61

Los emisarios de Antíoco

Abydos, Misia, norte de Asia Menor. Noviembre de 190 a. C.

Llovía incesantemente sobre el campamento romano de las legiones de Asia levantado a las afueras de Abydos. Los bailes que el sacerdocio salio exigía ya habían terminado, pero ahora seguían allí, retenidos en la costa norte de Asia porque no tenían noticias de Publio hijo. Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, algo nervioso por aquel obligado retraso en las operaciones de guerra, estaba revisando los suministros de los que disponían con el quaestor de las legiones cuando el proximus lictor irrumpió en la tienda y quedó en pie, junto a la entrada, a la espera de que el cónsul le permitiera hablar. Lucio le miró y eso fue suficiente.

—Ha llegado una embajada siria. Dicen que quieren hablar con el cónsul, que es importante.

—Traed a esos embajadores aquí en media hora. Mientras, que les den de comer y beber en una tienda, a resguardo de la lluvia, y ve personalmente a llamar a mi hermano.

El proximus lictor asintió, se llevó la mano al pecho, dio media vuelta y desapareció tras la tela de entrada a la tienda. Lucio despachó también al quaestor y se quedó a solas, esperando la llegada de su hermano. Publio se encontraba algo indispuesto. La preocupación por la suerte de su hijo perdido en la turma de reconocimiento parecía haber hecho prender de nuevo la llama de las fiebres de Hispania. Lucio se sentó en la sella curulis dispuesta en el centro de la tienda. Esta embajada debería de traer noticias sobre el destino de su sobrino. Lucio Cornelio Escipión apretó los labios. La situación en Asia se había complicado demasiado y sólo acababan de cruzar el Helesponto.

Publio entró como si el viento de la tormenta le hubiera empujado hasta allí. Venía vestido con coraza, grebas, espada envainada, dispuesto a entrar en combate. La lluvia le había empapado de pies a cabeza, pero aquello no parecía importarle. El sudor de las fiebres se mezclaba con el agua que los dioses estaban desparramando sobre la tierra.

—¿Se sabe algo ya? —preguntó Publio sin ocultar un ápice su inquietud.

—No. He decidido esperar a que estuvieras conmigo antes de recibirlos.

Publio asintió varias veces. Su hermano era el cónsul, pero constantemente daba muestras de respeto hacia él.

—Estoy empapado —dijo Publio al fin, sentándose en un solium dispuesto próximo a la sella curulis, en el lado derecho.

Lucio llamó a un esclavo y pidió paños limpios para que su hermano se secara.

—Tienen que decirnos algo del muchacho —comentó Publio mientras se pasaba una toalla por la coraza de guerra—. Por Hércules, que hablen o yo mismo les sacaré las palabras a golpes.

Lucio le miró sin decir nada. Quizá habría sido mejor recibir a la embajada a solas y luego departir con su hermano, pero había querido que estuviera presente Publio porque era conocida por todos su sagacidad en las negociaciones con embajadas extranjeras en Hispania, en Sicilia, en África, aunque el Senado, manipulado por Catón, nunca reconociera esa virtud en Publio. Sin embargo, quizás ahora estuviera demasiado ofuscado con la pérdida de su hijo. Dos lictores entraron en la tienda y con ellos los pensamientos de Lucio se difuminaron. Tras los lictores entraron dos hombres, ataviado el más joven, un hombre maduro, como oficial del ejército de Siria, con una coraza anatómica y un faldón de cuero imitando el viejo estilo de los veteranos de Alejandro Magno, y el otro, un hombre muy mayor, un anciano, cubierto por una larga túnica gris. Ambos quedaron de pie, frente a los dos Escipiones, rodeados por el resto de los lictores del cónsul. El oficial sirio había sido convenientemente desarmado. Al anciano se le había permitido quedarse con una larga estaca que usaba a modo de bastón. El guerrero sirio miraba a ambos generales romanos sin tener muy claro a quién dirigirse.

—Has pedido entrevistarte con el cónsul de Roma, oficial sirio. Yo soy Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma y general en jefe de las legiones que han cruzado el mar. Es a mí a quien debes dirigirte. El que me acompaña es Publio Cornelio Escipión, al que muchos conocen como Africanus. Es mi hermano y mi consejero.

El oficial sirio miró a Lucio y se inclinó levemente. Luego miró a Publio y repitió el gesto. ¿Así que aquél era el general romano que había derrotado a Aníbal? Aquello le impresionó.

—Mi nombre es Antípatro, general del ejército sirio, y vengo, en nombre de Antíoco, Basileus Megas, señor de todo el Oriente, rey de Siria y de todos los territorios desde el Indo hasta el Helesponto, para recordar a los romanos que deben partir de Asia inmediatamente o sus tropas serán barridas por nuestro ejército como le ha sucedido a todos los enemigos del gran rey.

—Antípatro —replicó Lucio con firmeza—, Roma reconoce el dominio de tu rey sobre los territorios de Oriente, pero tu rey ha atacado primero a Egipto, aliado de Roma, arrebatándole la Celesiria, luego cruzó el Helesponto y asedió ciudades griegas amigas de Roma y ahora somos nosotros los que hemos cruzado el mar porque tu rey está amenazando al reino de Pérgamo y al reino de Rodas, ambos aliados de Roma. El rey Antíoco debe retroceder a sus antiguos dominios abandonando Asia Menor.

Antípatro miró de reojo a su anciano compañero. Fue éste el que tomó entonces la palabra.

—Soy Heráclidas, consejero del rey Antíoco, Basileus Megas, señor del Oriente y de todos los territorios del antiguo imperio de Alejandro Magno. Cónsul de Roma, no os interpongáis entre el rey Antíoco III y su destino. No es aconsejable para vuestros intereses. —Heráclidas vio con el rabillo del ojo cómo el otro general romano separaba su espalda del respaldo de su solium. Por fin había captado su interés—. No es aconsejable. Será para vuestro beneficio que dejéis de oponeros a las justas reclamaciones que el rey Antíoco tiene sobre Pérgamo, Rodas y el resto de territorios de Asia, pues aquí reinaron sus antepasados y aquí deberá reinar él, devolviendo todo a su correcto orden. Los dioses así lo desean y hasta los judíos mismos tienen una profecía que así lo pronostica. ¿Cómo hombres tan sabios como vosotros podéis estar ciegos a lo que debe ser? Pero el gran rey Antíoco es un monarca generoso más allá de lo conocido y desea haceros más sencillo tomar el camino de regreso a Grecia y a Roma con vuestras tropas. El rey está dispuesto a pagar en oro los gastos de vuestro viaje, el gasto completo de toda la campaña y, como muestra de buena voluntad, está dispuesto a entregaros al hijo de Publio Cornelio Escipión vivo una vez que os hayáis retirado de Asia.

Lucio abrió la boca pero no dijo nada. No sabía bien cómo responder. La vida de su sobrino, si es que era cierto que seguía vivo, estaba en juego. A su derecha, Publio se levantó despacio y se puso a su lado mirando fijamente al anciano consejero del rey Antíoco. Al contrario de lo que pensaba Lucio, su hermano empezó a hablar con un tono suave, casi como quien habla a un viejo amigo.

—Heráclidas, consejero del gran rey Antíoco, Basileus Megas, señor del Oriente y de todo lo que quieras, te diré lo que has de contarle a tu monarca cuando regreses a Antioquía: Heráclidas, dile a tu rey que si deseaba la paz y deseaba que no entráramos en Asia, debería haberse detenido en Lisimaquia. Su retirada de allí nos dejó el camino expedito para cruzar el Helesponto. Con esa retirada tu rey aceptaba nuestra entrada. Quien ha permitido que el oponente entre en su propia casa no puede pretender que ahora salga a cambio de un poco de oro sin aceptar un cambio en la situación. Asia ya no es sólo de Antíoco, no hasta la cordillera del Tauro. Desde el mar hasta el Tauro son territorios independientes de Antíoco y reinos amigos de Roma. Tu rey se retirará. ¿Dinero? ¿Oro? ¿Cree realmente tu rey que se puede comprar a un cónsul de Roma, a mi hermano, o a un senador de Roma, como yo, al mismísimo princeps senatus de Roma? ¿Crees tú realmente que el senador más veterano de Roma está en venta? —El tono de Publio seguía siendo conciliador, pero el contenido de su discurso y las preguntas directas hicieron que el anciano Heráclidas fuera el que en ese momento abriera la boca, pero no pudo pronunciar palabra alguna, pues el propio Publio continuaba con su intervención, pero ahora elevando el tono de voz poco a poco—. Te he hecho una pregunta, consejero de Antíoco, ¿crees que el princeps senatus está en venta? —Y gritando a pleno pulmón—: ¿Crees que estoy en venta?

Heráclidas y el general Antípatro dieron un paso atrás. Publio dejó de gritar, pero las palabras salían ahora de su boca desbocadas como un torrente en medio de la más atronadora de las tormentas. Los truenos de su rabia se mezclaban con los truenos de la lluvia que fustigaba furiosa las telas de las paredes del praetorium.

—¡Nunca aceptaremos para nosotros nada en público de tu rey! ¿Que el rey Antíoco quiere pagar con oro el coste de nuestra retirada? Por supuesto: pagará en oro el coste de toda la campaña como dice, pero antes deberá retirarse más allá de las montañas del Tauro y deberá hacerlo ya. ¿Que el rey desea entregarme a mi hijo? Sea, por Júpiter, ésa es una acción que aceptaré a título privado, pero sin contrapartidas públicas; lo único que puedo prometerle a cambio de mi hijo es que la vida del rey será respetada si entramos en combate pues, como no puede ser de otra forma, su ejército será aniquilado por nuestras legiones. He conquistado Hispania y África, consejero, y si he de conquistar toda Asia para recuperar a mi hijo lo haré, sólo que cuando tenga de nuevo a mi hijo conmigo, tras destruir vuestro ejército no tendré misericordia con ninguno de vosotros, ni contigo, consejero real, ni contigo, general de su ejército —mirando a Antípatro y de nuevo hacia Heráclidas—, ni con el propio rey. —Y elevando de nuevo la voz—: ¡Quiero a mi hijo aquí y lo quiero ya! ¡A un senador de Roma y a un cónsul no se les compra! ¡Dile a tu rey que acepte las condiciones que le proponemos si quiere la paz y, por encima de todo, si quiere seguir vivo! —Y de nuevo bajó el volumen de voz—. Mi generosidad por la devolución de mi hijo a título privado puede ser inmensa, pero nada tengo que ofrecer o negociar con tu rey sobre las cuestiones públicas que no sea la completa aceptación de las condiciones que acabo de mencionar. Dile, por fin, que mi ira, la ira de Publio Cornelio Escipión, es una fuerza que te aseguro, consejero Heráclidas, te aseguro que tu rey no quiere conocer.

Y calló. Dio unos pasos hacia atrás y se sentó de nuevo en su solium. Estaba agotado. Sentía como la fiebre se apoderaba de nuevo de su cuerpo. Un sudor frío empezaba a rezumar por su frente y los latidos de su corazón retumbaban en sus sienes.

—Todo está dicho —apostilló Lucio mirando a los embajadores sirios.

—Transmitiré a mi rey vuestra respuesta —fue la seca réplica de Heráclidas que no dejaba de mirar las gotas de sudor frío que resbalaban por la frente y las sienes del hermano del cónsul. Ambos embajadores dieron media vuelta y desaparecieron tras la tela de acceso a la tienda. Tras ellos salieron todos los lictores.

Los dos hermanos permanecieron en silencio unos minutos.

—Parece que tienen al muchacho con vida —se atrevió a decir Lucio al fin.

—Eso dicen —musitó Publio entre dientes—; pero no tenemos ninguna prueba de ello.

La lluvia arreciaba sobre las lonas de la tienda. Se vio un enorme resplandor que atravesaba la cubierta de la estancia y se escuchó un trueno casi al tiempo.

—Has estado bien, hermano —dijo Lucio.

Publio asentía despacio mientras respondía.

—No podemos ceder al chantaje de Antíoco; no podemos vendernos. No podemos hacerlo ni siquiera por mi hijo… —Y tras un frío instante, un fugaz destello y otro tremendo trueno, concluyó con auténtica tristeza—: Emilia no me lo perdonará jamás. Jamás.

Heráclidas y Antípatro aceptaron el refugio de una pequeña tienda junto a la empalizada del campamento. Dos calones[*] trajeron algo de vino, un poco de pan, queso y fruta y les dejaron a solas. Antípatro sacó la cabeza por la abertura de la tienda.

—Han puesto varios centinelas alrededor. Están empapándose, pero ahí están —explicó Antípatro sacudiéndose el agua que le resbalaba por la frente. Su interlocutor permanecía en silencio.

Heráclidas se había sentado en una de las pequeñas sellae que habían dejado los esclavos al traer la comida.

—Lo mejor que podemos hacer es comer algo —continuó Antípatro—. Por lo demás la embajada no ha servido de nada.

Heráclidas, para confusión de Antípatro, sonrió.

—Yo no diría que no hemos conseguido nada.

El oficial sirio miró al viejo consejero del rey con el ceño fruncido mientras masticaba un poco de pan y queso.

—¿Qué hemos conseguido? —inquirió Antípatro sin dejar de masticar con la boca abierta. Heráclidas suspiró y miró hacia otro lado.

—Hemos averiguado algo muy importante para nuestro rey, y más importante aún para Seleuco, a quien también servimos. —Antípatro se sentó en otra de las sellae.

—Por Apolo, ¿qué es eso tan importante que hemos averiguado?

Heráclidas sonrió aún más. Qué torpes podían llegar a ser los militares. Caminaban hacia una victoria total y aquel general no tenía ni idea. Seleuco comandaría parte del ejército victorioso. El rey estaría contento. Seleuco sería premiado y éste, a su vez, le premiaría a él, a Heráclidas, garantizándole una vejez plagada de lujos y comodidades.

—Ahora sabemos que Publio Cornelio Escipión, ése al que llaman Africanus —explicó Heráclidas como quien explica algo a un niño—, el general que realmente comanda las legiones, el que derrotó a los cartagineses, el que doblegó a Aníbal… ahora sabemos, Antípatro, que ese general está enfermo. Muy enfermo.

—¿Estará realmente vivo? —preguntó Publio entre los truenos de la tormenta. Su hermano Lucio, el cónsul de Roma, miraba al suelo—. No tiene sentido que quieran mentirnos. A no ser que ya esté muerto y busquen ganar tiempo. ¡Por Júpiter, es horrible esta tensión, Lucio!

La lluvia golpeaba a ráfagas contra las paredes de la tienda empujada por el viento. Publio estaba helado. Las fiebres se apoderaban, una vez más, de su cuerpo y le nublaban el sentido. Era el peor de los momentos para caer enfermo. Tenía que encontrar fuerzas de donde fuera, al menos hasta que se aclarara la situación de su hijo.

—La embajada era importante —comentó Lucio.

Publio, cubriéndose con un amplio manto similar al paludamentum de su hermano, pero de color gris, no teñido de púrpura como el de un cónsul, respondió confirmando la opinión de su hermano:

—Sí. Antípatro estuvo comandando la falange central en la batalla de Panion, según nos dijo Escopas, cuando Antíoco destrozó el ejército egipcio. Y Heráclidas parece hablar con la seguridad de quien está muy próximo al rey.

—Podríamos retenerlos y solicitar un canje por el muchacho —comentó Lucio con cierta ilusión, con el aire de quien vislumbra una solución a un enigma irresoluble.

—Es una idea —respondió Publio—, pero dudo que Antíoco aceptara el canje. Es seguro que tiene otros muchos consejeros y oficiales a su alrededor, y todos deseosos por ver cómo desaparecen los que ha enviado aquí. Mucho me temo, hermano, que con retenerlos sólo conseguiríamos irritar aún más el orgullo herido de Antíoco. Desde que aquel proyectil en las Termópilas le partiera los dientes, se ha tomado la guerra contra nosotros como algo personal.

Lucio asintió. Pensó que las amenazas que su hermano había proferido en la parte final de la entrevista con los sirios también podrían surtir el mismo efecto, pero habían sido fruto de la rabia que sentía su hermano y no tenía sentido sumar un nuevo error a otro ya cometido. Publio volvió a lanzar la pregunta que le atormentaba mientras se tapaba aún más con su capa militar.

—¿Estará aún vivo?