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Memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus

(Libro III)

Una vez terminado mi mandato consular, los años siguientes los dediqué a viajar. La relación con Emilia se había enfriado. No era la de antaño. Ahora, con la calma y la lucidez que da ver los acontecimientos pasados en retrospectiva, me doy cuenta de muchas cosas que antes pasaron desapercibidas o que fueron malinterpretadas en mi ánimo. Emilia tenía razón: los ataques hacia mi persona me habían agriado el carácter y lo pagaba con la familia, exigiendo demasiado a mi hijo y enfrentándome con la indómita Cornelia menor. Tampoco me di cuenta de que la obra que Plauto estrenó el año de mi consulado me hablaba en más de un sentido. Sólo me sentí aludido por la referencia directa del cuarto acto, pero no me daba cuenta de que toda la obra era una metáfora de mi propia vida. Yo era, en cierta forma, el viejo Euclión que había encontrado un tesoro. Mi tesoro era la batalla de Zama, de la que yo pensaba que sólo podían venir cosas buenas para todos, pero cegado como estaba por cuidar que mi tesoro fuera apreciado por todos en la medida que yo consideraba justa, no me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor. Plauto me hablaba en acertijos demasiado complejos para mi embotada razón de aquellos años.

Mi primer viaje fue a África. Roma no parecía quererme tanto como yo pensaba que debía, pero aceptaba mis servicios como embajador a diferentes partes del mundo. Cartago seguía presentando quejas sobre Masinisa. El rey de Numidia, a quien yo puse en el trono, se aprovechaba de la debilidad de Cartago para ampliar sus dominios a costa de los cartagineses que estaban, por los acuerdos de guerra tras Zama, incapacitados para defenderse sin consultar antes a Roma. Y Roma, como toda respuesta, me enviaba a mí de embajador. No se arregló nada. Era una simple pantomima del Senado para acallar las quejas púnicas. En el foro de Roma poco importaban los padecimientos de Cartago. El caso es que mi enorme distanciamiento con Masinisa, al haberle obligado a entregarme a Sofonisba, algo que seguía sin perdonarme, hizo imposible que le convenciera para abandonar sus ataques a territorios de Cartago de forma permanente. Al poco de dejar África, Numidia reinició sus incursiones contra diversas poblaciones púnicas, pero, en cualquier caso, lo que más me llamó la atención de aquella vista a Cartago es que, pese a la guerra con Numidia, la capital cartaginesa estaba espléndida, radiante, llena de mercaderes y riquezas que fluían como un torrente por todas sus calles y, en especial, en su magnífico puerto. Y mucho de aquel esplendor, si no todo, se debía a la administración que había ejecutado Aníbal en los años anteriores, administración brillante que como recompensa había recibido el destierro. Aquel resurgir de Cartago me hizo pensar por primera vez que, en efecto, la alianza de Aníbal con el rey de Siria podía ser algo temible para Roma. Hacía meses que había recibido la carta de Netikerty desde Egipto. No le concedí demasiada importancia en su momento, pero tras visitar la renaciente Cartago, mis pensamientos empezaron a girar hacia Asia. Por eso, nada más volver de África, acepté una segunda embajada: acudiría como representante de Roma, junto con otros senadores, a una entrevista pactada con el rey Antíoco III de Siria en la ciudad de Éfeso. Hablé con Lelio de todo esto, incluida la carta de su antigua esclava, y él convino conmigo en que era necesario viajar a Asia y evaluar por nosotros mismos el estado de las cosas. Pérgamo no hacía más que pedir ayuda cada mes con más intensidad. El Senado, al fin, decidió enviarme. El mundo se ampliaba. Los asuntos de Oriente, que siempre veíamos como lejanos, distantes, ajenos a nosotros, de pronto, eran el centro de nuestra política exterior.

El viaje fue largo, pero sin complicaciones. Llegamos primero a Pérgamo, donde el rey Eumenes nos describió una semblanza terrible del rey sirio y de su aliado, Aníbal Barca. Toda Asia Menor estaba siendo atacada por el ejército seléucida y sólo resistía, y muy a duras penas, la propia Pérgamo y la isla de Rodas. El resto había sucumbido ante los catafractos de Antíoco.