Los enemigos de Roma
Roma, febrero de 190 a. C.
Cayo Lelio estaba exultante. Era cónsul de Roma y estaba recién casado con una hermosa joven patricia que se había mostrado más que cariñosa en sus primeros días de matrimonio. Y eso le animaba no sólo por la satisfacción sexual sino porque si había algo que Lelio anhelaba era tener un hijo, y ahora, por fin, ésa era una posibilidad real.
Casado y cónsul, compartiendo el cargo con el hermano de Publio, pronto partirían hacia Asia, hacia una nueva campaña, hacia una nueva victoria, sin duda, pues el propio Publio, aunque no fuera cónsul, les acompañaría y los dos, tanto él mismo, Lelio, como Lucio, sabían que el que dirigiría todas las operaciones sería Publio. Lelio estaba encantado con el éxito de las maniobras sociopolíticas de los Escipiones para controlar los consulados de aquel año y acompañado por esa excitación y ánimo positivo llegó Lelio a casa de Publio, junto al foro.
La casa de los Escipiones había estado sumida en un continuo ir y venir de gentes que felicitaban a los Escipiones tras la elección de Lucio y de Lelio como cónsules, hasta que al cabo de las horas, con la caída de la tarde, todo quedó más tranquilo. En el gran atrium de la domus de los Escipiones sólo quedaron Lucio y su hermano Publio, su esposa Emilia, Lelio, Publio hijo y la pequeña Cornelia.
Reclinados sobre sus triclinia, los hombres departían con interés sobre la próxima campaña. Iba a ser la primera expedición militar de importancia para el hijo de Publio y el muchacho estaba ansioso por partir.
—¿Cuándo saldremos, padre? —preguntó nervioso. El resto comía fruta y bebía vino, vino con agua o mulsum, según las preferencias de cada uno. La joven Cornelia, sentada en una sella, se limitaba a escuchar, mirar y pensar.
—Pronto, hijo, pronto —dijo su padre satisfecho de que el muchacho mostrara interés sincero por partir hacia la guerra. Los resultados de su adiestramiento con Lelio seguían estando lejos de las aspiraciones de su padre, pero estaba bien que por lo menos el chico mostrara ansias por partir hacia Asia.
—¿Qué ruta seguiremos? —insistió Publio hijo. Nadie se sorprendía de que las preguntas las lanzara directamente a Publio padre, pese a que los cónsules electos eran Lucio y Lelio. Para subrayar que aquélla era una situación aceptada por todos, el propio Lucio repitió la pregunta.
—Sí, hermano, ¿qué ruta sugieres? Hacia Asia, pero ¿por mar o por tierra?
Publio padre dejó su copa de mulsum sobre la mesa y pidió agua caliente con hierbas. Necesitaba aclararse las ideas, no sólo por lo que iba a decir en ese momento sobre la ruta a seguir, sino por la conversación que debía mantener con Lelio a continuación, algo que iba a requerir de toda su destreza y porque, seguramente, sólo tenía que ver la faz seria de su esposa, Emilia volvería a sacar a colación el asunto de la juventud de Publio hijo y lo supuestamente inapropiado de su participación en aquella nueva campaña.
—He estado pensando largo tiempo sobre el asunto de la ruta —empezó Publio padre alejando de su mente otras consideraciones—. Desde luego no iremos por mar. La ruta es larga, llena de estrechos y corrientes poderosas. Hay piratas en Iliria y por las islas del Egeo, además de que los griegos afines a Filipo tienen suficientes barcos para retrasar nuestro avance, por no hablar de la propia flota de Antíoco. Son demasiados inconvenientes. No. Lo mejor será ir por mar sólo hasta Apolonia, en la costa ilírica, y de ahí cruzar Macedonia hasta el Helesponto, que será por donde entraremos en Asia.
—Pero Filipo no nos dejará pasar por su territorio —respondió Lucio algo perplejo ante el plan de su hermano.
—Eso habrá que verlo —se explicó Publio mientras cogía con una mano la taza con el agua con hierbas que le había traído un esclavo—. Filipo ha sido hasta cierto punto traicionado por Antíoco. Creo que se puede enviar a alguien para que negocie que ya que él ha sido traicionado por Antíoco en el pasado reciente, que abandone ahora él mismo, Filipo V de Macedonia, a su viejo aliado Antíoco. Filipo es rencoroso y es posible que ceda. Además, como Aníbal también está con Antíoco, sería una forma de hacer pagar antiguas deudas. Aníbal tampoco le apoyó lo suficiente en el pasado.
—Pero Filipo también tiene rencor contra nosotros —insistió Lucio—. Por Castor y Pólux, no será una negociación sencilla.
—No, no lo será; de eso no hay la menor duda. Tendremos que buscar a alguien lo suficientemente loco y lo suficientemente valiente para enviarle a la ratonera en la que se ha convertido Pella[11] para negociar con Filipo.
Lucio miró entonces hacia donde Lelio, reclinado cómodamente en su triclinium, bebía con profusión de una recién rellenada copa de vino. Lelio se percató de la mirada.
—¿Yo?
—No —respondió rápido Publio padre—. Estás lo suficientemente loco y eres lo suficientemente valiente para la misión, mi querido Lelio, pero tú no eres prescindible. Ésa es una misión muy compleja y que puede terminar con el mensajero muerto; no, ya encontraremos alguien loco, valiente y prescindible a quien asignarle la tarea. De aquí hasta que lleguemos a Grecia tenemos tiempo para pensar en ello.
—¿Y si Filipo nos niega el paso? —preguntó Publio hijo.
—Entonces cruzaremos el Egeo en barco, pero ése será el último recurso. Si llegamos a esa situación podemos reclamar la ayuda no sólo de nuestra flota, sino también la de las flotas de Rodas y Pérgamo, que sólo desean que lleguemos lo antes posible para detener a Antíoco; pero sigo pensando que cruzar Macedonia es lo mejor para las legiones. Las largas marchas son, además, el mejor de los adiestramientos —apostilló Publio mirando fijamente a su hijo. El muchacho bajó la mirada y ocultó el rostro tras una copa llena de vino rebajado con un poco de agua. Publio padre añadió una breve orden hacia su hijo e hija—. Ahora dejadnos solos, pues he de hablar con los cónsules de Roma.
El joven Publio se levantó raudo y salió del atrium por el tablinium. La joven Cornelia hizo lo propio, siguiendo a su hermano, y, tras los dos, salió Emilia, como siempre discreta y silenciosa.
En el atrium quedaron a solas los dos cónsules electos de Roma y Publio Cornelio Escipión, que fue el primero en retomar la palabra. Se dirigió a Lelio y se dirigió a él yendo directamente al grano. Publio no creía en formas sutiles a la hora de transmitir una noticia que sabía que iba a ser mal recibida.
—Lelio, he hablado largo y tendido con mi hermano. Serás tú el que deba permanecer en Roma mientras él, al frente de las legiones, y yo como su asesor militar, partimos hacia Asia.
Lelio dejó su copa sobre la mesa delante de su triclinium. La noticia le pilló por sorpresa. El reparto de las provincias asignadas a los cónsules debía decidirse al día siguiente en la próxima sesión del Senado y era habitual que un cónsul permaneciera en la ciudad, para defender Roma e Italia de posibles atacantes, mientras el otro partía en una expedición hacia Hispania en los últimos años o, en este caso, hacia Asia, pero Lelio estaba tan convencido de lo excepcional de la campaña asiática, que estaba persuadido de que el Senado permitiría, ordenaría incluso, que fueran los dos cónsules con sus dos ejércitos los que partieran juntos a enfrentarse con el poderoso rey Antíoco y su temible aliado Aníbal. No dudó en poner palabras a las ideas que bullían en su cabeza.
—Pero la campaña contra Antíoco requerirá de todos los esfuerzos y de todos los recursos. Seguro que podemos convencer al Senado para que permita que vayamos los dos cónsules hacia Asia.
—Es muy posible que pudiéramos conseguirlo, aunque estoy seguro de que Catón intentará impedirlo. Es más, estoy convencido de que ésa va a ser su estrategia mañana. Bien, empezaremos por confundirlo por completo al no luchar por ese asunto. Lo que me importa es que seamos Lucio y yo los que salgamos hacia Asia. —Lelio iba a quejarse, pero Publio levantó la mano y siguió hablando—: Lo sé, lo sé. Has esperado toda tu vida para ser cónsul y ahora te estoy obligando a permanecer en Roma, pero escúchame bien. Son muchas las razones que me impulsan a esta decisión: necesitamos que alguien se quede en Roma y vele por nuestra retaguardia y controle el Senado o, al menos, alguien que sepa interponerse ante los constantes ataques de Catón. Mi padre y mi tío fallecieron en Hispania porque Máximo controlaba el Senado e impidió el envío de refuerzos. No podemos permitir que una situación así pueda repetirse. Si uno de los dos permanece en Roma, podemos evitar el desabastecimiento y que Catón sea capaz, desde el Senado, de transformarse en el enemigo de retaguardia que termine generando al final nuestra derrota en Asia. Y debes ser tú, mi querido Lelio, el que permanezca, pues es justo ya que Lucio fue el que hizo esa misión en la parte final de nuestra campaña en África. Tú has compartido conmigo el triunfo de África y es justo que Lucio pueda optar a conseguir su propio triunfo.
Lelio miraba al suelo. Las palabras de Publio estaban cargadas de razón, aunque al final se podía contraargumentar que él mismo, Cayo Lelio, nunca optaría así a tener derecho a su propio triunfo, pero ¿qué más podía pedirle él a la vida? Con Publio, con Lucio, con los Escipiones, había participado en las más grandes victorias de Roma, en la conquista de Cartago Nova, en la batalla de Zama y había llegado a cónsul. Ahora le pedían ayuda para una misión nada reconfortante para su carácter guerrero, pero se debía a los Escipiones, se debía a Publio.
—Ya sabes que haré lo que me pidas —respondió Lelio mirando aún al suelo y, a continuación, levantando los ojos hasta la altura de la mesa donde se encontraba su copa de vino; añadió una duda—: pero yo no soy un gran orador y ya te fallé en otra ocasión en el pasado cuando me enviaste al Senado a pedir refuerzos. Podría volverte a fallar.
—Entonces no eras cónsul, Lelio —respondió Publio con decisión—. Una cosa es que el Senado se niegue a las peticiones de un tribuno enviado por un general que no tenía ni el grado oficial de procónsul, que era el caso conmigo en Hispania, y otra cosa muy, muy diferente es que el Senado se niegue a la petición de un cónsul, de un magistrado elegido por el propio Senado. No, Lelio, como cónsul serás una valiosísima pieza de la compleja campaña contra Asia, un impedimento con el que estoy seguro que Catón no espera contar. Como cónsul puedes convocar al Senado siempre que quieras, siempre que lo necesitemos. Catón no, pues ni será cónsul ni magister equitum, ni promagistrado ni pretor, pues todos esos cargos ya fueron repartidos ayer y ni él ni nadie de los suyos está en uno de esos puestos este año y las circunstancias no permiten que se elija un interrex[*] porque ya se han celebrado las elecciones, ni se ha decretado que haya un tribuno militar consulari potestate[*] y ni los decemviri legibus condendis ni el praetor urbanus van a inmiscuirse en asuntos de política exterior. No, Lelio, contigo en el Senado, tenemos la llave para controlar nuestra retaguardia, al menos, por este año. Luego ya veremos.
Lelio tomó de nuevo en sus manos la copa de vino.
—En fin, sea, por una copa de este buen vino aceptaré tus condiciones.
Publio hizo una señal y una esclava rellenó la copa del cónsul.
—Te vendes por poco —dijo Publio sonriendo.
—Soy de ánimo débil —dijo Lelio sonriendo también—. Además, he de reconocerlo. Estoy viejo para tanto viaje. Me acomodaré a los placeres de la ciudad, disfrutaré de mi joven esposa y me entretendré oponiéndome a todo lo que Catón proponga en el Senado, que seguro que será mucho.
—Seguro que tanto Catón de día como tu esposa de noche te mantendrán entretenido —dijo Lucio, y los tres se echaron a reír.
Los tres amigos bebieron y comieron un buen rato más. Lelio, al cabo de varias copas, contento, se levantó, se puso recto aunque guardando el equilibrio con cierta dificultad, y solicitó permiso del pater familias de la casa para marchar de allí. Publio le despidió con un abrazo de amigo. Lelio salió por la puerta. Doce lictores con las fasces en alto le recibieron como convenía a su grado consular. Los dos hermanos le vieron alejarse calle abajo en dirección al foro que debería cruzar para llegar a su casa, más al norte, cerca del viejo Macellum[*] de la ciudad de Roma.
—Cumplirá como siempre lo ha hecho —dijo Lucio.
—Sin duda —confirmó su hermano mientras se volvía para entrar de nuevo en el atrium de la casa. Al darse la vuelta Publio padre se vio sorprendido por encontrarse de pronto con su esposa Emilia. La conversación con ella no podía retrasarse más.
—¿Es realmente necesario que vaya Publio? —preguntó ella sin rodeos.
Publio suspiró mientras caminaba hacia el atrium seguido por su esposa y por Lucio.
—Yo voy a retirarme a descansar —dijo Lucio, y dejó a su hermano y su esposa a solas, que es lo que ambos necesitaban.
—El alma de Cartago está en Asia —continuó Emilia sin dar tregua—. Sigo pensando que no es una buena idea.
—No podemos tener al muchacho escondido —se defendió Publio con rotundidad. Al ver como Emilia bajaba los ojos comprendió que, en el fondo, ella pensaba lo mismo.
—Sé que en eso tienes razón, Publio, pero no puedo evitar tener tanto miedo, tantísimo miedo. —Por primera vez desde hacía meses Publio se acercó a su esposa e intentó consolarla tomándola por la cintura y hablando con suavidad.
—Yo le protegeré. Te lo prometo —dijo él, y vio como su esposa cerraba los ojos y, pese a sus palabras, negaba con la cabeza pero callaba sin oponer más resistencia sobre ese asunto. Entonces Emilia se separó de él, se sentó en uno de los triclinia y exhibió una tablilla en su pequeña mano derecha. Publio se acercó a ella y Emilia alargó su mano con la tablilla. Publio cogió lo que parecía una carta y la leyó en silencio.
—Éste es otro asunto del que quería hablarte. Laertes ha descubierto la carta y me la ha entregado. Es leal ese esclavo —decía Emilia intentando añadir algo positivo a todo aquello, pero al ver como la faz de su marido se desencajaba mientras leía el texto de la tablilla comprendió que la ira de su esposo se había desatado. Sin embargo, las palabras que brotaron de los labios de Publio emergieron con la frialdad serena del que rumia aún cuál ha de ser su decisión final.
—Llámala, Emilia. Llámala. Quiero hablar con ella.