El mensaje de los dahas
Antioquía, Siria. Octubre de 190 a. C.
Los guerreros dahas se postraron ante su señor. El rey Antíoco les ordenó alzarse. Los soldados, rodeados por las imponentes paredes del salón real de Antioquía y después de haber visto por primera vez en su vida las gigantescas murallas de la ciudad que empezara a construir Seleuco I en el pasado y que terminara el propio Antíoco III en el presente, después de admirar el impactante teatro y los majestuosos puentes sobre el río Orontes, tras cabalgar por las magníficas avenidas y cruzar la grandiosa plaza del Nymphaeum, se sentían aún más abrumados y aún más pequeños. Sólo el hecho de saber que eran portadores de importantes noticias para el rey les hacía mantener el ánimo en medio de aquella exuberante exhibición de riqueza y poder. Ellos eran guerreros, estaban acostumbrados al campo abierto, a dormir al raso, a comer bajo las estrellas, a luchar en el campo de batalla: Antioquía era para ellos otro mundo, otro universo, el hogar de su amo.
—Heráclidas dice que traéis importantes noticias —dijo el rey desde su trono recubierto en oro y gemas y mirando al enjuto y delgado consejero que había sustituido a Epífanes. Heráclidas era favorable siempre a las ideas de Seleuco y el rey sabía que era como una extensión de su hijo y, quizá, de Antípatro, pero llevaba también muchos años de leal servicio y Antíoco aceptó que tomara el puesto de Epífanes, eso sí, manteniendo a Aníbal como contrapeso. El tiempo pondría a cada uno en su sitio. El tiempo y la guerra.
Ante el silencio de los dahas, que el rey correctamente interpretó como señal de duda y respeto hacia su persona, Antíoco repitió su invitación a hablar.
—Habéis cabalgado desde lejos y estáis ante vuestro rey. Decid qué noticias traéis del norte.
Arrodillado, mirando al suelo, uno de los dos guerreros empezó a hablar.
—Venimos de Lidia, mi señor. Allí, en una de nuestras incursiones hacia Misia, atrapamos a unos romanos de una patrulla de reconocimiento de las legiones bárbaras. Parece ser que uno de los prisioneros podría ser el hijo de uno de los generales romanos.
El rey de Siria frunció el ceño y miró de reojo a Heráclidas, que se mantenía en pie, callado y serio a su lado.
—¿De qué general? ¿Del cónsul de Roma, Lucio Cornelio Escipión? —indagó el rey, que empezaba a ver el interés auténtico de aquella audiencia.
—No, mi señor. Creemos que se ha apresado al hijo del hermano del cónsul, al hijo del general romano Publio Cornelio Escipión, ése al que llaman Africanus.
—¡Por Apolo, tenemos al hijo del general romano que derrotó a Aníbal en Zama! —exclamó Antíoco alzándose de su trono imperial. Volvió a mirar a Heráclidas. Se sorprendió, pues esperaba ver una gran sonrisa en su nuevo consejero, pues aquélla sin duda era una maravillosa noticia, pero Heráclidas mantenía la faz seria, impenetrable. El guerrero daha, sin dejar de mirar al suelo, volvió a hablar y sus palabras dieron sentido al rostro preocupado de Heráclidas.
—Pero hay un problema, mi señor.
—¿Un problema? —El rey volvió a tomar asiento en su trono. No entendía cómo tener de rehén al hijo del mejor general de Roma podía convertirse en un problema.
—Veréis, mi señor… —Al guerrero daha de pronto le faltaba la saliva—. Aníbal… Aníbal… Aníbal… —Pero era incapaz de terminar la frase.