El foro Boario
Roma, principios de enero de 190 a. C.
El camino más corto hasta el foro Boario era el Vicus Tuscus, pero como estaba siempre lleno de muchachos prostituyéndose y de ricos mercaderes y patricios adinerados comprando sus servicios, Cornelia menor aceptó la idea de Laertes de encaminarse hasta el mercado junto al río Tíber dando un rodeo por el norte. Lo de la homosexualidad era lo de menos. El problema es que las peleas eran demasiado frecuentes en el Vicus Tuscus como para que Laertes se sintiera cómodo escoltando a la joven hija de Escipión.
Laertes era un fornido espartano, esclavo en el pasado, pero que, liberado por la revolución social del tirano Nabis de Esparta, actuó como guerrero en las múltiples batallas que el nuevo gobernante de Esparta puso en marcha para transformar la vieja ciudad del Peloponeso en una renacida y triunfante capital que dominaba gran parte del sur de Grecia. Pero la diosa Fortuna no sonrió por mucho tiempo a Laertes: su rey liberador, Nabis, se equivocó de bando y se alió con Antíoco de Siria y, al ser este último derrotado y expulsado de Grecia por los romanos en las Termópilas, la derrota del rey sirio condujo a la debacle del ejército espartano contra las legiones de Flaminino. Así, Laertes fue capturado y traído a Roma, como otros muchos esclavos espartanos que sólo gozaron de la libertad por unos pocos años. Laertes, no obstante, como algunos otros griegos más, había tenido algo de suerte al final de su complejo periplo de esclavitud y guerras, pues terminó como esclavo en casa de los Escipiones. Sus dotes de guerrero junto con su demostrada lealtad a lo largo de los dos años siguientes hicieron que el propio Publio Cornelio Escipión le asignara una misión especial: ser el guardaespaldas de su hija pequeña. Y es que la más joven de las Cornelias era indomable, imprevisible, ingobernable. No aceptaba permanecer en casa quieta, con su madre, aprendiendo las tareas propias de su sexo, de modo que su padre había decidido emplear una estrategia diferente para protegerla. A sus catorce años, a la pequeña Cornelia se le permitía salir a los mercados para acompañar a los esclavos en sus compras de carne, pescado y verduras. Esto había tenido dos consecuencias positivas para la familia: por un lado, la muchacha se mostraba mucho más tranquila y satisfecha con su recién adquirida dosis de libertad y, en segundo lugar, la calidad de la comida que se traía a casa de los Escipiones había mejorado notablemente, y es que los mercaderes podían engañar a un esclavo, pero engañar a la hija del todopoderoso Africanus ni era sencillo ni parecía una buena idea para nadie. Sólo había un pequeño gran inconveniente: Roma, ya fuera de día o de noche, era un tumulto, un sinfín de carros y transportes de todo tipo surcando las calles a toda velocidad; Roma estaba repleta de prostitutas, jóvenes y no tan jóvenes, y muchachos vendiéndose a todas horas, y borrachos, ladrones, timadores, mendigos; la ciudad entera era un hervidero de gentes de donde en cualquier momento podía surgir el peligro y, con frecuencia, un peligro mortal. Por eso Publio Cornelio Escipión llamó un día a Laertes al tablinium, y le habló con seriedad inusual sentado en un pesado solium desde el que analizaba las reacciones del esclavo a sus palabras.
—Voy a permitir que mi hija pequeña acuda con vosotros a comprar en los mercados, pero la ciudad es peligrosa; tú, Laertes, lo sabes bien.
El esclavo asintió en silencio.
—Bien, por eso mismo no voy a dejar que vaya sola con los esclavos de la cocina. Tú, Laertes, a partir de ahora, acompañarás a Cornelia menor a todas partes y serás el encargado de su seguridad.
Laertes bajó la mirada sin decir nada. Estaba pensando. Aquélla era una misión que mostraba la confianza que su amo tenía en él, pero al mismo tiempo era una responsabilidad demasiado grande, demasiado grande. Escipión pareció leer en sus pensamientos.
—Sé que tienes miedo —dijo el princeps senatus de Roma—, y haces bien, Laertes, pues si me fallas y le pasa algo a la pequeña lo pagarás con tu vida, y de una forma que lamentarás no haber muerto tú antes a manos de algún legionario en las guerras que luchaste en el pasado, pero… pero… —y Escipión se detuvo a la espera de que el esclavo alzara la cara en busca de alguna contrapartida—, si proteges bien a la pequeña, el día que ésta se case, ese mismo día, Laertes, te daré la libertad. La misión es difícil, por ello la recompensa ha de ser grande: la libertad y dinero para que puedas emprender una nueva vida aquí en Roma, o de regreso a tu patria en Grecia. Piénsalo bien antes de responderme, Laertes, piénsalo bien, porque luego no aceptaré rectificaciones.
El esclavo espartano inspiró profundamente. La pequeña Cornelia era una locura de niña. Eso sí, la pequeña siempre era muy correcta con todos los esclavos, algo impuesto por el ejemplo de su madre; sin embargo, de escoltarla por la ciudad sólo podían surgir problemas, claro que recuperar la libertad era un sueño demasiado bonito, demasiado esperanzador como para rechazarlo por miedo al genio de una joven patricia romana.
—De acuerdo, mi señor. Yo vigilaré que no le pase nada a Cornelia menor.
Publio no sonrió. Se limitó a examinar con detalle la mirada del esclavo guerrero al que acababa de nombrar escolta de su hija. Era la mirada de un soldado decidido. Los años de esclavitud no habían reducido en él el espíritu de lucha. Publio levantó entonces levemente la mano derecha y Laertes comprendió que la entrevista había terminado.
Aquella mañana, la hija menor del princeps senatus, acompañada por Laertes y media docena de esclavos más partieron hacia el foro Boario en dirección norte. Laertes agradeció que la joven se mostrara flexible al menos en cuanto a la ruta a seguir para llegar a su destino, el foro Boario, pero, pese a eso, el veterano esclavo se mostraba inquieto. Laertes tenía ese presentimiento extraño del soldado antes de una batalla y no sabía bien por qué, lo que le agitaba aún más. Salieron de casa de los Escipiones y giraron a la izquierda para acceder al foro de Roma. Una vez allí, giraron de nuevo a la izquierda pasando por delante de las decenas de puestos de los cambistas de las tabernae veteres[*]. Tras la derrota de Cartago, el dinero fluía con fuerza por la ciudad del Tíber y los prestamistas del foro gestionaban auténticos negocios que los transformaban en prácticamente potentados; sin embargo, la cultura de la usura y la tacañería en la que habían crecido hacía que los puestos permanecieran sucios, pequeños, apenas sin pintar, como si se esforzaran en aparentar que apenas tenían dinero que prestar a nadie, como si cuando lo hacían, lo hacían casi por misericordia, quitándose de su propio dinero que les fuera necesario para subsistir. Otra cosa eran los banquetes nocturnos en sus grandes casas de reciente edificación.
Laertes ordenó a los esclavos que portaban la pequeña litera de la hija de Escipión que aceleraran el paso. Giraron de nuevo a la izquierda, en el último de los puestos de cambio de dinero y, dejando a la derecha el vetusto Templo de Saturno, enfilaron por el Vicus Jugarius, y por él caminaron un buen rato hasta que Laertes indicó que girasen una vez más a la izquierda para adentrarse en los callejones del Velabrum. En poco tiempo llegaron a la primera parada de aquella salida: el foro holitorio. Allí, bajo la atenta mirada de la joven Cornelia, que descendió de la litera para supervisar las compras, los esclavos cargaron dos cestos llenos de todo tipo de verduras frescas y frutas de temporada. Terminada la compra, la muchacha se reinstaló en la litera ayudada por Laertes y la pequeña comitiva reemprendió la marcha hacia el sur hasta alcanzar la ribera izquierda del Tíber. Cornelia separó entonces las cortinas de su litera, pues no quería perderse nada del enorme bullicio propio de los muelles del puerto fluvial de Roma. Más de un centenar de embarcaciones de todo tipo se apiñaban entre los diferentes amarres descargando mercancías procedentes de rincones cada vez más lejanos, pues la larga mano del poder de la ciudad llegaba a regiones más remotas. Para Cornelia, aquellas naves eran como sueños hechos realidad. Le encantaba verlas, pensar en los países distantes en donde habrían atracado antes de detenerse por unos días en Roma, aunque la mayoría eran pequeñas y sólo realizaban el trayecto desde Roma al puerto marítimo de Ostia. Pero eso a Cornelia no le impedía recordar entonces las lecciones de geografía de Icetas, las mismas clases en las que su hermana mayor parecía aburrirse infinitamente, pero en las que ella disfrutaba soñando con quizá poder un día hacer viajes que la condujeran a aquellas tierras o en, al menos, conocer personalmente a alguien que hiciera semejantes viajes. Estaba su padre, sí, que había conquistado Hispania y África y que hacía poco había viajado a Asia, pero su padre parecía no tener nunca ganas de hablar demasiado de aquellas campañas militares y de aquellos viajes. Cornelia adivinaba que en aquellos lugares su padre encontró enormes sufrimientos, que en sitios lejanos como aquéllos habían caído familiares y amigos, por eso ella no insistía con preguntas que parecían no hacer sino que atormentarle, pero el hecho de que ella desistiera no quería decir que hubiera disminuido en su ánimo el ansia por saber y conocer más de un mundo tan grande del que apenas le estaba permitido ver una minúscula porción. Sería tan maravilloso poder hablar con alguien que disfrutara hablando de los lugares que hubiera visitado… Además, su padre, últimamente, sólo hablaba de la boda de su hermana mayor con Násica y de que ella misma debería seguir su ejemplo pronto con algún importante patricio de Roma. Los pensamientos de Cornelia, no obstante, buscaban alejarse de aquella presión de su padre sobre un próximo matrimonio y sus ojos se dedicaban a admirar la isla Tiberina que emergía más allá del puente Sublicio, levantado por Anco Marcio en el pasado con madera que, pertinaz, resistía el paso del tiempo pese a la tremenda humedad de la zona, donde se arremolinaban aún más barcos a la espera de poder descargar más productos traídos con el esfuerzo de marineros procedentes de todo el Mediterráneo.
—Ya estamos llegando, mi señora —dijo Laertes—; pronto estaremos en la plaza del mercado.
—Muy bien, Laertes.
El esclavo asintió y se puso de nuevo al frente de la comitiva. Pasaron próximos al Templo de la Fortuna, que Servio Tulio ordenó levantar a imagen y semejanza de otro similar existente en una de las ciudades etruscas cercanas. Y es que el foro Boario y el puerto estaban llenos de inmigrantes de Etruria que se contaban por miles. Estos nuevos habitantes de la emergente Roma habían traído consigo dioses y costumbres, de entre las que destacaba su pasión por una actividad hasta entonces aún poco frecuente en Roma: las luchas de gladiadores, aunque más de una de éstas había desbaratado la asistencia a alguna obra de teatro. De hecho, allí mismo, en el foro Boario, en la parte más próxima a la puerta Trigémina, sólo hacía poco más de veinte años que Bruto Pera había organizado el primer combate oficial entre gladiadores. Nunca antes se había visto algo así en Roma. Desde entonces, otros importantes patricios habían organizado pequeñas series de combates, normalmente con la excusa de los oficios funerarios de algún familiar, pero no dejaban de ser algo excepcional. Sin embargo, más allá de esas luchas organizadas de forma oficial, en el foro Boario no era extraño que ocasionalmente se preparara alguna lucha a muerte en donde la gente pugnaba por conseguir un buen lugar para apreciarla y, al mismo tiempo, poder así cruzar apuestas sobre cuál de los dos gladiadores obtendría la victoria. Esto era, sin duda alguna, lo que más temía Laertes cada vez que se aproximaban al foro Boario, pues el caos en el que se desarrollaban estas luchas no era en absoluto el lugar idóneo para proteger a una joven patricia demasiado ávida de experiencias como para entender que hay lugares a los que es mejor no acercarse. Pero ya eran demasiadas las visitas al foro Boario sin que hubieran pasado por ese trance y la diosa Fortuna, pese a tener un templo tan próximo, decidió por una vez abandonar a Laertes, Cornelia y al pequeño grupo de esclavos a su suerte.
—¡Gladiadores, gladiadores, gladiadores! ¡Junto a la estatua de bronce! ¡Rápido, venid! —gritó un muchacho corriendo por entre los primeros puestos del mercado de carne y animales. El olor a sangre de las bestias descarnadas, expuestas sobre los estantes de los mercaderes o colgadas de hierros afilados parecía impregnarlo todo y remarcar las terribles consecuencias que la lucha que se anunciaba tendría para, por lo menos, uno de los contendientes. Parecía que en medio de toda aquella exhibición de carne mutilada de centenares de patos, gallinas, pollos, carneros, terneros y cabritos, la gente necesitaba aún algo más: sangre fresca humana. En Roma no se hacían sacrificios humanos, pensaba con una sonrisa cínica Laertes, no; en Roma sólo se ordenaba que los esclavos o los reos de muerte lucharan entre sí en público para disfrute de todos los ciudadanos.
—Es mejor que regresemos —dijo Laertes a la joven Cornelia.
—No —respondió ella, e hizo una señal para que depositaran la litera en el suelo—; siempre he querido ver una de esas famosas luchas de las que tanto hablan en casa de mi padre cuando vienen a visitarle. Por Pólux, quiero ver cómo es.
—No es una buena idea, mi ama —insistía Laertes, pero sin atreverse a detener a la joven asiéndola por el brazo. El resto de esclavos contemplaba la escena sin intervenir. Era el ama la que mandaba. Poco podía hacerse si la joven se empeñaba en presenciar la lucha. La joven Cornelia se encaminó hacia la estatua de bronce de un enorme toro que el cónsul Publio Sulpicio Galba trajo de Égina hacía veinte años. Laertes miró hacia los esclavos y tomó decisiones con rapidez.
—Vosotros dos, quedaos aquí y vigilad la litera y la comida; el resto seguidme. Rápido. —Y se dio la vuelta acompañado por otros cuatro esclavos mientras mascullaba maldiciones en griego que pronunció en voz baja porque tanto la joven ama podría entenderlas como muchos de los emigrantes del foro Boario, pues los griegos eran, junto con los etruscos, los habitantes más comunes en todo aquel barrio de la ciudad.
La muchacha avanzó en dirección a la gran estatua de bronce, pero pronto, para su sorpresa, se cerró el camino ante sus ojos por una multitud de ganaderos, mercaderes, comerciantes de toda condición, libertos, soldados, e incluso algún patricio de paso por el foro Boario que se arremolinaron con inusitada celeridad en las proximidades del punto donde debía celebrarse el anunciado combate. Llegó entonces Laertes y se situó delante de ella.
—Sígueme, mi ama —dijo el espartano mirándola, sin levantar la voz, pero con decisión, y añadió al resto de esclavos que les acompañaban—: y vosotros protegedla por detrás. Si alguien la toca os mato. —Y se revolvió hacia el enjambre de personas y arremetió a empellones contra la gente abriendo un estrecho pasillo por el que la hija pequeña de Publio Cornelio Escipión pudo deslizarse e ir avanzando hacia el interior de aquella multitud. Laertes aparentemente embestía todo lo que le salía al paso, pero en realidad era muy cuidadoso en la selección de su ruta, empujando sólo a mercaderes y comerciantes, evitando así malos encuentros con soldados o patricios. No es que les temiera. Iba armado con una daga, una licencia especial del princeps senatus, siempre que saliera escoltando a su hija, y se sabía lo suficientemente fuerte y ágil como para defenderse del ataque de cualquiera, pero los soldados siempre se movían en grupo por la ciudad y los patricios solían ir acompañados por un pequeño regimiento de esclavos. No era inteligente humillar a ninguno de esos dos grupos de personas. Con mercaderes, extranjeros, libertos y otros artesanos y visitantes extranjeros del foro Boario no había necesidad de tener tantos miramientos.
Cornelia se preguntaba, mientras seguía atenta el camino que su esclavo abría ante ella, por qué Laertes no empujaba siempre en la misma dirección, pero lo que le importaba era poder llegar hasta un punto desde el que ver su primera lucha de gladiadores, y si Laertes se empeñaba en dar rodeos aquella mañana en todo lo que ella pedía, eso era asunto suyo. Ella no se quejaría siempre y cuando se hiciera lo que pedía. Además, Laertes había sido seleccionado por su padre y su padre era muy bueno cuando se trataba de seleccionar a alguien para un cometido. Aún estaba la joven en estas consideraciones, cuando de pronto, ante ella se abrió un gran círculo vacío, alrededor del cual se encontraban varios centenares de ciudadanos de Roma y emigrantes etruscos, griegos y de otras regiones del Lacio e Italia. Era extraño cómo la gente, pese a empujarse unos a otros, respetaba aquel espacio sin aproximarse más, pero la joven no tenía tiempo para preguntarse nada, sino sólo para admirar: en el centro del círculo había ya dos hombres solos. Uno era un númida negro, alto y musculoso, armado con una lanza y un pequeño escudo. Su oponente era un celta pintado de azul de pies a cabeza, armado con una pesada espada y un escudo más grande que el del númida, aunque eso no era lo que impresionó a la muchacha, sino el hecho de que el celta, de acuerdo con sus costumbres, luchaba completamente desnudo. Cornelia, inevitablemente, movida por la natural curiosidad de su desconocimiento miraba intrigada en busca del sexo de aquel guerrero, pero éste había empezado a moverse caminando hacia un lado y quedaba de espaldas. La mirada de Cornelia, no obstante, encontró pronto algo que la cautivó: los blancos ojos del númida, como dos pequeñas lunas en la más oscura de las noches de África, clavados como dagas sobre el celta desnudo, hasta que, súbitamente, la mirada del guerrero negro, hostil, agresiva, se volvió hacia la multitud, a derecha e izquierda, como si los culpara de todo lo que le estaba ocurriendo en aquel momento. La mirada del númida se cruzó en ese momento un instante con la de la joven Cornelia, y, aunque el guerrero no se detuvo en contemplar a la pequeña hija del hombre más poderoso de Roma, la muchacha quedó petrificada y, sin saberlo, conteniendo la respiración. La distracción del africano fue aprovechada por el celta que, sin pensárselo dos veces, arremetió al númida blandiendo en alto su espada, pero el africano tenía buenos reflejos, dio un paso atrás y alzó su brazo izquierdo con el pequeño escudo. Se escuchó un enorme chasquido producto del choque entre la espada celta y el escudo númida.
—¡Aaaggh! —gritó el númida, y es que, si bien no se vio sangre emergiendo de su brazo, estaba claro que el golpe de su oponente había sido brutal. El númida respondió al ataque recibido con otro movimiento ofensivo: avanzó dos pasos rápidos empuñando con firmeza su lanza, lo que obligó al celta a retroceder. El guerrero del norte caminaba hacia atrás en dirección hacia el lugar donde se encontraba la joven Cornelia, Laertes y el resto de esclavos de la casa de los Escipiones. Laertes apretó los labios en señal de preocupación, pero no había nada que hacer. Una vez empezado el combate nadie podía intervenir hasta su mortal conclusión. El númida y el celta entraron en una larga serie de intercambio de golpes amenazantes y que para muchos de los allí presentes habría resultado fatal, pero aquellos guerreros eran prisioneros de las recientes guerras contra los galos ligures del norte y contra los númidas del sur y, sin duda, habían estado combatiendo durante años contra su enemigo común, los romanos, quienes ahora los habían reunido en aquel cónclave mortífero para deleitarse en su sufrimiento y su dolor ante una muerte casi segura en medio de una ciudad extraña para ellos, donde su única posibilidad de subsistencia era seguir matando a desconocidos uno tras otro, uno tras otro. Pasaron así varios minutos durante los cuales tanto el celta como el númida se iban desplazando desde el centro del gran círculo de combate hacia un lateral, justo el lado donde se encontraba la pequeña Cornelia y su reducido séquito de esclavos. Laertes había combatido en innumerables batallas, contra los romanos y contra los macedonios y etolios y aqueos y su agudo ojo de guerrero empezó a extrañarse: los golpes que se intercambiaban los contendientes eran algo lentos, no para la mirada de un neófito, pero Laertes estaba seguro de que los soldados allí reunidos no estarían disfrutando de aquella lucha. Laertes, un instante demasiado tarde para poder reaccionar con más prevención, comprendió que aquella lucha estaba calculada, ensayada, y aquello no era lo normal. Lo habitual es que ambos contendientes lucharan a muerte de forma descarnada, buscando en la muerte del contrario su único camino hacia la supervivencia primero y, tras muchas muertes, hacia la propia libertad; pero aquellos guerreros se lanzaban golpes estudiados que aunque pudieran engañar a los mercaderes, valían cada vez menos a los ojos de un veterano guerrero como Laertes. En ese mismo instante, el númida giró sobre sí mismo, dejando de luchar contra su oponente, justo cuando más próximo se encontraba a la joven Cornelia y, en lugar de seguir combatiendo, arrancó como una flecha contra el público, blandiendo su lanza en ristre con la seguridad de que el arma le abriría paso con rapidez. Una huida, una huida era lo que tenían pactado ambos luchadores. Laertes comprendió la estratagema al momento, pero las posibilidades de reacción eran ya mínimas. El celta arremetía contra otro sector del público, pero aquello no le incumbía al veterano espartano, sino que lo que le preocupaba era más bien cómo evitar que el númida, que corría directo contra la frágil Cornelia, embistiera a la hija del princeps senatus que, sorprendida como estaba por el inesperado desarrollo de los acontecimientos, permanecía inmóvil, estupefacta, sin saber qué hacer, como si todo aquello no fuera más que un mal sueño, una pesadilla que desaparecería al despertar. Laertes sabía que sólo había una solución: el guerrero espartano se interpuso súbitamente entre el númida y la joven patricia. En cualquier otra situación, con un luchador a la carrera blandiendo una lanza, Laertes se habría hecho a un lado para clavarle la daga por la espalda tras empujarle y hacerle perder el equilibrio, pero detrás de Laertes estaba Cornelia y si se apartaba la lanza atravesaría a la joven, matándola en el acto o hiriéndola mortalmente, muerte a la que, sin duda, seguiría la suya propia en cuanto Escipión se enterara de lo ocurrido; de modo que Laertes hizo lo único que podía hacer: en cuanto la lanza del númida estuvo a su alcance la asió con las dos manos y la desvió hacia un lado, pero el númida no era mal luchador y se revolvió como un jabato empuñando la lanza ahora hacia el propio Laertes, que había osado importunarle en su plan de huida de aquella vida de esclavitud y sometimiento a la que estaba abocado desde hacía meses. Laertes, liberadas las manos de la lanza númida, sacó su daga, pero el guerrero negro empleó su arma con habilidad y apuntó hacia la garganta del espartano. Laertes se hizo a un lado al fin, cuando ya sabía que tras él no estaba Cornelia, y evitó la muerte, pero la punta del asta le segó un lateral del cuello y la sangre empezó a brotar con profusión. Laertes tragó saliva, no porque tuviera miedo, sino porque un médico griego le explicó que si no sabía si tenía seccionada la garganta o no en un combate, al tragar saliva lo averiguaría. Laertes exhaló un suspiro de alivio al sentir que podía tragar. La herida no era mortal, pero el númida, enfurecido, no cejaba en su empeño por escapar. Laertes quería mirar atrás para asegurarse de la posición de Cornelia, pero no era posible. Un segundo de distracción equivaldría a una muerte segura. La gente había echado a correr despavorida por las callejuelas que desembocaban en el foro Boario, y junto a la estatua de bronce sólo quedaban el númida, Laertes, algunas personas a su espalda, en las que el espartano confiaba que estuvieran algunos de los esclavos de la escolta protegiendo a Cornelia, y, en el otro extremo de la plaza, se veía al guerrero celta que no parecía haber tenido demasiada fortuna, pues al igual que el númida, había chocado con la oposición de un grupo de legionarios que asistían al combate; eso sí, los legionarios parecían borrachos y, pese a ser media docena, no acertaron a detener al galo que se les escapó en dirección al Templo de Hércules; el pobre inútil había equivocado la dirección, pues tras ese templo estaba el Clivus Victoriae que conducía justo hacia el corazón de Roma.
Tras Laertes, Cornelia había presenciado el ataque del númida como una estatua, sin mover un solo músculo, sin saber cómo reaccionar. La muchacha comprendió enseguida que de no ser por la interposición del guerrero espartano que le había seleccionado su padre como escolta ahora ya estaría muerta. Mercaderes, libertos, mujeres, esclavos y visitantes de la ciudad, todos habían huido de la plaza, incluso sus propios esclavos. No parecía que la gente que asistía a esos combates fuera especialmente valerosa. Por unos segundos, Cornelia permaneció completamente sola, desguarnecida de toda protección a excepción de la brava intervención de Laertes. La joven pensó en correr, pero hasta el momento la única persona que se había mostrado a la altura de las circunstancias era Laertes y, en su confusa mente, todo le indicaba que lo sensato era permanecer junto a aquel leal esclavo que la estaba protegiendo, pero cuando el propio Laertes empezó a sangrar por el cuello, Cornelia dudó y empezó a dar pasos atrás sin saber aún muy bien hacia dónde encaminarse. Miró por encima de su hombro en busca de los esclavos y su litera, pero no alcanzaba a verlos por ningún lado. Entonces, de pronto, por el otro lado, sobre su pequeño hombro derecho sintió la mano fuerte de un hombre. Cornelia dio un respingo e iba a lanzar un grito cuando la voz bien modulada y serena de Tiberio Sempronio Graco le aportó algo de tranquilidad en medio de su agitada desventura.
—No te muevas. Mis hombres te protegerán. —Y levantó la mano con rapidez, para que la joven no se sintiera intimidada. Graco se puso entonces entre el númida y Laertes, que proseguían con su lucha, y la joven Cornelia. Graco iba acompañado por dos hombres de su confianza que no parecían esclavos, sino soldados de alguna campaña reciente que le seguían más por amistad que por obligación. Cornelia se encontró entonces rodeada por un segundo grupo de sirvientes del patricio que había acudido en su auxilio. «Tiberio Sempronio Graco, el amigo del mayor enemigo de mi padre; Graco, el que humilló a mi padre en público durante el teatro». Y la joven tuvo el arranque de escapar de aquellos hombres y buscar por sí misma un lugar seguro, pero, de algún modo, aunque sentía que aquellos esclavos no la retendrían contra su voluntad, intuía que ya había hecho bastantes tonterías aquella mañana como para añadir más a aquella funesta jornada. Entre esos hombres, amigos o enemigos de su padre, estaría segura, al menos, hasta que la situación en el foro Boario se tranquilizara.
En ese momento, entraron en la plaza varias decenas de triunviros con las espadas desenvainadas. Una docena rodearon a Laertes y al númida que seguían luchando junto a la estatua de bronce. Cornelia temió entonces que, en medio de la confusión, mataran también a su leal esclavo, pero justo cuando iba a gritar para intentar interceder por él, se escuchó la poderosa voz de Tiberio Sempronio Graco dirigiéndose a los triunviros.
—¡Por Hércules! ¡Atacad sólo al númida! ¡El otro hombre es mi esclavo!
Cornelia agradeció sobremanera aquellas palabras y comprendía que para evitar explicaciones complejas, el joven senador hubiera simplificado la situación indicando que Laertes era esclavo suyo. La estratagema surtió el efecto deseado, pues los triunviros, al reconocer al heredero de la casa Sempronia, tuvieron cuidado en no herir al que éste denominaba su esclavo. Uno de los soldados de la milicia urbana de Roma clavó su arma en la espalda del númida. El guerrero se revolvió hacia el nuevo atacante, momento que Laertes aprovechó para, sin dudarlo, hundir su daga en el cuello de su oponente. El gladiador vaciló y se decidió al fin por volverse de nuevo hacia Laertes, pero para cuando éste extrajo el puñal de su cuello, el guerrero africano notó que las fuerzas le flaqueaban, que le costaba respirar. Soltó varios espumarajos de sangre por la nariz y por la boca, cayó de rodillas, y, por si quedaba alguna duda, tres triunviros hundieron sus astas en la espalda del gladiador agonizante.
—El otro ha escapado hacia el Clivus Victoriae —añadió Graco aproximándose hacia los triunviros—. ¡Por todos los dioses, va desnudo, no tiene pérdida, un celta, pintado de azul!
La milicia saludó militarmente al senador y desaparecieron en dirección noreste en busca del gladiador huido. Graco se acercó a Laertes. El espartano se había sentado en el suelo y mantenía la palma de su mano derecha en el cuello. Entre los dedos salía sangre.
—¿Estás bien, esclavo?
Laertes se levantó de inmediato en cuanto vio al joven senador frente a él, pero respondió con una mirada nerviosa y otra pregunta.
—¿La hija del princeps senatus…?
Graco no exteriorizó su satisfacción por aquella pregunta que mostraba lealtad auténtica o impuesta por disciplina, pero lealtad a fin de cuentas.
—Está con mis hombres y está bien.
Laertes suspiró. Sintió entonces que el cansancio le vencía. Tenía toda la túnica manchada de sangre y la mayoría era suya. Estaba débil. Tiberio Sempronio Graco se hizo cargo de todo. Ordenó a sus hombres que subieran a Laertes a la cuadriga con la que se había desplazado hasta el foro Boario y él mismo tomó de la mano a Cornelia y la ayudó a subir a la litera que, desaparecidos los gladiadores rebeldes, había retornado junto a la estatua de bronce con los esclavos no tan valientes de los Escipiones. Graco lanzó una mirada recriminatoria a aquellos hombres, pero no dudaba que aquello no sería nada comparado con la reacción del princeps senatus en cuanto se enterara de todo lo ocurrido y de la cobardía de aquellos hombres. En cualquier caso, aquello no era asunto suyo. Graco ordenó que la comitiva se pusiera en marcha, pero evitando esta vez el Clivus Victoriae y, en su lugar, tomando el Vicus Tuscus. Era una decisión meditada: si bien aquella avenida no era la más recomendable para pasear a una bella patricia, el revuelo del foro Boario, con un gladiador huido y decenas de triunviros patrullando las calles en su busca, habría despejado los más lúgubres rincones y esquinas de la avenida de la prostitución de Roma.
Graco no se equivocó en sus previsiones y pronto se encontraron todos avanzando por una amplia avenida casi desierta, con ventanas y puertas cerradas. El mayor peligro estaba sólo en que algún incauto lanzara las heces o la orina sin mirar abajo y sin avisar desde alguna de las nuevas insulae que se acababan de levantar en la zona. Graco caminaba al lado de la litera de la joven Cornelia. Quería hablar con ella pero no sabía por dónde empezar. Para sorpresa del senador patricio, fue la muchacha la que rompió aquel incómodo silencio.
—Supongo que es justo que te dé las gracias, Tiberio Sempronio Graco, aunque tus acciones del pasado no te hacen merecedor ni de mi confianza ni de la confianza de mi familia.
Graco sabía que la joven aludía al constante apoyo que la familia Sempronia estaba brindando a Catón en el Senado y, seguramente, al día en el que él mismo vociferó en el teatro contra el propio Publio Cornelio Escipión, su padre.
—Estabais en peligro. Sólo he hecho lo que cualquier otro hubiera hecho en mi lugar. —Es cuanto acertó a decir Graco. No sabía muy bien por dónde seguir, pero tenía claro que le gustaría que aquella conversación continuara. Le gustaba la voz dulce de aquella muchacha y le gustaba, fuera o no la hija del mayor enemigo del Estado, como decía Catón, aquella piel blanca que asomaba por las mangas de la fina túnica que cubría el que intuía hermoso cuerpo de aquella joven patricia.
—No todos harían lo mismo, senador. La mayoría, como viste, huyeron de la plaza. Lo que lamento es que… —La frase quedó sin terminar por un infinito segundo en el que Graco percibió que contenía la respiración—. Siento que no hayas sido fiel a tus palabras.
Graco la miró directamente a la cara, confuso. La muchacha decidió explicarse; quería que él comprendiera a qué se refería porque era algo que llevaba largo tiempo en su ánimo y, por fin, tenía la oportunidad de preguntar por qué le había mentido.
—Me mentiste… hace tiempo —dijo la joven Cornelia.
—¿Cuándo?
—Hace tiempo, cuando yo era una niña, te pregunté en el vestíbulo de nuestra casa si eras malo y dijiste que no; luego, al cabo de unos años, tuve que presenciar cómo insultabas a mi padre en público, insultabas al hombre que más ha hecho por Roma en su historia. Tus palabras y tus acciones, Tiberio Sempronio Graco, no concuerdan, al menos, no siempre. Eso, como poco, tendrás que admitirlo.
El senador se quedó perplejo de que la muchacha recordara aquel fugaz encuentro en el vestíbulo de la casa de los Escipiones. Él nunca lo había olvidado, pero por entonces él tendría veintitrés años, pero ella sólo tendría unos cinco o seis años. Ahora ella tenía catorce años y él treinta y dos. No sólo les separaba la enemistad de sus familias, sino la edad.
—No he faltado a mis palabras del pasado —empezó a defenderse Graco, y sintió que la muchacha iba a interrumpirle, pero él levantó la mano derecha y ella concedió permanecer en silencio un poco más a la espera de su explicación—. Te dije que no era malo y nada malo he hecho. Yo no insultaba a tu padre aquella tarde en el teatro; yo gritaba, como otros muchos, para manifestar mi desprecio a una ley que ponía a unos por encima de otros en los actos públicos. Se empieza por ahí y se termina…
—¿Se termina como rey? —concluyó ella.
Graco inspiró un par de veces antes de responder.
—Supongo que si no se pone coto a la ambición se corre peligro de que crezca desbocada. Tu padre ha prestado los mejores servicios posibles al Estado, eso nadie lo pone en duda, pero el Estado debe protegerse si alguien empieza a legislar para ponerse por encima de los demás. Si en vez de tu padre hubiera habido otro en ese estrado, alzándose por encima de todos allí donde no procede, también habría gritado de igual forma.
—¿Incluso contra Marco Porcio Catón?
La réplica de la joven sorprendió al senador que, una vez más, se vio forzado a inspirar con lentitud, más por necesidad de realizar alguna acción en la que entretener el tiempo mientras buscaba cómo responder mejor que por necesidad de aire.
—Yo siempre me levantaré contra cualquiera que atente contra el orden de la República.
—Mi padre canceló aquella ley. Desde entonces sus acciones no merecen el ataque constante y la sospecha permanente de Catón.
Graco pensó en continuar la conversación, el debate, pero no sabía bien cómo discutir de política con una joven tan perspicaz y que parecía tener respuestas para todo. Era cierto que Catón acosaba a Escipión, pero venían las nuevas elecciones y se avecinaba una nueva guerra contra el rey Antíoco de Siria, que amenazaba con cruzar el Helesponto de nuevo con un ejército mucho más poderoso que en el pasado reciente para hacerse con Grecia y quién sabe si con el propio protectorado romano de Iliria. Pronto se libraría en el Senado una nueva batalla por la próxima elección de los nuevos cónsules. Publio Cornelio Escipión buscaría la forma de presentarse de nuevo al consulado y Catón intentaría que no consiguiera ganar, pues si tras derrotar a Aníbal, Escipión lograra añadir una victoria sobre Antíoco, los clamores del pueblo en el sentido de nombrar a Escipión cónsul o dictador vitalicio rebrotarían si cabe aún con más fuerza. Era lógico pretender que fueran otros los cónsules aquel año. Pero ¿cómo explicar todo eso a la hija del propio Escipión? Por otro lado, el pueblo, temeroso de la alianza de Aníbal con el poderoso rey de Siria, reclamaba ya a Escipión como general en jefe del ejército expedicionario que, sin duda, se enviaría pronto ya hacia Asia.
—Hemos llegado. —La voz de Cornelia devolvió a Graco al presente. Estaban junto al Templo de Castor y, enfrente, se alzaba la domus de los Escipiones en el corazón de Roma. En la puerta de la gran casa se arremolinaban decenas de sirvientes armados con palos, estacas e, incluso, alguna espada. Se les veía nerviosos. Era evidente que hasta la residencia de los Escipiones habían llegado ya noticias sobre los gladiadores que habían intentado escapar de su combate en el foro Boario. De súbito, rodeado por hombres libres y por su arrojo y porte militar, probablemente veteranos de las campañas de Hispania y África, emergió la figura recia, delgada y firme de Publio Cornelio Escipión. Iba a salir en busca de su hija. Graco ordenó a sus propios hombres que se detuvieran y lo mismo a los esclavos de Cornelia. La litera quedó detenida junto al Templo de Castor. Tiberio Sempronio Graco, solo, cruzó la calle y se personó frente al princeps senatus de Roma.
—Te saludo, Publio Cornelio Escipión. Tu hija está a salvo. Viene escoltada por mis hombres desde el foro Boario.
El general de generales miró a los ojos al senador apostado frente a la entrada de su casa y luego miró hacia la litera de su hija. Hizo una leve señal con la mano derecha y uno de los soldados que le acompañaban partió a toda velocidad hacia donde se encontraba la litera. El legionario comprobó que en su interior se encontraba la joven Cornelia en perfecto estado y levantó la mano hacia el princeps senatus quien, impasible, sin tan siquiera responder al saludo de Graco, permanecía en perfecto silencio ante un confundido interlocutor. Graco sabía que eran enemigos políticos, pero no esperaba tanta distancia entre ellos. Además, acababa de prestarle un importante servicio al princeps senatus y el senador, en su ingenuidad, había esperado cierto agradecimiento por parte del líder de los Escipiones.
Graco miró hacia atrás y vio como la litera se ponía en marcha en dirección a la casa de la que procedía. Al pasar por delante de él, la faz suave y, a la vez, brillante, de la joven Cornelia apareció por un instante para regalarle una mirada en la que Graco creyó percibir el agradecimiento que el propio padre de la muchacha le negaba. Los ojos negros de Cornelia le miraron como acariciando su alma, o así lo sintió, en un instante que se transformó en enigmático, intenso, sentido, especial, pero la mujer, y por primera vez Tiberio Sempronio Graco usó esa palabra para pensar en la hija menor de Escipión, ocultó su faz tras las cortinas de la litera a la vez que la propia litera desaparecía tras las grandes puertas de entrada a la domus de los Escipiones. La magia se desvaneció y ante el senador de la familia Sempronia permanecía inalterable la figura temible del más veterano de los senadores de Roma: Publio Cornelio Escipión. Con el rabillo del ojo, Graco vio como Laertes, ayudado por uno de los legionarios del princeps senatus se introducía también, como podía, en el interior de la gran domus.
—Sé que piensas que tengo algo que agradecerte, Tiberio Sempronio Graco —empezó al fin Escipión captando con rapidez toda la atención de su visitante—, pero no seré yo quien agradezca nada a un amigo de Catón. En unos instantes habría estado en el foro Boario y habría escoltado yo mismo a mi hija. No te debo nada y no pienso agradecer nada a quien se ha atrevido a humillarme en público, a quien se jacta de ser el mayor amigo de mi peor enemigo y a quien se atreve a hablar con mi hija sin ni tan siquiera pedirme permiso.
Graco pensó en cuántas cosas podían responderse a semejante torrente de tergiversaciones, pero la confusión por el gélido recibimiento le tenía aturdido y no sabía bien ni por dónde empezar. Además, lo peor de todo era no saber bien por qué le molestaba que Escipión se mostrara tan airado con él. Podía argumentar que sin su intervención, visto lo acontecido en el foro Boario con el gladiador númida, quizá su hija tuviera algo más que un susto en su hermoso cuerpo; podía aducir que él no se consideraba, y mucho menos se jactaba, de ser el mejor amigo de Catón, y podía decir en su defensa que si había hablado con la hija del princeps senatus había sido sobre todo para tranquilizarla. Pero pese a todos estos razonamientos, Graco, en cuyo interior crecía la indignación al sentirse maltratado pese a los servicios prestados, optó por atacar al ser atacado.
—En Roma, el senador Publio Cornelio Escipión no decide sobre con quién habla o deja de hablar Tiberio Sempronio Graco.
Publio frunció un ceño de arrugas profundas y apretó los labios con tal firmeza que sólo se veía una línea blanca con comisuras hacia abajo en los laterales que marcaba la boca del princeps senatus. Fue un instante grave de silencio compartido entre dos hombres que empezaban no ya a despreciarse, sino a forjar entre ellos el terrible vínculo del odio. Escipión, en el fondo de su ser, se sentía culpable de haber cedido primero a los caprichos de su hija y, en segundo lugar, se sentía aún más responsable de lo ocurrido por no haberla dotado de suficiente escolta, pero lo que le quemaba por dentro era tener que deberle a un amigo de Catón algo tan preciado como el cuidar de la vida de su propia hija en momentos difíciles. Pero Escipión en la superficie de su mente se repetía que no había pasado nada y que aquel Graco sólo hacía que inmiscuirse en su familia y atreverse a hablar con una hija suya después de haberse mostrado hostil a la familia de los Escipiones en público.
—¡Desaparece de mi vista, miserable! —vociferó Escipión delante de todos y para sorpresa de todos, pues si bien los amigos del general no esperaban un abrazo entre ambos hombres, tampoco pensaban en que el princeps senatus fuera a reaccionar con tal vehemencia—. Desaparece de mi vista, Tiberio Sempronio Graco, y te diré algo sobre lo que sí decido yo siempre: nunca, me oyes, nunca jamás volverás a hablar con mi hija.
Graco dio un par de pasos hacia atrás, con lentitud. Lo correcto habría sido despedirse, pese a todo, pero no era aquélla una conversación normal. Graco dio media vuelta y se marchó de la puerta de aquella casa de donde, sin aún siquiera haber entrado aquel día, se sentía expulsado para siempre. Tiberio Sempronio Graco se alejó de allí. Caminaba rodeado por sus hombres en dirección al foro. Anduvo sin detenerse un segundo, con paso decidido, sin querer mirar atrás, indignado, enfurecido, casi fuera de sí. Junto al Templo de Venus se paró y miró al cielo. El sol cabalgaba en lo alto del cielo. El mundo seguía. A su alrededor, comerciantes, prestamistas y mercaderes hacían todo tipo de negocios. Se veía a grupos de senadores cruzando el foro hacia el Comitium. Una patrulla de triunviros apareció entrando desde Aequimelium[*] arrastrando a un celta al que llevaban encadenado. Graco reconoció al gladiador celta que había escapado del foro Boario. Lo llevaban hacia el Tullianum, la terrible mazmorra de Roma donde con toda seguridad sería estrangulado en pocas horas. Graco reemprendió la marcha hacia el Comitium. Había acordado una reunión con Catón y los suyos para preparar una candidatura alternativa a los Escipiones para el consulado del año que empezaba, pero su mente no dejaba de repasar todo lo ocurrido aquella mañana y una y otra vez, todos sus pensamientos retornaban a aquella mirada de ojos oscuros y penetrantes de una muy joven mujer que lo había dejado desasosegado y confuso. Al fin, Graco comprendió que lo que le embargaba por dentro era el ansia de poseer a una mujer y consideró con seriedad retrasar su encuentro con Catón y desviarse para ir en busca de la gran lena[*] de Roma y satisfacer sus apetitos carnales con alguna de las hermosas prostitutas que la anciana ponía a disposición de los más adinerados patricios, pero, por alguna extraña razón, Graco presentía que el ansia que sentía en sus entrañas no podría ser calmada por ninguna otra mujer que no fuera aquella joven que ya con cinco años se cruzara en su vida y que una vez más lo había hecho ahora en el foro Boario y cuyo todopoderoso padre había jurado mantener lejos de su alcance para siempre. Tiberio Sempronio Graco estaba seguro que sólo podría volver a acceder a la joven Cornelia pasando por encima de Escipión, pero eso formulaba el más inquietante de los dilemas, pues ¿cómo se puede conquistar el amor de una mujer si para ello es inevitable destruir antes a su padre?