El segundo consulado
Roma, 194 a. C.
Publio Cornelio Escipión acudió al teatro aquella tarde envuelto en una turbulenta maraña de pensamientos. Le acompañaban su esposa Emilia, su hijo Publio y sus dos hijas. Publio padre estaba disgustado consigo mismo y con Roma entera. Consigo mismo por su incapacidad para digerir mejor el imparable ascenso de Catón. Apenas hacía unas semanas que le había correspondido, como nuevo cónsul recién elegido para un segundo mandato, asistir al gran desfile del triunfo que el Senado había concedido a su antecesor en el cargo, al propio Marco Porcio Catón por su supuesta gran campaña en Hispania, cuando Catón no había conseguido más que masacrar a las tribus débiles del noreste y restaurar un intermitente flujo de oro y plata desde las minas del sur. Por lo demás la región seguía en armas, un lugar peligroso para cualquier general y, sobre todo, con una inexpugnable Celtiberia en el interior del país desde la que se alimentaba de forma perenne la rebelión contra Roma. Roma. En segundo lugar, estaba disgustado con Roma por su ceguera al no entender que la política de ocupación brutal de Catón alargaría indefinidamente la pacificación de Hispania; una Roma que no supo nombrarle cónsul el año anterior, a él, a Escipión, cuando se debía haber enviado a alguien a luchar o negociar con los iberos y que, sin embargo, le elegían ahora, un año en el que el Senado se negaba a mandar ningún ejército consular a Hispania, pues eso sería lo mismo que reconocer que Catón no había hecho bien su trabajo. El Senado, una y otra vez, manejado por Catón y sus seguidores, le castigaba con una derrota tras otra. Era cónsul, sí, porque su nombre, Publio Cornelio Escipión, aún era demasiado grande y demasiado popular entre el pueblo como para que el Senado le negara un segundo mandato, pero con aquella táctica de negar que Hispania estuviera revuelta vaciaban completamente de sentido aquella nueva magistratura consular para la que había sido elegido. Catón, por su parte, había rematado su estrategia de alianzas políticas casándose con Licinia, a propuesta de Lucio Valerio Flaco, con lo que conseguía una familia senatorial más proclive a su política. Estaba claro que debía acelerarse el asunto de los matrimonios de sus hijas. Ésa era un arma de la que Catón aún no disponía. Y debía utilizarse. Catón no había asistido al estreno de la nueva obra de Plauto, fiel a su costumbre de despreciar el teatro en general y las comedias en particular, pero Publio había visto a Graco, Spurino y otros por el recinto del teatro. Era difícil olvidarse de ellos teniéndolos tan cerca.
Tal era el remolino de ideas que bullía por su mente que Publio padre se sentó en uno de los asientos especiales que se habían dispuesto para él y su familia en primera fila sin casi darse cuenta. Se trataba de una reserva especial de asientos totalmente novedosa y que se debía a una ley que él mismo había promulgado por la cual los magistrados consulares y otros magistrados en ejercicio tenían derecho a un lugar de privilegio para asistir a las representaciones de teatro. Después de tantos años de servicio a Roma, después de tantas batallas luchadas, después de tantas ciudades conquistadas y, sobre todo, después de derrotar a Aníbal, Publio pensó que se había ganado el derecho a poder disfrutar de una obra de teatro con tranquilidad si era cónsul, sin tener ya que competir con el resto del público por un lugar desde el que ver bien lo que ocurría en escena. Siempre que iba al teatro echaba de menos el ímpetu con el que su tío Cneo se abría paso a empellones entre el público. Ahora ya no haría falta que nadie empujara. Así podía ir con su familia entera sin necesidad de abrir medio a golpes un espacio para sus hijas. Roma le debía aquel mínimo privilegio. Se lo había ganado a pulso. Y, sin embargo, contradictoriamente, para una vez que disponía de ese espacio de privilegio, la tormenta desatada en su mente apenas le había dejado enterarse de todo cuanto se había representado en escena. Sabía que la obra se titulaba la Aulularia[*] y, por lo poco que podía haber seguido del argumento, un viejo llamado Euclión había encontrado una olla llena de oro enterrada en su casa. A lo que se ve, tan ofuscado estaba el viejo Euclión en custodiar su recién encontrado tesoro que no se daba cuenta de lo que pasaba en el resto de su casa, pues su hija había sido violada y ni tan siquiera se había percatado de ello. Euclión sólo tenía ojos y oídos para vigilar su olla repleta de oro. Mientras, a su alrededor, tenía lugar una larga maraña de acciones que afectaban al futuro de su familia, pero Euclión no se percataba de nada que no tuviera que ver con encontrar un escondrijo seguro para su olla. Estaban ya en la escena novena del cuarto acto cuando Plauto, cubierto de una graciosa peluca y vestido a la forma griega con lo que representaba ser Euclión, miraba directamente al público desde el centro del escenario y lanzaba un largo discurso rogando que le ayudaran a encontrar su olla de oro que le acababan de robar.
—Perii interii occidi. Quo curram?, quo non curram?, tene, tene, quem? Quis?, nescio, nil video caecus eo atque equidem quo eam aut ubi sim aut qui sim. Nequeo cum animo certum investigare… Estoy perdido, muerto, aniquilado. ¿Adónde he de correr? ¿Adónde no he de correr? ¡Detenedlo, detenedlo! Pero ¿a quién?, y ¿quién lo va a detener? No lo sé, no veo nada, camino ciego y no soy capaz de saber con certeza ni a dónde voy ni dónde estoy ni quién soy —y dirigiéndose al público—; os lo ruego, os lo pido, os lo suplico: ayudadme, indicadme quién me la robó. ¿Qué dices tú? A ti estoy dispuesto a creerte porque se te ve en la cara que eres una buena persona. ¿Qué pasa? ¿De qué os reís? Os conozco bien a todos. Sé que aquí hay muchos ladrones que se esconden bajo sus vestidos blanqueados con creta y están sentados como si fueran personas honradas. ¿Qué? ¿No la tiene ninguno de éstos? Me has matado. Entonces, dime, ¿quién la tiene?
Publio se quedó blanco cuando escuchó aquella interpelación directa a él y al resto de pretores, magistrados y candidatos a magistrado, todos ellos vestidos con una inmaculada toga candida y sentados. Una vez más Plauto se saltaba todos los límites razonables para, desde el escenario, criticar a los gobernantes de Roma. Y los había llamado «ladrones». Publio quería pensar que la acusación no iba directamente dirigida a él, pero como él era quien había formulado la ley que permitía esos asientos de privilegio en primera fila se sentía directamente atacado por las palabras de Plauto. Plauto debió sentir la indignación en su rostro, porque enseguida se fue al otro extremo del escenario, lo más alejado posible de Publio Cornelio Escipión, e hizo que la representación prosiguiera con agilidad para que aquellas palabras quedaran diluidas en el mar de intervenciones del siguiente diálogo entre Euclión y el joven Licónides. Terminó así el acto IV y, recortando la intervención de los flautistas durante el descanso, de inmediato dio comienzo la primera escena del último acto en donde Licónides intentaba sonsacar a su esclavo Estróbilo si sabía algo del paradero del tesoro de su vecino Euclión.
—Repperi hodie, ere, divitias nimias… Hoy he encontrado, amo, inmensas riquezas —dijo Estróbilo.
—¿Dónde? —preguntaba el actor que hacía de Licónides.
—Una olla llena de oro: cuatro libras de oro, sí, cuatro libras.
—¿Qué es lo que estoy oyendo?
—Se la robé a Euclión, el viejo de esta casa.
—¿Y dónde está ese oro?
—En un arca, en mi habitación. Ahora quiero que me des la libertad.
—¿Que te dé la libertad, grandísimo bellaco?
—Déjalo, amo; ya veo tus intenciones. Fue una bonita forma de probarte, por Hércules. Ya estabas dispuesto a quitármelo. ¿Qué harías, si lo hubiese encontrado?
—No lograrás convencerme de que fue una broma. Vamos, entrégame el oro.
—¿Que te entregue el oro?
—Sí, entrégamelo, para que yo se lo devuelva a Euclión.
—Pero ¿qué oro?
—El que dijiste hace un momento que tenías en el arca.
—Es mi costumbre, por Hércules, gastar bromas. Te lo aseguro.
—¿Y no sabes tú que…?
—Por Hércules, aunque me mates, no conseguirás nada de mí.
Estaba acabando esta primera escena del V acto de la obra y el público seguía atento el desarrollo de la representación. Plauto, entre bastidores, viendo al público reír con ganas, se sentía a gusto. Escipión, rodeado por su familia, estaba disfrutando de nuevo, medio olvidada, al menos por unos instantes, la interpelación del acto anterior, cuando, de pronto, fue en ese instante cuando Tiberio Sempronio Graco, en pie en uno de los extremos de la sección del foro acotada para las representaciones de aquellas fiestas, miró a un lado y a otro. Su mirada se cruzó con la de Spurino. Éste asintió y Graco alzó entonces sus brazos al aire. En ese momento, decenas de voces empezaron a clamar contra Publio Cornelio Escipión, el cónsul de Roma.
—¡No tiene derecho a un lugar especial! —dijo Quinto Petilio.
—¡Por Hércules, que se baje de esa tarima! —añadió Spurino, y así decenas de voces que iban sumando insultos e improperios.
—¡Por Júpiter, es un escándalo!
—¡Por Pólux, que descienda de ese pedestal!
—¡Fuera, fuera, fuera!
Al principio, el resto del público no comprendía bien lo que pasaba. Muchos pensaron que se trataba del clásico ataque de una compañía de teatro rival que intentaba hundir el final de la representación de sus competidores, pero pronto, gracias a los claros gestos de los que gritaban, que no dejaban de señalar una y otra vez al cónsul de Roma, todos entendieron que a quien se estaba insultando no era otro sino que al mismísimo Publio Cornelio Escipión.
—¡Todos somos iguales! ¡Por Castor y Pólux, que baje a la tierra!
—¡Hoy por encima de todos en el teatro, mañana por encima de todos en todo!
—¡Fuera, fuera, fuera!
Publio Cornelio Escipión sintió la mano de Emilia que le apretaba con fuerza. Estaba sorprendido y se sentía defraudado. Después del insulto de Plauto, ahora esto. Miró, aún sin levantarse, hacia el lugar del que provenía el griterío. Eran un centenar de hombres. Podría ordenar a los triunviros que intervinieran y que los desalojaran del recinto del teatro, pero los triunviros tenían por costumbre no inmiscuirse en las peripecias que pudieran tener lugar dentro del teatro. Si se abucheaba a los actores eso era un asunto a dirimir entre los propios actores y el público. Siempre había sido así y no solían intervenir. Tampoco podrían hacerlo los esclavos y matones contratados que tendría Plauto repartidos por el recinto, pues aquéllos eran hombres preparados para intervenir contra otros esclavos y mercenarios a sueldo de alguna compañía competidora, pero no eran quiénes para enfrentarse a un grupo de senadores y simpatizantes, en su mayoría patricios, que estaban abucheando al cónsul de Roma. No, aquélla no era su guerra.
Publio miró hacia la escena. Plauto había salido al escenario e intentaba que el resto de actores hiciera lo mismo para que continuara la representación, pero pronto se quedó solo. Estaba claro que los actores percibían que allí se estaba generando un enfrentamiento cuyas dimensiones desconocían y, con la natural prevención de quien ha recibido muchos golpes en la vida, se pusieron a buen recaudo tras la tramoya de la escena, a la espera de que la gente o bien apaciguase o bien decidiera abandonar el teatro. Plauto miró al cónsul y levantó las manos en señal de impotencia. Los gritos persistían y se tornaban en insultos.
—¡No eres rey!
—¡Por Hércules, no puedes estar por encima del resto!
—¡Fuera, fuera, fuera!
Publio sentía la mano de Emilia cada vez con más fuerza asida a su brazo. A su derecha, su hijo permanecía callado, pero estaba claro que estaba preocupado, y a su lado, Cornelia mayor tenía el semblante pálido. Miró hacia Emilia. Estaba tensa, pero firme, y junto a ella, la pequeña Cornelia miraba hacia los que gritaban, como si buscara a alguien, de modo que Publio no pudo interpretar bien si su rostro reflejaba miedo o rabia. Escipión sonrió. Como siempre la pequeña miraba al enemigo a la cara. Qué pena, pensó, que no fuera un hombre. Pero los gritos no cesaban y la representación no se reanudaba, de modo que Publio Cornelio Escipión se levantó despacio de su asiento, ese maldito asiento especial al que sentía que tenía pleno derecho, y se volvió hacia los que gritaban. Por un instante los senadores rebeldes y acusadores y sus simpatizantes cesaron de gritar, pero fue un espejismo, porque al segundo volvían a hacerlo, si cabe con más ganas y con más saña.
—¡No tienes derecho a estar por encima de los demás!
—¡No eres rey!
—¡Por Hércules, fuera, fuera, fuera!
Publio apretaba los dientes y miraba alrededor. El resto del público callaba. No se atrevían a unirse a los senadores que le insultaban y al resto de sus partidarios, pero tampoco reaccionaban contra ellos. Publio Cornelio Escipión, por primera vez desde la batalla de Zama, se sintió traicionado por Roma. La misma Roma a la que había salvado reiteradamente del mayor de sus enemigos le dejaba solo ante el ataque de sus opositores políticos. Entonces ocurrió algo inesperado, algo con lo que no contaba ni el propio Escipión ni Graco ni todos los agitadores que se habían congregado en el teatro para atacar al cónsul de Roma. Cornelia menor se levantó despacio de su asiento, zafándose de la mano de su madre que intentó, en vano, retenerla junto a ella, y se situó frente a su padre encarando a aquellos que seguían gritando. Publio Cornelio Escipión posó entonces su mano derecha sobre el pequeño hombro de la niña de nueve años y sintió en ella una fuerza y una firmeza tan poderosas que, en medio del abandono del pueblo de Roma, Escipión encontró en ella un nuevo scipio[*], el apoyo que necesitaba para resistir la acometida de los senadores que le lanzaban improperios sin fin.
Tiberio Sempronio Graco, que permanecía durante todo aquel tiempo de tremenda algarada y rencor con los brazos en alto en señal de que los insultos debían proseguir, observó cómo la pequeña hija del general al que estaban humillando se levantaba y se ponía justo delante de su padre. Graco tragó saliva y mantuvo los brazos en alto. Miró entonces a la pequeña y descubrió, como de forma intuitiva temía, que la niña le estaba mirando fijamente a los ojos. «No soy malo», le había dicho hacía años a aquella niña, y ahora la misma niña le miraba mientras dirigía un ataque contra su padre en público humillándole delante de toda Roma. Tiberio Sempronio Graco, lentamente, bajó los brazos y de igual modo que empezaron, de repente, todos los gritos cesaron. Spurino y Quinto Petilio, entre otros, se volvieron hacia Graco sorprendidos.
—Es suficiente —respondió Graco a Spurino, pues el veterano senador le miraba confundido—. Es suficiente —añadió—. Además, el resto del público permanece callado. La gente ha entendido nuestro mensaje, el cónsul también y la humillación trascenderá por toda Roma. Si seguimos… si seguimos corremos el riesgo de que la gente se ponga de parte del cónsul y entonces los que quedaremos mal, como perdedores, seremos nosotros.
Spurino y el resto seguían mirándole pensativos, pero al final aceptaron con un leve asentimiento el razonamiento de Graco.
Recuperada la paz, el escenario volvió a poblarse de actores que, aunque algo asustados, continuaron con el desarrollo de la obra, pero sólo una parte del público seguía con atención lo que acontecía sobre la escena. Pequeños murmullos comentaban lo que acababa de ocurrir por todos los rincones del recinto del teatro, mientras que sobre la tarima, el cónsul y su familia permanecían tristemente sentados en un enigmático silencio. Emilia volvió a tomar a su marido del brazo. Éste aceptó el gesto con gratitud, pero no dijo nada. Le habían humillado, le habían insultado delante de todos y pronto, en toda Roma, no se hablaría de otra cosa. Esto era cosa de Catón. Estaba seguro. No estaba allí pero allí estaban sus seguidores. La obra había dejado de tener interés para él. Tenía que hacer algo para contrarrestar la pérdida de prestigio que aquel inoportuno suceso traería consigo, pero no tenía claro bien qué hacer.
La pequeña Cornelia miraba al escenario como si no hubiera ocurrido nada, pero por sus mejillas corrían sendas lágrimas que brillaban a la luz del sol del atardecer. Tiberio Sempronio Graco vio aquellas lágrimas y le rasgaban por dentro sin saber bien por qué, pero tenía claro que lamentaba profundamente haberse dejado convencer por Catón.
—Para que impacte más en el pueblo esto tienes que hacerlo tú —le había dicho Catón—. Yo no voy al teatro por principio y, además, si lo dirijo yo nadie se sorprenderá tanto como si lo haces tú. Debes ser tú, Graco, el que impulse a Roma contra un Escipión que desea ser rey.
Pero Catón llevaba razón, se repetía una y otra vez el joven Graco con intensidad. Llevaba razón. No podían permitir que Escipión extendiera sus privilegios cada vez más. No podían. Cerró los ojos y se esforzó, en vano, por olvidar aquellas brillantes lágrimas.
Plauto consiguió acercarse al cónsul de Roma cuando éste salía entre el tumulto de gente.
—Yo no he tenido nada que ver con lo que ha ocurrido —dijo el escritor al cónsul.
Publio se detuvo un instante y se volvió hacia Plauto.
—Pero sí has escrito los insultos del cuarto acto.
—Yo no estoy a favor de la ley que has promulgado sobre los asientos de privilegio, pero no deseaba que se te insultara por todo el público. Eso no ha sido cosa mía.
—Nos has llamado ladrones, Plauto —le espetó con cierta furia Escipión.
—A veces hay que gritar con palabras fuertes para que se escuche a un humilde escritor.
—Hoy ya he escuchado suficientes gritos. Tito Maccio Plauto, mantente alejado de mi casa —sentenció Escipión, y se alejó del lugar junto con su familia, indignado y rabioso.
—¡Por Castor y Pólux! —se lamentó Plauto. Él no había querido esto. No tenía ni idea de lo que se tramaba por parte de Graco y los suyos. Ahora el cónsul pensaría que él estaba también aliado con sus enemigos—. ¡Por Hércules, menudo desastre! —Y se volvió de regreso hacia el escenario a recoger vestidos y pelucas y todo el decorado, fastidiado y sin saber cómo solucionar lo que acababa de ocurrir. Sentía que su relación con Publio Cornelio Escipión se había roto para siempre y aunque muchas veces estaba en desacuerdo con el cónsul, no podía sino lamentar profundamente ese distanciamiento con alguien que contrató en el pasado su primera obra.
Publio llegó a casa humillado y furioso. El abucheo de Graco y los suyos, la indiferencia del pueblo de Roma y la referencia a los que estaban en primera fila durante la representación de la obra de Plauto le había trastornado. No podía entender que hubiera gente tan fácilmente manipulable. Se merecían que él hubiera sido el derrotado en Zama y que Aníbal se hubiera paseado sobre sus cadáveres por las calles destrozadas de Roma. La ira le mordía por dentro. Emilia intentaba tranquilizarle insistiendo en que se trataba tan sólo de una pequeña parte de los asistentes y que todo el suceso había sido meticulosamente planificado por Catón y ejecutado en el recinto por el mismísimo Graco.
—Han tenido que enviar a Graco —repetía una y otra vez Emilia—. Eso es que no tienen tan claro que la gente se ponga en tu contra con facilidad. Ha tenido que venir el propio Graco para imponer algo entre los suyos. No le des más importancia de la que tiene, aunque… —Pero Emilia dejó su última frase en suspenso.
—¿Aunque qué? —preguntó Publio contrariado—. Por todos los dioses, Emilia, si tienes alguna sugerencia hazla o no digas nada.
Nada más entrar en el atrium, Cornelia mayor se fue hacia su habitación y la pequeña Cornelia fue corriendo a la cocina. Ninguna de las dos quería presenciar una discusión entre sus padres. Publio hijo, por su parte, ante la intempestiva entrada de sus padres, se refugió en el tablinium. Publio padre y Emilia quedaron a solas en el atrium, en pie, mirándose.
—Aunque ¿qué? —repitió Publio. Emilia, al fin, se decidió a responder.
—Aunque quizá sería inteligente abolir la ley que has aprobado con respecto a que los cónsules y otros magistrados tengan derecho a un lugar preeminente en las representaciones de teatro. Sé que no significa nada, pero ya ves que en manos de tus enemigos eso se convierte en un arma arrojadiza. Eso es todo cuanto pensaba. Pero tú eres el que hace política. Yo me voy a descansar. Estoy agotada y no quiero discutir.
Emilia le dejó y desapareció por uno de los pasillos en dirección al dormitorio de ambos. Publio se quedó solo unos instantes, dio media vuelta y caminó hacia el tablinium. Corrió las cortinas para quedar a solas con sus pensamientos. Su hijo, al verle, le saludó con un gesto y salió de la cámara para respetar la soledad que buscaba el pater familias.
A Publio padre le dolían las palabras de Emilia, pero le dolían especialmente porque sabía que tenía razón. Había cometido una estupidez aprobando aquella ley que parecía algo insignificante, pero era cierto que Catón, Graco y el resto estaban dispuestos a morder al más mínimo descuido. No acudiría más al teatro durante aquellas fiestas y luego esperaría unas semanas, pero antes de que organizaran nuevas representaciones aboliría aquella ley. Era humillante, pero era la única forma de desarmar a sus enemigos, aunque puede que lo vivieran como una victoria y se envalentonaran aún más. Se llevó las yemas de los dedos de su mano derecha a la sien. Le dolía la cabeza. Suspiró mientras rogaba a los dioses que no enviaran de nuevo las fiebres de Hispania contra él. Cerró los ojos, los abrió de nuevo y fue entonces cuando vio la carta de papiro plegada sobre la mesa del tablinium. En el exterior figuraba su nombre. Alargó la mano intrigado. En ese momento apareció su hijo a través de la cortina.
—Es para ti, padre.
—Ya veo que es para mí, eso está claro —respondió con cierto despecho Publio—. Si hay una carta para mí se me debería decir nada más entrar. —Y nada más pronunciar esas palabras, Publio padre las lamentó. Estaba pagando, una vez más, con su hijo el rencor que llevaba dentro para con toda Roma. No era justo, pero el muchacho agachó la cara, asintió y se fue sin decir nada más, sin dar posibilidad a retractarse. Si hubiera estado más rápido de reflejos se habría levantado en ese mismo momento y habría ido a hablar con su hijo, pero la fatiga por la tensión acumulada durante el triste episodio del teatro, unida a la curiosidad por saber de dónde venía aquella carta le retuvieron en el solium sobre el que estaba sentado.
Tomó la carta en sus manos, quebró el fino cordel que había resistido indemne meses de largo viaje y la abrió. Estaba en griego.
Para Publio Cornelio Escipión, general de Roma
No creo que nunca llegue esta carta a su destino y aún creo menos en que si llega y es leída reciba respuesta alguna en forma de palabra o de acción, pues el remitente es demasiado humilde como para merecer la atención de alguien tan fuerte y poderoso, pero el general Escipión mostró en el pasado hacia mí generosidad y comprensión más allá de lo que nadie pudiera haber imaginado, así que, alimentada mi mano por esa esperanza, se aventura a escribir este mensaje.
Egipto ha caído bajo el yugo del rey Antíoco de Siria que todo lo puede y todo lo gobierna en el Oriente del mundo. Gran parte de mi familia ha perecido en la guerra que el faraón libró de forma impotente contra este cruel rey y, lo peor de todo, es que preveo nuevas guerras donde los pocos seres queridos que me quedan en este mundo serán nuevamente consumidos bajo los ejércitos de este rey. Sé que mis asuntos son de poca importancia para alguien que tiene preocupaciones mucho más importantes, y no reclamo nada porque nada puedo reclamar, pero anoche me di cuenta de que en el pasado sostuve un cuchillo cerca de la garganta del general Escipión y no lo clavé. El general interpretó que no pude porque mi nombre me ataba a mi destino, y es posible, pero ahora pienso que quizá no lo clavé porque en el fondo de mi ser presentía que más allá de lo que ocurría en Roma e Hispania en aquel tiempo, en un futuro el general Escipión podría ayudar a todo mi pueblo en una lucha que tenemos perdida. Quizá me equivoque. Mi mente está confusa, así que sólo describo los hechos que aquí acontecen y dejo que la mente más incisiva y clarividente del gran general de Roma decida lo que debe hacerse: en las mesas de la corte del faraón los embajadores sirios se ríen y se jactan de que tras Egipto caerán Asia Menor, Macedonia, Grecia y luego el mundo entero. Sé que son vanidosos y hablan enardecidos por el vino, pero sus miradas exhiben una ambición desmedida que al final hará daño a todos. Ésos son los hechos. El general de Roma sabrá si esta carta tiene algún sentido o si su único destino debe ser el fuego. Me despido y, una vez más, agradezco la generosidad y la comprensión del pasado por parte del gran Escipión. Una humilde sierva,
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Publio Cornelio Escipión dobló de nuevo, despacio, el papiro y lo dejó en un lado de la mesa. Por casualidad su hijo había estado curioseando mapas y había un gran plano de todo el Mediterráneo abierto y extendido en el centro de la mesa. Publio no tenía nada decidido, pero arrugaba la frente pensativo. Había muchas fronteras de las que ocuparse, muchos pueblos que acechaban Roma; estaba el asunto pendiente de Cartago y Numidia, las rebeliones en Hispania que ni el propio Catón había conseguido someter por completo, no importaba que el Senado le hubiera concedido un triunfo, eso no significaba que el asunto de Hispania estuviera resuelto ni mucho menos, pero, moviendo su cabeza casi de un modo inconsciente, Publio Cornelio Escipión paseó sus ojos sobre el mapa abierto, con lentitud, de occidente hacia oriente, desde Hispania, pasando por Cartago, hasta llegar a Egipto y, sin saber aún bien por qué, detenerse sobre Siria. Habían llegado más mensajeros desde Pérgamo y Rodas pidiendo ayuda, pero también se habían recibido emisarios de Cartago. Los púnicos pedían ayuda porque el rey númida Masinisa no dejaba de atacar granjas y poblados que, según ellos, estaban en territorio cartaginés. Publio acababa de aceptar formar parte de una embajada a África para intervenir en aquel conflicto y mediar entre unos y otros. Asia tendría que esperar.