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El edicto del faraón

Alejandría, febrero de 196 a. C.

Netikerty amamantó a Jepri hasta casi los cuatro años. La joven, aconsejada por la experiencia de su madre, había alargado la lactancia tanto como le fue posible, pues eran muchos los niños que morían al poco de dejar de mamar. Nadie sabía bien por qué, ni los médicos griegos, pero así era. Pero ya había pasado un año desde que Jepri tomara la última toma de leche de los senos de su madre y el niño corría sano y fuerte por los alrededores de la casa, siempre bajo la atenta mirada de su abuela y una de sus tías. Netikerty y una de sus hermanas habían encontrado trabajo como sirvientas de algunas de las familias nobles de Alejandría. Eran guapas, estaban bien educadas y eran discretas. Y necesitaban dinero. Tras la muerte de todos los hombres habían tenido que recurrir a trabajar para otros para mantenerse. Netikerty notó en especial la necesidad de más dinero cuando el pequeño Jepri dejó de mamar. Necesitaba mucho alimento: pan y trigo a diario y leche de cabra y queso y fruta y pescado. Y todo costaba dinero. Tenía dos opciones: recurrir al dinero que sabía que Cayo Lelio enviaba desde Roma a través de uno de los mercaderes romanos que controlaban la exportación del trigo de Egipto, un tal Casio, o ponerse a servir en una casa noble. En Egipto había esclavos, pero no suficientes para todos y siempre se buscaban sirvientes eficaces. Netikerty, aún dolida pese a los años por la intransigente reacción de Lelio en el pasado, orgullosa, decidió entrar a servir y, de ese modo, no hacer uso del dinero de Lelio, que quedaría acumulado en la casa del mercader Casio, quien, a buen seguro, informaría al veterano oficial romano del desprecio que hacía ella de aquel dinero. Netikerty no sabía si aquel rechazo ofendería o no a quien en el pasado fue su amo y señor, pero no le importaba. De siempre había valorado su independencia y sirviendo la mantenía por completo. Además, servir a otros no era considerado innoble entre los egipcios.

Atardecía sobre Alejandría y Netikerty paseaba con el pequeño Jepri de regreso del mercado donde había adquirido pescado y queso fresco que el pequeño portaba con esfuerzo en un pequeño cesto, concentrado en la tarea de que no se le cayera nada, y con la dignidad y el orgullo de saber que estaba ayudando a su madre. Al salir del mercado encontraron un gran tumulto de personas que se arracimaban en torno a un grupo de soldados griegos de la guardia real del faraón. La primera reacción de Netikerty fue la de alejarse por temor de que hubiera alguna lucha y que, en medio de la confusión, el pequeño pudiera sufrir algún daño, pero de inmediato se dio cuenta de que se trataba de algo diferente. La gente parecía hablar interesada sobre algo grande y pesado que los soldados habían traído y que estaban situando a la entrada del mercado, haciendo uso de una compleja máquina con poleas.

—La han traído hasta aquí en un barco.

—Es enorme.

—¿La has leído?

—¿Qué dice, por Isis? ¿Es del faraón?

—Eso parece. Un edicto.

Netikerty escuchaba atenta los comentarios de mercaderes, compradores, pescadores y hasta de los propios soldados.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó el pequeño Jepri.

—No pasa nada, Jepri. Debe de ser un edicto del faraón. Será importante cuando lo han traído los soldados del faraón y lo han escrito sobre una piedra.

—¿Un edicto?

—Un edicto, Jepri. Es una proclama del rey de Egipto, un anuncio. El faraón quiere que sepamos algo y lo escribe en grandes piedras que pone en diferentes ciudades.

—¿Una piedra en cada ciudad?

Netikerty frunció un poco el ceño a la vez que se abría paso entre el gentío con una mano mientras que con la otra asía fuertemente la pequeña mano de su inquisitivo hijo.

—Bueno, por Serapis, no sé. Supongo que en ciudades grandes como Alejandría pondrá más de una de esas piedras. Ven. Si nos acercamos lo suficiente podrás verla bien.

La gente leía la piedra y luego se alejaba para comentar el contenido del edicto con sus conocidos. Eso facilitaba cierto flujo de personas que se acercaban y que se distanciaban de la gran piedra oscura y así, al poco rato, la hermosa Netikerty y su pequeño hijo se encontraron en primera línea frente a una gran piedra de basalto custodiada por media docena de soldados egipcios al servicio del faraón.

—¿Qué pone, madre?

Netikerty se acercó lo suficiente, al igual que el resto de curiosos, como para poder leer el texto grabado sobre la roca. Estaba en tres idiomas. En la parte superior estaba en la lengua jeroglífica, en el centro el texto se había redactado en demótico y, por fin, la parte inferior de la piedra estaba en griego. Netikerty empezó a leer desde el texto en demótico, que pese a su registro formal, era el que más se parecía a la forma de hablar de las gentes de Egipto.

—«Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses, superior a sus enemigos, que ha restablecido la vida de los hombres, Señor de la Fiesta de los Treinta Años, igual a Hefestos el Grande, un rey como el Sol, Gran rey sobre el Alto y el Bajo país, descendiente de los dioses Filopáteres, a quien Hefestos ha dado aprobación, a quien el Sol le ha dado la victoria, la imagen viva de Zeus, hijo del Sol, Ptolomeo, viviendo por siempre, amado de Ptah. En el año noveno, cuando Aetos, hijo de Aetos, era sacerdote de Alejandro y de los dioses Soteres, de los dioses Adelfas, y de los dioses Evergetes, y de los dioses Filopáteres, y del dios Epífanes Eucharistos, siendo Pyrrha, hija de Filinos, athlófora[*] de Berenice Evergetes; siendo Aria, hija de Diógenes, canéfora[*] de Arsínoe Filadelfo; siendo Irene, hija de Ptolomeo, sacerdotisa de Arsínoe Filopátor, en el día cuarto del mes Xandikos o el 18 de Mekhir de los egipcios…».

Aquí dejó de leer en voz alta, porque la gente se impacientaba y Netikerty paseó sus ojos con rapidez por el resto del texto.

—¿Qué más dice, madre?

—Anuncia una reducción de impuestos para todos y regalos para los sacerdotes. Ven, vámonos, la gente quiere leerla y estamos en medio.

—¿Y por qué lo pone el faraón en tantos idiomas? ¿Por qué no lo pone sólo como hablamos nosotros?

Un soldado real de origen griego miró hacia donde estaba Jepri. Netikerty estiró de la mano del pequeño y lo alejó del lugar. Una vez de regreso a la plaza de acceso al mercado el niño repitió la pregunta.

—¿Por qué no lo pone el faraón sólo como hablamos nosotros, madre?

—Calla —dijo, y se agachó hasta arrodillarse y quedar su rostro a la altura de la cara del pequeño—. En Egipto los sacerdotes escriben con jeroglíficos, los escribas en demótico, que es lo más parecido a nuestra lengua, y en la corte del faraón se habla griego. Por eso el rey lo pone en las tres lenguas, para que todos lo entendamos.

El niño no parecía convencido del todo.

—¿Pero el faraón no habla como nosotros?

Netikerty sacudió la cabeza.

—En casa te lo explico. Ahora hemos de darnos prisa y llevar el pescado y el queso a la abuela, que lo está esperando. ¿Quieres que la abuela lo cocine en la chimenea como a ti te gusta?

Jepri asintió con decisión. Por el momento la proximidad de un pescado bien asado, condimentado con la sabiduría de su abuela, alejaron de su mente su sorpresa y confusión al ver que el faraón, los sacerdotes y el pueblo hablaban lenguas diferentes. Le pareció extraño. ¿Era acaso el faraón un faraón extranjero?