Lelio contra Catón
Roma, finales de agosto de 190 a. C.
Nunca pensó Lelio que fuera a tener tanto trabajo. Ya se lo habían advertido Publio y Lucio.
—Tenemos el frente de Asia, pero aquí en Roma, querido Lelio, se habrán de librar grandes batallas —había insistido Publio al despedirse.
Y así había sido. Catón estaba decidido a mantenerle muy ocupado durante su estancia en Roma. En cuanto los Escipiones salieron por las puertas de la ciudad, Marco Porcio Catón empezó a instigar con furia contra cualquier senador próximo a Publio y Lucio Cornelio Escipión. La primera víctima fue Minucio Termo, aliado de los Escipiones en varias votaciones del pasado reciente, al que Catón acusó de excesiva crueldad en su campaña del norte contra los ligures y, peor que eso, de no haber conseguido pacificar la región.
—Tanta muerte y tanta desolación en Liguria que sólo nos traerá más rencor en una región demasiado próxima a Roma donde deberíamos desterrar esos sentimientos de odio hacia nosotros. —Catón declamaba su discurso con la seguridad de quien ha contado varias veces los senadores presentes y se sabe ganador en la próxima votación, y es que un pequeño número de senadores proclives a la causa de los Escipiones y sus amigos, como era el caso de Minucio, estaban desplazados fuera de Roma en Asia junto a su gran líder; no demasiados, pero sí suficientes para inclinar a su favor un Senado que estaba dividido y nervioso a la espera del gran enfrentamiento contra Antíoco; así, Catón seguía hablando desde el centro de la sala—. Liguria está resentida y en cualquier momento se volverá a levantar en armas contra nosotros, y ¿hemos de conceder un triunfo a quien ha sembrado esa cizaña? Yo creo que ya nos ha hecho bastante daño el senador Minucio. Mostremos nuestra generosidad no castigándole, pero no seamos tan necios de premiarle.
Y se sentó entre los aplausos de Lucio Valerio, Spurino, Quinto Petilio y otros muchos que parecían disfrutar con la saña con la que Catón lanzaba aquellos dardos verbales contra sus enemigos políticos. Cayo Lelio argumentó que esa crueldad de la que se acusaba a Minucio era la misma que había usado el propio Catón en Hispania, pero su intervención sólo recibió una gran andanada de insultos desde los bancos de enfrente y sólo una muy breve ovación de unos pocos senadores fieles a la causa de los Escipiones. La votación fue ganada por Catón dos a uno. Esto envalentonó más aún al senador plebeyo de Tusculum, que se volvió a levantar y pidió de nuevo la palabra al presidente de la sesión que, sin dudarlo, se la concedió. Arremetió entonces Catón contra Acilio Glabrión por malversación de fondos en la campaña que culminó con la batalla de las Termópilas, una gran victoria militar que había expulsado a Antíoco de regreso a Asia y en la que, como todos sabían, el propio Catón había luchado con gran valor. La victoria militar era indiscutible, y criticarla sería criticarse a sí mismo pues él mismo participó en las Termópilas con gran éxito, por eso Catón mordió en la gestión económica de la misma, algo que condujo Glabrión por sí mismo. No había pruebas claras contra Acilio Glabrión. El reparto del botín era algo siempre confuso y sujeto a diversas interpretaciones. Catón pidió una investigación y lo único que pudo conseguir Lelio es que el asunto se debatiera en otra sesión. Catón aceptó, ya que en el fondo le convenía prolongar en el tiempo el ataque a Glabrión, pues sabía que éste era el candidato que los Escipiones iban a presentar para censor al año siguiente y era el propio Catón quien quería la censura para sí mismo. Sabía que no podía ganar un juicio público por malversación contra Acilio Glabrión, pero había aprendido de los Escipiones que se podía deteriorar la imagen de un candidato lo suficiente con una causa de esas características como para superarle a continuación en una elección. Y ése era su objetivo fundamental.
Lelio suspiró aliviado cuando Catón aceptó el aplazamiento sobre la causa contra Glabrión pensando que por fin terminaba aquella tortura, pero el incisivo acusador de Roma, el austero, cínico y agudo Catón se situó una vez más en el centro de la sala y lanzó un nuevo ataque. Esta vez contra el mismísimo Emilio Régilo, que acababa de derrotar en el Egeo a la flota siria en una gran batalla naval, una flota enemiga comandada, según decían, por el propio Aníbal, una batalla que facilitaba el paso de las legiones a Asia al debilitar el control del mar por parte de Siria.
—¿Cuántos muertos ha habido en esa batalla? ¿Cuánto oro y plata reportará esa victoria a las arcas de Roma? ¿Cuántos esclavos llegarán a nuestros mercados? —preguntaba Catón de forma agresiva—. ¿Es que ahora hemos de conceder un triunfo cada vez que un senador amigo de los Escipiones sale de pesca? —Y decenas de senadores se echaron a reír—. Nos congratulamos de que la pesca le haya ido bien al amigo de los Escipiones y nos alegramos de que haya hundido algunos barcos enemigos, ahora bien, quedaría saber cuántos de esos navíos enemigos han sido realmente abatidos por nuestra flota o si gran parte del mérito de esa victoria se debe a la inestimable ayuda de la gran flota rodia, famosa en el mundo entero por su destreza en las batallas navales. Por todos los dioses, de acuerdo en que Régilo ha presenciado una victoria interesante para Roma, pero de ahí a conceder un triunfo hay muchos días de navegación para el bueno de Emilio Régilo.
Y Catón se despidió del centro de la sala una vez más envuelto en un mar de aclamaciones y vítores por su ocurrente forma de acusar y de apuntar las debilidades de las propuestas del bando contrario. Cayo Lelio, cónsul de Roma, al fin, se levantó despacio. Aquí tenía que hacerse valer, no ya por el triunfo sino porque había recibido una carta de Publio hacía sólo una semana.
Querido Lelio, cónsul de Roma:
Avanzamos hacia Asia. Graco, no me preguntes cómo, ha conseguido que Filipo V ceda y hemos cruzado Macedonia sin peligro. Las legiones están embarcando y cruzando hacia Abydos. Allí seguramente pasaremos un tiempo, pero el mensaje habrá llegado claro y nítido a Antíoco: vamos a por él y no nos importa que se esconda en Asia. Sé que hemos de provocarle para que luche en una gran batalla campal antes de que termine el año de tu consulado y el de Lucio. Aún no sé cómo nos enfrentaremos a sus temibles catafractos. Es algo que me desalienta, pero que no comparto con nadie. Ni tan siquiera con Lucio. Me gustaría tanto que estuvieras aquí…, pero en Roma haces falta. Más tarde o más temprano lo verás claro. Catón nos atacará por todos los frentes e irá contra todos. Lo importante ahora es un asunto que me preocupa sobremanera. Necesitamos el control del mar. Livio Salinator está al mando de toda la flota romana y no es el mejor para ese puesto. Lelio, necesito el mar bajo nuestro control. Emilio Régilo es un amigo y además ha demostrado su capacidad con su victoria de hace unos días. Has de conseguir que Régilo reemplace a Salinator al mando de la flota romana. Con Régilo en el mar sé que sólo deberé preocuparme por los elefantes y los catafractos de Antíoco, y bueno, por el pequeño detalle de que nos doblarán en número, pero a eso ya nos acostumbramos en Hispania y en África. ¿Recuerdas nuestra batalla nocturna?
Saluda a Emilia y a mis hijas. Les he escrito también, pero ya sabes que nunca se puede estar seguro del correo y menos en estos días.
Tu amigo,
Publio Cornelio Escipión
Lelio, mientras se levantaba, llevaba la pequeña tablilla en la mano derecha. La había traído para que le aportara vehemencia suplementaria. Sabía que la necesitaría. La sesión se había saldado con varias victorias para Catón. En cierta forma, Lelio se había reservado fuerzas para esta misión y tampoco había luchado hasta el límite en las votaciones anteriores. Sabía que Catón y los suyos estaban crecidos y muy seguros de su fuerza. El Senado se dividía entre los incondicionales de Catón y los leales a Escipión, un tercio para cada bando y luego el tercio cuyo voto siempre oscilaba dependiendo de la propuesta que se votara. Sin Publio allí, el gran princeps senatus, que parecía intimidar a todos con su sola presencia, ese tercio más independiente de senadores, solía decantarse una y otra vez a favor de las propuestas de Catón. Lelio sabía que era a esos hombres a los que debía ganar para su causa. Había pensado hablar ensalzando la gran victoria naval de Régilo, que tanto había menospreciado Catón, pero estaba persuadido de que eso no sería suficiente. No, debía reavivar, una vez más, los viejos miedos de los senadores. Tendría que vencer a Catón con sus propias armas.
—Es cierto que los rodios nos ayudan en el mar y es algo que debemos agradecer, pero, pregunto yo —empezó Lelio con sosiego—, si tan buenos son, si tan capaces son, ¿para qué nos llamaron? Si ellos solos se bastan para derrotar a la flota siria, ¿para qué enviaron una y otra vez embajadas a Roma que prácticamente se arrodillaban suplicando nuestra ayuda? Todos vosotros lo habéis presenciado, habéis sido testigos de esas largas sesiones donde los mensajeros de Rodas no hacían más que explicar una y otra vez que ni su flota ni su ejército eran suficientes para detener a las fuerzas de Antíoco. Digo yo que algo habrá hecho Emilio Régilo. Algo habrán hecho nuestras tropas. ¿O es que nuestro querido Marco Porcio Catón ha recibido algún mensaje de Rodas en el sentido de que nos llevemos la flota porque ya no nos necesitan? Si es así, por favor, que el senador comparta con el resto ese mensaje. —Y se detuvo un instante mirando al aludido Catón, que le miraba a su vez fijamente con los ojos inyectados de odio; no, no era una mirada agradable de sostener, pero Lelio lo hizo y se guardó en lo más profundo de su ser la mirada de quien ya estaba casi seguro había ordenado que lo asesinaran en el pasado, una confusa noche, justo antes de retornar a Hispania, hacía bastantes años, pero no suficientes para que Lelio olvidara; así Cayo Lelio iba a seguir hablando, pero no se trataba ya de política o de guerra, ni tan siquiera se trataba de hacer un favor o seguir una orden de Publio; no, lo que quedaba de sesión era algo personal—. Entonces se ve que no hay mensaje de Rodas —apostilló al fin el cónsul—, entonces parece que nuestra flota sigue siendo necesaria; a lo mejor ocurre que, a fin de cuentas, Emilio Régilo igual sí que ha conseguido algo importante que no es otra cosa sino que contribuir a recuperar el control del mar cuando nuestras legiones están justo al otro lado del Helesponto. A lo mejor resulta que hundir la flota enemiga es bastante importante para el curso de la guerra; a lo mejor resulta que Emilio Régilo es un gran líder que ha conseguido una gran victoria y, por si eso fuera poco para concederle un triunfo, tenemos un factor adicional que nuestro querido Marco Porcio Catón ha omitido hábilmente en su discurso: el comandante de la flota siria no era otro sino que nuestro odiado y temido general púnico Aníbal, el mismo general cuyo nombre, nada más ser mencionado, aún hace sentir escalofríos a muchos de los que hablamos aquí, bajo la protección de los muros de la Curia Hostilia. Y yo pregunto, queridos senadores de Roma, patres conscripti, ¿cuántos aquí pueden levantarse de su asiento y decir que han derrotado a Aníbal en una batalla? —Y elevó el tono de voz—. ¿Cuántos, cuántos, cuántos? —Calló un instante para de nuevo romper el silencio con la tormenta de sus palabras—. Nadie, porque nadie excepto Publio Cornelio Escipión había derrotado a Aníbal en una batalla hasta ahora, hasta que Emilio Régilo cercó y hundió a gran parte de la flota siria bajo el mando del eterno enemigo de Roma y ahora resulta que eso ¿no merece un triunfo? Yo os diré lo que eso merece, maldita sea, y os lo dice el cónsul de Roma: eso merece un gran triunfo y que el Senado tenga la clarividencia no sólo de conceder ese reconocimiento a Régilo sino además que el Senado hoy mismo vote que sea el propio Régilo el que esté al mando de toda la flota romana en el Egeo en lugar de Livio Salinator mientras duren las operaciones en tierras de Asia; así que mi propuesta no es ya sólo que se le otorgue el triunfo sino que a la vez se vote a favor de su ascenso a almirante en la zona. Alguien que ha derrotado a Aníbal merece de nuestra parte por lo menos eso. Ahora sí estoy seguro de que ganaremos a Antíoco, porque tanto en tierra como en mar tendremos sendos generales que han derrotado a Aníbal, el peor de todos nuestros enemigos. Sólo falta que el Senado no sea ciego como para no ver esto o demasiado débil como para dejarse poner vendas de quienes no cuentan todo lo que ha ocurrido tal y como ha ocurrido.
Y Lelio retornó a su asiento entre aplausos y gritos de ánimo de muchos senadores amigos, mientras Catón guardaba silencio y apretaba los labios con fuerza y ninguno de sus fieles se atrevía ni tan siquiera a darle ánimos tocando su espalda con la mano. Los que le conocían bien sabían cuándo era mejor dejarle a solas con su rabia.
El miedo a Aníbal, una vez más, inclinó el sentido de la votación. Por una vez, por una sola vez, Cayo Lelio había derrotado a Marco Porcio Catón en el Senado y el veterano general saboreó el extraño regusto de satisfacción que proporcionaba una gran victoria construida sólo a base de palabras. Y sabía bien. Sabía muy bien.