El príncipe de los ilergetes
Emporiae, noreste de Hispania. Finales de febrero de 195 a. C.
Catón llegó a Emporiae tras una travesía tranquila por mar, costeando el sur de la Galia y habiendo atracado unos días en Masilia para reabastecerse, tal y como tenían costumbre los ejércitos romanos cuando se desplazaban a Hispania.
Emporiae era una ciudad portuaria dividida en dos fortalezas. La más antigua era la parte amurallada donde se levantaba la legendaria colonia griega. El segundo sector amurallado era la nueva ciudad ibera, donde se agrupaban todos los hispanos que habían ido recalando en las proximidades de la ciudad antigua como resultado del creciente comercio entre las colonias griegas y los diferentes pueblos iberos de aquella gigantesca península. Era habitual que los romanos, al menos los oficiales y algunas unidades elegidas, se acomodaran en la seguridad y el confort que ofrecía la ciudad griega, pero Marco Porcio Catón se sentía extraño rodeado de ciudadanos de una cultura que despreciaba y, como tampoco se fiaba un ápice de los iberos, cuya alianza siempre ponía bajo sospecha, ordenó levantar un campamento independiente a las afueras de los recintos amurallados. Esto no gustó demasiado a algunos oficiales y a los legionarios que se vieron en la obligación de construir, a toda velocidad, un enorme campamento fortificado, con empalizadas y fosos, en muy poco tiempo y con mucho esfuerzo, pero a Catón, la felicidad o infelicidad de las tropas no le preocupaba, al menos, por el momento. Él no venía de visita a Hispania. Venía a una guerra. Venía a conquistar y venía dispuesto a que eso se notara desde un principio.
El pretor Helvio regresaba desde el sur de Hispania, tras haber conseguido rendir a la siempre rebelde Iliturgis, donde había conseguido confiscar bastante oro y plata como para al menos hacerse acreedor de recibir una ovación a su entrada en Roma, pero pese a esa victoria, Helvio sólo pensaba en salir corriendo de aquel maldito país.
—No importa lo de Iliturgis; lo mejor que se puede hacer, cónsul Marco Porcio Catón, es evitar la lucha contra los iberos. Este país es totalmente hostil a nuestra presencia y están todos los pueblos levantados en armas contra nosotros. Si se alían unos con otros destruirán a cuantas legiones se pongan por delante. Ya lo hicieron con los viejos Cneo y Publio Cornelio Escipión en el pasado.
—Eso no volverá a ocurrir, pretor —respondió Catón con un rostro serio que mostraba a las claras su desaprobación ante la actitud derrotista de Helvio—. Y yo no tengo nada que ver con esos Escipiones que cayeron abatidos en el pasado.
Helvio dejó de beber el vino que estaba compartiendo con el cónsul y, mientras pensaba si dar respuesta a aquel comentario, apretaba los dientes. Estaba cansado. No, quizá el nuevo cónsul no tuviera nada que ver con aquellos Escipiones, pero tampoco tenía nada que ver con el hijo y sobrino de aquéllos, el legendario Africanus que sí fue capaz de apaciguar la región en el pasado reciente. Lo que ocurría es que el Senado, ciego por las disputas internas, se negaba a enviar a Africanus, el único romano a quien los iberos respetaban. El resto no tenía nada que hacer allí. Pero Helvio había desarrollado su instinto de supervivencia desde que llegara a Hispania y, en una decisión acertada, guardó silencio y no dijo nada más.
Catón vio al pretor salir del praetorium al tiempo que entraba el primus pilus[*] de la primera de las dos legiones de su ejército consular.
—Allí va un cobarde —dijo Catón con visible desprecio—. Por todos los dioses, sal de aquí y procura que ese pretor no hable con ningún oficial.
El primus pilus, algo confuso, pues Helvio había estado luchando bravamente durante meses en aquel territorio, saludó al cónsul, dio media vuelta y marchó para cumplir las instrucciones recibidas.
Catón se quedó de nuevo a solas, rumiando la mejor forma de conducir la guerra hasta la victoria final con rapidez. Si el maldito Escipión al que todos se empeñaban en llamar Africanus, con sólo dos legiones, como las que él mismo tenía ahora, había podido imponerse a los cartagineses y a los iberos a la vez, él debía ser capaz de poder doblegar a los iberos solos. De pronto, las telas de la entrada volvieron a separarse para que el proximus lictor de su guardia personal hiciera, de nuevo, acto de presencia ante el cónsul.
—¿Y bien? —preguntó Catón con sequedad.
—Han llegado embajadores de los iberos, de los ilergetes.
El cónsul no sentía aprecio por ninguno de los pueblos iberos, pero había cumplido con su obligación y estaba bien al corriente de los nombres de las principales tribus, de sus jefes y de su mayor o menor fidelidad a Roma. Los ilergetes eran de los pueblos que más leales se habían mostrado durante todos aquellos años y, aunque no fueran completamente de fiar para el cónsul, merecían ser escuchados.
—¿Los habéis desarmado? —preguntó Catón.
—Al entrar al campamento, sí, mi cónsul.
—Bien. Que pasen y que entren mis oficiales en jefe, también.
Los dos tribunos de las legiones entraron primero y se situaron justo detrás del cónsul. Tras ellos pasaron media docena de lictores y, por fin, tres iberos vestidos con pieles, altos, serios, recios, muy morenos, con el pelo largo y rostros preocupados. Dos eran mayores, veteranos, pero el que iba por delante y que parecía dirigir aquella embajada, era joven, de unos veinte años. Se le veía orgulloso pero discreto, decidido pero controlando sus gestos. Esos hombres, Catón lo tuvo claro enseguida, querían algo. Venían a pedir. El cónsul se mostró especialmente distante en su recibimiento. Para empezar habló en latín.
—Tengo una guerra que dirigir y poco tiempo. ¿Qué queréis?
Los iberos se miraron entre sí. Pero, para sorpresa de todos y del cónsul en particular, el joven ibero respondió también en latín. Un latín con errores, pero lo suficientemente bueno como para entenderle.
—Soy el hijo del rey Bilistage de los ilergetes; mi pueblo siempre se ha mostrado leal a los romanos. Eres el nuevo general de los romanos. Venimos a presentar nuestros respetos.
Catón sabía que tras esas correctas palabras pronto llegaría la petición, pero no podía por menos que mostrarse algo más cercano a aquellos hispanos que no sólo, como decían, habían sido leales mucho tiempo, sino que hasta enviaban embajadores que sabían latín.
—Bilistage siempre se ha mostrado leal a Roma —concedió Catón en tono conciliador—. Su hijo y sus súbditos son siempre bienvenidos a un campamento romano.
Hubo entonces una pausa en la que los iberos parecían sentirse incómodos. Se miraron entre sí hasta que, de nuevo, el joven hijo del rey de los ilergetes retomó la palabra.
—Cónsul de Roma, mi pueblo está siendo atacado por todas las tribus vecinas que se han alzado contra los romanos. Mi padre quiere honrar su juramento de fidelidad a Roma, pero no tenemos ni fuerzas ni recursos suficientes para enfrentarnos contra todos nuestros enemigos. Necesitamos la ayuda de Roma.
Ahí llegaba la petición. Catón exhaló aire en un suspiro largo y se reclinó hacia atrás en su asiento. Buscaba espacio entre el hijo del rey de los ilergetes y su persona. Le gustaría poder despedir a aquel impertinente de un puntapié, pero las circunstancias exigían un mínimo de respeto mutuo.
—Vosotros estáis rodeados de enemigos, es posible —empezó el cónsul—, pero nosotros tenemos pocos soldados y todo un país levantado en armas. He de reimponer el gobierno de Roma desde aquí hasta las remotas regiones mineras que se extienden muy al sur del Ebro. Y he de luchar contra vuestros enemigos y contra los iberos del sur y los celtas del interior. No puedo dividir mis fuerzas. He de acometer cada objetivo con todos mis legionarios juntos o sucumbiré en el esfuerzo. Resistid y, más tarde o más temprano, mis ataques harán retroceder a los que os rodean.
El joven príncipe respiraba deprisa, como una fiera que acaba de ser apresada y busca por dónde salir. Al igual que el cónsul, resultaba obvio que el príncipe también estaba haciendo todo lo posible por contenerse y, no decir lo que realmente pensaba. Pero algo tenía que decir.
—Necesitamos refuerzos, cónsul de Roma, y los necesitamos ahora. Mi padre y sus hombres no podrán contener por mucho más tiempo los ataques de nuestros enemigos que cada día son más numerosos.
Catón consideró por un instante tomar todas sus tropas y atacar allí donde se estaban defendiendo los ilergetes, pero ni sus hombres estaban todavía suficientemente entrenados ni disponía aún de toda la información necesaria para saber bien cómo acometer los primeros ataques. Tenía pensado realizar una serie de escaramuzas iniciales para entrenar a sus tropas en el combate cuerpo a cuerpo y así podría, al mismo tiempo, reabastecerse con los despojos arrancados al enemigo. Acelerar aquel proceso podría resultar fatídico. Y dividir las tropas es lo que hizo que los famosos tío y padre de Escipión murieran en sendas emboscadas.
—He dicho, joven príncipe —insistió Catón con un tono más firme y algo más desagradable—, que no me es posible atender vuestra petición en este momento. Necesito dos meses y la llegada del buen tiempo antes de emprender una operación a gran escala como la que me estás proponiendo. Regresa donde tu pueblo y di a tu padre que en la primavera podré asistirle.
El joven hijo del rey de los ilergetes miró al suelo. Uno de los iberos que le acompañaban, que quizá no hablara latín, pero que había interpretado acertadamente el tono y la faz gélida de Catón, puso una mano sobre el hombro del príncipe como queriendo sugerir al joven que era mejor retirarse y abandonar el campamento romano donde estaba claro que nadie iba a ayudarles. Pero el joven príncipe no era hijo de rey por nada. En su espíritu estaban el alma de la lucha y el combate encendidos, una energía que había heredado de su padre, de modo que se sacudió con un movimiento rápido de su cuerpo la mano que se había posado en el hombro y clavó sus ojos en la mirada helada del cónsul.
—Hasta ahora, cónsul, hemos resistido para honrar un juramento a Roma, pero ese juramento ata a las dos partes. Nosotros hemos de ser leales a Roma y, a su vez, Roma ha de ayudarnos cuando estemos en problemas. Hemos combatido en el pasado varias veces junto a las legiones de Roma y volveremos a hacerlo en el futuro si Roma sabe también honrar su parte del juramento, pero si los romanos nos abandonan a nuestra suerte, mi padre no dudará, si se hace necesario para nuestra supervivencia, en pactar con nuestros enemigos actuales y cambiar las alianzas, eso haremos. Estamos dispuestos a luchar por Roma, pero no estamos dispuestos a morir por Roma, y menos por una Roma que no honra sus juramentos. Si al amanecer no hay tropas embarcadas para partir hacia el sur y ayudarnos, mi padre pactará con nuestros atacantes y nos uniremos a ellos y el camino que el cónsul encuentre hacia ese sur donde quiere llegar va a resultar mucho más difícil de franquear. Es más, estoy seguro de que si los ilergetes se unen al resto de tribus, el cónsul de Roma nunca conseguirá pasar del Ebro.
Y el joven príncipe no esperó respuesta, sino que dio media vuelta y, seguido de cerca por sus dos compañeros, salió del praetorium, dejando a lictores, tribunos y al propio cónsul de Roma perplejos y muy preocupados, y es que si los ilergetes se levantaban en armas contra ellos ya no les quedaría ningún pueblo ibero importante con quien contar en su avance hacia el sur. Lo que había dicho el joven príncipe era muy cierto.
Todos callaban en el interior del praetorium. Marco Porcio Catón permaneció con la boca abierta durante unos segundos, pero poco a poco fue cerrándola mientras su mente, ágil, como una centella fulgurante, trazaba un plan a seguir para resolver lo que parecía irresoluble: evitar la rebelión de los ilergetes sin tener que dividir sus tropas o reducir el calendario de adiestramiento. Marco Porcio Catón, cónsul de Roma, se levantó, al fin, con lentitud de su sella curulis[*] y paseó entre sus soldados y oficiales por el centro del praetorium. Pasó así un largo rato en el que nadie se atrevió ni a moverse de su sitio ni a plantear la más mínima pregunta. De pronto, el cónsul se detuvo, se llevó la mano derecha a la barbilla y la pasó por su inexistente barba pues ésta era escrupulosamente rasurada a diario. Tomó de nuevo asiento en la sella curulis.
—No parece buena idea que los ilergetes se rebelen también. —Y miró a los tribunos. Los dos se atrevieron a negar levemente con la cabeza. Esa negación que confirmaba su percepción era todo lo que el cónsul buscaba antes de seguir hablando—. Sea, entonces. Preparadlo todo para que embarque una de las dos legiones mañana al amanecer con dirección al sur. —Y, mirando a continuación al proximus lictor, añadió una orden—: Tú acudirás donde estén acampados los mensajeros del rey Bilistage y les transmitirás el siguiente mensaje.
Los soldados del joven príncipe de los ilergetes habían levantado tres improvisadas tiendas junto a la porta principalis del campamento romano. Estaban allí, en aquel frío atardecer de finales de invierno, reunidos alrededor de la gran hoguera que habían encendido, compartiendo el calor de las llamas, sin decirse nada entre ellos. Les habían entregado las armas al salir del campamento y eso les había devuelto algo de irracional seguridad, allí, rodeados como estaban por dos legiones de Roma, pero estaban abatidos. Su misión había sido un total fracaso y, más allá de eso, el joven príncipe había amenazado al cónsul de Roma y aquella amenaza planeaba sobre el ambiente y los guerreros iberos presentían que esas palabras del joven príncipe no quedarían sin efecto. Veían de reojo cómo una pléyade de velites[*], la infantería ligera de los romanos, había tomado posiciones alrededor de sus tres tiendas y esperaban, en silencio, al calor de la hoguera el momento en el que tendrían que desenvainar sus falcatas[*] para vender cara su vida. Algunos albergaban la esperanza de que el cónsul no quisiera añadir más motivos para una posible rebelión de su rey Bilistage. Matar a su hijo rompería los débiles lazos entre los ilergetes y Roma. Quizá eso salvara sus vidas, pero el joven príncipe había sido tan hostil, tan resuelto al exigir al cónsul el cumplimiento del juramento que unía a romanos e ilergetes, que todo era posible. Los velites empezaron a moverse hacia un lado, no, hacia dos, abriendo un pasillo. No tenían nada claro los iberos si aquello era una maniobra de ataque o si simplemente estaban dejando un pasillo para dejar pasar a otros soldados. ¿La caballería? Pero no, por el pasillo abierto llegó un hombre ataviado con los uniformes que habían visto en el praetorium del cónsul.
El proximus lictor se plantó entonces frente a los iberos y se detuvo un instante para contemplarles. Vio cómo tenían las manos en las empuñaduras de las espadas. Aquéllos eran hombres dispuestos a todo. Como legionario veterano respetaba aquella templanza. Buscó y encontró rápidamente la mirada más decidida de todas, la del joven príncipe. A él dirigió sus palabras.
—El cónsul me ha dado un mensaje para el hijo del rey de los ilergetes.
—Habla, soldado, te escucho.
—El cónsul —prosiguió el proximus lictor—, cree que el joven príncipe ha malinterpretado sus palabras. El cónsul quiere satisfacer el juramento de Roma. Su idea era acudir en ayuda de los ilergetes en unas semanas, pero si la situación es tan extrema, el cónsul corresponderá a la lealtad de los ilergetes en el pasado. Mañana al amanecer la primera legión del ejército consular partirá en barco hacia el sur. Ya que todo requiere tanta urgencia, sugiere que salgan ya mensajeros de tu embajada con dirección al sur para que tu padre sepa que la ayuda romana llegará en muy poco tiempo, apenas dos o tres días si la navegación es buena. Eso sí, el cónsul pone una sola e ineludible condición.
—¿Cuál es esa condición? —preguntó con rapidez el joven príncipe.
El proximus lictor, sin darse cuenta, dio un pequeño paso hacia atrás antes de volver a hablar.
—El cónsul exige que si envía una legión hacia el sur, el joven hijo del rey debe quedarse entre nosotros hasta que de nuevo las dos legiones estén unidas. Estamos en medio de una gran guerra y el cónsul no está dispuesto a ceder una legión sin una contrapartida como la que exige.
El joven príncipe asintió despacio, pero sus hombres, que no estaban seguros de lo que allí estaba pasando, le preguntaron en su lengua. El hijo del rey se explicó. El proximus lictor vio como varios de los guerreros iberos sacudían la cabeza y hablaban de prisa. Era evidente que muchos no estaban de acuerdo con que el joven príncipe se quedara entre los romanos como rehén, pero el hijo del rey lanzó un grito en su lengua y todos callaron.
—¡Callad todos! Se hará como pide el cónsul. —Y volviéndose hacia el proximus lictor añadió en latín una petición—. Me quedaré, pero quiero ver cómo empiezan a embarcar las tropas en el puerto de Emporiae.
—Acompáñame y lo verás.
El proximus lictor, una decena de jinetes romanos, el hijo del rey y sus dos escoltas cabalgaron en medio de la noche hasta llegar al puerto de Emporiae. Allí todos se quedaron asombrados del enorme bullicio que lo llenaba todo, desde los almacenes a los muelles y las innumerables quinquerremes y trirremes allí atracadas. Centenares de hombres se esmeraban en cargar fardos de todo tipo: ánforas con agua y aceite, sacos de trigo y sal, cestos de pescado y carne seca, odres con agua y centenares, millares de lanzas, flechas, espadas y escudos. Se escuchaban a varias docenas de caballos relinchar porque se negaban a subir por las estrechas pasarelas a las bodegas de los barcos que debían transportarlos al sur, pero los soldados romanos tiraban de las riendas con fuerza y al final todas las bestias cedían y embarcaban en unos buques que a cada momento se hundían más y más en el agua a medida que sus entrañas se henchían de todos los pertrechos de la primera legión del ejército del cónsul Catón.
El joven príncipe miraba todo aquello y no cabía en sí de gozo. Se volvió entonces hacia uno de sus hombres y le dio una orden. El soldado montó en su caballo y partió de regreso hacia el resto de compañeros de embajada. Ningún romano le impidió que se alejara con libertad.
—He ordenado que el resto de hombres regresen al sur y le digan a mi padre que los refuerzos de Roma llegarán en poco tiempo. —El proximus lictor asintió sin tanta satisfacción. Una vez más Roma dividía las tropas desplazadas a Hispania. Siempre que habían hecho eso todo había terminado en pavorosas derrotas, en masacres donde los buitres se hartaban de comer carne romana y el proximus lictor sentía que todo lo que estaba ocurriendo aquella noche les acercaba tenebrosamente a ser pasto de aquellas malditas bestias aladas. Un final en el que prefería no pensar.
Todos los mensajeros iberos, tras levantar con rapidez sus tres tiendas, partieron hacia el sur al galope. No estaban satisfechos de dejar a su joven príncipe entre los romanos, pero saber que habían conseguido el apoyo de las tropas del cónsul era tan alentador que cabalgaron veloces, sintiendo el viento de Iberia sobre sus cabezas, y, escoltados por la luna, galoparon sin descanso para alcanzar cuanto antes su destino.