Un interrogatorio
Emporiae, noreste de Hispania. Marzo de 195 a. C.
Durante dos meses el ejército consular fue adiestrado en la lucha cuerpo a cuerpo en las afueras de Emporiae, pero luego Catón decidió empezar a foguear a sus hombres poco a poco en combates reales. Para ello enviaba a varios manípulos juntos a distintos poblados de la región que se habían mostrado proclives a apoyar a las tribus iberas que se habían rebelado y a los que entregaban grano, ganado y otros víveres. La orden era arrasar esos poblados por completo, matar a hombres y mujeres y hacer acopio de toda la comida y de todos los animales que hubiera. Con ello Catón conseguía varios objetivos a la vez: en primer lugar, los legionarios se endurecían en el combate, pues incluso en esos pequeños poblados los iberos luchaban con furia y oponían una resistencia tan poderosa como irracional por lo reducido de sus fuerzas; en segundo lugar, las tropas encontraban satisfacción, pues el cónsul permitía que yacieran con cuantas mujeres quisieran entre los poblados atacados antes de que las ejecutaran; en tercer lugar, conseguía los recursos necesarios para autoabastecerse sin tener que recurrir a Roma a pedir más suministros, y es que Catón, junto con Fabio Máximo en el pasado, había criticado en innumerables ocasiones las reiteradas peticiones de suministros y refuerzos que los Escipiones habían hecho para sus campañas en Hispania y, con esta estrategia, Catón demostraba que uno se podía autoabastecer y no recurrir al erario público para hacer la guerra, y estaba empecinado en ilustrar con su ejemplo que eso era posible aunque para ello tuviera que arrasar todo el territorio; y, en último lugar, Catón transmitía con toda esa destrucción un claro mensaje de horror que quería que fuera el signo por el que deberían recordarle, y en su forma de ver las cosas, respetarle en aquellas tierras. Escipión había usado el horror de arrasar alguna ciudad por completo en el pasado en Hispania, pero sólo de forma excepcional, luego siempre terminaba pactando con unos y con otros y por esos acuerdos le recordaban los iberos. ¿Y qué había conseguido? Nada. Allí estaban de nuevo todos los iberos en franca rebelión. Catón estaba convencido de que sólo el horror más brutal, permanente y generalizado podría doblegar al final a aquellas gentes que se levantaban una y otra vez contra el poder de Roma.
Pero los ataques a los poblados cercanos eran sólo escaramuzas. El cónsul estaba seguro de que los iberos estaban reagrupando el grueso de sus fuerzas para lanzarse en algún punto contra él en una gran batalla campal. Se trataba de llegar a esa batalla a tiempo, suficientemente preparado y derrotarles por completo. Sólo una victoria así en el norte de Hispania le permitiría cruzar el Ebro y lanzarse hacia el sur con posibilidades de éxito.
En uno de esos pequeños combates en los poblados alrededor de Emporiae, los legionarios apresaron a algunos hombres a los que no habían dado muerte porque eran iberos que por sus ropas y su forma de hablar procedían de otra región y los oficiales estaban seguros de que eran una avanzadilla del resto de tribus iberas que venían al norte para expulsarles de Hispania. Catón, rodeado de sus doce lictores, salió del praetorium para inspeccionar a los rebeldes. Pasó por delante de ellos mirándoles detenidamente. Varios veteranos, unos fuertes y otros no tanto, pero todos resueltos, se negaron a bajar la mirada y la mantuvieron firme ante los escrutadores y fríos ojos del cónsul de Roma. Envueltos en sus pieles, ninguno de aquellos hombres hablaría aunque los torturaran durante días. Tenían el espíritu fanático de los que creen que pueden conseguir la victoria, si no ellos mismos, sí sus compatriotas a los que no traicionarían jamás. Pero hubo uno de entre todos que, más nervioso, bajó los ojos cuando el cónsul se acercó y miró al suelo. Catón asintió casi imperceptiblemente. No era un gesto para el exterior, para los que le rodeaban, sino para sí mismo.
—Éste —dijo el cónsul en voz alta señalando al hispano que no había tenido las agallas suficientes de mirarle a los ojos.
Dos legionarios cogieron al ibero por la espalda y se lo llevaron a rastras mientras el guerrero profería gritos con maldiciones e insultos que Catón desdeñó.
—¿Qué hacemos con el resto, cónsul? —preguntó uno de los dos tribunos que acompañaban al cónsul en su revista a los prisioneros.
Catón, que ya estaba caminando de regreso al praetorium, se detuvo un segundo, pero sin tan siquiera darse la vuelta respondió con rotundidad.
—Matadlos. No nos sirven de nada. —Y marchó hacia el interior de la tienda del praetorium. Era demasiado pronto en la campaña para hacer acopio de esclavos. Hacer prisioneros, además, implicaba tener que dedicar parte de los soldados a vigilarlos hasta que pudiera llevarlos a Roma donde venderlos a buen precio y, para colmo de desgracias, habría que alimentarlos. No, todo eso eran problemas de logística para el planeado ataque hacia el sur. De momento no habría esclavos. Lo inteligente, desde un punto de vista económico, era hacerlos al final de la campaña y no desde el principio.
El cónsul, de regreso en su tienda, se sentó en la sella curulis en espera de que le trajeran los últimos informes de las escaramuzas que se estaban preparando. Cada mañana repasaba los poblados que se habían destruido y los que quedaban en pie. Se había marcado el objetivo mínimo de arrasar una ciudad ibera al día y el cónsul era hombre escrupuloso y disciplinado en todo aquello que consideraba que era su obligación como servidor del Estado romano. Los tribunos y el resto de oficiales entraron en la tienda del praetorium. Iban a empezar la ronda de informes del día cuando un grito bestial llegó nítido y claro a los tímpanos de los allí presentes. Nadie dijo nada. Se trataba, sin duda, del ibero al que estaban torturando para sonsacarle información. El cónsul hizo una seña para que se acercara el proximus lictor.
—Diles que vayan despacio con ese hombre —le dijo el cónsul en voz baja—. Ese hombre hablará, pero hay que darle un poco de tiempo. Que vayan despacio. Tenemos todo el día para este asunto.
El proximus lictor asintió y salió con rapidez de la tienda. Los aullidos de dolor del hispano torturado bajaron un poco en intensidad y parecieron espaciarse algo, pero seguían allí invadiéndolo todo de forma intermitente. El cónsul, no obstante, parecía no oír aquellos gritos y miraba a sus oficiales esperando que continuaran con los informes que se habían interrumpido con la llegada de aquellos iberos rebeldes apresados.
Los centuriones fueron los que hablaron primero. Mientras lo hacían, de cuando en cuando se oía un nuevo grito desgarrador que hacía que el que hablaba se detuviera un instante antes de proseguir, pero la mirada fría del cónsul hacía que cada centurión diera término a su informe sin atender más a aquellos aullidos. Los oficiales acabaron sus intervenciones y todos quedaron a expensas de recibir órdenes del cónsul. Catón se levantó y se dirigió a la mesa de los mapas. Habían destruido más de la mitad de las fortalezas rebeldes de la región, arrasado campos y poblados a decenas y habían apresado el ganado de casi todas las granjas. Estaba meditando lanzar un ataque a gran escala en el que limpiar la zona de todo núcleo opositor en cien millas a la redonda, pero no estaba seguro. Necesitaba saber dónde estaba el grueso de las tropas iberas antes de hacer un movimiento táctico de esa envergadura. Y aún no sabía nada. Se sentía ciego.
—Hoy descansaremos. Necesito más información —dijo, y levantó la mano indicando que todos salieran.
Catón pasó el resto del día en el praetorium, estudiando los mapas de la región una y otra vez, comiendo frugalmente pasas, nueces y unas gachas de trigo. Casi sin darse cuenta se le pasó el día. Entraron unos esclavos y encendieron las lámparas de aceite que estaban distribuidas en cada una de las esquinas de la tienda. Pensó en salir un rato e inspeccionar que todo siguiera en orden y que los hombres no estuvieran ociosos sino trabajando y adiestrándose cuando, de pronto, el cónsul levantó la cabeza. Faltaba algo. Ya no había gritos. Por un momento temió lo peor, pero los dioses estaban con él pues al momento entró el proximus lictor.
—Ya ha hablado. Ha tardado, pero ha hablado.
El cónsul respondió con una sola palabra.
—¿Dónde?
El lictor se acercó a la mesa de los mapas junto a la que estaba sentado el cónsul y señaló un punto a medio día de viaje a marchas forzadas en dirección sur.
—Se están reagrupando aquí. Dice que estarán listos con la próxima luna llena.
Marco Porcio Catón hizo un cálculo rápido. Faltaban sólo tres días. Se levantó de golpe y, al tiempo que salía del praetorium, dio las órdenes a los oficiales que llevaban todo el día esperando a la puerta de la tienda de su general en jefe sin saber bien qué hacer.
—Salimos mañana al amanecer. Hacia el sur.
Los tribunos y centuriones asintieron. Ahora sí tenían mucho trabajo.
Tal y como había calculado el proximus lictor, al atardecer llegaron al punto donde el ibero había confesado que se estaban reuniendo las diferentes tribus iberas para lanzar un feroz y letal ataque contra las legiones de Emporiae. Justo al entrar en un valle con una extensa planicie vislumbraron lo que era un gigantesco campamento de vieja construcción. Todos pensaron que los iberos habían aprendido de los romanos y habían fortificado el punto de reunión con empalizadas para evitar ser sorprendidos antes de estar completamente preparados, pero Catón comprendió enseguida que los iberos, muy hábiles, se habían apropiado de uno de los viejos campamentos que los Escipiones construyeron en la región en el pasado reciente. No dejaba de ser una curiosa broma del destino que los iberos se hicieran fuertes tras las murallas levantadas por alguno de los Escipiones, pero Catón estaba dispuesto a desafiar a los iberos, a los Escipiones y, llegado el caso, al destino mismo. Su idea, al adelantarse un par de días a la fecha que los iberos habían fijado para lanzar su ataque era la de, en la medida de lo posible, cogerles de improviso y, con un poco de ayuda de la diosa Fortuna, enfrentarse a ellos antes de que estuvieran todos reunidos. Había conseguido el primer objetivo, pues los iberos se sorprendieron, y mucho, al ver las legiones de Roma allí, justo delante de su fortificación cuando habían calculado ser ellos los que sitiaran a los romanos junto a la ciudad de Emporiae. Pero el segundo objetivo, el de llegar allí antes de que estuviera el grueso de las tribus rebeldes a Roma reunidas no fue posible. El campamento era gigantesco. Por sus dimensiones ocupaba casi el doble que el espacio que precisaba el ejército consular.
—¿Cuántos calculáis que hay? —preguntó Catón a los tribunos.
—Cuarenta mil, mi general, quizá más —se aventuró a decir uno de ellos. El cónsul asintió. Él había calculado una cifra parecida. La empresa era muy difícil. En efecto, los iberos les doblaban en número. Tendría que sorprenderlos aún más y aprovechar su desorganizada forma de combatir para imponerse. Y tendría que encontrar también la forma de motivar a sus soldados lo suficiente como para que lucharan hasta la última gota de sangre. Sólo así se conseguiría la victoria. Hasta entonces sus hombres sólo habían combatido en cómodas situaciones de ventaja. La verdadera guerra empezaría mañana al amanecer y él, Marco Porcio Catón, no pensaba ni en perder ni en morir en Hispania, y si lo hacía, tenía claro que con él perecerían todos.
—Acamparemos aquí. Quiero que nos vean levantar el campamento —dijo el cónsul.
Y los legionarios se esmeraron en su trabajo. Levantaron altas empalizadas y cavaron fosos profundos. Sabían que todo ese trabajo iba en beneficio de su seguridad. Si las cosas salían mal, aquellas vallas y zanjas les protegerían, serían su mejor salvaguarda. Convenía hacerlas bien. No necesitaban los gritos de sus oficiales para comprender la importancia de aquella tarea.
Con la noche llegaron las hogueras y un poco de descanso para todos. No estaban las empalizadas completamente terminadas y los fosos no eran aún muy hondos, pero no era frecuente entrar en combate tan rápido, sino que lo habitual era que los dos ejércitos se tantearan en pequeñas escaramuzas entre las infanterías ligeras y las caballerías respectivas antes de que se emprendiera una gran batalla campal. Aquello les permitiría terminar la fortificación en los próximos días.
Los legionarios comieron bien, pero no se repartió ni una gota de vino. Aquello no hacía muy popular al cónsul, pero les había dejado hacer todo el pillaje posible en el norte y era razonable estar sobrio si el enemigo, de manera inesperada, decidía presentar combate; sin embargo, todos los planes de descanso de los legionarios se vinieron abajo cuando en medio de la noche, en silencio, sin bucinatores ni tubicines pero con firmeza en la voz de los centuriones, empezaron a ser despertados por furibundos oficiales que primero a empujones y, cuando esto no era suficiente, directamente a puntapiés, los sacaban de las tiendas de forma imprevista.
En poco tiempo estuvieron las dos legiones formadas a las puertas del campamento, en el lado contrario a donde se encontraban los iberos, de forma que la luz de la luna no podía descubrir que todo el ejército romano había salido en formación y que, por orden expresa del cónsul, se retiraba hacia las colinas por las que habían llegado la mañana anterior. Se adentraron a paso tranquilo por las colinas. El cónsul quería evitar que el ruido de veinte mil legionarios pudiera despertar a los iberos, pero cuando alcanzaron las colinas y el bosque circundante los envolvía apagando sus ruidos, recibieron la instrucción de acelerar y, magnis itineribus, cruzaron las colinas, para rodear toda una pequeña sierra y entrar en el valle justo por el lado opuesto a por donde lo habían realizado el día anterior. Los legionarios no entendían cuál era el objetivo de aquel agotador traslado nocturno. Y los iberos tampoco, pues cuando al amanecer se levantaron y descubrieron el campamento romano vacío a un lado y justo en el otro extremo de su propio campamento a las dos legiones formadas, no pudieron hacer otra cosa que reírse de aquel absurdo. Si los romanos atacaban y se veían obligados a retroceder nunca podrían alcanzar su campamento. Aquello era una locura para todos. Para todos, claro, menos para Marco Porcio Catón.[M]
El cónsul de Roma, por primera vez, se iba a dirigir a sus hombres. Era justo antes de un gran combate. El primero de una gran serie o el primero y último de toda la campaña si se recibía una derrota total. Catón había decidido, fiel a su forma de ver las cosas, no dejar mucho margen a situaciones intermedias. El cónsul se subió a un caballo y situó al animal justo frente a los manípulos centrales de las dos legiones. No había viento que robara sus palabras. Si hablaba bien alto, con potencia, la mayoría de los allí reunidos le escucharía y los que no le oyeran podrían preguntar a los legionarios de los manípulos centrales. Tenía decidido esperar un tiempo con escaramuzas previas al gran ataque, de modo que ese espacio sirviera para que su discurso fuera pasado de boca en boca y que, de esa forma, su mensaje llegara no ya a los oídos sino a las entrañas de todos los guerreros de su ejército.
—¡Legionarios de Roma! ¡Escuchadme bien! ¡Éste puede que sea nuestro único gran combate en esta tierra de bárbaros o el primero de una larga serie de victorias! ¡Lo que ocurra al final de todo, por todos los dioses, sólo depende de vosotros! ¡Os explicaré cuál es la situación! —Y calló un segundo para asegurarse de que tenía la atención de su ejército; no se oía nada, ni un murmullo; bien. Catón continuó hablando—: ¡Ante vosotros está el enemigo en su campamento! ¡Tras vosotros sólo hay territorio hostil y miles de enemigos dispuestos a terminar con todos! ¡Aquí no hay más ciudades amigas cercanas que la de Emporiae y tanto vuestro campamento como Emporiae están justo detrás del enemigo reunido en gran número para terminar con vosotros! ¡No hay huida posible! ¡No hay otro camino posible que el de la victoria absoluta o la muerte! ¡Si retrocedéis, si huis, no encontraréis el campamento a vuestras espaldas donde refugiaros y llorar como mujeres asustadas, sino territorio enemigo y sólo una muerte segura, o peor aún, esclavitud, prisión, tortura y una terrible y lenta muerte a manos de unos bárbaros que no albergan otros sentimientos que odio y furia contra nosotros! ¡Pero ése no tiene por qué ser vuestro destino! ¡Yo creo en hombres que son capaces de forjar su propio destino! ¡Escuchadme bien, legionarios de Roma! ¡Yo os prometo riqueza, esclavos, mujeres, placer y disfrute a raudales, todo lo que hayáis imaginado y mucho más! ¡Pero todo eso ha de ganarse con esfuerzo empezando esta misma mañana! ¡Si derrotáis a los iberos el botín de guerra será para todos vosotros! ¡Yo no quiero ni una libra de oro o plata! ¡Todo para vosotros! ¡Lo que saquéis de los despojos de cada victoria será siempre vuestro! ¡Todo vuestro! ¡Y los prisioneros vuestros esclavos para vender a los quaestores aquí, sub hasta[*], o en Roma, en el mercado que queráis; y sus mujeres serán vuestras esclavas o vuestras amantes o ambas cosas a la vez! ¡Todo para vosotros! ¡Podéis tenerlo todo, todo lo que soñasteis cuando os alistasteis en estas legiones y mucho más! Y, ¿sabéis una cosa, romanos?, ¿sabéis una cosa? —Catón veía como todos estiraban el cuello para atender aún mejor—. ¡Entre vuestras riquezas y vosotros sólo se interponen esos malditos iberos que están allí acampados! ¡Sacadlos a campo abierto y matadlos a todos y el mundo será vuestro! ¡No dejéis ni uno con vida y lo tendréis todo! ¡Yo os guiaré, pero vosotros seréis mis puños y mis manos! ¡Si me fallan los puños, no podré vencer, pero si mis puños son fuertes como el hierro os prometo la victoria y todas las riquezas que os he descrito! ¡Todo será vuestro y Roma se rendirá a vuestros pies por terminar de una vez con la maldita resistencia de unos bárbaros locos y desagradecidos, traidores y desleales a Roma! ¡No hay otro camino, legionarios! ¡Si os retiráis no hay lugar para cobijarse; si, por el contrario, lucháis hasta el final, conseguiremos vencer! ¡No, no hay otro camino, por Júpiter! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! —Y levantó las manos en alto mirando al cielo y repitiendo una vez más el grito de guerra de las legiones de Roma—. ¡Muerte o victoria!
Y veinte mil legionarios aullaron desde lo más profundo de su ser repitiendo aquel grito de combate enfervorizados y encendidos como no lo habían estado nunca, prestos a entrar en la más atroz de las vorágines: una batalla campal sin cuartel, sin rendición posible, sin descanso, hasta la última gota de su sangre o de la sangre del enemigo.
—¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!