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Una entrevista con Filipo

Palacio real de Pella, Macedonia. Finales de marzo de 190 a. C.

El rey Filipo V de Macedonia había envejecido con el paso del tiempo. Accedió joven al trono y durante años luchó por restablecer el antiguo poder de su reino, cuna del gran Alejandro Magno, pero todos sus esfuerzos habían culminado en una larga serie de fracasos: derrotado en numerosas ocasiones por las diferentes alianzas de ciudades griegas a las que se esforzaba infructuosamente en someter, vencido por los romanos en su pugna por recuperar Apolonia y su control sobre la costa adriática y, finalmente, no habiendo sido capaz de aprovecharse de la debilidad de Egipto para recuperar posiciones en el Egeo. Primero los griegos, luego los romanos y finalmente estos últimos de nuevo junto con la traición del rey Antíoco de Siria que se había comprometido a ayudarle contra Roma, habían puesto fin a todos sus sueños. Ahora, recluido en Pella, la capital de su denostado reino, arropado por el grueso de sus hoplitas macedónicos, combatía sólo por defender su territorio de los ataques tracios del norte y de las ambiciones expansionistas de Roma y Siria. En medio de todo ese desastre, los romanos, eternos enemigos ya, solicitaban su ayuda. ¿Qué debía hacer él? Permitir a las legiones atravesar su territorio en dirección a Asia para enfrentarse contra Antíoco o imposibilitar tal trayecto y poner así en dificultades a Roma. ¿A quién odiaba más? ¿A Roma? ¿A Antíoco? Ahora ante él, un joven tribuno romano pedía permiso para atravesar Macedonia. ¿Qué debía decirle?

Filipo estaba cansado. No se sentaba en el trono, sino que se recostaba de lado; recibía a los embajadores entre aturdido y aburrido. No tenía ya grandes pretensiones ni aspiraciones que cumplir, por eso la arrogancia de los nuevos poderes emergentes en el mundo le resultaba tan molesta. Hacía veinticinco años, por las mismas puertas de bronce que acababa de cruzar el enviado de Roma, entraron los embajadores de un entonces poderoso Aníbal que le ofrecía un reparto del mundo entre Cartago y Macedonia a cambio de destruir Roma. Ahora Aníbal trabajaba para Siria y Roma sólo había hecho que crecer y crecer. Y aquel tribuno hablaba y hablaba.

Brindisium, sur de Italia. Principios de marzo de 190 a. C.

Unas semanas antes de la entrevista con Filipo.

Estaban acampados a las afueras de Brindisium, al sur, en el final de la Via Appia[*]. No se habían levantado fortificaciones porque aquél era territorio seguro y una ciudad amiga, el puerto desde el que embarcar hacia Apolonia, en la costa ilírica al otro lado del Adriático, desde donde continuar por tierra la ruta hacia el Helesponto, atravesando Grecia y la conflictiva Macedonia de Filipo. Publio aún no había decidido a quién se podría enviar a negociar con el rey de Macedonia. Era una misión muy arriesgada. Estaba meditándolo en el sosiego de su tienda, a la luz de dos lámparas de aceite cuyas llamas temblaban por la pequeña brisa que entraba desde el exterior, cuando su hijo apareció en la puerta. Publio padre le hizo un gesto para que entrara.

Su joven hijo pasó al interior y esperó en pie delante de su padre a que este último hablara. Apenas se habían cruzado un tímido saludo desde que salieran las legiones de Roma. Su padre parecía saber lo que pensaba.

—No te he hablado mucho durante el trayecto desde Roma, hijo, porque no quiero que piensen tus compañeros de armas que tengo preferencias por ti. He de tratarte como uno más, ¿lo entiendes?

—Sí, padre.

—Bien, por Castor y Pólux, eso está bien. Esta noche tomaremos una copa juntos. Mañana cruzaremos a Grecia y la campaña empezará de verdad, incluso puede que tengamos que combatir allí mismo si Filipo se obceca en no dejarnos pasar o enfrentarse a nosotros, ¿entiendes, hijo?

—Sí, padre —respondió de nuevo mientras tomaba una copa con vino que le acercaba un esclavo.

Publio padre se levantó y alzó su copa.

—Por una campaña exitosa, hijo.

—Por una campaña exitosa, padre.

Los dos bebieron hasta vaciar sus vasos y los dejaron sobre la bandeja que sostenía el esclavo que estaba junto a ellos y que, una vez depositadas las copas sobre la bandeja, salió con rapidez para dejar solos a los dos amos. Publio hijo no sabía muy bien qué comentar, es decir, no sabía bien qué consideraría oportuno su padre que él dijera. Se acordó entonces de la carta de Cornelia y la extrajo de debajo de su uniforme.

—Toma, padre —dijo el joven estirando el brazo con la carta de su hermana—. Es de Cornelia, para ti. Me la dio en Roma, pero no había tenido oportunidad de entregártela hasta ahora.

Su padre miró la carta con recelo, pero le pareció demasiado violento despreciársela a su hijo, así que la cogió y la dejó en la mesa de los mapas, en el centro de la tienda. Publio hijo recordó las palabras de Cornelia: «Asegúrate de que la lee». El muchacho apreciaba a su hermana con afecto sincero. Sabía que había mucha tensión entre ella y su padre. Quiso interceder.

—¿No vas a leerla, padre?

—Luego —le respondió su padre con parquedad—. Ahora quiero hablar contigo.

—Te escucho, padre.

—Bien. Mejor así. Sé que tu madre piensa que soy demasiado estricto contigo, pero vas a heredar mi nombre, vas a ser el nuevo pater familias de los Escipiones, la familia más poderosa de Roma, lo que te hace ser uno de los hombres más poderosos del mundo, si no el más. Eso será en poco tiempo. Aquí ya no importa si fuiste mejor o peor en el adiestramiento con Lelio. Aquí sólo importa el valor, el honor y la dignidad en el campo de batalla. No cometas locuras, pero no me avergüences. Sólo te pido eso. No has de ser un héroe, pero no me deshonres en combate. ¿Lo has entendido? Esto es lo más importante de todo.

—Lo he entendido, padre. Haré todo lo necesario para que estés orgulloso de mí.

—Bien, bien, entonces. Es hora de que descanses. Mañana será una larga jornada para todos. Hay fuertes vientos y Neptuno[*] puede que quiera entretenerse con nosotros mañana zarandeando nuestras quinquerremes. Ve ahora a tu tienda y descansa.

—Sí, padre. —Y Publio hijo se dio media vuelta y, al hacerlo, vio la carta de su hermana olvidada sobre la mesa de los mapas. Pensó en decir algo, pero a su padre no le gustaría que insistiese. Era mejor dejar las cosas así. Con toda seguridad su padre volvería sobre los mapas a lo largo de la noche y vería la carta y, aunque sólo fuera por curiosidad, la leería.

Publio padre se quedó a solas. El chisporroteo suave de las lámparas de aceite era el único sonido que perduraba en el silencio de la noche. Los legionarios dormían. El general de generales se acercó a los mapas. Había trazado sobre Grecia la ruta más corta para llegar al Helesponto y Macedonia se interponía en su camino. Paseando su vista observó un papel que ocultaba parte de Asia. Era la carta de su hija. Publio la cogió, se separó de la mesa de los mapas y se sentó en la pequeña sella que tenía en un extremo de la tienda. Recordó entonces que había ordenado que le quitaran a su hija todo lo necesario para escribir cartas, y, sin embargo, una nueva misiva. Más allá de la rebeldía valoraba la inteligencia de su hija. Estaba enfadado, pero orgulloso al mismo tiempo. Abrió la carta y empezó a leer. Su rostro estaba serio mientras avanzaba atento por las líneas que había escrito su hija. Todo iba bien hasta que sus ojos chocaron con el nombre de Tiberio Sempronio Graco escrito por las pequeñas manos de Cornelia. Publio dejó entonces de leer y, sin acabar la carta, se levantó despacio pero decidido y se acercó a una de las lámparas de aceite aproximando un extremo de la carta a la parte superior de la llama. Las schedae prendieron con facilidad y Publio padre sostuvo la carta incendiada en la mano hasta que las llamas se acercaron peligrosamente a lamer las yemas de sus dedos. Sólo entonces la dejó caer sobre el plato de la lámpara y la miró mientras terminaba de consumirse lentamente hasta no quedar nada, hasta quedar muda para siempre. El cónsul de Roma, su hermano Lucio, entró entonces en la tienda.

—He visto luz —dijo Lucio—, ¿no vas a acostarte?

Publio ignoró la pregunta.

—Ya sé a quién vamos a enviar a negociar con Filipo —dijo Publio con seguridad. Al oír el nombre del elegido, a Lucio le pareció bien y sonrió.

Pella, Macedonia. Finales de marzo de 190 a. C.

Graco supo, en cuanto vio el rostro de rabia controlada que Publio Cornelio Escipión puso cuando el Senado aprobó su incorporación como tribuno a la campaña de Asia, que no lo tendría fácil, pero aceptó la misión porque Catón, en este punto, tenía razón: era conveniente vigilar a los Escipiones de cerca y era cierto que su nombre, su familia, los Sempronios, concitaban el suficiente consenso como para ser enviado por el Senado a Asia junto a los Escipiones, eso sí, bajo el mando de estos últimos. Sea como fuera, ya no había marcha atrás. Roma quedaba ya lejos, a muchas millas de distancia, a muchos días de viaje. Ahora el presente de su vida lo marcaba Macedonia.

Graco entró en Pella, la gran capital de aquel legendario reino que vio nacer a Alejandro Magno, la que acogió a Aristóteles, la ciudad en la que Eurípides estrenaba sus obras. Tiberio Sempronio Graco admiró las grandes murallas de ladrillo, el perfecto trazado de las calles, la ausencia de suciedad gracias a un elaborado sistema de alcantarillado que ya desearía Roma para sí misma, y, al final del trayecto, justo en el centro, una enorme ágora donde los macedonios se reunían en el pasado para decidir sobre el gobierno de un imperio que se extendía desde allí hasta la India. Ahora el ágora estaba transformada en un gran mercado de alfarería, cerámica, vidrio, ganado y verduras. Se detectaba la decadencia creciente en algunos edificios maltrechos que rodeaban el ágora y que se erigían junto al gran palacio que el rey Arquelao hiciera levantar hacía dos siglos. Él fue quien decidió trasladar la capital de Macedonia de la antigua Egas a Pella. Y Pella vivió su gloria igual que ahora vivía su declive, pero Graco sabía que no debía dejarse engañar: Macedonia, derrotada por etolios, romanos y sirios había perdido gran parte de su poder, pero era un gigante malherido capaz aún de dar zarpazos mortales con sus disciplinadas falanges de guerreros indómitos. No, no había que confiarse y debía mostrarse cauteloso, especialmente ante un rey de quien se conocía su mal carácter, un rey que no dudó en el pasado en pactar con Aníbal y que debía decidir ahora si seguir aliado con los enemigos de Roma o si, por fin, actuar de forma que ayudara a los intereses de la república del Tíber.

Los soldados macedonios que escoltaban a Graco le hicieron esperar en una gran sala repleta de mosaicos hermosos que cantaban las antiguas gestas de una ya casi olvidada todopoderosa Macedonia. Eran trabajos exuberantes en tamaño y nítidos en el detalle, elaborados sobre fondos oscuros y terminados con tonos claros mediante millares de teselas de entre las que se veían brillar algunas en aquellos mosaicos más recientes. Graco se acercó y observó con admiración que los artesanos macedonios estaban sustituyendo la técnica de las teselas antiguas por nuevas teselas de vidrio. La evolución no se había detenido en Macedonia del todo, al menos no en su arte.

—El rey te verá ahora, romano —dijo un soldado sobresaltando a un absorto Graco. El tribuno se volvió y siguió a aquel guerrero hoplita hacia el interior del salón del trono. Al instante, ante él, sentado en un gran sillón real, el rey Filipo V de Macedonia le miraba reclinado, con el mentón apoyado sobre su mano derecha y en silencio. Al principio, Graco dudó, pero ante la perseverancia en el silencio, el tribuno al final se decidió y en un griego correcto se dirigió al gran rey.

—Te saludo, Filipo V de Macedonia. Mi nombre es Tiberio Sempronio Graco, tribuno. Vengo enviado por Lucio Cornelio Escipión, cónsul romano al mando de las legiones que se dirigen a Asia a combatir contra un enemigo común, el rey Antíoco de Siria… —Graco iba a continuar, pero el rey le interrumpió incorporándose un poco y apoyando su espalda en el respaldo del trono.

—Soy yo, romano, quien decide quiénes son mis amigos o mis enemigos, no un enviado de cualquier cónsul a quien no reconozco poder sobre mí o mi pueblo para decidir nada.

Graco comprendió que había empezado con mal pie, aunque estaba convencido de que hubiera dicho lo que hubiera dicho, habría sentado mal a aquel rey amargado y envejecido por el tiempo y la guerra.

—Solicitamos permiso del gran Filipo V para cruzar Macedonia en dirección a Asia —resumió así con rapidez Graco la esencia de su embajada.

—¿Y por qué, si puede saberse, debo de facilitar algo a Roma después de tantos años en guerra, después de que Roma haya ayudado a las ciudades griegas rebeldes y después de que Roma mantenga invadida la costa del Adriático que me pertenece?

No iba a ser fácil. Tiberio Sempronio Graco meditó un segundo antes de responder, pero al poco reinició su discurso con serenidad. Tenía poco margen de maniobra. Sólo podía intentar satisfacer el orgullo herido de un rey que siente cómo su poder se desvanece.

—Es posible que mantengas justas querellas con Roma y no soy yo quien pueda valorar las mismas; sólo soy un enviado con un mensaje en que se solicita permiso para cruzar Macedonia sin entrar en combate.

—¿Y si no concedo el permiso? ¿Por Heracles, qué hará entonces tu querido cónsul Lucio Cornelio Escipión?

Graco sabía que las alternativas que tenía el ejército romano expedicionario en Grecia eran fletar una flota para cruzar el Egeo, algo siempre arriesgado pues quedarían a merced del mar y sus tormentas, frecuentes aún en aquella época del año, o entrar en guerra abierta con Macedonia para abrirse camino hasta los estrechos del Helesponto. Lo segundo, por supuesto, conllevaría enormes pérdidas y debilitaría el ejército que finalmente cruzaría a Asia aumentando la ventaja de Antíoco sobre ellos. Graco decidió no responder a la pregunta del rey y razonar de forma diferente.

—Antíoco no ha cumplido sus promesas con Macedonia en el pasado, ¿por qué tendrías ahora que ayudarle dificultando nuestro avance? ¿Por qué vas a premiar la desidia de Antíoco para con vosotros poniéndote ahora a su lado? Es positivo para la propia Macedonia que nuestras legiones lleguen a Asia rápido y sin tener que combatir antes. Los intereses de Macedonia y Roma en este punto son coincidentes. —Graco no estaba seguro de que su griego fuera lo suficientemente preciso para transmitir con claridad a Filipo la idea que estaba presentando; la faz seria, distante, poco confiada del rey confirmaba que no le estaba convenciendo. Iba a continuar, pero Filipo V de Macedonia se levantó de su trono y le interrumpió una vez más.

—Hablas y hablas, tribuno, pero yo estoy cansado de escuchar a Roma. Estoy cansado de recibir a embajadores con promesas que nunca se cumplen. Primero fue Aníbal, luego Roma, luego Antíoco. Nadie ha cumplido su parte con Macedonia y todos están en deuda conmigo. Mi reino está acosado por todos y todos me piden luego ayuda. Estoy harto de todos, romano. Y estoy mayor. No tengo ganas de más debates absurdos. Lo único que me sosegaría el ánimo es matar a tantos romanos, cartagineses y sirios como pudiera, y creo que eso es lo que voy a hacer, empezando contigo, romano.

Los guardias macedonios hablaban el dialecto local del griego, pero entendían la variante que su rey estaba usando lo suficiente como para desenvainar sus espadas y acercarse al joven tribuno de Roma. Tiberio Sempronio Graco, en un acto reflejo, se llevó la mano a la cintura, pero había sido convenientemente desarmado por los guardias antes de entrar a palacio. Se quedó entonces quieto, en medio del salón del trono, aguardando su ejecución, pensando en alguna forma de eludir la muerte, pero no había ventanas en aquella sala y la única puerta de acceso estaba flanqueada por los guardias macedonios que se aproximaban tan lenta como inexorablemente, hasta que, de pronto, el rey Filipo se sentó de nuevo y levantó su mano derecha. Los soldados envainaron sus espadas y retrocedieron tomando sus posiciones junto a las paredes laterales y junto a la puerta de entrada al salón. Graco exhaló un largo suspiro de aire y miedo contenidos.

—Tienes suerte, romano, de que no me guste actuar sin ponderar mis acciones. Pasarás esta noche en palacio. Y te servirán de comer y de beber. Incluso te mandaré una esclava. —Y se levantó mientras seguía hablando y descendía del trono para pasar por delante de él escoltado por una docena de guardias—. Y yo de ti comería y bebería y disfrutaría de la esclava, porque igual es tu última cena y la última vez que compartas el lecho con una mujer, pues, a lo mejor, al amanecer confirmo mi decisión de empezar mi venganza sobre todos mis enemigos cortándote la cabeza. —Y se alejó en dirección a la puerta, sin mirarle, riendo a carcajadas que reverberaron entre las sombras de aquel terrible salón repleto de historia, traiciones y muerte.