Memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus
(Libro III)
La profecía de los judíos de la Celesiria se había cumplido. El rey del norte había derrotado al rey del sur. Las fronteras de Roma eran cada vez más numerosas y, lo más peligroso, cada vez más inestables. Yo permanecía con mi mirada fija en Hispania. El oro y la plata de aquellos territorios eran esenciales para nuestra economía, para poder sufragar los enormes costes de los diferentes frentes de batalla, como el de Grecia y Macedonia. Allí, Flaminino había conseguido una gran victoria sobre Filipo V de Macedonia en Cinoscéfalos. Filipo V tuvo que retirarse y dejar de acosar nuestros dominios en Iliria, pero el mundo seguía agitado, tumultuoso. Catón, por su parte, no hacía más que ascender en el cursus honorum. De quaestor a edil de Roma, y de edil a pretor. Sólo conseguí evitar que se le diera una de las provincias hispanas, pero Catón es tenaz más allá de lo imaginable. Estaba decidido a llegar a cónsul y contaba con muchos apoyos en el Senado. Todos cuantos me envidiaban se le unían y Catón, al igual que yo, seguía anhelando ser enviado a Hispania. Había que evitarlo a toda costa, pero cada vez era más complicado. Entonces, en mi ingenuidad, seguía pensando que las fronteras de Roma eran Hispania en occidente, la Galia en el norte, Filipo en oriente y Cartago en el sur y no me daba cuenta de que la frontera más peligrosa era la frontera interna: el propio Senado y las manipulaciones de Catón. Pero aún me sentía fuerte. Incluso cuando perdía alguno de los grandes debates en el Senado, encontraba formas de devolver los golpes y recuperar el terreno perdido. Creía que con cada contraataque retornaba a mi posición de poder anterior, sin darme cuenta que cada votación perdida, cada combate interno en que resultara vencido me desgastaba y desgastaba a todos los que me apoyaban. Entretanto, Siria, Egipto, Cartago, Pérgamo, todo estaba en movimiento y no lo veíamos.