos cartagineses como custodios de su mujer, con las instrucciones precisas de que sólo debían comer productos de la huerta que ellos mismos cultivaban junto a la casa que tenían cedida a las afueras de la ciudad, carne de animales que ellos mismos hubieran sacrificado y todo cocinado por la propia Imilce. Maharbal consideró siempre como muy acertadas todas aquellas precauciones e Imilce, por la forma en la que aceptó las órdenes, también. Después del envenenamiento de Epífanes toda cautela parecía poca. Pero Aníbal volvió a hablar haciendo que la mente de Maharbal retornara a la campaña militar y al asunto de qué habría hecho él si el enemigo hubiera retenido a un hijo suyo como rehén.

—Sí, habría cedido en todo por recuperarlo, claro que, por Baal, Tanit y Melqart, luego habría regresado con todas mis tropas para aniquilar a aquellos que habían perpetrado semejante osadía, secuestrar un hijo. —Maharbal sonrió sin decir nada; Aníbal, tras un breve silencio, seguía hablando, como si Maharbal ya no estuviera allí, como si pensara en voz alta, a solas consigo mismo—. Y, sin embargo, Publio Cornelio Escipión no negoció. O no quiere a su hijo o está loco. —Y, de pronto, mirando a su leal lugarteniente, añadió una consideración final—; Maharbal, un pueblo cuyos generales no retroceden ni siquiera cuando el enemigo ha apresado a un hijo suyo, es, sin duda, un pueblo temible. Temible más allá de lo conocido. —Otro breve silencio—. Antíoco es otro loco. Éste será un duelo interesante.