El corazón de Hispania
Turdetania, sur de Hispania. De mayo a septiembre de 195 a. C.
Catón se hizo con el control de todo el territorio al norte del Ebro, especialmente en la costa. Tuvo dificultades para someter a los begistanos a orillas del río Segre, algo más al interior, pero al fin también los sometió por completo. Las ciudades iberas obedecieron en su mayoría y derribaron sus murallas y fortificaciones por temor a ser arrasadas hasta las cenizas por las enfurecidas legiones del nuevo cónsul de Roma. Sólo Segéstica se resistió y fue convenientemente destrozada por las máquinas de guerra de las legiones de Catón.
Asegurado así el norte, y por petición de los pretores de más allá del Ebro, que no dejaban de reclamarle ayuda, se lanzó Catón a reconquistar el sur de la península Ibérica y así partió desde Tarraco con dirección al corazón de Turdetania, en lo que los romanos denominaban Bética. Allí se concentraban las grandes minas de oro y plata que resultaban de interés estratégico para Roma. Desde el levantamiento general en Hispania, el fluido regular de minerales preciados desde esas minas hasta Roma se había reducido progresivamente hasta casi quedar en nada. Esto era un lujo que Roma, que preveía próximas guerras contra galos o contra diferentes ligas griegas o incluso contra Macedonia, no podía permitirse. La recuperación del control de este territorio era clave para el prestigio de Catón y a ello dedicó gran parte de sus esfuerzos durante la segunda parte de su campaña en Hispania. Pero ahora los resultados eran más confusos: los turdetanos recibían ayuda constante desde el interior de la Península de un pueblo belicoso y especialmente hostil a Roma: los celtíberos. Éstos llegaban en gran número de guerreros de infantería o en forma de temibles regimientos de caballería y apoyaban los ataques de los turdetanos impidiendo que las legiones pudieran imponerse. Catón intentó primero superar a turdetanos y celtíberos por la fuerza de las armas, pero no le fue posible: necesitaba refuerzos, pero se negaba a pedirlos a Roma, y es que después de acusar a los Escipiones de pedigüeños durante años, no podía ahora él hacer lo mismo que tanto había criticado en sus enemigos políticos. Así que, en segundo lugar, procuró dividir a turdetanos y celtíberos ofreciendo dinero a estos últimos para que dejaran de apoyar a los iberos de Turdetania. La negociación con el enemigo no era la estrategia que Catón se había autoimpuesto para recuperar el control de Hispania, pero el tiempo de su mandato como cónsul se le acababa y ya no veía otra forma de conseguir sus objetivos.
Consiguió al fin la defección de algunas tribus a la sublevación general de la región y logró que el flujo de oro y plata se restableciera. Turdetania no estaba dominada ni apaciguada, pero al menos se podía extraer mineral y enviarlo a Roma. Sin embargo, el cónsul albergaba aún la esperanza de convertir esa débil victoria en una mucho más épica, de forma que, sin dudarlo, decidió que debía dirigir sus tropas hacia el norte y hacia el interior de la salvaje Hispania en busca de los temibles celtíberos.
—¡Por todos los dioses! De todos los pueblos de Celtiberia, ¿quién es el más temible? —preguntó Catón a los pretores que administraban los destinos de Turdetania. Uno de los más veteranos respondió con seguridad y precisión.
—Son muchas las ciudades que se venden como mercenarios a los turdetanos, pero los guerreros más peligrosos son, sin duda, los de una ciudad que los iberos llaman Numantia.
—Numantia —repitió en voz baja el cónsul, y se quedó meditabundo mirando hacia el norte desde la puerta del praetorium. Había visto indicaciones de la posición de esa ciudad en los mapas de los que disponía, pero nunca nadie de Roma había llegado tan al norte, tan al interior. Sólo otro extranjero en Hispania, que no era otro sino que el propio Aníbal, se había atrevido a tanto, pero el cartaginés fue más hacia el oeste, a Salmantica y otras ciudades más occidentales, nunca hacia Numantia—; Numantia —repitió el cónsul—. Mañana, al amanecer, partiremos hacia esa ciudad. Si ése es el origen de todos nuestros males en Hispania, debemos cortarlos de raíz allí mismo, donde crece la mala hierba, en lugar de tener que entretenernos toda la vida cortando sus tallos aquí abajo, en el sur.
Y dio media vuelta, entró en el praetorium y dejó a todos sus oficiales, tribunos, centuriones y decuriones engullendo saliva. Todos habían oído hablar de aquella ciudad y a nadie le hacía gracia tener que acercarse a sus murallas. Nadie había regresado con vida de allí.
Celtiberia, centro de Hispania. De octubre a diciembre de 195 a. C.
Avance del ejército consular
El avance hacia el norte fue mucho más lento de lo que nunca imaginaron. Catón sabía, por los mapas de los que disponía, que había muchas montañas en su ruta hacia el interior en busca de la tierra de los celtíberos, pero, si hubiera consultado más a los turdetanos o si no hubiera sometido y humillado tanto a sus vencidos iberos con tanta saña y horror, quizá habría obtenido algunos guías más capaces que podrían haberles ahorrado alguno de los estrechos y agotadores pasos por los que se vio obligado a conducir las tropas. Además, el otoño estaba terminando y el invierno, aquel año, parecía querer adelantarse con la llegada de un viento gélido que se apoderó de aquella región de modo que todos pasaban un enorme frío durante las noches y aún más durante el día si la marcha debía realizarse bajo un cielo plomizo y con los dioses del viento campando a sus anchas con tremendas rachas de aire que cortaban la piel de los legionarios. Catón procuraba dar ejemplo y marchaba en primera posición, a pie, para mostrar que no obligaba a nadie a hacer algo que él mismo no pudiera llevar a cabo, claro que él, como oficial en jefe, no se veía obligado a transportar armas y parte de los pertrechos militares, algo que sí debían hacer el resto de legionarios ya que el cónsul, para acelerar el avance, había reducido el número de carros y acémilas de transporte que siempre terminaban por ralentizar la marcha del resto de la tropa.
En una de las breves pausas que se permitían a lo largo del día, el cónsul miró a su alrededor. ¿Cómo se podía vivir allí? Eran tierras salvajes, inhóspitas, repletas de vegetación, con estepas extensas que terminaban siempre en grandes montañas casi infranqueables. Y a medida que se acercaban a su objetivo, se veían cada vez menos tierras de cultivo y menos granjas y más bosques densos y espesos que recordaban a los romanos las frecuentes emboscadas de los galos de Liguria. Ya le habían informado los pretores que los celtíberos de Numantia recurrían a otros pueblos para adquirir el grano que necesitaban.
—Son guerreros más que otra cosa —había explicado uno de los pretores. Catón no había prestado mucha atención a aquellas palabras en su momento, pero ahora, próximos ya a la ciudad enemiga, se daba cuenta de que así debía ser. Eran los vacceos, más al noroeste, los que les suministraban trigo a los celtíberos de Numantia, mientras que otras tribus les proporcionaban ganado. Los celtíberos, para los romanos, sólo existían para luchar, por eso eran tan aguerridos y tan temibles mercenarios.
Catón sacudió la cabeza. Todo aquello eran leyendas engrandecidas por el temor a lo desconocido. Pronto estarían ante las murallas de Numantia y sólo entonces se formaría una opinión.
—Cónsul, al norte —dijo el proximus lictor quebrando el organizado orden de sus ideas. Catón le miró con enfado, pero al ver la cara de miedo reflejada en aquel lictor, se dio la vuelta y miró hacia donde señalaba el soldado de su escolta. Justo al norte de su posición, donde terminaba el largo valle por el que avanzaban, se veía la silueta recortada de miles de soldados enemigos a pie y a caballo sobre las colinas que se dibujaban en el horizonte. Catón levantó su brazo y las legiones detuvieron su avance. El cónsul se adelantó unos pasos más, acompañado tan sólo por su escolta y por los dos tribunos de las legiones.
—¿Cuántos? —preguntó Catón. Los tribunos oteaban el final del valle medio cerrando los ojos en un esfuerzo por calcular bien el número de enemigos.
—Es difícil saberlo desde aquí —empezó uno de ellos al fin—, pero fácilmente unos 20 000 de infantería y de caballería… yo diría que muchos más que nosotros, varios miles, quizá cinco mil. Por todos los dioses, son muchos.
Ese último comentario sobraba y el cónsul lo dejó claro con una mirada de profundo desprecio. Catón levantó de nuevo su brazo derecho y se adelantó completamente solo. Sintió el frío helado del viento del norte de aquel país agreste sobre su cara. Era como si aquellos celtíberos despidieran aire gélido. Eran bastantes, sí, pero en Emporiae fueron capaces de doblegar a un ejército el doble de numeroso, claro que, los iberos de la costa al norte del Ebro no eran como aquellos enemigos que les esperaban al final del valle. Catón no necesitaba verlos más de cerca para saberlo. Le bastaba ver que el rey de los numantinos no había esperado a que los romanos llegaran a su ciudad sino que de forma sabia había salido a su encuentro, porque, entre otras cosas, estaba claro que poseía una superioridad muy clara en las fuerzas de caballería, y la caballería debía usarse en campo abierto. «Son astutos», pensó el cónsul, y se pasó la palma de su mano derecha por sus bien afeitadas mejillas. De pronto, la caballería enemiga se puso en marcha, primero al trote y de súbito al galope. Cinco mil jinetes celtíberos cargando a toda velocidad contra las legiones, cruzando el valle que les envolvía y llenando cada recoveco con el estruendo de los cascos de sus veloces caballos.
—¡Por todos los dioses! —espetó Catón, y se volvió hacia la seguridad de su escolta—. ¡Lanzad la caballería contra esos malditos y poned las legiones en posición de combate, en paralelo, que los velites avancen tras la caballería, y luego que hastati, principes y triari se sitúen detrás! ¡Maldita sea!
Los bucinatores resonaron como respuesta al estruendo de la carga de la caballería enemiga y los jinetes romanos pronto se situaron al frente de la infantería ligera para responder al ataque de los celtíberos. Eran muchos menos y por eso precisaban del apoyo de la infantería o de lo contrario serían barridos por la caballería enemiga, mucho más numerosa y, aparentemente, con muchas más ganas de guerrear.
El choque en medio del valle, al contrario de lo que podría uno haber esperado, no fue tan descomunal, sino que los celtíberos se frenaron antes de entrar en combate. Arrojaron centenares de lanzas contra los romanos y luego, en lugar de luchar, se replegaron sobre sus pasos, cabalgando de nuevo con velocidad para regresar a sus posiciones, junto con su infantería. Pero las miles de lanzas cayeron como una lluvia férrea mortífera y varias decenas de jinetes romanos y de velites cayeron atravesados por las mortales armas del enemigo, mientras que sus compañeros permanecían perplejos, sobre sus caballos sin tener a nadie con quien combatir porque el enemigo, igual de rápido que había atacado, se replegaba.
—¡Malditos sean! —dijo Catón, y escupió en el suelo de Hispania. Los miserables habían causado casi un centenar de bajas en su ejército entre muertos y heridos y ellos ni tan siquiera habían tocado a ni uno solo de aquellos guerreros. Era un aviso. Por Júpiter, era un aviso, los miserables se permitían lanzarle un aviso. El cónsul buscaba en el horizonte el líder de aquellas tropas. Al fin le pareció ver adelantado a un jinete sobre un gran caballo negro que parecía llevar algo pequeño consigo, justo delante. Parecía como si llevara un enano. Catón sacudió la cabeza. No era momento para intentar entender demasiado a aquellos bárbaros, sino momento de decidir qué era lo más conveniente. Como los tribunos estaban justo detrás de él, nerviosos y esperando órdenes, se volvió rápido hacia ellos.
—¡Acamparemos aquí mismo! Tenemos agua en el río y una amplia llanura alrededor. —Miró el camino por donde habían venido y el bosque quedaba algo lejano, hacia el sur, y podía ser peligroso acercarse allí; podían estar rodeados sin saberlo—. Que caven fosos en torno al campamento. Eso dificultará que nos sorprendan con una carga de caballería en medio de la noche.
Los tribunos asintieron ante lo que recibieron como órdenes sensatas. Los legionarios se dispusieron al trabajo con fruición. Todos querían salvaguardarse de una nueva carga de aquella tremenda caballería celtíbera. Excavaron enormes zanjas, más grandes aún de las que hicieron en Emporiae, pues todos sentían que aquellos enemigos eran mucho más peligrosos y el miedo es un acicate aún mayor que la avaricia o la ambición. Trabajaron hasta bien entrada la noche, a la luz de las antorchas, prosiguiendo con aquella tarea hasta asegurarse que todo el perímetro de su improvisado campamento estaba protegido por un foso profundo. Fue una tarea agotadora que el cónsul premió con doble ración de comida en forma de más pan, queso y carne seca de cerdo. Los legionarios comieron con ansia y se acostaron tarde, cerrando los ojos rápido, en un intento de recuperar fuerzas ante lo que podía ser un largo día de combate con el nuevo amanecer.
En el praetorium, Catón reflexionaba sobre lo acontecido aquella tarde. Le habían mandado un aviso, como una amenaza, y si había algo que le indignaba profundamente era que le amenazaran y, sin embargo, había cierta gallardía en aquella acción que habían realizado los celtíberos. En el ánimo del cónsul pugnaban dos fuerzas opuestas: por un lado anhelaba con furia una venganza clara masacrando a aquellas gentes indómitas que se atrevían a desafiarle con aquel desparpajo, pero por otro lado estaba su razón, que le hacía ser más cauto y evaluar las posibilidades de éxito o fracaso con más cautela. Aquél era un enemigo poco habitual: estaban formados en la guerra y vivían para la guerra y además, iban a combatir por su propio territorio, lo que hacía anticipar una resistencia y una fortaleza aún mayor que cuando habían luchado en Turdetania como mercenarios. Eso no presagiaba nada bueno. Para colmo de males su mandato como cónsul expiraba en unas semanas y no disponía de licencia proconsular, avalada por el Senado, para prorrogar su poder militar en la región y todo el tiempo que permaneciera en combate contra los hispanos más allá del tiempo establecido sería empleado por sus enemigos políticos en Roma, por los Escipiones, para atacarle con virulencia, y todo aquello… ¿para qué? No había nada que extraer de aquella región. Había sometido a todos los pueblos al norte del Ebro y había conseguido recuperar el flujo de oro y plata de las minas de Turdetania. Eso era lo fundamental. Había destruido más de cuatrocientas ciudades y había masacrado a decenas de miles de enemigos. Traía abundante oro y plata para las arcas del Estado y tenía un buen botín que repartir entre sus tropas y numerosos esclavos que había enviado por la costa, desde el sur, hasta Tarraco y Emporiae. Todo ello le haría acreedor de un gran triunfo en Roma que los Escipiones se verían obligados a presenciar, y eso aumentaría su popularidad y reduciría un poco la de sus enemigos políticos. ¿Iba a poner en peligro todo aquello enfrentándose en un territorio hostil y desconocido a un ejército bien entrenado y experimentado que podía llegar incluso a infligirles una penosa derrota que lo echara todo a perder? No, aquello no tenía sentido. Marco Porcio Catón se levantó de sus sella curulis y mandó llamar a los tribunos. Se tragó todo el orgullo que tenía, que era mucho, cuando les habló y les dio las nuevas órdenes.
—Al amanecer, si no hemos sido atacados, recogeremos el campamento y volveremos hacia el sur primero y luego hacia el este de vuelta a Tarraco y luego a Emporiae. Mi mandato como cónsul termina y no podemos emprender ahora una campaña contra estos celtíberos. Eso les salva de mi ira.
Con esa última frase el cónsul intentaba lavar su honor ante unos tribunos a quienes, no obstante, no les importaba lo más mínimo el honor del cónsul. Ellos sólo querían salir de allí pronto, rápido y, a ser posible, vivos, y más después de lo presenciado aquella tarde, de modo que dejaron el praetorium a toda prisa, prestos a disponerlo todo para organizar el regreso hacia Emporiae, el retorno hacia la tranquilidad y la seguridad de Roma, lejos de aquellas tierras, lejos de aquella maldita Numantia y sus locos guerreros.
Vanguardia celtíbera. Al amanecer, en el fondo del valle
—¿Se han ido, padre? —preguntó el pequeño Megara desde lo alto de la yegua negra, asiendo las riendas con fuerza, tal y como le habían enseñado que debía hacerse.
El rey de Numantia, que había desmontado dejando a su pequeño hijo de cinco años solo sobre la yegua, se agachó y tomó algo de la ceniza de una de las hogueras abandonadas por las legiones del cónsul y, mientras la frotaba entre las yemas de sus dedos, asintió en respuesta a la pregunta del niño.
Megara era demasiado pequeño para entender entonces de miedos. Su padre siempre vencía. Numantia siempre derrotaba a todos, a cualquier otra tribu ibera o celta y a los romanos también cuando se acercaban a sus tierras, como ahora, que se acababan de marchar asustados y muchas otras veces cuando se adentraban hacia el sur a petición de los turdetanos y otros pueblos demasiado débiles para resistir a aquellos invasores extranjeros. Su padre montó de nuevo sobre la poderosa yegua y el niño vio cómo pasaba la gruesa y gran palma de su mano izquierda por la larga crin negra azabache del poderoso animal. Megara recordaba aún con emoción cómo su padre le explicaba que aquella hermosa yegua había pertenecido a la esposa ibera de Aníbal, así se lo aseguraron unos turdetanos de confianza cuando se la vendieron, a quienes él creía porque llevaban la verdad escrita en los ojos. Desde hacía unos meses, su padre compartía con él todo cuanto pensaba o hacía y le llevaba consigo a cada combate. Lo estaba entrenando a conciencia y el pequeño estaba orgulloso y se esforzaba por merecer aquel honor desde tan niño. Nadie entendía por qué aquel extraño empeño del rey de Numantia en adiestrar desde tan pequeño a su hijo en el combate. Ante el largo silencio de su padre, aunque el rey hubiera asentido como respuesta, el niño repitió la pregunta:
—¿Se han ido, padre? ¿Se han ido los romanos?
Fue entonces cuando el rey de Numantia suspiró profundamente aquella gélida mañana de diciembre y dijo algo para sí mismo, entre dientes, sin que ninguno de sus guerreros le oyera, lo musitó en voz muy baja, ni triste ni alegre, pero con el aplomo de quien presiente el destino. Masculló cuatro palabras.
—Pero volverán, hijo, volverán.
Y el pequeño Megara comprendió que aquél era un mensaje sólo para él.