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La batalla de Emporiae

Noreste de Hispania. Marzo de 195 a. C.

Retaguardia del ejército romano

Catón situó una legión justo detrás de la otra y ordenó que los velites y los hastati de la primera legión se lanzaran en tromba contra las fortificaciones del campamento ibero. Como no podía ser de otra forma, los hispanos repelieron con todo tipo de armas arrojadizas esta embestida de la infantería romana, pero el cónsul no se arredró y ordenó que los principes de la segunda línea de combate avanzaran para reforzar el primer ataque. Una vez más los iberos rechazaron la furia romana y decenas de legionarios cayeron abatidos por las flechas enemigas. Catón apretó los dientes. Sabía que no podía perder muchos hombres en esa maniobra.

—Ya les hemos dado bastante satisfacción —dijo para sí mismo, y luego elevó el tono de voz para que los cornetas le oyeran y pudieran transmitir sus nuevas órdenes con las trompas de la legión—. ¡Por todos los dioses, retirada general! ¡Retirada general!

Bucinatores y tubicines inundaron la planicie con sus poderosas señales sonoras y centenares de velites, hastati y principes, algunos de ellos heridos, ensangrentados y todos humillados, obedecieron e iniciaron un repliegue lo más organizado posible alejándose de las empalizadas del ejército ibero.

Junto al cónsul de Roma, el hijo del rey Bilistage, custodiado por varios legionarios, observaba aquella maniobra con nerviosismo. El cónsul y su ejército no despertaban sus simpatías, y menos después de que asesinaran a su compatriota, del vejatorio trato al que había sido sometido y del engaño con el que había hurtado refuerzos a su padre, pero aun así, los romanos eran la única esperanza de ayuda para su pueblo y, al verlos retirarse de las empalizadas del campamento ibero, el joven príncipe no podía sino presagiar una terrible derrota y, en consecuencia, la ausencia permanente de refuerzos para su padre, aislado, más al sur y rodeado por millares de enemigos.

El cónsul de Roma miró hacia donde se encontraba el hijo del rey de los ilergetes y le vio asustado al ser testigo de aquella retirada. Catón no quiso hurtarse un pequeño placer y se acercó junto al joven ilergete.

—Sé que no te caigo bien, joven príncipe —empezó el cónsul entre divertido y lleno de desprecio—, y sé que, en el fondo de tu ser, sólo me deseas lo peor, pero hoy te conviene rogar a tus propios dioses por nuestra victoria, o, de lo contrario, tu padre nunca recibirá asistencia alguna y eso sería una lástima, ¿verdad? —Y, sin dar tiempo al joven príncipe a responder, Catón se alejó retornando a su posición de privilegio desde la que podía gobernar el desarrollo de aquella batalla de la que dependía el futuro del resto de la campaña en Hispania y, también, el resto de su carrera política en Roma.

Alto mando del ejército ibero

Desde la empalizada los jefes de las diferentes tribus iberas veían con satisfacción la retirada de las tropas romanas.

—Esto va a ser aún más fácil de lo que pensábamos. Les doblamos en número y encima son cobardes.

Los demás asintieron. Al instante las puertas del campamento se abrían de par en par y por sus fauces emergían centenares, miles de guerreros iberos venidos de todas las regiones al norte del Ebro para acabar de una vez por todas con la presencia romana en sus tierras.

Retaguardia del ejército romano

—¡Ahora! —ordenó el cónsul, y por los extremos de la formación romana aparecieron sendos regimientos de caballería de diez turmae cada uno.

Alas del ejército romano

La caballería romana, dividida en dos grupos de trescientos jinetes, se lanzó contra las alas de la desorganizada pero muy numerosa formación ibera. El impacto fue descomunal. Las bestias relinchaban mientras intentaban evitar pisar a las decenas de guerreros iberos que les rodeaban al tiempo que sus jinetes se afanaban en asestar el máximo número de golpes mortíferos con sus lanzas y gladios. Los romanos luchaban con la furia que desata la avaricia, pero los iberos se defendían con la energía que da el combatir por la tierra propia, por defender sus casas, sus familias. En el ala izquierda los romanos estaban consiguiendo que los iberos perdieran algunas posiciones y retrocedieran algo hacia su campamento, pero en el ala derecha los iberos imponían su fuerza y estaban desbaratando las líneas de infantería romana y conteniendo a la vez la embestida de la caballería.

Retaguardia del ejército romano

Catón desmontó de su caballo. Para pensar bien necesitaba sentir los pies en la tierra. Miró a un lado y otro de la batalla. Por un lado ganaba y por otro perdía. Un empate no le valía para nada. Sabía que había que arriesgarse y que ése era el momento clave. Se dirigió a los tribunos con firmeza.

—Uno de vosotros ha de tomar los manípulos centrales de triari de la primera legión y reemplazar la línea de combate de vanguardia. Y quiero que el otro tome los restantes triari y rodeando la batalla —y señaló hacia el horizonte henchido de polvo y gritos trazando la ruta con su dedo índice— debe alcanzar la retaguardia enemiga y atacar por allí. Tienen al resto de soldados en el campamento. No tienen a nadie que cubra la retaguardia. Si sacan el resto de hombres, entonces usaremos la segunda legión. ¡Ahora, adelante, por Roma!

—¡Por Roma! —respondieron los dos tribunos, y salieron prestos a cumplir las órdenes recibidas.

Vanguardia ibera

Los iberos combatían con bravura y con la seguridad de que la victoria estaba cerca. Los romanos habían cedido varios centenares de pasos desde el encuentro inicial y el empuje de sus falcatas, afiladas y humeantes de sangre romana, parecía ser suficiente para abrirse camino entre las huestes enemigas a las que, además, sabían que superaban en número, pero, de pronto, los enemigos maniobraron y situaron una nueva primera línea de combate de guerreros más adustos, mayores, algo más lentos en el manejo de las armas, pero mucho más resistentes y letales en sus golpes. Los iberos sabían que aquéllos eran los veteranos de las legiones, los que los romanos llamaban triari, y ante estos hombres el avance ibero se ralentizó hasta detenerse. Los triari, sí algo más lentos, pero siempre más certeros en cada mandoble, haciendo que los que se enfrentaban contra ellos reventaran de cansancio golpeando escudos en lugar de brazos o piernas y, al más mínimo descuido, decenas de iberos sentían el agudo dolor de los gladios romanos cercenando sus venas. La lucha se había igualado y permaneció así, en una larga línea de enfrentamiento donde los golpes y los alaridos se entremezclaban hasta que, desde la retaguardia ibera, los guerreros detectaron que se producía un gran desorden. Los iberos de vanguardia se vieron obligados a mirar hacia sus espaldas y, atónitos, descubrían que centenares de sus compañeros se las veían con nuevos enemigos que habían aparecido por la retaguardia. ¿De dónde venían esos nuevos legionarios? ¿Habían recibido los romanos refuerzos o es que, al fin y al cabo, los romanos tenían más tropas de las que pensaban? Fuera como fuera, el desorden se extendió de tal modo que la línea de vanguardia cedió ante el empuje constante y milimetrado de los triari y, en medio de la confusión total, la mayoría de los guerreros hispanos emprendió una desorganizada huida hacia lo que pensaban sería la inexpugnable seguridad del campamento.

Alto mando ibero

Los jefes iberos oteaban la escena del confuso repliegue de sus tropas atrapadas entre dos frentes y dudaban sobre la respuesta más adecuada. Alguno pensó que un repliegue a tiempo en el campamento podía dar lugar a rehacerse y volver a combatir contra los romanos al día siguiente, con más orden y, seguramente, con más cautela, pero los que pensaban así eran minoría y, confiados aún en ser un número mayor que los romanos que les habían desbordado por una de las alas, se impusieron los que ordenaron que salieran a combatir el resto de las tropas que aún permanecían en el campamento. Esos refuerzos, sin duda, volverían a inclinar la balanza a su favor.

Ejército romano

Los manípulos que atacaban a los iberos por la retaguardia se esmeraban en ralentizar la huida del enemigo. Ésa era la misión que tenían encomendada: generar desorden y, si provocaban una huida, hacer todo lo posible por alargarla lo máximo posible.

Catón lo observaba todo muy concentrado. Fue entonces cuando vio que emergían nuevas tropas de refresco del campamento ibero. Lo tuvo claro. Se montó sobre su caballo y, dando instrucciones con rapidez, ordenó a la segunda legión que permanecía con él, en retaguardia y de reserva, que entrara en combate siguiéndole de cerca. Se ajustó el casco una vez subido al caballo, azuzó al animal y, escoltado por los lictores y el resto de jinetes de la segunda legión, al galope, alcanzó la retaguardia enemiga rodeando el centro de la batalla y se unió a los manípulos que luchaban allí para evitar que los iberos que combatían en la llanura pudieran reunirse con los que salían del campamento como refuerzo. Esa maniobra dio más tiempo para que la segunda legión, a marchas forzadas, se situara junto al campamento ibero y, sin detenerse, oppugnatio repentina, se lanzaron como posesos contra los nuevos iberos que se incorporaban a la batalla.

Segundo contingente ibero. A las puertas del campamento hispano

Los nuevos guerreros iberos no esperaban encontrarse con enemigos justo a las puertas del campamento y se vieron sorprendidos por la llegada de la segunda legión. Además, no podían alcanzar al resto de su ejército, que combatía contra varios frentes en el centro de la llanura.

Los soldados hispanos hacían todo lo posible por plantear un combate firme, pero no habían tenido tiempo de formar adecuadamente una línea de combate sólida, pues se veían obligados a estrechar su formación para salir por la puerta del campamento y allí, millares de romanos les recibían para masacrarles. Los jefes iberos ordenaron entonces que varias unidades ascendieran a la empalizada para dar cobertura a los guerreros que salían, lanzando flechas y lanzas contra los legionarios, pero para cuando dieron esa orden, ya había varios centenares de legionarios que escalaban las paredes de defensa del campamento y cuando llegaron los arqueros iberos a lo alto de las empalizadas, se veían obligados a luchar contra enemigos que ya se encontraban allí en lugar de poder arrojar flechas y lanzas contra los romanos que se concentraban a las afueras del campamento. Los jefes iberos no entendían cómo podía estar pasando aquello. El ejército de la llanura seguía atascado en medio del valle, luchando contra dos frentes, mientras que sus tropas de refuerzo estaban siendo masacradas justo a las puertas del campamento a la vez que a cada momento había más y más enemigos en el interior de las empalizadas.

Alto mando romano. A las puertas del campamento enemigo[M]

Catón había desmontado de su caballo y supervisaba personalmente el ataque contra la primera línea de combate enemiga. En cuanto ésta estuvo desbaratada por completo y, mientras sus hombres tomaban posiciones de control en las empalizadas del campamento enemigo, ordenó que toda la segunda legión arremetiera de golpe contra los iberos y así entrar a empellones, pisando al enemigo si hacía falta, como fuera, en el interior del campamento. De ese modo, en pocos instantes, el cónsul consiguió que la lucha se trasladara del exterior al interior de las fortificaciones iberas y, una vez dentro, iba a ordenar que incendiaran las tiendas de los enemigos y que se tomaran todas las empalizadas, pero lo pensó mejor y omitió la primera parte. Un incendio, las llamas, advertiría de que algo iba mal en el campamento y eso no era lo que él quería que pensaran los iberos de la llanura. Aún no.

Mientras ocurría todo eso en el interior, el cónsul regresó de nuevo afuera y comprobó que el enorme contingente de iberos de la llanura, pese a estar rodeados, aún resistía en el centro del valle, y sabía que sus propias tropas, los soldados de la primera legión, estarían exhaustos, al límite de sus fuerzas. Era el momento de una nueva maniobra o todo podría aún trastocarse y perderse.

—Que dejen a los iberos replegarse de una vez hacia su campamento —ordenó el cónsul.

Al momento, los manípulos que habían bordeado al enemigo al principio de la batalla y que estaban completamente agotados, recibieron aquella orden con gran alivio y se hicieron a un lado dejando un gigantesco pasillo por el que el resto de guerreros hispanos, acosados por unos incansables triari, corrían despavoridos en busca del refugio de su campamento sin saber, incautos, que durante la batalla, el cónsul romano había tomado a la fuerza aquellas fortificaciones hacia las que ellos, esperanzados, se acercaban a la carrera.

Catón ordenó a todos los legionarios de la segunda legión que se ocultaran tras las empalizadas mientras era testigo de cómo los jinetes de su caballería perseguían con sus lanzas al grupo de jefes iberos que intentaban huir por la puerta trasera de la fortificación. Aquella imagen le causó cierta risa, pero se contuvo, porque la parte más delicada de toda la batalla aún tenía que ejecutarse con la precisión adecuada. Lo esencial de aquella visión era que ya no había nadie que diera órdenes al enemigo.

—¡No lancéis ni una flecha, ni un pilum hasta que el cónsul lo ordene! —repetían sin parar los centuriones apiñados tras las empalizadas del interior del campamento ibero conquistado.

Catón, justo detrás de la puerta, miraba a un lado y a otro. Tenía centinelas en lo alto de la empalizada y le hacían señas indicando la distancia a la que se encontraba el grueso del enemigo. Las puertas habían quedado abiertas de par en par y, de pronto, por ellas, empezaron a entrar, a la carrera, decenas, centenares, miles de iberos que buscaban refugio. A sabiendas de que tras ellos venían otros muchos, los iberos, sin percatarse de que el campamento ya no estaba gobernado por sus jefes ni custodiado por sus compatriotas, corrían hacia el fondo del mismo para hacer sitio y permitir que el resto de compañeros que debía entrar en el campamento tuviera espacio. Los romanos, ocultos tras las empalizadas y emboscados tras las tiendas e improvisados barracones, permanecían ocultos y sin moverse, sosteniendo centenares de antorchas prendidas a toda velocidad, a la espera de la orden del cónsul.

Cuando los centinelas indicaron que la mayor parte de los enemigos ya había entrado en el campamento y que la primera legión se reorganizaba en el valle para acudir de refuerzo, Marco Porcio Catón levantó su mano y la bajó con fuerza con un movimiento brusco que fue interpretado con claridad por el tribuno y el resto de oficiales de la segunda legión diseminada por las empalizadas y tiendas del campamento enemigo. Catón ni tan siquiera acompañó aquel gesto con una palabra. No, no necesitaba gritar para hacer entender a aquellos malditos rebeldes lo que ocurriría a cualquiera que osara rebelarse contra su autoridad en Hispania.

Las antorchas prendieron entonces por fin todas las tiendas y barracones al tiempo que desde lo alto de todas las empalizadas caía un mar de lanzas y flechas sobre unos sorprendidos a la par que aterrorizados iberos quienes, agotados por el combate primero y luego por la larga carrera final de huida, se veían inmersos en un inmenso incendio del que emergían enemigos sin fin y dardos que los atravesaban por todas partes.

Catón iba de un lado a otro con rapidez. Buscaba iberos heridos entre los cuerpos tendidos en el suelo. Se movía con tal rapidez que a los lictores les costaba seguirle y debían hacerlo pues temían que algún hispano fingiera estar herido y que, de pronto, se revolviera del suelo para apuñalar al cónsul. Catón no se planteaba esas dudas. Caminaba rápido, con su gladio empapado de sangre hasta la empuñadura, sintiendo el líquido caliente y espeso de las entrañas de sus enemigos corriendo entre los dedos de su mano fría. En cuanto veía el más imperceptible movimiento en alguno de los guerreros iberos abatidos que le rodeaban, raudo, se plantaba encima del moribundo y hundía en él su espada hasta que sus dedos chocaban con las costillas. Al extraer el arma solía extraer al mismo tiempo alaridos de dolor y agonía que se elevaban sobre un cielo que se estaba poblando de centenares de buitres hambrientos que sobrevolaban por encima de los romanos y los cadáveres iberos, en círculos cada vez más bajos, a cada instante más próximos a la tierra henchida de sangre, muerte y carne. Había un pequeño grupo de supervivientes entre los iberos y Catón ordenó que no los mataran, sino que los retuviesen allí, en el centro del campamento, vivos, mientras él, junto con el resto de legionarios, remataba, uno a uno, a tantos heridos como encontraban entre los soldados enemigos caídos. Y cuando ya no se movía nadie, el cónsul, meticuloso, ordenó que los legionarios remataran a los que ya se daba por muertos, no fuera a ser que alguno fingiera y, con esa estratagema, quisiera escapar de aquel baño de sangre. Sangre. Por todas partes. Por los brazos del cónsul, por su coraza y por el paludamentum púrpura que ahora brillaba por el líquido resplandeciente que teñía su tejido bajo la luz cegadora del sol de Hispania. Ésa era la imagen que quería que quedara grabada de forma indeleble en la mente de los pocos supervivientes iberos de aquella masacre.

—¡Y dejad que estos miserables se queden aquí mientras los buitres devoran a sus hermanos de armas! —ordenó el cónsul enfervorizado.

Y así se hizo. Una vez que los legionarios dejaron los cuerpos de los enemigos muertos medio desnudos tras despojarles de las armas, escudos, anillos, joyas y todas aquellas ropas y calzado que pudieran serles útiles, apiñaron los miles de cadáveres en grandes montículos y, justo en medio de todas aquellas colinas de horror, situaron a los pocos supervivientes enemigos, custodiados por varios manípulos de legionarios, para que contemplaran el horrible espectáculo de los buitres descendiendo sobre aquellas montañas de brazos, piernas, cabezas y troncos medio descuartizados, para arrancar con sus duros e implacables picos primero los ojos y labios y otras partes blandas de todo aquel festín, para luego pasar a las partes más duras de aquellos cuerpos inertes, mudos, ciegos.

—Eso les enseñará contra quién están luchando. Eso les hará ver lo que ocurre si sigue esta rebelión —dijo el cónsul a las puertas de un improvisado praetorium levantado en el exterior de los tristes restos del campamento ibero. El cónsul no quería retirarse aún a su propio campamento. Tenía todavía varias cosas que hacer antes de que terminara el día y quería ser diligente.

En primer lugar, ordenó que le trajeran al hijo del rey Bilistage. El joven, horrorizado por el espectáculo, llegó junto al cónsul.

—Ya hemos acabado con la rebelión del norte —le dijo el cónsul con una calma que helaba el corazón del joven príncipe, y es que, si bien aquéllos eran enemigos suyos, también eran tribus próximas y que no habían estado siempre en guerra; de hecho estaban en guerra entre ellos por culpa de los propios romanos; el cónsul supo leer en los impactados ojos de su interlocutor—. Quizá crees que mi dureza para con mis enemigos, tus enemigos también, es excesiva, pero te aseguro que sólo así se consigue terminar con una rebelión. Si quieres ser rey deberías ir aprendiendo estas cosas pronto. Pero no te he hecho llamar para debatir sobre mis métodos, sino para anunciarte la buena noticia de que ya podemos encaminarnos hacia el territorio de tu padre. En pocos días estaremos allí y podremos… asistirle.

El hijo del rey de los ilergetes ya no tenía claro que la ayuda de Catón fuera a ser la mejor, pero todavía pesaba en su ánimo que había dejado a su padre y a todos los suyos rodeados por muchas tribus enemigas. Quizá el cónsul tuviera razón y su crueldad fuera la única forma de terminar con aquella guerra. El muchacho fue de nuevo alejado del cónsul y se llevó consigo sus meditaciones.

Llegó entonces para Catón el momento de ocuparse del segundo asunto que le preocupaba: organizar su avance hacia el sur. Fue entonces cuando llamó a uno de los quaestores de la legión y le hizo tomar por escrito sus palabras en forma de carta para todos los jefes iberos:

A los jefes iberos de todas las regiones de Hispania: Yo, Marco Porcio Catón, cónsul de Roma, ordeno a todos los pueblos y fortalezas, desde los Pirineos hasta el río Betis[9] que destruyan sus murallas ipso jacto[*] tras recibir esta carta. Avanzo hacia el sur con mis legiones y cualquier población que encuentre fortificada será arrasada por mi ejército y todos sus ciudadanos asesinados o vendidos como esclavos. Sólo aquellas poblaciones que tengan inteligencia y obedezcan este mandato serán excluidas de la justicia implacable de Roma.

Luego se dirigió a uno de sus lictores.

—Llama a los iberos supervivientes, que la traduzcan y la hagan llegar a sus pueblos contando lo que ha pasado —pero enseguida se dio cuenta de que no habría forma de que aquellos guerreros iberos comprendieran su mensaje, así que modificó su orden mientras hablaba—; no, nunca os entenderéis con esos bárbaros, recurrid al hijo de Bilistage; él sabrá entenderse con ellos y así se ganará de una vez la comida que le damos cada día.

De ese modo, nada más terminar de dictar la carta, el cónsul hizo llamar al príncipe de los ilergetes y le ordenó que ayudara a traducir aquel mensaje a los pocos supervivientes de las diferentes tribus que se habían congregado allí para combatir contra Roma. El príncipe, aunque con desgana, cumplió con el cometido, pues aún albergaba la esperanza de salir de allí con vida y reencontrarse con su padre y su pueblo. Una vez que el cónsul se sintió seguro de que aquellos guerreros, unos heridos, otros aún intactos pero cubiertos de sangre de sus compatriotas muertos, habían entendido bien el mensaje de aquella misiva que unos habían transcrito por escrito, los menos, mientras que otros, la gran mayoría, incapaces de ello, habían aprendido de memoria, los dejó libres.

—Marchad ahora, marchad —les espetó Catón desde su sella curulis con desgana—; marchad antes de que me arrepienta y cambie de opinión.

Los guerreros iberos supervivientes a la masacre partieron de allí al galope sobre caballos que el cónsul ordenó que se les proporcionara. Quería que las noticias de lo que allí había ocurrido llegaran lo antes posible a todas las fortalezas de la región. Eso merecía sacrificar algunos caballos que, todo hay que decirlo, tampoco es que fueran los mejores.